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octubre 2021

Olfato, memoria y emociones están estrechamente unidos.

Olfato, memoria y emociones: ¿A qué huelen los recuerdos?

Olfato, memoria y emociones: ¿A qué huelen los recuerdos? 1920 1280 BELÉN PICADO

¿Qué tienen que ver olfato, memoria y emociones? Pues la verdad es que muchísimo. Hace poco compré un ambientador que olía, según el envase, a «colonia infantil». «Vamos a probarlo», pensé. En cuanto lo abrí me vino a la mente la imagen de mi abuela ‘empapándome’ de colonia Nenuco después de asearme. Tradicionalmente, el olfato ha sido uno de los sentidos a los que menos caso se ha hecho, pese a su importancia incluso para la supervivencia. No es casualidad que, a lo largo de la evolución, haya sido esencial desde para buscar comida y detectar sustancias peligrosas, hasta para huir de potenciales amenazas, marcar territorio o reproducirse.

Durante nuestra vida vamos creando un catálogo de olores que conforman la memoria olfativa. Nos alertan de posibles peligros, nos conectan con momentos del pasado y nos permiten revivir sentimientos y emociones. Y el primer olor que se incluye en ese catálogo es el que hace que el recién nacido siga el rastro de la leche materna. Gracias a él, el bebé es capaz de calmarse con solo oler a su madre.

El olfato es tan importante que llega de forma directa de la nariz al cerebro, a diferencia de otros sentidos cuya información pasa por estructuras intermedias antes de procesarse, por el tálamo para ser más exactos. Además, hay estudios que demuestran que los estímulos olfativos ‘sellan’ los recuerdos de un modo más intenso y duradero que las imágenes o los sonidos.

el bebé es capaz de calmarse con solo oler a su madre.

De la nariz al cerebro

Para entender la importancia del olfato en la formación de recuerdos, es importante conocer antes cómo funciona este sentido:

Dentro de nuestra nariz, bajo la mucosa, hay una capa llamada epitelio olfativo. En esta capa hay millones de células receptoras especializadas en detectar olores. Cuando las partículas que componen el olor, y que están flotando en el aire, entran por las fosas nasales son captadas por esas neuronas, que envían la información al bulbo olfativo. Esta estructura cerebral se encuentra justo detrás de la nariz. Su función es captar y procesar la información proveniente de los receptores odoríferos situados en la mucosa nasal.

Desde el bulbo olfativo las señales odoríficas se envían a otras dos regiones cerebrales. Una es el lóbulo frontal, donde se reconoce y se identifica el olor. Y la otra, el sistema límbico, zona en la que se procesa la información emocional y donde se encuentran la amígdala y el hipocampo. Así surge la memoria olfativa. La amígdala conecta el aroma con una emoción y el hipocampo lo relaciona con un recuerdo guardado en nuestra memoria.

El sistema límbico también regula otros procesos esenciales en la supervivencia. Por ejemplo, la detección de sustancias nocivas, gases o alimentos en mal estado que podrían ser peligrosos y también la respuesta sexual.

La memoria olfativa

Al percibir un olor se producen de forma paralela dos procesos. Uno primario que depende exclusivamente del propio aroma. Por ejemplo, ciertos olores que inconscientemente y de forma automática despiertan nuestro deseo sexual. El proceso secundario, asociado a la memoria olfativa, es el que se pone en marcha cuando nuestro cerebro busca en su catálogo de olores el archivo correspondiente al que estamos percibiendo.

Este último sería el proceso que se puso en marcha cuando olí mi ambientador, aunque Marcel Proust lo refleja mucho mejor en su libro En busca del tiempo perdido. Al escritor francés le basta con describir la cascada de sensaciones que le genera una magdalena mojada en una taza de té para explicar la relación entre olfato, memoria y emoción: «En el mismo instante en que ese sorbo de té mezclado con sabor a pastel tocó mi paladar, el recuerdo se hizo presente. Era el mismo sabor de aquella magdalena que mi tía me daba los sábados por la mañana. Tan pronto como reconocí los sabores de aquella magdalena apareció la casa gris y su fachada, y con la casa, la ciudad, la plaza a la que se me enviaba antes del mediodía, las calles…».

Olfato y gusto también están estrechamente relacionados. Nuestras papilas gustativas pueden diferenciar los principales tipos de sabores: salado, dulce, agrio, ácido y umami. Pero si hay otros matices el olfato es indispensable para distinguirlos. Así, aunque solemos pensar lo contrario, lo cierto es que cuando saboreamos algo el componente olfativo es más importante que el gustativo. Por eso, cuando estamos resfriados y tenemos congestión nasal dejamos también de percibir los sabores. Es más, se dice que un 80 por ciento del sabor es, en realidad, olfato.

