Salud Mental

Hay numerosos mitos sobre el abuso sexual infantil que es necesario desterrar.

10 mitos sobre el abuso sexual infantil que debemos desterrar

10 mitos sobre el abuso sexual infantil que debemos desterrar 1680 1050 BELÉN PICADO

El abuso sexual infantil es un problema que nos afecta a todos y a todas, como sociedad y como individuos. Y es mucho más habitual de lo que creemos. Por eso es tan buena noticia que se haya aprobado en España la primera Ley Orgánica de Protección Integral a la Infancia y Adolescencia Frente a la Violencia.

Entre otras cosas, este tipo de violencia supone un factor importante de riesgo para el desarrollo de diversos trastornos mentales. Entre ellos, depresión, ansiedad, adicciones, dificultades a la hora de establecer relaciones o trastornos disociativos.

Además, socialmente es un tema incómodo al que no siempre se le da la visibilidad que merece. Este «mirar a otro lado» favorece que asumamos como ciertas ideas totalmente erróneas. Mitos que obstaculizan la toma de conciencia del problema y distorsionan la visión que tenemos de él. Además, a menudo interfieren tanto en la prevención, como en la detección e intervención en el abuso sexual infantil. Por eso es tan importante desmontar estas falsas creencias y conocer la realidad que se esconde detrás. A continuación, tenéis algunas de las que considero más relevantes (aunque hay muchas más).

1. El abuso sexual infantil  es muy poco frecuente

En realidad, los casos que se denuncian son solo la punta del iceberg. Según Save the Children, en España entre un 10 y un 20 por ciento de la población ha sufrido abusos sexuales durante su infancia. De estas personas, solo denuncia un 15 por ciento. El calvario judicial al que hasta ahora han tenido que enfrentarse la mayoría de las víctimas es uno de los motivos por los que muchas veces se opta por no denunciar.

Es necesario acabar con esta falsa creencia porque, al ver el abuso sexual infantil como algo raro y puntual, estamos restando importancia a un hecho sumamente grave que afecta a toda la sociedad. Para que nos hagamos una idea, si un 20 por ciento de niños y niñas sufren este tipo de violencia, eso es 1 de cada 5. Así que es probable que todos estemos muy cerca de alguna víctima. Tengamos esto muy claro y no cerremos los ojos ante una realidad tan dolorosa como verdadera.

El abuso sexual infantil es mucho más habitual de lo que creemos.

2. Si el abuso fuera verdad habría denunciado en su momento y no 20 años después

La culpa, la vergüenza, el miedo al perpetrador y el temor a no ser creída, puede llevar a la víctima a callar durante muchos años. A menudo, cuando la persona se decide a denunciar, el delito ya ha prescrito.

Precisamente por este motivo la nueva ley aumenta el plazo de prescripción de los delitos graves contra niños y adolescentes, entre ellos los abusos sexuales. Ahora ese plazo empezará a contar cuando la víctima cumpla 35 años y no 18, como actualmente, y terminará 10 ó 20 años después, según la gravedad del caso.

3. Los niños tienen mucha imaginación y muchos inventan que han abusado de ellos

Los niños no mienten sobre lo que desconocen. De hecho, el número de falsas acusaciones es mínimo. Cuando un niño describe en forma detallada y vívida cualquier tipo de actividad sexual con un adulto, no es cosa de su imaginación. Para empezar a proteger a los niños y adolescentes es fundamental creerles y no dar por sentado que lo que cuentan es mentira o resultado de una fantasía.

Si el niño percibe que no le creemos, lógicamente optará por callarse. Unas veces durante meses y muchas otras durante años en los que el dolor, la desesperación y la desesperanza irán creciendo en su interior.

Es posible que según su edad o su nivel de desarrollo tenga dificultades para explicar qué pasó e, incluso, que cambie la historia o llegue a retractarse de su relato por diferentes causas. Pero eso no significa que no diga la verdad. Por un lado, cambiar la historia es normal e, incluso, puede ser indicador de veracidad, pues el abuso altera la percepción, la atención y la memoria. Por otro, negar los hechos puede deberse al temor que le inspira el agresor, a la incertidumbre ante la reacción de sus familiares o a que esté tratando de proteger al abusador.

Y no hay que olvidar que se trata de algo tan duro y devastador que a menudo para los adultos es más fácil creer que la víctima miente o que se ha ‘confundido’ que aceptar la realidad.

Asimismo, no debemos dejarnos engañar y dudar de la veracidad de los hechos si el menor muestra sentimientos positivos y un vínculo afectivo hacía el perpetrador. A veces se obvia el hecho de que, con frecuencia, el adulto es una persona importante en la vida del niño, convive con él y satisface sus necesidades básicas, estableciéndose un vínculo de dependencia material y emocional.

4. El abuso sexual es provocado por la víctima

Detrás de esta creencia está el intento por parte del pederasta de justificar su propio comportamiento abusivo culpabilizando a la víctima y, de paso, reducir la gravedad de su conducta. No es raro escuchar este tipo de argumentos sobre todo cuando se trata de una chica adolescente y se alude a su indumentaria o a su actitud. Pero desde ningún punto de vista la manera de vestirse de un/a niño/a o un/a adolescente ni sus manifestaciones de cariño pueden confundirse con conductas seductoras con fines sexuales.

En ocasiones, los agresores llegan a afirmar, incluso, que el menor dio su consentimiento ‘olvidando’ que la capacidad y madurez del adulto lo coloca en una situación de evidente ventaja sobre la víctima, por lo que la responsabilidad es exclusiva de dicho adulto.

Este mito está unido a la creencia popular y machista de que los hombres «no son de piedra» y les resulta difícil controlar sus impulsos. Una afirmación que solo es un intento más de depositar la responsabilidad en otros, en este caso en la victima que «lo provocó».

5. Si el niño es muy pequeño no tendrá conciencia del abuso, así que mejor olvidarse del tema

Es frecuente que los adultos crean que si el menor abusado es muy pequeño no tendrá conciencia de lo ocurrido y, por lo tanto, no se acordará ni tendrá secuelas en el futuro. Piensan que el verdadero daño lo provocará el hecho de que el abuso salga a la luz, así que lo mejor es no hablar del tema y tratar de olvidarlo.

Pero nada más lejos de la realidad. Es posible que algunas víctimas no manifiesten problemas muy acusados de conducta o de salud a corto plazo. Pero el trauma permanecerá dentro de ellas, a menudo disociado. Y antes o después habrá un detonante que lo dispare al exterior sin que la víctima entienda qué está ocurriendo.

Esta conducta de mirar hacia otro lado también es habitual cuando el niño es un poco mayor. No se saca el tema o se impide que cuente lo que le pasa, creyendo que así lo olvidará antes. El menor, entonces, sentirá que quizás haya exagerado en su reacción, que no sabe afrontar las situaciones y que lo único que ha conseguido es preocupar y angustiar a los adultos que le apoyan.

Cuando hay un caso de abuso sexual infantil no debemos mirar hacia otro lado.

6. Es beneficioso hablar del abuso cuanto antes

En el extremo opuesto de la creencia anterior, hay quienes están convencidos de que cuanto antes hable el niño de lo ocurrido, antes lo superará. Sin embargo, lo cierto es que, si no se dan las condiciones adecuadas, por ejemplo acudir a terapia, existen muchas probabilidades de que al relatar el abuso se produzca una retraumatización.

En caso de que se denuncie y se inicie un proceso judicial hay que ser especialmente cuidadosos. Presionar al menor para que cuente el abuso una y otra vez puede llevarle a sentirse incomprendido, no escuchado y a revivir el trauma. Para evitar esta victimización secundaria, la nueva normativa establece que los menores de 14 años solo deberán declarar una vez y su testimonio se grabará durante la fase de instrucción, es decir, antes del juicio (solo testificarán en el juicio con carácter extraordinario).

Hablar es bueno cuando la víctima se siente preparada para hacerlo y no percibe que le están induciendo a hablar contra su voluntad.

7. El abusador suele ser un desconocido

Las estadísticas demuestran que el mayor número de abusos sexuales se comete dentro de la familia. En este entorno, el agresor tiene mayor acceso al niño, puede aprovecharse mejor del nexo de confianza y cuenta con más oportunidades de iniciar y continuar con el abuso.

Según el estudio La respuesta judicial a la violencia sexual que sufren los niños y las niñas, el 98 por ciento de los agresores son hombres. De estos, el 25, 27 son extraños, el 25,80 son conocidos o forman parte del entorno de la víctima y el 48,94 por ciento pertenecen al ámbito familiar.

Esta falsa creencia está relacionada con otra igualmente equivocada: considerar que cuando el abuso se da dentro de la familia es un asunto privado y no debemos meternos (o pensar que denunciando empeoraremos la situación). TODOS y TODAS tenemos el deber y la obligación de salvaguardar la integridad y los derechos de niñas, niños y adolescentes.

Respecto a esto, la nueva Ley de la Infancia establece la obligatoriedad de todos los ciudadanos de denunciar los casos de abuso sexual infantil. Cualquier persona que advierta indicios de violencia estará obligada a ponerlo en conocimiento de las autoridades y, si puede haber delito, denunciarlo ante a la policía. También podrán denunciar los propios menores sin necesidad de estar acompañados de un adulto.

8. El abuso sexual infantil es fácil de detectar porque las víctimas siempre presentan señales físicas

El abuso sexual no siempre implica contacto físico. Y si lo hay, puede consistir únicamente en tocamientos que no dejan lesiones o evidencia físicas.

En primer lugar, considerar que un caso de abuso se detecta rápidamente es un error. Hay circunstancias que dificultan su identificación. Entre ellas, amenazas del abusador, miedo del niño o niña a que lo castiguen o creencia de la víctima de que no le van a creer o lo van a culpar. Y, quizás, la dificultad más importante estribe en que muchos adultos no están preparados para hacer frente a una realidad como esta. Es más fácil pensar que no está sucediendo realmente, que eso que se ve no es lo que parece, que lo que se sospecha debe ser un error o que, simplemente, uno exagera al sospechar.

Y la creencia de que las víctimas siempre presentan señales físicas es igualmente errónea. El pederasta no siempre utiliza la fuerza física para someter a su víctima. Es más, en la gran mayoría de los casos lo habitual es que recurra a la persuasión y manipulación, mediante juegos, engaños y/o amenazas para involucrar al menor y asegurarse su silencio. Generalmente, los niños no cuestionan lo que hacen los adultos y mucho menos si son sus familiares.

En cualquier caso, no hay que olvidar que la víctima se encuentra bajo una relación de sometimiento, ya sea por temor, afecto o admiración hacia el adulto abusador.

Es un error pensar que las víctimas de abuso sexual infantil siempre presentan señales físicas.

9. Los abusadores sexuales son personas que sufren algún trastorno mental

No hay un estereotipo claro sobre el abusador sexual de menores. Esto significa que puede ser cualquiera. Es más, muchas veces se trata de personas plenamente integradas en la sociedad, comprometidas con su trabajo e incluso que gozan de buena reputación en su entorno.

Suponer que detrás de cada agresor sexual existe alguna psicopatología que explique su conducta abusiva es un error. La mayoría no solo actúan con plena conciencia de lo que hacen, sino que tienen grandes dotes de manipulación.

Quizás por el hecho de que en su entorno social muestran una apariencia intachable, resulta más sencillo y tentador pensar que solo abusan sexualmente de los niños los alcohólicos, los drogadictos, los delincuentes o sujetos con diferentes trastornos mentales.

10. A los niños es mejor no darles información sobre un tema tan delicado, así no les asustamos

Cualquier información va a actuar como prevención del abuso sexual infantil, obviamente adaptándola a cada etapa del desarrollo. Hay numerosos programas educativos diseñados específicamente para enseñar a los niños a poner límites. Y también cuentos que les ayudarán a prevenir y a detectar a tiempo este tipo de violencia.

Lejos de atemorizarlos, una adecuada educación los ayudará a desarrollar habilidades para protegerse. Es necesario que aprendan que su cuerpo es suyo y que hay partes de él que son privadas e íntimas y nadie puede tocar. Y, sobre todo, explicarles que es muy, muy importante pedir ayuda si eso llega a ocurrir o alguien los hace sentir incómodos.

 

Defiende tu derecho a ser diferente.

Oveja negra o chivo expiatorio (II): El derecho a ser diferente

Oveja negra o chivo expiatorio (II): El derecho a ser diferente 1280 984 BELÉN PICADO

En el anterior artículo sobre la figura de la oveja negra dentro de la familia me centraba en cómo una persona llegaba a convertirse en chivo expiatorio y también en la función que cumplía este rol en dicho sistema. En esta ocasión veremos que, aunque no es fácil ser el espejo en el que se reflejan las carencias de nuestro grupo familiar, tenemos que defender nuestro derecho a ser diferentes. Sentir que no encajamos no significa que estemos equivocados o que haya algo malo dentro de nosotros. Simplemente, significa que somos distintos y únicos. Nada más.

Lo primero es confirmar si somos el chivo expiatorio de nuestro sistema familiar. Porque el grado de daño depende en gran parte de lo conscientes que seamos de este rol. Os pongo el ejemplo de Elena, una adolescente de 15 años, cuya madre siempre había favorecido a su hija mayor. La madre no solo comparaba a Elena constantemente con su hermana, sino que la culpaba de cualquier conflicto que tuvieran o de cualquier cosa que pasara en casa. Además, la humillaba a la mínima ocasión. Al principio, Elena ‘aceptó’ esa culpa y creyó cada palabra que le dedicaba su madre. Interiorizó tanto que no era lo suficientemente buena en nada que acabó asumiendo que había algo mal en ella y actuando como se esperaba que lo hiciese. Solo cuando tomó conciencia de lo que ocurría pudo desprenderse de una mochila que no le pertenecía.

Es muy importante tomar conciencia porque, al tratarse de un comportamiento aprendido, con el tiempo podríamos llegar a perpetuar este rol en la familia que formemos, más allá de nuestra familia de origen.

Sentir que no encajamos no significa que haya algo malo dentro de nosotros.

Cómo saber si hay un chivo expiatorio en la familia

Responder a estas preguntas pueden ayudarte a saber si existe una oveja negra en tu familia. O quizás lo seas tú.

  • ¿Alguno de los integrantes de la familia se muestra de forma habitual enfadado, resentido o herido sin un motivo aparente?
  • ¿Las conversaciones familiares se centran casi siempre en las conductas o actitudes de esa persona, sobre todo cuando no está presente?
  • ¿Es habitual que no se la invite a celebraciones y reuniones o que se la mantenga al margen de todo lo relacionado con el grupo familiar (a veces, incluso, de manera no intencionada)?
  • ¿A menudo esa persona se ha visto en medio de situaciones conflictivas, ha pasado por repetidos periodos de ansiedad o depresión o ha tenido relaciones ‘problemáticas’ dentro y fuera de la familia?

Así puede afectar ser la oveja negra

Sufrir el rechazo de los demás puede acabar pasando factura a nuestra salud mental y emocional, especialmente si proviene de la propia familia:

  • Baja autoestima. Si durante años te han repetido hasta la saciedad que todo lo haces mal, que eres «torpe», «un antisocial»«una marimandona», hay muchas probabilidades de que termines asumiendo que eres inferior. Sobre todo, cuando quienes te lo han dicho son tus figuras de apego. Te sentirás inseguro, inútil e incompetente.
  • Culpa. Cuando la mayor parte de tu vida te han responsabilizado de los problemas de las personas de tu alrededor, es lógico que te lo acabes creyendo. El niño que crece como chivo expiatorio de la familia, al final se culpa por cómo lo han tratado. Incluso buscará razones que justifiquen ese maltrato y se percibirá a sí mismo como merecedor de todos los reproches y castigos. Como si fuese realmente malo, inútil e incapaz de hacer nada que pueda ser aceptado.
  • Agresividad. En el otro extremo están las ovejas negras que desarrollan la capacidad de contrarrestar los ataques de sus padres. Exteriorizan su agresividad, como una respuesta natural a las descargas paternas. Cuando un niño siente que toda la ‘basura emocional’ de la familia cae sobre él necesita aprender a defenderse.
  • Problemas a la hora de establecer relaciones. El hecho de tener una mala percepción de ti mismo te llevará a sentir que no mereces recibir amor. Y acabarás saboteando tus relaciones, como un modo inconsciente de confirmar a través del otro la visión que tienes de ti mismo.
  • Desregulación emocional. Al no aprender a gestionar las emociones de un modo sano, es probable que llegues a la edad adulta sin saber regular emociones como el enfado. Esto se puede traducirse en autoagresiones o en explosiones de ira descontrolada.
  • Dependencia. Otro modo de actuar muy habitual es ‘desvivirte’ por demostrar tu valía y ganarte el amor y la aceptación de quienes tanto daño te hicieron, aun siendo consciente de esto último. Y todo esto, a menudo, en detrimento de tus propias aspiraciones e intereses.
  • ‘Hambre de amor’. También es posible que busques fuera del hogar esa validación que nunca tuviste  con el peligro que conlleva. Porque esa ansia de aceptación y de pertenencia puede convertirte en el blanco perfecto de personas y grupos que solo buscan aprovecharse y abusar de tu ‘hambre de amor’. Esto ocurre en ciertas relaciones sentimentales tóxicas en las que un miembro narcisista seduce al chivo expiatorio con toda la falsa validación que este tanto ha anhelado. De este modo, aunque el maltrato llegue poco después, al chivo expiatorio le resultará muy difícil abandonar la relación.
  • Falta de arraigo. Todos necesitamos pertenecer a un grupo que nos sirva de refugio, una red de apoyo que nos cobije cuando lo necesitemos. Esta función la cumple la familia, que nos brinda un hogar al que recurrir. Así que, cuando nos sentimos rechazados por ellos, la sensación de vacío es inevitable, debido la falta de cimientos que nos sostengan o apoyen. Esa falta de pertenencia, ese desarraigo, hará muy difícil que la oveja negra establezca relaciones duraderas.

Ser el chivo expiatorio en la familia puede pasar factura a nuestra salud mental y emocional.

Actuar y pensar de forma distinta a lo que se espera de uno requiere mucho valor

Si te identificas como oveja negra has de saber que no tienes por qué aceptar una situación en la que todos parecen sentirse cómodos, excepto tú. No se trata de iniciar una guerra, sino de defender tu derecho a ser como quieres y a vivir la vida que desees para ti. Y, a veces, defender este derecho pasa por poner distancia, unas veces física, otras psicológica y otras ambas.

  • Tienes derecho a ser tú mismo. Recuerda que la realidad puede interpretarse desde muchos puntos de vista y que en el mundo hay múltiples valores, juicios y opiniones. Y tu forma de ver la vida es tan válida como la de quien la ve de otro modo. No tienes la obligación de ser como tus padres o hermanos, ni siquiera de compartir sus opiniones. Tomar conciencia de que no tenemos que cumplir las expectativas de nadie, ni pensar como quienes nos rodean, es una importante señal de madurez.
  • Sincérate. Antes de tomar una medida más drástica, expresa en el círculo en el que te sientes la oveja negra cuáles son tus sentimientos acerca de esta situación, cómo te afectan sus comentarios y su forma de juzgarte. En algunos casos, la familia o el sistema reaccionará y podrá retomarse la relación desde otro punto mucho más maduro. En otros, será necesario alejarse.
  • Exponer, sí; imponer, no. Aceptar que puedes tener tus propias opiniones y valores, aunque no coincidan con los de tu familia no justifica que trates de imponer tu forma de ver las cosas. Aunque es posible que el diálogo sea complicado, si quieres respeto y ser escuchado es necesario que tú mismo muestres una actitud conciliadora. Ser uno mismo no está reñido con tolerar otras opiniones u otras formas de ser. Practica la escucha activa. Empatiza e intenta entender sus puntos de vista. Quién sabe, quizás te lleves una sorpresa. Recuerda que, al final, el aprendizaje tanto para ti como oveja negra como para tu familia es el mismo: aceptar la diversidad. Y si todo esto no es posible, entonces sí, quizás te toque pasar página.
  • Pasar página. Cuando hemos pasado muchos años soportando los juicios negativos de otros y nos damos cuenta, por fin, de que no hay nada defectuoso en nosotros puede pasar que crezca el resentimiento hacia quienes nos hicieron sentir tan mal durante tanto tiempo. Sobre todo, si nuestros intentos por dialogar no son bien recibidos. El enfado ante esto es una reacción normal, pero si realmente queremos liberarnos de esa influencia es necesario pasar página y no quedarnos enganchados en el rencor. Entrar en una lucha sin cuartel para ver quién es el más fuerte o quién tiene la razón solo contribuirá a aumentar tu malestar. No tienes que demostrar nada. Aléjate de un comportamiento que es tóxico y dañino para ti
  • Aléjate de quienes te desprecian o no te valoran. A la mayoría nos han enseñado a conformarnos con la familia que nos ha tocado y nos han insistido en la obligación de quererlos como son. Y esto ha generado mucho malestar e, incluso, ha sido el origen de traumas en la edad adulta. Es importante romper esa creencia y comprender que tenemos que alejar de nosotros a las personas que nos hacen mal, aunque sean nuestra familia.
  • Trabaja en tu autoestima. Todos los seres humanos somo únicos e irremplazables y, como tales, debemos buscar nuestra propia esencia y nuestro propio camino. Pensar de otro modo o actuar de manera distinta a los demás puede hacernos diferentes, pero nunca malos o torpes. Si, pese a tus intentos, te resulta difícil manejar esta situación y sientes que necesitas ayuda no dudes en consultar con un profesional. Si lo deseas, puedes ponerte en contacto conmigo y estaré encantada de acompañarte en tu proceso.

Actuar y pensar de forma distinta a lo que se espera de uno requiere mucho valor.

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Amama. Esta evocadora y poética película de 2015, ambientada en un caserío del País Vasco y dirigida por Asier Altuna, refleja muy bien la figura de la oveja negra en el sistema familiar. Aunque la tradición de la región donde transcurre la historia manda que el caserío familiar no se divida y lo herede el primogénito, será este el primero que se marche de casa, seguido por el segundo hermano. Amaia (Iraia Elias), la más pequeña y la predestinada por la abuela a ser la oveja negra de la familia, es precisamente quien se queda en el hogar. Respondona y con carácter, pero también la más sensible, se rebelará contra el mutismo de su padre, la sumisión de su madre y el silencio de su abuela.

Oveja negra o chivo expiatorio, su función dentro del sistema familiar

Oveja negra o chivo expiatorio (I): Su función dentro del sistema familiar

Oveja negra o chivo expiatorio (I): Su función dentro del sistema familiar 2000 2000 BELÉN PICADO

Ser el rarito, el distinto, el bicho raro, la voz discordante, el bala perdida, el descarriado… Hay muchos adjetivos para denominar a quien cumple el rol de oveja negra o chivo expiatorio. Y en la mayoría de los casos estas personas se ven obligadas a convivir, sin elegirlo, con la permanente sensación de no encajar, de que hay algo defectuoso en ellos. Pero nada más lejos de la realidad. Además de dejar al descubierto los puntos más débiles del grupo que lo ha elegido como tal, con su forma diferente de ver y entender la vida, las ovejas negras incluso pueden aportar nuevos valores y nuevas perspectivas.

Considero el tema lo suficientemente importante como para dedicarle dos artículos. En este veremos en qué condiciones y situaciones (dentro del ámbito familiar) aparece la oveja negra o chivo expiatorio. En el segundo, os contaré cómo puede afectar este rol a quien le es asignado y cómo gestionarlo.

Paciente identificado o designado

En psicología también se conoce a la figura de la oveja negra como paciente identificado o designado. Este a menudo carga con todos los problemas de un grupo, familiar o social. Paciente identificado es el adolescente a quien sus padres llevan a consulta porque sus problemas de conducta afectan seriamente a la convivencia familiar. Sin embargo, cuando se les propone a ellos asistir a algunas sesiones se niegan argumentando que el problema lo tiene el chico y no ellos. Es muy probable que, sin saberlo, ese chaval en realidad esté manteniendo unida a su familia, al distraer la atención de otros problemas más profundos.

Otro ejemplo más que lamentable de chivo expiatorio es el de la persona que ha sufrido un abuso sexual por parte de alguien de la familia y, bien inmediatamente o años después, desvela su secreto. Entonces, el clan no solo desconfía de la veracidad de la historia, sino que, además, trata a la víctima de loca, paranoica, mentirosa… Y todo para mantener un falso equilibrio en el sistema. Otros perfiles muy socorridos para ponerles esta etiqueta son los de quienes sufren algún tipo de trastorno mental o tienen comportamientos alejados de lo socialmente aceptado.

A menudo, se elige para este rol a personas que, sencillamente, son diferentes y cuya manera de pensar difiere del resto de su círculo social o familiar en lo que se refiere a ideas políticas, orientación sexual, carácter, aspecto físico, etc.

A menudo se elige como chivo expiatorio a personas que, simplemente, son diferentes.

La familia como sistema

Las familias son sistemas en los que cada miembro tiene su rol. En este entorno, influidos tanto por la educación como por la herencia familiar, vamos aprendiendo normas de conducta, hábitos, valores y formas de comunicación que sentarán la base de nuestro modo de relacionarnos en el mundo adulto. Así, lo saludable es que la familia evolucione al ritmo en que se desarrollan sus integrantes.