Pero un olor no solo puede evocarnos un recuerdo; también puede producir cambios en nuestro estado de ánimo dependiendo de que el recuerdo sea agradable o desagradable. Y también hay un proceso para que se establezca esa asociación entre aroma, recuerdo y emoción. Lo primero que se produce es la percepción del estímulo olfativo a través del sentido del olfato y en respuesta a dicho estímulo aparece la sensación, que sería la interpretación subjetiva de la persona según sus experiencias. Posteriormente, esta sensación genera una emoción y esta, a su vez, da lugar a una serie de asociaciones entre el aroma y los hechos específicos que están ocurriendo en ese momento. La conexión resultante entre la experiencia y la emoción generará una imagen mental, una huella permanente, que recuperaremos más adelante cuando volvamos a percibir el mismo olor.

Una vez más volvemos a la colonia de la abuela. Al percibir el olor del ambientador, ese aroma me ha generado una sensación, en este caso agradable, y la sensación me ha producido una emoción positiva porque me encantaba estar con mi abuela (si recordase la experiencia como un suplicio la emoción me habría generado malestar). Una vez que se produce una asociación entre el olor a colonia y la emoción de bienestar y felicidad es cuando se produce la huella o impronta, que hará que dicha asociación se quede grabada en mi memoria. Así que, desde ese momento, cuando en un futuro mi sentido del olfato vuelva a captar un aroma a colonia infantil aparecerán las mismas emociones que en el pasado.

Es importante recalcar que los recuerdos evocados a través de olores siempre tienen una emocionalidad asociada. Recordamos mejor lo que sentimos en aquel momento, o cómo nos sentíamos con alguien en particular, que los detalles de contenido del recuerdo. Por ejemplo, cómo era el lugar donde nos encontrábamos, si era pronto o tarde o si la persona llevaba gafas o una gorra. Los recuerdos asociados a los olores no lo son tanto a hechos en sí como a las emociones que pueden llegar a provocar.

Los recuerdos evocados a través de olores siempre tienen una emocionalidad asociada.

Olfato y trauma

Hasta ahora hemos hablado de la asociación entre olfato y emociones positivas. Pero los olores también pueden traernos emociones negativas y muy perturbadoras. Es el caso de quienes tras experimentar un evento traumático no soportan determinados olores porque les hacen revivir dicho suceso (flashback). Esto es lo que ocurre en el trastorno por estrés postraumático (TEPT). Algunas personas que han sufrido un accidente de coche recuerdan sobre todo el olor a gasolina y cuando huelen algo similar es como si volviesen a aquel momento. El malestar puede llegar a ser tan intenso que a menudo lleva a la persona a evitar situaciones en las que pueda exponerse a ese estímulo.

Un hecho traumático no se almacena en la memoria tal como se vive, como una secuencia ordenada. La amígdala almacena el episodio del trauma a través de fragmentos sensoriales de imágenes visuales, olores, sonidos, sabores o tacto. En consecuencia, tras un trauma, el cerebro puede activarse fácilmente según la entrada sensorial del estímulo, interpretando circunstancias normales como peligrosas y perdiendo su capacidad de discriminar entre lo que es amenazante y lo que es normal.

Bessel Van Der Kolk es uno de los mayores expertos mundiales en trauma. En su libro El cuerpo lleva la cuenta, menciona un estudio que realizó junto a otros compañeros del Hospital General de Massachusetts, en Estados Unidos. En dicho estudio comparaban cómo recordaba la gente las experiencias positivas y las traumáticas.

Encontraron dos grandes diferencias entre la forma en que los participantes hablaban de sus recuerdos positivos y cómo se referían a sus experiencias traumáticas: el modo en que estaban organizados los recuerdos y las reacciones físicas ante ellos. «Las bodas, los nacimientos y las graduaciones se recordaban como acontecimientos del pasado, historias con un inicio, un desarrollo y un final. En cambio, los recuerdos traumáticos estaban desorganizados. Nuestros sujetos recordaban algunos detalles demasiado claramente (el olor del violador, el orificio en la frente de un niño muerto), pero no podían recordar la secuencia de acontecimientos ni otros detalles vitales (la primera persona que llegó para ayudarles, si fueron al hospital en ambulancia o en el coche de la policía)», explica Van Der Kolk.