Aunque a veces pueda parecerlo, las interacciones que se dan dentro de la familia no son aleatorias ni casuales. Para Salvador Minuchin, creador de la terapia familiar estructural, cada familia sigue dos tipos de leyes. Por un lado, estarían las leyes más generales, que rigen las interrelaciones en la pareja y definen las jerarquías entre padres e hijos. Y por otro, existen leyes específicas de cada familia, que pueden remontarse incluso a generaciones anteriores. Todas estas leyes se construyen a partir de tres conceptos: roles, reglas y mitos:

  • Los roles son las expectativas y normas que la familia tiene respecto a la posición y conducta de sus miembros. En las familias funcionales son flexibles y van adaptándose e intercambiándose en función de las necesidades. Por ejemplo, aunque el rol cuidador lo tenga la madre, en determinadas circunstancias ese papel lo puede adoptar otro miembro.
    En las familias disfuncionales, sin embargo, los roles no evolucionan, lo que impide a sus integrantes adaptarse a nuevas circunstancias que vayan surgiendo. Es más, hay veces en que la asignación de un rol es tan rígida que la persona termina por integrarla en su personalidad. Justo esto es lo que ocurre cuando se ponen ciertas etiquetas como «el torpe» o «la oveja negra».
  • Las reglas tienen la finalidad de establecer y limitar la conducta de los miembros de la familia para mantener la estabilidad del sistema. Algunas reglas se establecen explícitamente, por ejemplo, dictar las normas de convivencia o el reparto de tareas cuando empieza a constituirse una familia nueva. Sin embargo, la mayoría son implícitas y se sobreentienden sin necesidad de hablar de ellas («Los trapos sucios se lavan en casa»).
    Si bien es cierto que para que un sistema familiar funcione y sobreviva necesita reglas que permitan organizarse y proporcionar una guía de conducta, también es esencial que se garantice cierta flexibilidad, que permita adaptarse a los cambios.
  • Los mitos son creencias compartidas por todos los miembros respecto a los roles y las reglas. Representan la imagen que la familia quiere dar de sí misma y a la vez cumplen la función de encubrir realidades y mantener a salvo secretos (a veces de generación en generación) que producen vergüenza o culpa y resultan difíciles de aceptar. Se convierten en un problema cuando están tan arraigados que acaban convirtiéndose en dogmas que ni siquiera está permitido cuestionarse.
    Entre estos mitos se encuentran los mitos de disculpa y reparación, que incluyen las alianzas entre los miembros de una familia. Por ejemplo, a la hora de depositar sobre una o más personas la responsabilidad de las desgracias o los problemas familiares. De este modo, a quien ejerce el rol del chivo expiatorio se le culpa de todo lo que no funciona bien en el sistema y así los demás integrantes del clan se liberan de toda culpa.

Hijo chivo expiatorio y padres narcisistas

Cuando se asigna a un niño el papel de chivo expiatorio en una familia, automáticamente los demás miembros se quitan de encima toda responsabilidad por sus propios comportamientos. Y también por cualquier problema que aparezca en el núcleo familiar. Para un padre o una madre narcisista es un modo de desviar la atención y de dar sentido a las desgracias que ocurran sin renunciar al papel de progenitor perfecto. Y esto, no solo de cara a los demás, sino también de cara a sí mismo. El adulto no es capaz de aceptar ciertos rasgos propios y los proyecta en uno de sus hijos.

(En este blog puedes leer el artículo Madres narcisistas, sobreprotectoras, ausentes… 25 pistas para identificarlas)

¿Y qué niño tiene más posibilidades de recibir este rol? Puede ser el que menos cosas en común tenga con sus padres en cuanto a personalidad, temperamento o intereses; el más brillante o con más posibilidades de ‘eclipsar’ a uno o ambos progenitores; el que tiene más tendencia a la depresión o la ansiedad (si los padres no saben cómo enfrentar esta situación pueden asustarse y ‘darle de lado’); o el más invisible (el niño recibe el mensaje de que sus sentimientos no importan e interioriza que no es válido, así que acaba autosaboteándose a sí mismo).

El psicólogo Iñaki Piñuel explica en esta entrevista que la unidad de ciertas familias tóxicas, a las que él denomina «familias zero», suele construirse «sobre la destrucción, marginación o estigmatización de uno de los hijos, que cumple un papel de ‘integrador negativo’ o ‘chivo expiatorio». Según Piñuel, «la víctima atrae como un pararrayos la animadversión del grupo familiar, quedando huérfana psicológicamente y proyectando esa herida emocional de por vida en problemas repetitivos. Estas familias no reconocen a sus chivos expiatorios como víctimas inocentes y justifican sus procesos de victimización encubiertos, acusándolos falsamente de merecer lo que les hicieron. Esas racionalizaciones aseguran la unidad de las ‘familias zero’, a costa de la destrucción de la autoestima y la resiliencia de estos ‘niños perdidos’, que quedan inermes frente a depredadores en la vida adulta».

Un rol tan necesario como incómodo

Como otros grupos sociales, las familias están evolucionando continuamente, bien porque llegan nuevos miembros, por la influencia de las relaciones con otras personas o grupos externos, etc. Pero a veces el sistema se vuelve rígido, se resiste a seguir evolucionando o se cierra a cualquier contacto con el exterior. Es entonces cuando el papel de la oveja negra o chivo expiatorio se hace necesario. Al cuestionar las normas o actuar de forma diferente, crea cierta perturbación que obliga al sistema a movilizarse para restaurar el equilibrio y seguir evolucionando. Por un lado, pone en evidencia los puntos débiles del grupo y por otro lo enriquece al aportar nuevos valores y perspectivas.

Sin embargo, que sea un rol necesario no impide que sea incómodo y desagradable. Sobre todo, cuando la familia se resiste a tomar conciencia de su propia rigidez y proyecta sus carencias en el miembro elegido como chivo expiatorio.

La oveja negra cumple un rol necesario en el sistema familiar.

Las ovejas negras según Bert Hellinger

Bert Hellinger, creador de las constelaciones familiares, escribió un texto muy inspirador dirigido a todas esas personas que se sienten diferentes dentro de sus sistemas familiares:

«Las llamadas Ovejas Negras de la familia son en realidad buscadores natos de caminos de liberación para el árbol genealógico. Aquellos miembros del árbol que no se adaptan a las normas o tradiciones del sistema familiar. Aquellos que desde pequeños buscaban constantemente revolucionar las creencias, yendo en contravía de los caminos marcados por las tradiciones familiares. Aquellos criticados, juzgados e incluso rechazados. Esos, por lo general, son los llamados a liberar el árbol de historias repetitivas que frustran a generaciones enteras.

Las Ovejas Negras, las que no se adaptan, las que gritan rebeldía, cumplen un papel básico dentro de cada sistema familiar. Ellas reparan, desintoxican y crean una nueva y florecida rama en el árbol genealógico. Gracias a estos miembros, nuestros árboles renuevan sus raíces. Su rebeldía es tierra fértil, su locura es agua que nutre, su terquedad es nuevo aire, su apasionamiento es fuego que vuelve a encender el corazón de los ancestros.

Incontables deseos reprimidos, sueños no realizados, talentos frustrados de nuestros ancestros se manifiestan en la rebeldía de dichas ovejas negras buscando realizarse. El árbol genealógico, por inercia, querrá seguir manteniendo el curso castrador y tóxico de su tronco, lo cual hace de la tarea de nuestras ovejas una labor difícil y conflictiva.

Sin embargo, ¿quién traería nuevas flores a nuestro árbol sino fuera por ellas? ¿Quién crearía nuevas ramas? Sin ellas, los sueños no realizados de quienes sostienen el árbol generaciones atrás morirían enterrados bajo sus propias raíces.

Que nadie te haga dudar, cuida tu ‘rareza’ como la flor más preciada de tu árbol. Eres el sueño realizado de todos tus ancestros».

(Si quieres saber más te invito a leer en este mismo blog Oveja negra o chivo expiatorio (II): El derecho a ser diferente)

La obsesión por la justicia puede acabar esclavizándonos.

Cuando la obsesión por la justicia acaba esclavizándonos

Cuando la obsesión por la justicia acaba esclavizándonos 2121 1414 BELÉN PICADO

¿No soportas que hayan ascendido a un compañero en el trabajo cuando tú estabas mucho más preparado para ese puesto? ¿Piensas que no hay derecho a que ese amigo por el que tanto has hecho no te corresponda en la misma medida? Cuando la obsesión por la justicia domina nuestra vida y la buscamos incansablemente en todos los ámbitos de nuestra vida, lo que obtenemos en la mayoría de los casos es enfado, ansiedad y frustración. Dejarnos secuestrar por ese justiciero interiorizado puede hacernos más mal que bien e, incluso, llevarnos a conseguir lo contrario de lo que buscamos: ser nosotros los injustos.

La vida es injusta y un ejemplo clarísimo lo tenemos en la naturaleza. Las arañas comen moscas y eso no es justo para las moscas. Tampoco son justos los terremotos, las inundaciones o las enfermedades. En realidad, la justicia es un concepto inventado por los seres humanos para mejorar la convivencia. Y está muy bien. Pero, en beneficio de nuestra salud mental, tenemos que aceptar que muchas veces esa justicia que exigimos no va a darse. Siempre va a haber personas que trabajen menos que nosotros y cobren más y personas que nos den menos de lo que esperamos de ellas. Simplemente es así.

Solos contra el mundo

Aferrarme a la creencia de que las cosas tienen que ser como yo quiero que sean o que las personas tienen que compartir mi modo de conceptualizar lo que es justo o injusto solo me llevará a la frustración permanente, al estrés y a la infelicidad. Esta actitud no tiene tanto que ver con tener un alto sentido de la justicia como con las expectativas que he generado sobre los demás. Al no coincidir mis expectativas de los otros con su comportamiento, me siento incapaz de gestionar esa información contradictoria así que asumo que el otro está equivocado. El resultado es que acabo convirtiéndome en un cascarrabias y viéndome solo luchando contra el mundo. Porque la realidad es que las expectativas que ponemos en los otros son solo eso: expectativas.

También ocurre que cuando nos erigimos en justicieros y alguien nos defrauda, nos hiere o nos traiciona, sentimos unas ganas inmensas de vengarnos y hacérselo pagar de algún modo. Creemos que así haremos justicia. Nos negamos a abandonar la rabia porque sentimos que hacerlo es como si perdonásemos al otro y eso nos resulta inaceptable. Por supuesto que no es malo buscar justicia, pero nos perjudicará si la ponemos por encima de nuestro bienestar. No se trata de no defender nuestras opiniones o lo que consideramos justo, sino de trabajar en nuestra flexibilidad mental.

Como dice Anabel Gonzalez en su libro Lo bueno de tener un mal día, «pasarnos la vida peleando contra las injusticias, sentenciando lo que es justo e injusto o persiguiendo a quienes obran de forma ‘incorrecta’ no implica que vayamos a cambiar el mundo. Es más, es bastante probable que acabemos amargándonos nosotros y a quienes nos rodean».

Muchas personas se embarcan en interminables procesos judiciales o en conflictos permanentes porque no pueden permitir que el responsable se salga con la suya. Y a menudo, cegados por ese rencor, no se dan cuenta de que lo que hacen apenas afecta al otro, pero sí va destruyendo su propia vida y minando sus relaciones y su bienestar personal.

Aferrarme a la creencia de que las cosas tienen que ser como quiero me llevará a la frustración permanente.

La falacia de justicia ¿Por qué a mí?

La falacia de justicia es una distorsión cognitiva que consiste en juzgar como injusto aquello que no coincide con nuestras creencias, acciones y expectativas. Creemos que el mundo es injusto y nos frustramos. Nos enfadamos con los demás por no ser como nosotros. Nos exasperamos y experimentamos intensos deseos de venganza ante conductas que consideramos incorrectas y reprochables. No soportamos que otros alcancen sus objetivos esforzándonos menos que nosotros.

«¿Por qué a mí?» es una expresión que define muy bien esta forma de pensar y que únicamente lleva a la persona a quedar inmovilizada por la frustración. Al instalarse en ese diálogo interno de queja y desidia, lo único que se obtiene es tristeza y abatimiento.

Los efectos de esta forma de ver las cosas pueden ir desde problemas para manejar la ira a frustración laboral y personal pasando por un aumento de la agresividad física y verbal hacia otras personas.

La falacia de justicia se refleja a menudo en frases como «Si apreciasen mi trabajo, me ascenderían antes que a ese compañero que acaba de llegar a la empresa» o «Si mi amigo me apreciase se preocuparía más por mí». Es tentador hacer suposiciones sobre cómo cambiarían las cosas si la gente se limitara «a jugar limpio» y nos valorara adecuadamente. Pero la realidad es que los demás rara vez van a ver las cosas de la misma forma que nosotros.

¿De dónde viene la obsesión por la justicia?

La rabia es una de las emociones que experimenta el niño desde su nacimiento. Surge del sentimiento de frustración cuando encuentra una discrepancia entre lo que espera o desea que pase y lo que sucede en realidad. Cuando las figuras de apego tienden a rechazar o castigar esas expresiones de enfado, es muy posible que el niño aprenda a ‘ser perfecto’ hasta el punto de desarrollar una preocupación excesiva por ser bueno y disciplinado. Con el tiempo ese querer ser bueno y hacerlo todo de modo impecable irá generalizándose hasta desembocar en una actitud crítica, perfeccionista y excesivamente disciplinada que en realidad oculta una necesidad imperiosa de obtener afecto y amor.

Muchas de estas personas, además, como no son capaces de sacar la rabia abiertamente, encuentran formas encubiertas de hacerlo. Por ejemplo, con críticas, acusaciones o reproches hacia los otros. Como están acostumbradas a que la expresión de rabia implique un castigo o la retirada de amor y reconocimiento por parte de las figuras de apego, encubren tan ‘negativa’ emoción con diferentes y rígidas estrategias morales como la defensa de la justicia por encima de la empatía o la comprensión del otro.

En el fondo, la rigidez que hay en esa necesidad de seguir reglas y normas (muchas veces autoimpuesta) no es más que una defensa, una forma de mantener el control y protegerse de la confusión y la frustración.

Bajo esa máscara de rigidez se oculta a menudo una persona sensible que no sabe cómo gestionar sus emociones y que percibe que van a apreciarle más por lo que hace y cómo lo hace que por lo que es. Y en su necesidad de mantener el control, de que todo sea justo y respete un orden (su orden), a veces consigue lo contrario. Se comporta de forma injusta con quienes le rodean, exigiendo más de lo debido o dando a ciertos hechos más importancia de la que tienen. Pero finalmente quien sale peor parada es ella misma porque esa incapacidad de darse el derecho a equivocarse y a ser libre la incapacita para la felicidad.

La obsesión por la justicia a menudo tiene su origen en la infancia.

 

Si yo tengo la razón me pongo por encima

En esta obsesión por la justicia hay ganancias secundarias, casi siempre inconscientes, que contribuyen a perpetuar esta actitud.

  • Cuando nos alteramos en pro de la justicia sentimos que nos respetan y que tenemos poder sobre los otros. Pero es un poder muy frágil porque hay muchas posibilidades de que los demás acaben por alejarse.
  • Erigirme en defensor de la justicia y estar en posesión de la verdad absoluta me permite estar por encima de los demás y así olvidarme de mis carencias.
  • Si el mundo es injusto conmigo está justificado que me apoye en la autocompasión en vez de responsabilizarme de mí mismo.
  • Proporciona una excusa perfecta para justificar la propia pereza. «Si ellos no hacen nada, yo tampoco tengo que hacerlo».
  • Creerme que tengo un concepto claro de la justicia implica que mis decisiones serán siempre justas.
  • Tengo vía libre para manipular a los demás recordándoles que son injustos conmigo por no pensar o actuar como yo o por no llevar la cuenta exacta de todo lo que hago por ellos. Esta es, sin duda, una manera muy hábil de conseguir que se hagan las cosas a nuestra manera.
  • Puedo justificar un comportamiento vengativo con la excusa de que solo busco que las cosas sean justas. Si lo correcto es devolver un favor, también lo será hacer pagar ‘una maldad’.

Hacernos cargo de nuestra propia vida

Exigir a los demás con la excusa de buscar justicia solo es una manera de evitar el hacernos cargo de nuestra propia vida. En vez de pensar que las cosas son injustas, reflexionemos sobre lo que realmente queremos y busquemos el modo de lograrlo, independientemente de lo que el resto del mundo quiera o haga.

  • Observa tu enfado. Si no puedes evitar enojarte por aquello que consideras injusto, simplemente observa ese enfado y pregúntate: ¿Esa ira está cambiando tu entorno en algo más constructivo? ¿Descargándola sobre el otro vas a conseguir aquello que buscas?
  • Toma conciencia de qué necesidades tuyas no están siendo atendidas. De este modo, en vez de centrarte en el ‘enemigo’, pondrás el foco en tu propia carencia. Una vez que consigas esto último, reflexiona sobre qué puedes hacer tú para cubrir esa necesidad de justicia.
  • Aprende a diferenciar lo que deseas de lo que es injusto. Querer algo con todas tus fuerzas no va a aumentar las posibilidades de conseguirlo. Trata de cambiar expresiones como «Es una injusticia» por otras como «Me habría gustado…» o «Es una lástima que…». En vez de decir «Yo nunca te haría algo así» prueba con «Sé que eres diferente a mí, aunque ahora me resulte difícil aceptarlo».
  • A veces las cosas pasan de un modo diferente al que esperamos. Si te ocurre, en vez utilizar esa circunstancia para instalarte en la queja aprovecha para buscar otras alternativas que te ayuden a conseguirlo la próxima vez. Lamentarte de lo injusto que es el destino contigo solo te servirá para atormentarte y alejarte de tus metas.
  • Los demás tienen el mismo derecho que tú a opinar que su forma de pensar y actuar es la correcta. Cuanto antes lo asumas, menos chascos te llevarás y más tranquilo vivirás. Y, sobre todo, menos amigos perderás.
  • El 50-50 es una fantasía. Deja de buscar el equilibrio perfecto en tus relaciones con los demás. Si eliges ser generoso con alguien no puedes frustrarte continuamente cuando no recibas lo que consideras que te corresponde. Ser generoso o amable es una elección personal. Si lo que recibes no te satisface, es tu responsabilidad decidir cambiar tu actitud con esa persona o seguir siendo como eres. Pero no puedes exigirle que te dé exactamente lo que tú le has dado. Unas veces darás el 70 por ciento y recibirás el 30 por ciento y otras serás tú quien recibas mucho más de lo que das.
  • Exige menos y convence más. Cuando enarbolamos continuamente la bandera de la justicia para exigir que los demás hagan «lo que deben» lo más probable es que nos quedemos solos con nuestra bandera. En lugar de exigir, intenta convencer al otro. Puede que el resultado no sea completamente como esperabas, pero seguro que es mucho mejor que exigiendo. Y si de todas formas no obtienes lo que quieres recuerda que la otra persona tienen tanto derecho a negarse como tú a pedir.

En lugar de exigir, intenta convencer al otro.

  • Antes de juzgar, observa. Cuando una persona triunfa, por ejemplo, quizás haya muchas cosas detrás que no has visto o que no conoces. Puedes elegir frustrarte con el éxito de los demás o aprender de él. Juzgar sin tener toda la información te llevará, precisamente, a ser tú quien cometa la injusticia.
  • Trabaja en tu flexibilidad mental. Contempla otras posibilidades y trata de ponerte en el lugar de los demás. Aunque estés convencido de que solo tú tienes la razón prueba a ver esa misma circunstancia desde otras tres perspectivas diferentes. Si no eres capaz de hacerlo, comenta la situación y cómo te sientes con otra persona, a ser posible que piense de forma diferente a la tuya.
  • Date permiso de equivocarte. Ser perfecto no te va a convertir en mejor persona ni cometer un error va a hacerte peor, así que relájate y permítete ser espontáneo de vez en cuando.

Antes de terminar os propongo una reflexión. Imaginad que un delincuente agrede a una mujer en el metro dejándola malherida y uno de vosotros presencia la escena. ¿Qué haríais?

Opción 1. Perseguir al agresor y retenerlo hasta que llegue la Policía. Al fin y al cabo, es lo que un ciudadano comprometido con la justicia debe hacer.

Opción 2. Atender a la mujer, llamar al 112 y permanecer a su lado hasta que llegue el personal sanitario.

A veces nos toca elegir entre justicia y humanidad.

Ante una situación que nos produzca mucho miedo podemos quedarnos paralizados.

¿Por qué el miedo paraliza ante ciertas experiencias traumáticas?

¿Por qué el miedo paraliza ante ciertas experiencias traumáticas? 1920 1248 BELÉN PICADO

Hay personas que llegan a terapia abrumadas por el profundo sufrimiento que les genera una situación traumática (o varias), que en ocasiones ocurrió mucho tiempo atrás y en la que ellas fueron las víctimas. Y a ese peso se suma, a menudo, una gran carga de culpa y vergüenza. Por no haberse defendido, por no haber impedido que les hicieran daño, por no haberlo evitado… «Estaba muerta de miedo y me paralicé», «Físicamente estaba allí, pero mi mente se fue lejos», «Me quedé congelado»… Estas expresiones son típicas de pacientes que han sufrido malos tratos o algún tipo de abuso, por ejemplo, y creen no haber estado a la altura. En realidad, lo que ocurre es que el miedo paraliza. Esas personas sí estuvieron a la altura. Estuvieron tan a la altura que sobrevivieron.

Por desgracia, a veces, al sufrimiento de quienes sufren el trauma se une la incomprensión de parte de la sociedad. Especialmente cuando se responsabiliza a la víctima por no haber peleado o no haber hecho lo suficiente para defenderse.

Estamos programados para sobrevivir

Cada respuesta de nuestro organismo, por muy ilógica e incongruente que pueda parecernos, está al servicio de la supervivencia. Incluso antes de que nuestro cerebro determine que estamos en peligro, nuestro sistema nervioso autónomo ya está escaneando el entorno para comprobar si es seguro. Se trata de un proceso totalmente inconsciente. Es vital para sobrevivir y ocurre desde que nacemos y a lo largo de toda la vida.

Si hemos crecido en un entorno seguro y con una adecuada regulación emocional, la alarma solo saltará en caso de un peligro real. Sin embargo, si nos hemos criado en un ambiente negligente o hemos vivido eventos traumáticos es muy probable que ese detector esté averiado. En este caso, nuestro cerebro puede interpretar señales neutras, o incluso positivas, como signos de peligro.

La teoría polivagal, desarrollada por Stephen Porges, nos explica cómo nos afectan los traumas. Y nos ayuda a entender por qué ante una situación que nos provoca mucho miedo o estrés nos quedamos paralizados. Esta y otras respuestas se producen en el sistema nervioso autónomo, una especie de sistema de ‘vigilancia personal’.

Nuestro sistema nervioso autónomo está formado por dos ramas principales y cada una de ellas tiene su propio patrón de respuesta. Son la rama simpática, cuya respuesta es la movilización, y la rama parasimpática, que, a su vez, se divide en dos vías. La vía vagal ventral responde a través del compromiso y la conexión social y la vía vagal dorsal, cuyo patrón de respuesta principal es la inmovilización .

La rama simpática nos prepara para la lucha o la huida.

La rama simpática llama a la acción

Esta rama está relacionada con la alerta y nos prepara para actuar y responder ante señales de peligro. Desencadena la liberación de adrenalina y da lugar a respuestas de lucha o huida. Fisiológicamente, el ritmo cardiaco se acelera, la respiración se hace más superficial y entrecortada, las pupilas se dilatan y la adrenalina hace que no podamos estarnos quietos.

Cuando una persona ha sufrido repetidas experiencias traumáticas o situaciones de estrés constante su ‘sistema de alarma’ falla. En estos casos, la vía simpática está activada continuamente lo que puede conducir a crisis de pánico y ansiedad, entre otros trastornos.

La vía vagal ventral nos ayuda a conectar con los demás

Esta vía de la rama parasimpática se activa cuando percibimos que estamos seguros. Nos ayuda a conectar con los demás y a desconectar de ruidos u otros estímulos que nos distraigan cuando estamos interactuando con otras personas. Cuando estamos en este estado podemos cuidar de nosotros mismos y de los demás, ser productivos en nuestro trabajo, disfrutar del día a día…

Fisiológicamente nuestro latido cardiaco y nuestra respiración son regulares y nuestro sistema inmunológico saludable, lo que nos hace menos vulnerables a las enfermedades. Hay una sensación general de bienestar.

El sistema parasimpático ventral está muy relacionado con el estilo de apego, seguro o inseguro, que establecimos con nuestras figuras de referencia en la infancia.

La vía vagal ventral nos ayuda a conectar con los demás.

La vía vagal dorsal responde con la inmovilización

Evolutivamente es la más primitiva, la compartimos con los reptiles y se pone en funcionamiento cuando no podemos luchar ni huir. Es el último recurso. Esta vía responde a las señales de peligro extremo y se activa cuando nos sentimos atrapados o sin salida, provocando que nos quedemos totalmente inmóviles.

Cuando nos sentimos paralizados, congelados o como si estuviéramos “en otro sitio” es porque la vía vagal dorsal ha tomado el control. A veces, incluso, puede producirse el desmayo. Esta vía nos protege, a través de la inmovilización, anulando los sistemas corporales para conservar la energía. De manera similar, algunos animales fingen su muerte en respuesta a una amenaza vital. La expresión «estar muerto de miedo» define este estado.