Sabías que…

  • Los recuerdos asociados a olores permanecen más tiempo en nuestra memoria que los evocados por la vista. A comienzos de los años 70, el psicólogo sueco Trigg Engen confirmó en un estudio la estrecha relación entre el olfato y la memoria. Expuso a un grupo de personas a una serie de fotografías y olores. Luego les pidió que los reconociesen entre otros muchos estímulos con un intervalo de minutos, días y meses. Al principio no había nada que destacar. Pero cuatro meses después del estudio se observó que aquello que se había memorizado a través de la vista se comenzaba a olvidar, mientras que los recuerdos olfativos permanecían intactos.
  • Un perfume asociado a un recuerdo positivo genera mayor actividad cerebral que un olor elegido al azar. La psicóloga Rachel Herz investigó el impacto emocional de los recuerdos y reflejó sus conclusiones en el estudio La evidencia de neuroimágenes de la potencia emocional de la memoria evocada por el olor. Herz y sus colaboradores encontraron que un grupo de cinco mujeres mostró mayor actividad cerebral al oler un perfume que asociaban a recuerdos positivos en comparación con uno que nunca antes habían olido. Además, la actividad cerebral también era mayor que la observada cuando las participantes simplemente veían el frasco de perfume.
  • Los receptores que se encuentran en el epitelio olfativo de nuestra nariz se combinan como si fuese un abecedario. Según Linda Buck, que obtuvo junto a Richard Axel el Premio Nobel de Medicina en 2004 por sus descubrimientos sobre el funcionamiento del sistema olfativo, «cada receptor es utilizado una y otra vez para definir un olor, igual que las letras son utilizadas una y otra vez para definir distintas palabras». Del mismo modo que podemos formar miles de palabras, dependiendo del modo en que combinemos las letras del alfabeto, cada olor se caracteriza por la activación de varios receptores. La combinación de estos receptores concretos, que es propia de un olor determinado, permite que el cerebro lo reconozca.
  • El ser humano puede detectar más de un billón de olores.  Hasta hace poco, se creía que éramos capaces de detectar diez mil olores distintos. Sin embargo, un estudio realizado en la Universidad Rockefeller, en Nueva York (Estados Unidos) y dirigido por Andreas Keller confirma que, como mínimo, podemos distinguir un billón de olores.
  • El olor de nuestra pareja influye en nuestra respuesta al estrés. A esta conclusión llegó un equipo de investigadores de la Universidad de Columbia Británica (Canadá). Para su estudio, agruparon a 96 mujeres en tres grupos. A las participantes del primer grupo se les puso en contacto con el olor de su pareja sentimental; a las del segundo, con el olor de un desconocido; y las del tercer grupo olieron un aroma neutro. Luego, se sometió a los tres grupos a un factor que aumentase su estrés. Los resultados indicaron que el estrés percibido se redujo en las participantes expuestas al olor de su pareja. Sin embargo, aumentó en quienes entraron en contacto con el olor de un extraño.
En el duelo por suicidio se acumulan las preguntas sin respuesta.

Muerte por suicidio (II): Cómo afrontar el duelo por suicidio y seguir adelante

Muerte por suicidio (II): Cómo afrontar el duelo por suicidio y seguir adelante 1920 1280 BELÉN PICADO

Si en el anterior artículo hablamos de las emociones más habituales que aparecen ante una muerte por suicidio y que marcan la diferencia con otros duelos, en esta ocasión vamos a ver algunas pautas que pueden ayudarnos a transitar el complicado proceso del duelo por suicidio.

Lo primero es tratar de aceptar la realidad y no obsesionarnos mientras intentamos comprender lo que ha pasado desde nuestros propios esquemas mentales. No es muy buena idea ir una y otra vez al pasado para analizar, a posteriori, cada detalle del suceso con los conocimientos que quizás tengamos ahora y pero no cuando ocurrió todo. No hay que olvidar que en muchos casos es posible que la persona que decide quitarse la vida oculte información sobre su estado y no acepte ayuda o no sepa cómo pedirla. Simplemente, aceptemos nuestras emociones y seamos lo más compasivos que podamos con nosotros mismos.

Preguntas sin respuesta y emociones desbordadas

Las primeras semanas después de la pérdida, el dolor, a veces, es tan intenso que apenas deja concentrarse, retener la más mínima información e, incluso, se hace difícil respirar. Sin embargo, esto no significa que estés perdiendo la razón. Se trata de una reacción normal ante una experiencia extremadamente difícil y angustiante.

Tampoco estás volviéndote loco o loca cuando te sientes invadido por la rabia, la culpa o la confusión. Son respuestas habituales en el duelo por suicidio. Si sientes rabia contra la persona que se ha quitado la vida, contra el mundo, contra Dios o contra ti mismo, toma conciencia de ello y exprésala. No pasa nada porque exteriorices el enfado. Lo mismo sirve para la culpa y otros sentimientos que es mejor dejar ir.

Y si te sientes culpable por aquello que hiciste o, tal vez, por lo que dejaste de hacer, transita el camino del perdón. Y en el caso de que la culpa sea real, de forma parcial o en su totalidad, transfórmala en responsabilidad. Emprende acciones concretas de reparación, reales o simbólicas, que ayuden a corregir en lo posible los errores cometidos. Si te responsabilizas en vez de sentirte culpable, podrás hacerte cargo de ellos sin llegar a desvalorizarte como persona. Pero, sobre todo, recuerda que lo más importante es que te perdones a ti mismo.