En este estado la persona puede sentirse como si estuviera fuera de su cuerpo. El cuerpo sigue ahí, pero la mente está lejos. Este ‘distanciamiento’, llamado disociación, es un mecanismo de defensa que ayuda a hacer soportable lo insoportable. Pero no solo se produce cuando hay grandes traumas (un accidente, una violación, una catástrofe natural). También ocurre en casos de experiencias adversas repetidas o de negligencia reiterada durante la infancia: falta de atención, críticas continuadas, maltrato…

Todas esas experiencias quedan grabadas como algo doloroso y peligroso. Si en la edad adulta se recibe una crítica, por pequeña que sea, la persona puede llegar a experimentar el mismo sufrimiento que la primera vez. Y, posiblemente, se activará el estado de inmovilización. En estas circunstancias, puede acabar por desconectarse de los demás, aislarse, sentirse incapaz de realizar actividades cotidianas o sumirse en una depresión.

La vía vagal dorsal se activa también cuando la rama simpática ha estado activada durante mucho tiempo y el sistema se colapsa. Por ejemplo, en situaciones de estrés continuado. En el caso de los niños toma el control cuando viven en ambientes traumáticos. Su sistema percibe que la amenaza es excesiva y no hay recursos para afrontarla. «Mientras más veces se haya producido la inmovilización (o congelación) en edades tempranas, más probabilidades de que se repitan en el futuro. Esto explica por qué personas que han sufrido abusos de niños (psicológicos, físicos o sexuales) tienden a no reaccionar e inhibirse cuando son abusados de adultos», explica el psicólogo experto en trauma Manuel Hernández.

Para ver más claramente cómo y en qué orden se activarían estas tres vías, vamos a recurrir a un ejemplo. Imaginad que vais por la calle y os intentan atracar. La primera reacción podría ser bien apelar a la empatía del atracador, o bien buscar o pedir ayuda a algún transeúnte (vía vagal ventral). En caso de que la estrategia de suplicar al delincuente o de pedir ayuda no funcione, valoraremos si enfrentarnos al caco o escapar (rama simpática). Si, en último lugar, vemos que no podemos luchar ni huir, nos rendiremos sin oponer resistencia.  Y muy probablemente entraremos en estado de inmovilización.

Reconectar con la seguridad y la calma

Si sabemos cómo funciona nuestro sistema nervioso nos resultará más fácil reconciliarnos y ser más amables con nosotros mismos. Y más comprensivos con los demás.

El secreto está, en gran parte, en descifrar el mapa de nuestras reacciones. También nos beneficiará descubrir cómo pasamos de un estado a otro según nuestras experiencias pasadas.  O averiguar qué nos hace sentir seguros, nos deprime o nos pone en alerta. Para ello, es necesario un proceso de autoobservación y autoconocimiento. ¿Qué señales hacen que nos pongamos a la defensiva? ¿Cuándo perdimos el control por primera vez? ¿Qué nos tranquiliza? ¿Qué situaciones nos bloquean o nos hacen sentir que no hay salida?

Podemos aprender a activar voluntariamente nuestra vía vagal ventral. Así no sentiremos más conectados, seguros y presentes en el aquí y ahora. Algunas de las cosas que podemos hacer para ponernos en ‘modo ventral’ son:

  • Practicar la respiración diafragmática.  Empieza inspirando contando hasta 2 y espirando contando hasta 4, luego inspira contando hasta 3 y espira contando hasta 6… Alarga los tiempos hasta donde puedas, manteniendo la proporción entre los segundos de inspiración y espiración.
  • Realizar movimientos con los que disfrutemos: bailar, caminar, hacer deporte…
  • Disfrutar de experiencias agradables: regalarnos un masaje, paladear nuestro plato favorito o dedicar tiempo a nuestras aficiones.
  • Evocar una experiencia positiva del pasado. Además de visualizar la imagen también podremos recuperar la emoción que nos generó.
  • Conectar con personas que nos hagan sentir bien a través de gestos que inspiren seguridad. Una mirada cómplice, un tono de voz pausado, gestos suaves…
  • Intercambiar mimos con nuestra mascota.
  • Recurrir a la meditación o a visualizaciones que nos evoquen seguridad y calma.
  • Conectar con la naturaleza.
  • Escuchar música o cantar. Según Porges, los sonidos en la frecuencia de la voz humana, como lo son muchas composiciones musicales, estimulan la vía vagal ventral. Tienden a regularnos autonómicamente y a activar nuestro sistema de conexión social.
  • Iniciar un proceso terapéutico. Cuando lo anterior no es suficiente para recuperar la sensación de calma y seguridad, contar con ayuda profesional nos dará herramientas y recursos para conseguirlo. Cuando hay experiencias traumáticas, la terapia EMDR (Desensibilización y Reprocesamiento por Movimientos Oculares) ha demostrado ser especialmente efectiva. Si necesitas ayuda psicológica, no dudes en ponerte en contacto conmigo y te acompañaré en tu proceso.

Es muy importante aprender cómo funciona nuestro cerebro, nuestro cuerpo y nuestras emociones no solo en nuestro beneficio. También para evitar malinterpretar las reacciones de las víctimas de cualquier tipo de abuso, maltrato o agresión.

 

Gambito de Dama es una serie sobre ajedrez, pero también sobre resiliencia.

«Gambito de Dama», una serie sobre ajedrez, adicciones, trauma y resiliencia

«Gambito de Dama», una serie sobre ajedrez, adicciones, trauma y resiliencia 1486 991 BELÉN PICADO

Hoy me gustaría hablaros de la serie Gambito de Dama (Netflix). Protagonizada por Anya Taylor-Joy y dirigida por Scott Frank, relata la vida de una niña huérfana con un increíble talento para el ajedrez. Pero la historia de Elizabeth Harmon va mucho más allá, al menos desde el punto de vista psicológico: es una historia de trauma y dolor, pero sobre todo de superación y resiliencia.

A través de siete capítulos se muestra cómo la protagonista tiene que enfrentarse a episodios realmente duros: al trauma que supone el abandono de su padre y el suicidio de su madre (estrellando un coche en el que también iba Beth); a una infancia turbulenta; y a una adolescencia marcada por diversas adicciones, la primera de ellas a los sedantes que le proporcionaban en el orfanato donde pasó parte de su infancia. (Por cierto, antes de que continúes leyendo, si aún no has visto la serie te informo de que a lo largo del texto hay spoilers)

Beth enseguida se da cuenta de que aquellas cápsulas verdes “para aliviar el carácter” pueden ayudarla a evadirse de una realidad opresiva y perturbadora. Y, muy pronto también, encuentra en el ajedrez otra válvula de escape, una realidad alternativa que, a diferencia de la que ella vive, sí puede controlar. Como explica a una periodista en uno de los episodios: “El tablero es todo un mundo de 64 casillas. En él me siento segura, puedo controlarlo, puedo dominarlo y es predecible. Si salgo mal parada la culpa es solo mía”.

La adolescente recurre al control y a la autoprotección para mantenerse a salvo. Pero este aparente individualismo y la dificultad para conectar emocionalmente con otras personas y establecer lazos afectivos profundos solo son capas de una coraza para ocultar su vulnerabilidad y, a la vez, para protegerse. Si me muestro, estoy en peligro y pueden hacerme daño; así que opto por relacionarme de modo superficial y si alguien se acerca demasiado huyo o ‘ataco’, que es lo que ocurre en ciertos momentos de la trama con su madre adoptiva, Alma, y con algunos de sus amigos, como Harry Beltik.

El ajedrez como obsesión y también como salvación

De simple pasatiempo para Beth, el ajedrez enseguida pasa a convertirse en el eje de su vida y en muchas ocasiones en su obsesión. Pero también será su salvación porque gracias al ajedrez tendrá la oportunidad de conocer otros lugares, otras personas y, sobre todo, conseguirá conocerse a sí misma.

En esa aventura descubrirá que, por muchos oponentes a los que se enfrente, su mayor enemigo es ella. De hecho, el triunfo personal y emocional de la protagonista no llega al ganar al jugador ruso Vasily Borgov, sino antes. Su verdadera victoria comienza en el mismo momento en que arroja sus últimas pastillas al inodoro, poco después de admitir que necesita “la mente nublada para ganar” y que no puede “visualizar los juegos sin las píldoras”. Y esa victoria se confirma cuando acepta la ayuda y el afecto que le brindan sus amigos.

El juego del ajedrez se divide en tres fases: apertura, medio y final. Quizás la apertura de Elizabeth Harmon sea trágica y traumática y su medio juego caótico, pero el juego final es, sencillamente, extraordinario y sanador.

Beth y sus adicciones

La misión de las figuras de apego o de los cuidadores es proporcionar una base segura al niño. Una base desde la que explorar el mundo y que le sirva de refugio en caso de peligro. Cuando esto no ocurre, como es el caso de Beth en la serie Gambito de Dama, el niño tiene que desarrollar estrategias alternativas de regulación emocional. Como menciono en otro artículo de este mismo blog sobre la relación entre el alcoholismo y el tipo de apego, esa búsqueda se llevará a cabo “a través de objetos, actividades o conductas que aporten la sensación de calma que no se pudo encontrar en quienes deberían haberla proporcionado”.

Beth llega así a los tranquilizantes, primero, y al alcohol después. Pero en realidad el proceso es el mismo en cualquier adicción. Una persona con un estilo de apego seguro, que ha aprendido a modular sus emociones, es posible que experimente con sustancias en la adolescencia y que todo quede en una conducta exploratoria. Sin embargo, cuando no se conoce la calma ni se ha aprendido a lidiar con la angustia emocional, las drogas, el juego, las compras o el sexo compulsivo se convierten en la vía más rápida para huir del dolor Y, de paso, evitar conectar con un mundo interno demasiado caótico.

La sensación de vacío, por ejemplo, es normal cuando nos enfrentamos a un acontecimiento complicado, como la muerte de un ser querido. Si nuestras figuras de referencia nos enseñaron a calmarnos y a entender que todo pasa, por perturbador que sea, seremos capaces de tolerar esa sensación. Pero nadie atendió las necesidades emocionales de la pequeña Beth. Aprendió que nadie calmaría su angustia y comenzó a buscar sustitutos que llenasen un vacío que no dejaba de crecer y que continuamente le ponía frente a su soledad y a su dolor, justo lo que quería evitar a toda costa.

Trauma y disociación

En la vida, a veces, hay experiencias tan traumáticas o abrumadoras emocionalmente que se produce una desconexión entre la mente de la persona y la realidad que está viviendo. Este fenómeno psicológico se conoce como disociación y supone una auténtica estrategia de supervivencia si el trauma se produce en los primeros años.

Ante una experiencia emocional muy fuerte es posible que nuestro cerebro no sea capaz de procesarla. Entonces, la almacena de forma disfuncional en una red neuronal aislada, a diferencia de los recuerdos normales que se envían a redes interconectadas. Esto explica que haya casos graves, en los que la persona no puede recordar lo ocurrido (al principio de la serie, Beth solo recuerda la última frase que le dijo su madre: “Cierra los ojos”). En circunstancias así, la disociación se convierte en una respuesta adaptativa.

Además de la amnesia, la disociación incluye otros síntomas, como la desconexión del cuerpo, las emociones o el entorno. La protagonista de la serie Gambito de Dama recurre a los tranquilizantes, al alcohol y a veces al propio ajedrez para ‘desconectar’ de su profundo dolor emocional. A lo largo de una gran parte de la trama apenas muestra emociones. Y no será hasta el funeral de Shaibel cuando se ‘abra la compuerta’ y se permita sentir todo el dolor que había retenido. Es a partir de ese instante cuando empieza a conectar consigo misma y, por consiguiente, con los demás. Y también deja de estar atascada en el pasado y en modo supervivencia para vivir el presente.

El poder de la resiliencia

Los seres humanos son capaces de sobrevivir a las circunstancias más horribles. El psiquiatra austríaco Viktor Frankl pasó tres años en campos de concentración nazis y no solo sobrevivió, sino que salió reforzado. En su libro El hombre en busca de sentido, asegura que “el hombre, incluso en condiciones trágicas, puede decidir quién quiere ser -espiritual y mentalmente- y conservar su dignidad humana. Esa libertad interior, que nadie puede arrebatar, confiere a la vida intención y sentido”. Beth supera importantes pérdidas, gana la partida a las adicciones y acaba decidiendo quién quiere ser.

En psicología, se llama resiliencia a la capacidad del ser humano de sobreponerse a tragedias y circunstancias traumáticas e, incluso, salir reforzado de ellas. La psicóloga Emily Werner llevó a cabo una investigación con niños hawaianos en situación de extrema pobreza. Tras un seguimiento de más de 30 años observó algo en común entre los que resultaron más resilientes. Todos habían recibido el apoyo de, al menos, una persona que los había aceptado de forma incondicional y había confiado en sus progresos. Y ese apoyo no venía necesariamente de un familiar.