En caso de que sientas que son otros quienes te culpan, plantéate la posibilidad de que, quizás, ese pensamiento sea una proyección. A menudo, gran parte de lo que pensamos que los demás dicen de nosotros no es más que un reflejo de lo que, en lo más profundo, sentimos o pensamos sobre nosotros mismos.

En cualquier caso, recuerda que la decisión no fue tuya. Nadie es la única influencia en la vida de otra persona.

Asimismo, es normal que al principio te preguntes una y otra vez «¿Por qué?» intentando encontrar una respuesta. Posiblemente lo harás hasta que aceptes la realidad y ya no lo necesites o, al menos, hasta que te sientas satisfecho con las respuestas parciales que hayas podido encontrar.

Vigila los flashbacks

El impacto de un suceso así, tanto si se presencia o simplemente con imaginarlo, puede llegar a ser muy intenso. Tanto, que es posible reexperimentar dicho evento a través de flashbacks. Es habitual tenerlos en las primeras semanas y a través de distintos sentidos (algo que veamos, un sonido, un olor o a través del tacto, por ejemplo). Pero si continúan después de los dos primeros meses, podríamos estar ante un trastorno por estrés postraumático. Si es tu caso, no dudes en buscar ayuda profesional.

Tú decides con quién, cómo cuándo hablar

Cada persona tiene todo el derecho a decidir si contar, o no, la realidad de lo ocurrido; a quién decírselo o a quién no; y qué parte desea compartir y cuál guardarse. Si no queremos compartirlo, estamos en nuestro derecho, pero es importante que seamos conscientes del porqué. ¿Es por miedo a que nos juzguen? ¿Por vergüenza? ¿Es porque aún no estamos preparados? Ahora bien, si decidimos contarlo, tenemos que estar preparados para la posibilidad de escuchar algún comentario inapropiado y también para que dicho comentario nos desestabilice. De igual forma, podemos responder, o no, sin sentirnos obligados.

Reivindica la vida y no te centres en el modo de morir

Quienes toman la decisión de acabar con su vida, también fueron personas con virtudes, valores y fortalezas. Quizás tu ser querido era una persona generosa, leal, divertida, inteligente, sensible… Y puedes seguir recordándolo en esas facetas. Es muy triste que al final de la vida de una persona la gente solo se quede con la forma en que murió y olvide todo aquello que lo hacía un ser especial. Justamente esto ocurre a menudo con el suicidio, que el recuerdo que queda se reduce al modo de morir. En vez de borrar parte de su vida, recuérdala e, incluso, celébrala.

  • Reúne a familiares y/o amigos e intercambiad anécdotas y experiencias que hayáis compartido. O realizad algún ritual que os ayude a sobrellevar mejor la pérdida, pero sin olvidar todo lo que os unía a esa persona.
  • Puedes escribir una carta a tu ser querido manifestándole todo aquello que no le pudiste decir en vida y expresando tus pensamientos y tus sentimientos. Será como vuestra despedida y te ayudará a solucionar asuntos pendientes. También puedes escribir un diario. Elaborar una narrativa completa de lo que pasó y conectar las palabras con esos sentimientos intensos que estás experimentando te ayudará a dar cierto significado a lo que ocurrió y a lo que este hecho produjo en ti.
  • Otra opción es crear tu propio libro de recuerdos sobre la persona fallecida. En él puedes incluir historias sobre los acontecimientos familiares, fotografías o dibujos realizados por diferentes miembros de la familia, incluidos los niños, y cualquier cosa que se te ocurra. Esta actividad puede ayudarte a recordar viejas historias y finalmente a elaborar el duelo con una imagen más realista de tu ser querido.
  • Es importante reservar un tiempo cada día, si es posible a la misma hora y en el mismo sitio, de modo que puedas llorar, recordar a la persona muerta, rezar, meditar…

Es necesario poner palabras al dolor

El silencio enquista el dolor. Ante una muerte tan desgarradora como lo es la muerte por suicidio, muchos no sabemos cómo comportarnos o qué decir y optamos por alejarnos de la familia del fallecido. O tratamos de cambiar de tema cada vez que sale en una conversación porque tenemos la equivocadísima idea de que así estamos ayudando a los supervivientes. Así hasta que el nombre del fallecido deja pronunciarse. En realidad, de este modo solo se está dificultando más el proceso de recuperación porque el no poder hablar de lo sucedido aumenta la sensación de aislamiento e incomprensión.

El dolor necesita expresarse en palabras, así que, si quieres ayudar a alguien que haya perdido a alguien a causa de un suicidio, escúchale. Permítele expresarse como necesite y no tengas miedo a pronunciar el nombre del fallecido. Es posible que la persona llore, pero piensa que es mucho más doloroso que nadie hable de ello. Además, las lágrimas son sanadoras.

Y si eres tú quien ha perdido a alguien no te encierres en ti mismo y comparte tus pensamientos con quien sepa escucharte y con quien puedas expresar tus sentimientos con libertad.