En su camino, la protagonista de la serie Gambito de Dama tampoco ha estado sola. Shaibel, el conserje del orfanato que la enseña a jugar, será la primera figura positiva en su vida, pero no la única. Los que en algún momento fueron rivales en el tablero, como Harry Beltik, Benny Watts o Townes, se convierten en amigos y mentores y le enseñan el valor de la generosidad. Incondicional también es la amistad de Jolene, su “ángel de la guarda”. Sin embargo, la propia Jolene matiza este apelativo dejando claro la necesidad del autoapoyo: “No soy tu ángel de la guarda. No estoy aquí para salvarte. Tengo bastante conmigo misma. Estoy aquí porque necesitas que esté aquí. Eso es lo que hace a la familia. Eso es lo que somos”.

Paso a paso, la ira de Beth se desvanecerá lentamente, siendo reemplazada por la vulnerabilidad (cuando rompe a llorar en brazos de Jolene) y el agradecimiento hacia sus antes competidores y ahora amigos. Descubrirá que el mundo no está ahí para derrotarla; que hay gente que realmente se preocupa por ella. Unos de manera apropiada y otros de manera quizás confusa, como su madre adoptiva, pero que aun así están con ella.

La protagonista aprende a aceptar y a agradecer la ayuda de otros,  a perdonar y a pedir perdón, a aceptar el rechazo y las derrotas, a librarse de sus ataduras y de sus miedos, a conectar con los demás. Y, por encima de todo, aprende a quererse, a aceptarse y a conectar consigo misma. De ese viaje, difícil y tortuoso en ocasiones, pero también revelador y reparador, saldrá fortalecida.

Curiosamente, en una entrevista con Boris Cyrulnik sobre el tema de la resiliencia el neuropsiquiatra alude al ajedrez. Cuando se le pregunta si puede adquirirse esta fortaleza en la edad adulta, responde: “La resiliencia es como una partida de ajedrez. Los primeros movimientos son muy importantes, pero mientras la partida no haya terminado siguen quedando buenos movimientos”.

Así que, ya sabéis, incluso con un mal comienzo… ¡Siempre puede haber un buen movimiento!

La anhedonia es la incapacidad de sentir placer por cosas de las que antes se solía disfrutar.

Anhedonia o la incapacidad para sentir placer (y cómo influye la COVID-19)

Anhedonia o la incapacidad para sentir placer (y cómo influye la COVID-19) 1280 853 BELÉN PICADO

La situación creada por la pandemia de coronavirus está poniendo a prueba nuestras estrategias de afrontamiento y, en general, nuestra salud mental. Uno de los síntomas que ha ido haciéndose más habitual a medida que se ha ido prolongando esta situación de incertidumbre ha sido la anhedonia.  En 1897, el psicólogo y filósofo Théodule Armand Ribot bautizó con este término a la incapacidad (total o parcial) para sentir placer, satisfacción o interés por actividades con las que se solía disfrutar. Es como una «anestesia al revés»: en vez de evitar que sintamos dolor, nos impide sentir placer.

En ocasiones aparece de forma puntual y en personas sin ninguna psicopatología cuando se ven expuestas a factores potencialmente estresantes, como lo está siendo la COVID-19. Sin embargo, lo común es que se experimente como efecto secundario de algunos medicamentos o como un síntoma de ciertos trastornos: depresión, distimia, ansiedad, esquizofrenia, trastorno por estrés postraumático, adicción a sustancias, etc.

En los últimos meses hemos pasado tanto tiempo en casa que es normal que haya momentos de aburrimiento en los que nada parece satisfacernos. De hecho, todos hemos pasado por etapas en las que nos han dejado de gustar cosas que antes nos encantaban. El asunto cambia cuando deja de ser una circunstancia ocasional para convertirse en recurrente y generalizarse a muchos aspectos de nuestra vida. Hasta el punto de pensar que no hay nada que nos importe e, incluso, tener la sensación de que nada tiene sentido.

A menudo, la anhedonia va acompañada por: cambios de peso, problemas de sueño, fatiga o sensación de tener poca energía, disminución de la libido, dificultad para concentrarse, sentimientos negativos hacia uno mismo y los demás y, en ocasiones, ideación suicida. La persona tiende a aislarse, reduce su actividad y se va abandonando poco a poco en aspectos como la higiene personal, la alimentación o las relaciones.

También es habitual el sentimiento de culpa, e incluso de vergüenza, por no poder disfrutar de lo que antes sí producía placer y que otros sí disfrutan. Y esto puede obstaculizar el buscar ayuda.

El confinamiento por coronavirus ha aumentado los casos de anhedonia.

Dopamina y sistema de recompensa

Nuestro cerebro libera una sustancia química, la dopamina, que interviene en la activación del sistema de recompensa. Cuando este circuito funciona correctamente la dopamina es la responsable de la sensación de placer que experimentamos al comer, escuchar una pieza musical, tener relaciones sexuales o coger en brazos a un hijo recién nacido, por ejemplo.

La anhedonia se produce cuando hay una alteración del sistema de recompensa. O cuando en situaciones de estrés y ansiedad el cerebro deja de producir dopamina.

Tipos de anhedonia

Hay personas que son incapaces de experimentar placer y disfrute en general, mientras que a otras solo les ocurre en ciertos contextos.

  • Anhedonia física. Incapacidad para experimentar placer frente a sensaciones físicas agradables como un abrazo,  estímulos físicos como la comida, etc.
  • Anhedonia social. Se produce cuando la persona no disfruta del contacto con los demás ni tiene interés por relacionarse. Si la situación se mantiene puede llevar al aislamiento y a la desconexión emocional hacia los demás.
  • Anhedonia musical. Incapacidad para emocionarse o disfrutar al escuchar una melodía, aunque otras actividades sí produzcan sensaciones placenteras. Un estudio realizado por investigadores de la Universidad de Barcelona y del Instituto Neurológico de Montreal, en Canadá, confirmó que hay personas sin ningún trastorno de base que pueden identificar si una pieza musical es triste o alegre, pero no llegan a convertir esa percepción en emoción.
  • Anhedonia eyaculatoria. Pese a que se cree que la eyaculación siempre es placentera y va asociada al orgasmo, no siempre es así. La anhedonia eyaculatoria se produce cuando la eyaculación no va acompañada del placer del orgasmo.

Anhedonia, apatía y alexitimia

La anhedonia suele confundirse con la apatía y la alexitimia, aunque son conceptos diferentes. La anhedonia está relacionada con la apatía porque ambos son síntomas de trastornos como la depresión, pero no son lo mismo. La apatía hace referencia a la ausencia o pérdida del interés y motivación por las cosas, pero esto no implica que una vez que se hagan no se disfruten.

En el segundo caso, mientras que las personas con anhedonia dejan de sentir emociones placenteras, quienes tienen alexitimia sí las sienten. Lo que ocurre es que son incapaces de reconocerlas. Además, en la anhedonia hay un estado previo en el que sí se sentía placer, mientras que en la alexitimia no existe ese ‘estado anterior normal’.

La Melancolía, de Paul Gauguin

La Melancolía, de Paul Gauguin.

La anhedonia como mecanismo de defensa ante un evento traumático

Las experiencias traumáticas que han impactado gravemente en la vida de una persona también pueden conducir a la anhedonia. En estos casos, funciona como un mecanismo de defensa para distanciarse de aquello que resulta doloroso. De forma puntual, dicho mecanismo puede resultar útil, pero si se vuelve crónico acabará interfiriendo en la capacidad para disfrutar. Por ejemplo, sufrir una violación puede provocar que el placer que se sentía al tener relaciones sexuales desaparezca. En esta y otras situaciones similares, es posible que la persona, al no poder soportar el dolor emocional que ese hecho le provocó, se anestesie inconscientemente. De este modo no siente las emociones negativas, pero tampoco las positivas.

En general, las personas que han sufrido un trauma están más acostumbradas a llevar a cabo acciones destinadas a evitar el dolor y el miedo, que a buscar emociones positivas asociadas al placer. Al estar preocupadas por los posibles peligros, no han aprendido a prestar atención a aquello que podría aportarles placer. Incluso es posible que desconozcan qué actividades les brindan sensaciones de bienestar, qué les suscita curiosidad o interés o qué estímulos sensoriales les parecen más agradables.

En el caso de que haya habido abusos sexuales acompañados de excitación sexual, la víctima puede haber sentido una mezcla compleja de sensaciones de dolor y excitación (ante la estimulación de una zona erógena puede haber una respuesta genital involuntaria, el cuerpo responde aunque la mente no acompañe). Y cabe la posibilidad de que en el futuro anestesie inconscientemente la sensación de placer. Bien porque se sienta culpable o “mala persona” por la excitación que sintió durante los abusos, o bien porque tenga miedo de que el dolor y la vergüenza aparezcan junto con el placer.

No dejes para mañana lo que puedes disfrutar hoy

Las personas con anhedonia viven inmersas en un eterno círculo vicioso: la falta de capacidad para disfrutar lleva a no realizar actividades y la falta de actividad alimenta la anhedonia. Tenemos que hacer para tener ganas de hacer. Pero siempre siendo realistas y poniéndonos objetivos sencillos y asequibles.

  • Crea tus propias rutinas. Retomar de forma progresiva tus actividades cotidianas y establecer ciertas rutinas básicas en las que incluyas actividades con las que antes disfrutabas te ayudará a motivarte.
  • Entrena tus sentidos. Practica Mindfulness y céntrate en cada uno de tus sentidos de manera consciente. Por ejemplo, cuando salgas de casa fíjate en los colores y en cada detalle de lo que ves. Disfruta del olor a tierra mojada después de la lluvia. O trata de identificar el mayor número posible de sonidos que escuches. El tacto puedes entrenarlo experimentando con distintas texturas y el gusto, comiendo con conciencia plena, saboreando y fijándote en las características de cada alimento.
  • Adquiere nuevas habilidades y capacidades. Iníciate en algún deporte, aprende a tocar un instrumento musical, busca una academia donde te enseñen a bailar swing, tango o salsa… Aprender cosas nuevas y experimentar la satisfacción asociada a dominar actividades que hasta ahora te resultaban difíciles te motivará y te ayudará a aumentar tu tolerancia a la frustración.
  • Escribe un ‘diario de pequeñas alegrías’. A veces nuestras expectativas son demasiado altas y muy poco realistas. Esperamos que nos suceda algo estupendo, excitante y maravilloso para ser felices y nos olvidamos de la satisfacción que pueden proporcionar las pequeñas alegrías diarias. Fíjate en lo que tienes alrededor, vuelve a conectar con esos pequeños instantes y apúntalos cuando te sucedan.
  • Pide ayuda si la anhedonia se prolonga. Todos hemos experimentado cierto grado de anhedonia en alguna ocasión. Pero si esa sensación se intensifica o se prolonga en el tiempo, es necesario pedir ayuda profesional. Podría estar avisándonos de la presencia de algún trastorno. (Si lo deseas, puedes ponerte en contacto conmigo y estaré encantada de ayudarte)

Entrena tus sentidos.

Ejercicio para plantar cara a la anhedonia, paso a paso

  1. En un folio, escribe en una columna 10 cosas que hayas disfrutado haciendo en el pasado. Cosas que te hayan aportado placer, felicidad, alegría y de las que guardas buenos recuerdos… (Si te toca estar en confinamiento, escribe también cosas que puedan hacerse dentro de casa). La razón de esto es ayudarte a identificar aquello que una vez te hizo sentir vivo, aunque ahora no te imagines haciéndolo.
  2. A continuación, piensa en cuánta emoción, felicidad y placer te evoca cada una de esas actividades. Califícalas de 1 a 10 y escribe la puntuación correspondiente a la derecha de cada enunciado.
  3. Reflexiona sobre lo difícil que es para ti hacer cada una de esas actividades. Piensa cuánto esfuerzo, tiempo y planificación se requieren para llevarlas a cabo. Y de nuevo puntúa cada una de 1 a 10, siendo 1 «Bastante fácil» y 10 «Imposible». Esta puntuación la añadirás a la  derecha de la «puntuación de disfrute».
  4. Ahora toca encontrar el equilibrio entre el disfrute y el esfuerzo requerido para hacer cada cosa. Resta la cifra que pusiste en esfuerzo de la que indicaste en disfrute. Por ejemplo, si en la actividad «Leer un libro» tu índice de disfrute ha sido 5 y el de esfuerzo ha sido 2 el valor de la actividad será 3 (5-2=3). Repite esta operación en cada una de las actividades.
  5. Observa las actividades con el valor más alto. Estas son probablemente las más fáciles de realizar y las que te proporcionarán mayor disfrute. La clave es realizar dichas actividades, aunque tengas que forzarte un poco. Esto te motivará a seguir delante y te ayudará a reparar tu sistema cerebral de recompensa. Ahora bien, no basta con decir que lo vas a hacer. Da la vuelta a tu hoja de papel y escribe las fechas y horas en que te comprometes a hacer cada cosa. Da igual si te rindes después de cinco o diez minutos. Lo importante es que lo has intentado. Una vez que estés disfrutando ya de las actividades de mayor valor, intenta trabajar en las de menor valor también. Pero, sobre todo, no seas demasiado duro contigo y ten paciencia.
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Duelo migratorio: el precio de emigrar buscando una nueva vida.