Contacta con algún grupo de ayuda mutua

Cuando se ha producido una muerte por suicidio no es fácil para los supervivientes encontrar a alguien con quien poder hablar y compartir su dolor. Si, en general, los grupos de ayuda mutua suelen ser de gran apoyo, en estas circunstancias tienen un especial valor terapéutico.

En estos encuentros, además de tener la oportunidad de expresar tu dolor en un ambiente de respeto y comprensión, te resultará muy beneficioso el poder compartirlo con otros que han pasado por algo similar. Por otra parte, el hecho de que, cuando te sientes sumido en la más profunda desesperación, puedas ver cómo algunas de esas personas han logrado mitigar esa angustia, aunque aún persista la tristeza, te será de gran ayuda y te proporcionará algo de esperanza.

Prepárate para las recaídas

Si llevas un tiempo tranquilo y, de pronto, las emociones regresan como un tsunami, puede ser que, simplemente, estés experimentando un vestigio de dolor, pequeños ‘retazos’ que aún quedan. Al fin y al cabo, despedirte y aceptar lo ocurrido no significa que borres de tu vida los recuerdos de tu relación con ese ser querido.

Es normal sentir de vez en cuando punzadas de dolor y tristeza, especialmente en fechas significativas. Lo que ya no lo es tanto, es seguir ocupándonos en exceso del recuerdo de la persona y su suicidio y que esto interfiera en nuestra propia vida transcurrido un lapso ‘razonable’ de tiempo. Este lapso prudente, y siempre teniendo en cuenta que cada caso es diferente, suele ser de uno a dos años, con avances a lo largo del camino… Y también con recaídas.

Cómo explicárselo a los niños

Si ya es difícil para un adulto aceptar que un ser querido se haya quitado la vida, mucho más para un niño. Es lógico que sintamos la tentación de protegerle no diciéndole nada o edulcorando la realidad. Sin embargo, lo más seguro es que acabe enterándose de una forma u otra, así que siempre será mejor que seamos nosotros quien se lo digamos. El niño que pasa por una situación de este tipo necesita saber para integrar la experiencia en su vida y así poder superarla. Mentir no solo no suele dar buenos resultados, sino que nos ganaremos su desconfianza.

En el artículo Cómo ayudar a un niño a afrontar la muerte de un ser querido os doy varias pautas, pero cuando es un suicidio hay particularidades a tener en cuenta. Por ejemplo, el modo de contárselo. Lo mejor es utilizar un lenguaje sencillo y, sobre todo, adaptado a su edad y nivel madurativo. Si el familiar fallecido padecía depresión, se le puede decir algo así como «A mamá le le dio una especie de ataque al corazón, pero en el cerebro (o un paro cardíaco en el cerebro)» o que tenía una «enfermedad especial del pensamiento y de los sentimientos».

También pueden aprovecharse situaciones de la vida cotidiana para ayudar al niño a entender las diferencias entre la muerte natural y el suicidio. La muerte natural ocurre cuando partes de nuestro cuerpo se enferman, no funcionan y no podemos conseguir que mejoren; esto puede ocurrir a cualquier edad, pero sucede con más frecuencia en la vejez. Es algo normal y nos pasará a todos, es parte de la vida. El suicidio ocurre cuando una persona enferma de los sentimientos se quita la vida.

En el caso de los más pequeños se puede buscar alguna metáfora para explicar el suicidio. Alma Serra ha encontrado una que me parece muy acertada y la ha reflejado en un cuento: Delfín. Una Historia de Principio a FIN. En su blog, esta psicóloga especialista en duelo explica cómo hay personas que pueden llegar a tener el «Síndrome del delfín»:

«Se sienten atrapadas, como cuando los delfines entran en un acuario y no pueden salir. Dan vueltas y más vueltas. Hay veces que ven el mar lejos pero no pueden llegar a él. Otras veces solo lo pueden oler. Recuerdan cuando eran felices con sus amigos, familiares… y un día, casi sin darse cuenta, se sienten atrapados sin saber qué hacer para salir.

La gente los ve alegres en sus peceras gigantes mientras se mueven y saltan para buscar la salida, pero ellos están tristones, confusos, no saben con quién tienen que hablar o a quién pedir ayuda y, poco a poco, a veces sin que nadie se dé cuenta, se van haciendo daño para no seguir viviendo esa pesadilla. Los delfines son uno de los pocos animales que deciden si quieren morir antes de ser muy viejecitos y así, dejar de pensar en lo felices que eran cuando estaban en el mar. Así, cuando hay personas que se sienten igual, se dice que tienen el ‘Síndrome del delfín’, porque no saben cómo expresar lo que sienten y hay veces que se pueden llegar a hacer daño o morir por cumplir el mismo sueño que el delfín, ver su propio mar».

Recupera tu vida

Tras el suicidio de un ser querido nada vuelve a ser igual, pero es posible seguir adelante.

Está claro que tras un evento traumático de este calibre nada volverá a ser igual, pero eso no significa que no puedas superarlo. Aunque al principio te parezca imposible, saldrás adelante. Algunas personas que han pasado por este proceso comentan que uno nunca olvida algo así, pero sí se puede aprender a vivir con ello. Aprender a convivir con el dolor es necesario. No puedes esperar a que el dolor desaparezca para volver a vivir porque se enquistará y cronificará.

En este camino a la ‘normalización’ te tocará trabajar la paciencia contigo mismo y también con aquellos que tal vez no entiendan lo que ha ocurrido. Eso sí, no dejes que nadie te diga qué o cómo debes sentirte.

Centrarte en el presente también te ayudará. Aprende a enfocarte en el ‘aquí y ahora’ y retoma lo antes posible las rutinas y las tareas del día a día. Planifica actividades agradables, aunque las vivas con menos intensidad. Es importante retomarlas y facilitar momentos para desconectar y estar tranquilo.

Y si ves que el duelo se alarga demasiado o las emociones se desbordan y te impiden seguir con tu día a día, no dudes en pedir ayuda profesional.

(Si lo deseas, puedes ponerte en contacto conmigo y te acompañaré en tu proceso)

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A continuación, os facilito algunas webs en las que podéis encontrar información y recursos:

Os invito también a leer, en este mismo blog, el artículo Prevenir el suicidio es posible y todos podemos ayudar

Cuando hay una muerte por suicidio, los supervivientes pasan por el enfado, la culpa, la vergüenza y el miedo.

Muerte por suicidio (I): Un duelo con mucho enfado, culpa, vergüenza y miedo

Muerte por suicidio (I): Un duelo con mucho enfado, culpa, vergüenza y miedo 1920 1280 BELÉN PICADO

¿Cómo no nos hemos dado cuenta? ¿Cómo ha sido capaz de hacernos esto? ¿Por qué lo ha hecho? ¿En qué nos hemos equivocado? Estas y mil preguntas más nos hacemos al enteramos de que alguien querido ha decidido quitarse la vida. Al principio, no nos lo creemos porque eso ‘siempre’ les ocurre a otros, no a nosotros. Pero, por desgracia, es mucho más habitual de lo que pensamos. Cada día hay una media de 10 suicidios en nuestro país. Uno cada dos horas y media. Y, según el Instituto Nacional de Estadística, es ya la principal causa de muerte no natural. Padres, hijos, hermanos, amigos… se convierten en supervivientes de un trauma que conlleva una gran carga de culpa, miedo, incomprensión y vergüenza. El duelo en la muerte por suicidio es, sin duda, uno de los más difíciles de atravesar.

Intentaremos buscar una justificación racional, interpretar cualquier conversación o detalle, encontrar una respuesta… Reconstruiremos obsesivamente lo ocurrido los días o las semanas previas en busca de una pista que nos ayude a entender. Pero lo cierto es que es muy difícil llegar a una conclusión convincente y acertada sobre los motivos que han llevado a alguien a terminar con su vida.

Un tema tabú rodeado de mitos

Aunque, por suerte, las actitudes hacia el suicidio están cambiando, aún existe mucho desconocimiento e incomprensión hacia este tema. Todavía es un tema tabú del que cuesta hablar, no solo a los supervivientes, que ocultan el motivo de la muerte de su ser querido por miedo al estigma y al juicio de su entorno. También a las personas que conforman este entorno y a menudo no saben cómo actuar ni qué decir en esta situación. Y, al final, este silencio acaba dificultando enormemente el proceso de duelo.

Además, el tabú se ve reforzado por mitos que es necesario desterrar. Por ejemplo, dar por hecho que todos los que acaban con su vida sufren una enfermedad mental. Es cierto que hay suicidios que son la manifestación extrema de un trastorno mental (depresión, trastorno bipolar, etc.), pero no es así en todos los casos. También hay personas que toman esta decisión después de estar sufriendo durante mucho tiempo un profundo dolor emocional o por una acumulación de situaciones que no saben cómo gestionar. O, incluso, es posible que las cosas se les vayan de las manos sin siquiera saberlo. A veces el vacío, la soledad y la desesperanza es tal, que se sienten atrapados y acaban eligiendo la muerte como vía de escape.

Otro mito en la muerte por suicidio es pensar que se trata de un acto de cobardía… o de valentía. La persona que pone fin a su vida por propia voluntad no es ni cobarde ni valiente. Es alguien que ya no tiene esperanza, que sufre enormemente y que ha encontrado en el suicidio la única forma para dejar de sufrir. Asimismo, hay quienes prefieren llegar a este extremo antes que sufrir las penalidades y el deterioro de una enfermedad mortal. Tratan así de evitar el dolor propio y el de sus familias por verlos morir lentamente. En el caso de personas ancianas, para algunas es preferible la muerte al deterioro físico, al aislamiento y la soledad que supone haber vivido más años que la familia y los amigos.