Duelo migratorio: El precio de emigrar buscando una nueva vida

Duelo migratorio: El precio de emigrar buscando una nueva vida 1024 600 BELÉN PICADO

Nostalgia, morriña, añoranza, gorrión o saudade son algunas de las palabras que suelen utilizarse para describir el sentimiento de pérdida que invade a quien deja atrás su país en busca de una nueva vida. A menudo no se le presta la suficiente atención pero, como en el caso de otras pérdidas, se necesita un periodo de adaptación para elaborar lo ocurrido y acomodarse a la nueva realidad. Igual que pasamos un duelo cuando muere un ser querido o ante una ruptura amorosa, es necesario que transitemos este proceso emocional y cognitivo cuando emigramos. Es el duelo migratorio.

Emigrar siempre es difícil e implica numerosos cambios, muchos de ellos inesperados pues nunca se sabe con certeza qué deparará el nuevo lugar al que se va. Los procesos migratorios exponen a quienes los viven a cambios muy drásticos y ponen a prueba su capacidad de adaptación.

Si bien lo habitual es que este duelo se supere tarde o temprano, no hay que subestimarlo ni evitarlo. Es necesario conectar con las emociones, permitirse vivir ciertos momentos de angustia y tristeza y transitar este camino para elaborar las múltiples pérdidas que supone dejar atrás el que fue nuestro hogar.

Pero no solo quien se marcha atravesará este proceso. Los familiares y amigos que se quedan en el lugar de origen también viven su propio duelo, porque pierden la presencia de un ser querido, aunque sigan en contacto con él a través de todos los medios que actualmente hay disponibles. El duelo de quienes se quedan será más o menos llevadero en función de las circunstancias en que se dé la separación, de la relación que se tenía con el emigrante, del rol que ocupaba en la familia, de si la separación es o no definitiva, de la situación económica en la que se quede la familia, etc.

Los familiares y amigos que se quedan en el lugar de origen también viven su propio duelo.

La madre del emigrante, de Ramón Muriedas Mazorra.

Un duelo múltiple, recurrente y transgeneracional

Pese a tener numerosas similitudes con otros tipos de duelos, el duelo migratorio posee características que lo hacen diferente y que enumera Joseba Achotegui, psiquiatra especializado en migración.

  • Es múltiple. Muy posiblemente ninguna experiencia, ni siquiera la muerte de un ser querido, supone tantos cambios. Quien emigra puede pasar, como mínimo, por siete duelos diferentes, ya que deja atrás: la familia y los amigos; la lengua; la cultura, con sus costumbres, religión y valores; la tierra (paisaje, colores, olores); el estatus social (papeles, trabajo, vivienda, posibilidades de ascenso social), el contacto con su grupo de pertenencia; y la seguridad física (viajes peligrosos, riesgo de expulsión, indefensión).
  • Es parcial. En la migración, el objeto de la pérdida (el país de origen con todo lo que representa) no se pierde de forma definitiva. Es más, se puede seguir en contacto con los familiares e incluso volver temporalmente o de forma definitiva.
  • Es recurrente. El sentimiento de nostalgia y el vínculo con el país de origen van a reavivarse cada vez que la persona tenga contacto con su país, bien porque vaya de vacaciones, reciba la visita o la llamada telefónica de un compatriota o incluso cuando escucha música de su tierra. Y esto ocurre porque esos vínculos siguen activos toda la vida, unas veces de modo más consciente y otras de modo más inconsciente.
  • Es transgeneracional. Si los inmigrantes no llegan a ser ciudadanos de pleno derecho en el país de acogida, el duelo también lo sufrirán sus hijos y nietos. El que lleguen a integrarse dependerá de la actitud de los padres frente al país que les acoge, de la actitud que tengan los hijos frente al mismo; y también depende de que el país al que llegan sepa o no acogerlos. Muchos hijos de inmigrantes no se sienten ni del país en el que viven ahora, pese a haber nacido ahí, ni del país que dejaron sus padres.
  • Va acompañado de sentimientos de ambivalencia. El emigrante siente amor hacia su país de origen y al mismo tiempo experimenta mucha rabia porque ese mismo país no le supo dar las oportunidades o la seguridad necesarias para poder quedarse. Por otro lado, en su papel de inmigrante, siente cariño por la tierra que le está acogiendo y dando una nueva oportunidad para salir adelante, y a la vez ira por el esfuerzo que supone este cambio y porque en ocasiones no se le acepta como un igual.

Síntomas del duelo migratorio

El duelo migratorio puede vivirse de muchas formas según las condiciones en que se realice la migración, la propia personalidad del emigrante, el momento del ciclo vital en que se encuentre, la realidad con la que se tope en el país de destino, el motivo que le llevó a tomar la decisión, etc.  En cualquier caso, suelen aparecer:

  • Nostalgia y tristeza al recordar la pérdida de todo lo que se ha dejado en el país de origen, que puede ir acompañada de una profunda sensación de soledad.
  • Preocupación por un futuro incierto.
  • Temor a la pérdida de identidad. Si el choque cultural es muy acusado o los habitantes del lugar de destino muestran rechazo, la sensación de no pertenecer al nuevo país de residencia podría llevar al recién llegado a aislarse y desarrollar cierto rechazo a integrarse a la vez que se refugiará cada vez más en sus compatriotas.
  • Sentimientos de culpa o arrepentimiento ante la sensación de haber ‘abandonado’ a la familia.
  • Dificultad de disfrutar del momento presente y de acoger las nuevas experiencias con talante positivo.

Junto a estas emociones, es común que aparezcan otros problemas como ansiedad, síntomas depresivos, irritabilidad, alteraciones del sueño, dolores de cabeza de tipo tensional asociados a las preocupaciones, fatiga, etc.

Lo normal es que estos síntomas vayan desapareciendo con el tiempo. Una correcta elaboración del duelo migratorio implicará asimilar lo nuevo y sentirse parte del país de acogida, pero sin olvidar ni rechazar el lugar de origen.

El duelo migratorio puede vivirse de muchas formas según las condiciones en que se realice la migración.

Cuando las dificultades bloquean la capacidad de afrontamiento

En circunstancias normales, el modo de enfrentarse al duelo migratorio depende más de las propias estrategias y recursos para hacer frente a los cambios, que de tener una determinada edad, nacionalidad o estatus social y económico.

Sin embargo, existen ciertos factores que dificultan la adaptación y generan un estrés añadido, con el consiguiente riesgo de que el duelo migratorio simple, que es el habitual, pase a convertirse en duelo extremo. Entre esos factores están: la soledad por la separación de los seres queridos, amenazas constantes de detención y expulsión, sentimientos de vulnerabilidad ante la carencia de derechos en el país de destino, enfrentarse a una lucha diaria por sobrevivir (falta de alimentos, de un techo bajo el que dormir o imposibilidad de encontrar trabajo).

Cuando el inmigrante sufre una situación de crisis permanente, aparece el denominado Síndrome de Ulises o síndrome del inmigrante con estrés crónico y múltiple, un cuadro de estrés ante situaciones de duelo migratorio extremo que no pueden ser elaboradas.

Cuidado con las expectativas

En muchas ocasiones la persona idealiza el lugar de destino y solo tiene en mente la posibilidad de llegar a un lugar con una mayor calidad de vida y grandes oportunidades profesionales. Sin embargo, pocas veces se piensa en la implicación a nivel emocional y personal que puede producir ese cambio. Para que el ‘aterrizaje’ no sea tan brusco, ahí van unas cuantas ideas:

  • Infórmate. Antes de tomar la decisión, procura estar totalmente informado del peligro del trayecto si es el caso, de cómo es la vida dónde quieres asentarte, de la cultura, de las leyes laborales, de tus derechos y de la posibilidad de contar con una red de apoyo social. Y, sobre todo, ten en cuenta que emigrar implica pérdidas y vas a tener que pasar por una serie de duelos. Saberlo de antemano, te ayudará mucho en el proceso. Igualmente, sopesa los beneficios que te traerá abandonar tu hogar, pero también a lo que tendrás que renunciar.
  • Comparte tu decisión con la familia. Si ya lo tienes claro, haz partícipes a tus seres queridos de tu decisión. Permitir que todos los miembros de la familia participen contribuirá a que ese cambio de vida sea visto como un desafío apasionante. Todos se sentirán involucrados y comprometidos y el dolor de tu partida se suavizará.
  • Acepta tus emociones. Los sentimientos de tristeza, miedo o ansiedad forman parte del proceso normal de adaptación. No los evites.
  • Cuidado con las expectativas. Idealizar el lugar que se convertirá en nuestro hogar puede llevar a que el choque con la realidad sea mayor, entre otras cosas, por las dificultades que entraña adaptarse a otro país, a otra cultura y, a veces, a otro idioma. Todos queremos tener éxito cuando nos lanzamos en busca de un objetivo, pero hay circunstancias que no dependen de nosotros y que pueden dificultar el proceso. Igualmente desaconsejable es idealizar lo que dejaste atrás y creer que si vuelves todo estará mejor que cuando te marchaste.
  • No te encierres. La socialización es fundamental en la primera etapa de asentamiento. Una vez que hayas llegado a tu destino, busca amistades nuevas que puedan ayudarte a encontrar empleo o, simplemente, a sentirte más acompañado. Contactar con personas de tu mismo país puede hacerte más fácil la adaptación, porque ya pasaron por algo similar y pueden darte consejos prácticos y útiles. Igualmente beneficioso será relacionarte con habitantes originarios de allí donde llegues. Tener diferentes perspectivas te ayudará a adaptarte.

Sentirse acompañado ayuda, y mucho, a superar el dolor de haber dejado atrás el hogar.

  • Mantén una actitud positiva. Que los momentos de nostalgia no te hagan olvidar los aspectos positivos de tu decisión. En la mayoría de los casos, emigrar es más una solución que un problema. Puede ser una experiencia muy enriquecedora y repleta de aprendizajes. Y cuando tus fuerzas flaqueen, recuerda por qué tomaste la decisión.
  • No olvides tus raíces. Adaptarte a tu nuevo hogar no implica renunciar a tus raíces y a tu propia identidad. Cuando reniegas de tu país, tu cultura y tu gente también están dejando de ser tú y dejando a un lado tus valores y principios. Si bien es cierto que resulta necesario establecer cierta distancia para poder integrar los nuevos aspectos que brinda el país de acogida, no hay que desapegarse por completo de lo que ha conformado tu visión de la vida y del mundo. Además, es muy importante hablar a los hijos de su país de origen, de su historia, sus costumbres, tradiciones, paisajes, etc. Tus raíces también son parte de su identidad y deberían estar orgullosos de ellas.
  • Convierte el hecho de ser extranjero o extranjera en una ventaja. Seguro que hay muchas cosas que puedes ofrecer y sabes hacer y que los locales del país al que llegas no conocen. Convierte lo que en un principio puede ser un impedimento en una oportunidad.
  • Conserva tus aficiones en la medida de lo posible. Cuando todo tu entorno es nuevo, poner un poco de continuidad en tu vida te ayudará a mantenerte conectado con lo que te resulta familiar. ¿Te apasiona el senderismo? Hazte miembro de un grupo. ¿Te gusta jugar fútbol? Busca un equipo. Tener algo en común, además, te ayudará a la hora de establecer nuevas amistades.
  • Haz un altar de recuerdos. Elige un lugar especial (una mesa, una pared, una estantería…) y coloca fotos u objetos especiales que te conecten con tu tierra. Con el tiempo podrás añadir también algún objeto o alguna imagen del que es ahora tu nuevo hogar. Eso te servirá para integrar tus experiencias pasadas con tu presente.
  • Acepta que todo cambia, incluso los que se quedaron. En el caso de que decidas volver a tu tierra, asume que ya no serás la misma persona que cuando se marchó. Y lo mismo ocurrirá con tus seres queridos. Si regresas esperando reencontrar todo tal como lo dejaste, la decepción será inevitable.
  • Busca ayuda profesional si la necesitas. Si pasado un tiempo prudencial, el malestar por lo que has dejado atrás se prolonga es conveniente buscar ayuda profesional. Evitarás que la situación se agrave y tu duelo se complique. (Si lo necesitas, puedes ponerte en contacto conmigo y te acompañaré en el proceso)
Aprender a regular el dolor crónico es posible.