En general, la muerte por suicidio no se debe a una sola causa, sino a un cúmulo de factores. Lo que sí puede haber es un último desencadenante y a menudo este ‘disparador’ es lo que lleva a muchos supervivientes a pensar que esa ha sido la única causa y que podrían haberlo evitado. En cualquier caso, es el resultado de una decisión personal.

El suicidio sigue siendo un tema tabú rodeado de mitos.

Del enfado a la vergüenza, pasando por la culpa y el miedo

La muerte por suicidio es súbita, violenta y tan inesperada que nos provoca un intenso torbellino emocional, en el que se mezclan muchas emociones contradictorias. Confusión por no comprender qué llevó a la persona a tomar tan drástica decisión. Enfado porque «nos ha dejado pese a lo importante que era para nosotros» y nos sentimos abandonados. Culpa por no habernos percatado de cómo se sentía. Vergüenza por la posible imagen que tendrá de nosotros el entorno… Transitar el proceso de duelo en estos casos es como caminar en un túnel oscuro sin saber si volveremos a ver la luz. Pero es necesario atravesarlo para evitar que derive en un duelo patológico.

1. Enfado, traición y abandono: ¿Por qué me ha hecho esto?

Tras el shock y la incredulidad, es frecuente que nos invada una ira intensa. Un enfado que puede ir dirigido hacia uno mismo, por no haber sabido o no haber podido evitar el suicidio; hacia los profesionales, por no haber sido capaces de impedir que el familiar hiciese realidad su decisión; y también hacia el suicida, por haberse dado por vencido y haber rechazado la ayuda que se le prestó o que se le hubiera podido prestar.

«¿Cómo pudo hacerme esto?», «Si se hubiera parado a pensar en mí, no se habría quitado al vida», «No le importó el dolor que iba a causarnos», «Fue una egoísta»… Son algunos de los pensamientos que pasan por la mente de los supervivientes generando un intenso enfado y, a la vez, una baja autoestima. Porque perder a alguien por suicidio también puede hacer que el superviviente, de algún modo, se sienta rechazado («No confió en mí ni en mi capacidad para ayudarle», «No me quería lo suficiente»).

A esta rabia se une además un profundo sentimiento de traición y abandono, especialmente cuando se trata de alguien con pareja e hijos. Es posible que estos no puedan entender cómo su padre o su madre fue capaz de abandonarlos, de quitarse la vida sin pensar en ellos. Y para el/la cónyuge es una traición, pues siente que su pareja pensó más en sí misma y no le importó dejarle sola o solo al cargo de una familia.

2. Culpa: ¿Por qué no lo evité?

Es inevitable preguntarnos una y otra vez «¿Y si me hubiera dado cuenta antes?»«¿Y si no hubiéramos discutido?«,  «¿Y si me hubiera quedado ese día de casa?«… Un número interminable de «Y si…» para los que no hay respuesta.

La culpa aparece en la mayoría de los procesos de duelo, pero en el caso de la muerte por suicidio esta emoción suele ser especialmente intensa y desgarradora. Y también uno de los factores que más pueden entorpecer el proceso.

Bajo esta vivencia de culpa muchas veces se esconde una falsa percepción de control sobre la muerte (si hubiéramos actuado de otro modo el desenlace habría sido distinto) y cierta ilusión de omnipotencia, de dar por hecho que habríamos podido solucionar todos los problemas de nuestro ser querido.

La culpabilidad pesa como una enorme losa sobre los allegados. Es un sentimiento íntimamente ligado a la sensación de fracaso por no haber sido capaces de evitar la muerte. Por no haber podido detectar las señales que anunciaban lo que ocurriría… Otras veces, esta culpa está motivada por no haber actuado a tiempo, pese a saber cómo se sentía o a conocer sus intenciones.  Pero, aun en el caso de que la persona hubiese dado señales o hubiese verbalizado sus deseos de morir, no es tan sencillo evitar una muerte buscada. A veces, necesitamos «no creer» lo que nos están diciendo. Es como si, negando una realidad demasiado dolorosa, pudiéramos protegernos de ella. Porque es una realidad que no sabemos manejar. Porque nosotros también somos frágiles e imperfectos y no siempre sabemos qué hacer ni cómo reaccionar ante el dolor, el sufrimiento y la desesperanza de otro.

Este sentimiento puede ser especialmente difícil de manejar cuando la muerte se ha producido en el contexto de un conflicto entre el fallecido y el superviviente.

Puede que percibamos la culpa como algo tan real e insoportable que incluso sintamos la necesidad de castigarnos nosotros mismos a través de conductas autodestructivas que pueden ir desde el consumo de alcohol o drogas hasta las autolesiones o, incluso, la ideación suicida (recreando la idea de que merecemos la muerte por lo que no hicimos, a la vez que acariciamos la fantasía del reencuentro con el fallecido).