Cerrar la puerta al dolor crónico para vivir mejor (teoría de la compuerta)

Cerrar la puerta al dolor crónico para vivir mejor (teoría de la compuerta) 1270 1118 BELÉN PICADO

El dolor, aunque desagradable, es tan necesario para la supervivencia como lo es el hambre o la sed. Funciona como una señal de alarma que envía el organismo al cerebro cuando detecta que se ha producido una lesión o que algo no funciona correctamente. Por ejemplo, el dolor que sentimos cuando nos quemamos nos empuja a retirar la mano del fuego. Sin embargo, el dolor no siempre es adaptativo. Y este es el caso del dolor crónico.

Mientras que el dolor agudo tiene una función clara (avisarnos de que algo no va bien), el dolor crónico es más complejo y difícil de tratar. Puede prolongarse más allá de la curación de la enfermedad o herida (lumbalgia), aparecer y desaparecer de forma recurrente sin guardar relación con ninguna causa orgánica conocida (migrañas) o producirse a causa de una patología conocida pero difícil de tratar (artritis, dolor oncológico…). Además de no tener ninguna función protectora, a menudo está asociado a importantes alteraciones psicológicas, como depresión o ansiedad, e impide a quien lo sufre llevar una vida normal.

La buena noticia es que se puede cerrar la puerta al dolor y aprender a vivir, pese a él. Teniendo en cuenta que cada uno lo vive de modo diferente, incluso la misma persona lo experimenta de forma distinta según el momento, se trata de conocer qué cosas puedes hacer tú para aprender a modular tu dolor. Para ello, os voy a explicar en qué consiste la teoría de la compuerta.

Pero antes, vamos a descubrir cómo son los mecanismos del dolor…

Cómo experimentamos el dolor

Se suele pensar que el dolor se genera en los órganos, en los huesos, en los músculos o en los tejidos. Sin embargo, lo cierto es que se produce en el cerebro. El dolor no es dolor hasta que nuestro cerebro procesa la información sensorial que recibe del cuerpo y la valora en función de las sensaciones físicas, pero también de las emociones, las creencias y nuestras experiencias previas. Esto significa que las mismas señales sensoriales pueden traducirse como dolor, o no, en función de cómo se procesen cuando la información llega al cerebro.

Todo empieza cuando los nociceptores, unos receptores que tenemos repartidos por el cuerpo, captan un estímulo nocivo. A través de las fibras nerviosas a las que están unidos, esa información emprende su camino con destino a la médula espinal y al cerebro.

Al llegar al cerebro esa información se reenvía a tres zonas: la corteza somatosensorial, relacionada con las sensaciones físicas; el sistema límbico, en el que se experimentan las emociones; y la corteza prefrontal, donde se forma el pensamiento.

También es posible que, en ocasiones, se produzca una respuesta refleja al alcanzar la médula espinal y la señal sea inmediatamente reenviada por los nervios motores hasta el punto original del dolor, provocando la contracción muscular. Esto puede observarse en el reflejo que provoca pisar un objeto punzante o tocar algo caliente.

El dolor se produce en el cerebro.

Ilustración incluida en la obra de Descartes «Traite de l’homme» (Tratado del Hombre).

La teoría de la compuerta

La teoría de la compuerta fue formulada por el psicólogo Ronald Melzack y el neurocientífico Patrick Wall en 1965. Básicamente afirma que la presencia de estímulos no dolorosos puede bloquear o reducir la sensación dolorosa, evitando que viaje al sistema nervioso central.

Para entenderlo mejor, vamos a visualizar la sensación de dolor, ya captada por los nociceptores, viajando por las fibras nerviosas hacia a la médula espinal (como hemos visto el apartado anterior). Junto a esas fibras, más finas, hay otras más gruesas que llevan información con otro tipo de sensaciones como el tacto o la presión. Y ahora, justo antes de que ambos tipos de fibras alcancen la médula para seguir su viaje hasta el cerebro, imaginemos una serie de compuertas. Pues bien, cuanta mayor sea la actividad de las fibras grandes comparadas con las fibras finas las compuertas se cerrarán y, en consecuencia, la persona percibirá menos dolor. Esto explicaría por qué disminuye el dolor cuando el cerebro está experimentando una sensación de distracción o se produce simultáneamente un estímulo táctil (frotarse la mano después de darse un golpe).

Esto significa que gracias a estas compuertas podemos aumentar nuestra sensación de control y reducir el sufrimiento que nos produce el dolor crónico.

Factores físicos, emocionales, psicológicos y sociales

A continuación, os enumero algunos factores que contribuyen a que se cierre o se abra la compuerta del dolor:

  • Factores físicos. Abren la compuerta y, por tanto, incrementan el dolor: la tensión muscular, un nivel de actividad física inapropiado (forzar demasiado o no moverse nada), posturas inadecuadas, hipersensibilización de la zona dolorida, intensidad de la señal de dolor, gravedad o extensión de la lesión. Por el contrario, los factores físicos que cierran la compuerta y contribuyen disminuir el dolor: medicación específica, práctica de ejercicio adecuado, masajes. Aquí estarían incluidas muchas de las cosas que hacemos, la mayoría de manera automática, para aliviarnos. Entre ellas, frotar una zona o sacudirla después de un golpe, soplar cuando nos quemamos o acariciar a un niño que se ha dado un golpe mientras le cantamos «Sana, sana, culito de rana…».
  • Factores emocionales. Abren la compuerta: ansiedad, altos niveles de estrés, centrarse en la tristeza y/o la soledad, depresión, ira, miedo, inquietud y todo tipo de emociones negativas. Cierran la compuerta: la aceptación, la alegría, la esperanza, la ilusión, una actitud positiva.
  • Factores psicológicos. Abren la compuerta: pensamientos de impotencia, focalizar la atención o los pensamientos en el dolor, pensamientos catastrofistas, aburrimiento, mantener un estilo de comunicación inadecuado. Aquí incluiríamos la atribución que se hace al dolor. Por ejemplo,  la intensidad de un dolor en el pecho que asocias a una indigestión será diferente que si crees estar sufriendo un infarto. Aun siendo el mismo dolor, la intensidad no será la misma. La sensación de falta de control sobre el dolor es otro factor que influye en cómo se percibe («El dolor controla mi vida»). Cierran la compuerta: pensamientos positivos o distractores, ejercicios de relajación, implicación en alguna actividad placentera, distracción (si me pillo un dedo con la puerta y a los pocos minutos alguien me habla la intensidad del dolor será menor que si vuelvo a centrarme exclusivamente en lo mucho que me duele).
  • Factores sociales. Abren la compuerta: aislamiento, actitud conflictiva, falta de apoyo, falta de confianza en el entorno social (cuidadores, médicos, familia, amigos). Cierran la compuerta: sentirse comprendido, establecer y mantener relaciones interpersonales de calidad, apoyo social, reforzar vínculos familiares y de amistad.

En la percepción del dolor influyen factores físicos, emocionales, psicológicos y sociales.

Entonces, ¿cómo podemos cerrar la puerta al dolor?

Hasta ahora hemos visto que lo que sentimos, la actitud que tenemos y cómo nos comportamos influye, y mucho, en cómo percibimos el dolor. Así que ahora vamos a ver qué podemos hacer nosotros para regularlo y cerrar la compuerta.

  • Conocer y entender nuestro dolor. La información es poder, así que cuanto mejor conozcas tus sensaciones dolorosas, mejor podrás lidiar con ellas. Aprender cómo funciona el mecanismo del dolor y qué lo desencadena te dará una mayor sensación de control y te ayudará a afrontarlo y a seguir adelante con tu vida.
  • Aceptar, que no resignarse. Aceptar el dolor crónico es tomar conciencia de las limitaciones que conlleva, pero eso no quiere decir quedarse anclado en el sufrimiento y en la resignación. En realidad, la aceptación contribuye a habituarnos al dolor y, por tanto, a hacerlo más tolerable. Además, al habituarnos a él, también disminuye la ansiedad, el miedo y la depresión.
  • Y si sientes que no te comprenden, acéptalo también. Una de las características del dolor es su subjetividad. Cuando algo nos duele, cada uno lo sentimos e interpretamos de forma personal. Todos tenemos un umbral del dolor y una tolerancia diferente, así que nadie puede llegar a comprender del todo tu dolor, aunque lo intente. A esta subjetividad también contribuyen los recuerdos de cada uno relacionados con el dolor, que también moldean nuestra experiencia.
  • Aprende a manejar tus emociones. Los sentimientos de frustración, tristeza, ira, estrés, inutilidad, impotencia, etc., influyen notablemente en la autoestima y en la percepción del dolor, así que cuanto antes aprendas a gestionarlos, mucho mejor.
  • Practica el autocuidado. Retomar tareas que te resulten agradables y animarte a realizar alguna actividad física que se adapte a tu situación favorecerá una mayor sensación de control sobre tu cuerpo y una mejor conexión contigo mismo. Eso sí, evita sobreesfuerzos y no ‘fuerces la máquina’. Una dieta saludable, una adecuada higiene del sueño y cuidar las relaciones sociales también te ayudarán a cerrar la compuerta.
  • Apúntate al Mindfulness. A través de la atención plena, aprende a observar la experiencia de dolor sin juzgarla, sin reaccionar a ella, trabajando la conciencia sobre tus sensaciones físicas, disminuyendo la hiperalerta y favoreciendo un estado de equilibrio emocional.

El autocuidado es esencial para sobrellevar el dolor crónico.

Cómo te puede ayudar el psicólogo

El hecho de que el dolor tenga un importante componente psicológico no quiere decir que te lo inventes. Solo que hay mecanismos que contribuyen a mantenerlo e, incluso, a empeorarlo. A continuación te cuento cómo puede ayudarte iniciar un proceso terapéutico con un profesional de la psicología.

En primer lugar, es necesario comprender el origen de tu dolor desde un punto de vista cognitivo y emocional, elaborar una ‘biografía’ de ese dolor e indagar en el mensaje que tiene para ti. Si tu síntoma pudiera hablarte, ¿qué mensaje crees que te daría? ¿Qué estaba pasando en tu vida cuando llamó a tu puerta?. Cuando te caías o te hacías daño en tu infancia, ¿cómo reaccionaban tus figuras de apego?

Asimismo, hay que abordar los síntomas ansiosos o depresivos, si los hay; trabajar la gestión de emociones como la ira o el miedo; y aprender técnicas de relajación y respiración, así como sustituir esas creencias negativas que mantienen abiertas las puertas al dolor por pensamientos más adaptativos.

Durante el proceso de terapia también es preciso traer a la consciencia las ganancias secundarias que obtenemos ‘manteniendo’ el dolor. ¿Qué podrías perder si desapareciese? A menudo, están asociadas a las necesidades que no fueron cubiertas a través de un apego seguro. A veces, cuando la persona no se sintiese vista, el dolor se convirtiera en una manera de hacerse ver a través del síntoma.

Son varios los beneficios que se obtienen, en la mayoría de los casos de modo inconsciente. Entre ellos, el afecto de la familia, el cuidado, el descanso, evadir determinadas situaciones, que te dejen tranquilo, que te hagan la compra, que tus hijos te llamen más a menudo, tener un tema fácil de conversación, no salir de casa, no tener relaciones sexuales, etc. Muchas veces lo que hace la persona es buscar, a través de la enfermedad o el dolor, una identidad que siente que no tiene.

El dolor crónico a menudo está asociado con una historia de trauma complejo, por ejemplo, con el abuso sexual en la infancia, con el abuso físico, o con otras experiencias adversas de la vida. Cuando la persona ha vivido algún trauma que no ha sido adecuadamente procesado o asimilado es muy probable que lo somatice en forma de dolor. Procesar esas experiencias a través de la Desensibilización y Reprocesamiento por Movimientos Oculares (EMDR) ayudará a resolver el conflicto y también a que el dolor desaparezca. La hipnosis, por su parte, también puede ayudar al incidir directamente en los mecanismos psicológicos de percepción del dolor.

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Vídeo: El dolor se produce en el cerebro. En este vídeo publicado por la Sociedad Española del Dolor se explica de un modo muy sencillo cómo se produce el dolor y qué podemos hacer para reducirlo.

Libro. Permiso para quejarse: Lo que el dolor cuenta de ti. El neurólogo Jordi Montero, referente en el estudio y tratamiento del dolor crónico, habla sobre la necesidad de expresar el dolor y también sobre la estrecha relación que tiene con las emociones.

(Si después de leer este artículo, consideras que necesitas ayuda, no dudes en ponerte en contacto conmigo; estaré encantada de acompañarte en tu proceso)

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