La culpa también puede manifestarse proyectándola en otros y culpándoles de la muerte. Esta conducta a menudo obedece a un intento de tener el control y de hallar significado a una situación difícil de entender.

En cualquier caso, como mencionan Elizabeth Kübler-Ross y David Kessler en su libro Sobre duelo y dolor: «Antes de poder superar el dolor primero debes superar la culpa. Debes llegar al punto en el que entiendas completamente que no eres responsable del suicidio de nadie. Entonces, de forma gradual podrás perdonarte a ti mismo y a tu ser querido. Deberás encontrar un lugar dentro de ti para estar triste y apenado y para construir una nueva relación con tu ser querido sin insistir en cómo murió ni definir su vida según su muerte».

(Si quieres saber más sobre el peso de la culpa en este tipo de situaciones, te invito a leer en este mismo blog: El sentimiento de culpa puede dificultar el proceso de duelo)

La culpa es uno de las emociones que se vive en un duelo por suicidio.

Vergüenza: ¿Qué pensarán de mí los vecinos, amigos y familiares?

Muchas familias viven la muerte por suicidio como un verdadero estigma que les llena de vergüenza y que no es fácil sobrellevar. Sienten la necesidad de ocultar una realidad terriblemente dolorosa y enmascaran el verdadero motivo de la muerte de su ser querido, contribuyendo así al estigma del que quieren huir. Se trata de una forma de protegerse y, al mismo tiempo, un intento de cubrir con un manto de silencio algo más doloroso de lo que uno está dispuesto o preparado para soportar.

Esta presión emocional añadida no solo afecta a la relación de la familia con el entorno. También afecta a las relaciones interpersonales dentro de la propia unidad familiar. Se crea así una ‘historia paralela’ respecto a lo que realmente ocurrió. Y, si alguien se atreve a llamar a esa muerte por su nombre, provocará el enfado y el rechazo de los demás, que necesitan verla como un fallecimiento accidental o natural. Una de las consecuencias  es que al negar la realidad (no se ha suicidado) tampoco se siente la necesidad de pedir ayuda.

La vergüenza también puede estar provocada por el entorno exterior. En muchas ocasiones no se permite a la familia hablar de su pérdida, aunque lo desee. Y los supervivientes acaban sintiéndose juzgados, a veces incluso por otros parientes. Muchos de quienes no han vivido algo así de cerca no saben qué decir ni cómo tratar a los allegados.

Juan Carlos Pérez Jiménez, autor del libro La mirada del suicida. El enigma y el estigma, habla en una entrevista sobre cómo vivió este sentimiento de vergüenza tras el suicidio de su padre:

«Vivimos una experiencia imposible de digerir en la que se mezclaban sentimientos como el profundo dolor, la rabia, el reproche o la incomprensión.  Pero de todos estos sentimientos había uno contra el que me rebelaba, la vergüenza. Advertía el estigma social y el silencio que se genera en torno a una muerte por suicidio y sobrevolaban los tópicos sobre su naturaleza hereditaria y su carácter de maldición de sangre, que hacen más difícil aún el duelo de una pérdida de este tipo. (…) No existe un discurso que ayude en el proceso de duelo y lo más frecuente es que se silencie, si se puede, la causa de la muerte. Incluso entre las propias familias se produce muchas veces un bloqueo en la comunicación que impide abordar la cuestión, con lo cual resulta más difícil todavía cerrar las heridas».

Miedo: ¿Mi familia está maldita?

El miedo es una respuesta totalmente normal después de una muerte por suicidio. Está presente en la mayoría de los familiares y tiene que ver con la sensación de vulnerabilidad. Con el hecho de sentirse en riesgo de repetir la conducta o de sufrir un trastorno mental que empuje a ella. Este sentimiento se refuerza más cuando cada uno entra en contacto con sus propios pensamientos e impulsos autodestructivos. En el caso de los hijos es posible que tengan la percepción de estar predestinados o ‘condenados’ a repetir la conducta del suicida.

Cuando suceden varios suicidios en una misma familia puede haber mucha ansiedad relacionada con el miedo a que el suicidio sea hereditario. Los estudios demuestran que, aunque tiene cierto componente genético, este es solo es uno de muchos factores que pueden aumentar el riesgo personal. Ni siquiera cuando este riesgo es mayor es posible predecir quién va a materializar, o no, sus ideas suicidas. También puede heredarse una predisposición a padecer un trastorno mental, por ejemplo, la depresión. Pero dependerá de múltiples factores ambientales que dicha enfermedad llegue a desarrollarse y, aunque fuera así, no tendría necesariamente que culminar en suicidio.

(Si necesitas pautas para transitar este proceso, te invito a leer, en este mismo blog, Muerte por suicidio (II): Cómo afrontar el duelo por suicidio y seguir adelante)

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