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abril 2021

A las personas con misofonía les resulta intolerable el ruido que hacen otras personas al masticar, toser o respirar.

¿Te desquicia el ruido de la gente comiendo? Quizás tengas misofonía

¿Te desquicia el ruido de la gente comiendo? Quizás tengas misofonía 1920 1301 BELÉN PICADO

Hay personas a quienes el ruido que produce alguien al masticar, toser o respirar les resulta intolerable. Hasta el punto de provocarles reacciones extremas de irritabilidad, ansiedad y hasta agresividad. Lo que les ocurre tiene un nombre: misofonía. Es una alteración neuropsicológica que se caracteriza por reacciones irracionales y desproporcionadas, emocionales y físicas, ante ciertos sonidos cotidianos repetitivos o que siguen un patrón. Incluso cuando son de baja intensidad. Este desorden también se conoce como Síndrome de Sensibilidad Selectiva al Sonido (SSS) y puede perjudicar la calidad de vida y la estabilidad emocional de quien lo sufre.

Para que os hagáis una idea de lo que se siente, imaginad el sonido de unas uñas arañando una pizarra. Y ahora, pensad en qué sentiríais si lo escuchaseis constantemente. Pues eso es lo que viven las personas con misofonía con ciertos sonidos tan habituales como masticar o toser.

La verdad es que escuchar masticar a otro no es agradable y es normal que nos moleste en mayor o menor medida. La diferencia con una persona que sufre misofonía está en la intensidad de ese malestar. Un afectado por esta alteración puede llegar, incluso, a modificar sus hábitos para no tener que escuchar ciertos sonidos. Unas veces puede camuflarlos con música a través de auriculares, otras ponerse tapones en los oídos o, directamente, tratar de evitarlos. En ocasiones, el nivel de perturbación es tal que el afectado termina huyendo también de las relaciones sociales y aislándose.

La misofonía afecta seriamente la calidad de vida y la estabilidad emocional de quien las sufre.

Características de la misofonía

  • En cuanto a la prevalencia, afecta a más gente de la que se cree. Un estudio de 2014 sugería que podría afectar a un 20 por ciento de la población.
  • Habitualmente el malestar se produce ante sonidos producidos por otros seres humanos. Pero, a veces las personas con misofonía también pueden pasarlo mal con el tic tac de un reloj o con un grifo goteando.
  • La emoción ante el sonido va acompañada de sensaciones físicas. Puede haber aumento de la tensión muscular y del ritmo cardíaco, mayor sudoración y sensación de angustia. Cuando el sonido disparador cesa, la agitación emocional suele permanecer. Algunas personas refieren que siguen escuchando el sonido y reviviendo la experiencia en su mente.
  • Pese a que puede aparecer a cualquier edad, suele hacerlo al final de la infancia o en la adolescencia.
  • El sonido que desencadena la reacción de malestar no tiene por qué tener una intensidad elevada. De hecho, a menudo quienes no sufren la alteración ni siquiera lo perciben.
  • La misofonía puede aparecer de forma independiente. O también como un síntoma de otros trastornos:. trastorno obsesivo-compulsivo, síndrome de Tourette, cuadros ansioso-depresivos, etc. También es común en personas con acúfenos.
  • Si bien algunas personas con misofonía tienen también algún problema auditivo, una condición no implica la otra.
  • En ciertos casos, únicamente se experimenta malestar cuando el sonido que lo provoca procede de alguien en particular.
  • Quienes la padecen suelen ser conscientes de que sus reacciones son desproporcionadas, pero no pueden hacer nada y esto aumenta su desasosiego.
  • En la mayoría de los casos, no se trata tanto del malestar que producen los propios sonidos, como del contexto en el que tienen lugar. Un mismo ruido, como carraspear, puede molestar más o menos dependiendo de quién lo haga o según las circunstancias. De hecho, a menudo, el malestar tiende a incrementarse cuando se trata de personas con quienes se tienen mayores lazos emocionales.

¿Por qué se produce?

Todavía se desconoce qué causa exactamente la misofonía. Pero sí hay consenso en que se trata de un trastorno neurológico. Y también en que los estímulos auditivos son malinterpretados por el sistema nervioso central.

Igualmente, en algunos casos la reacción se desencadenó inicialmente ante un sonido específico; y luego, con el paso del tiempo, también se hicieron molestos otros estímulos auditivos que antes eran ‘neutros’. Lo mismo ocurre con las personas. Al principio solo me molesta que una persona determinada haga un ruido concreto y acaba por sacarme de quicio que lo haga cualquier otra.

Las imágenes también pueden llegar a ser disparadores. La misofonía comienza con un detonante auditivo y, a continuación, las imágenes inmediatamente anteriores al sonido se convierten en un disparador visual. Si el desencadenante es la masticación, ver a alguien que se lleva la comida a la boca puede ser un desencadenante. Esto mismo puede ocurrir con estímulos olfativos (ciertos olores) o táctiles (tocar un teclado). A veces, el mero hecho de presentir que se va a producir un sonido es suficiente para que aparezca el malestar.

En otras situaciones, se establece una asociación entre el estímulo auditivo y una experiencia traumática. Por ejemplo, sufro una agresión y el agresor está masticando chicle mientras me ataca. En ese momento, es muy posible que ni siquiera sea consciente de ello. Pero ese estímulo auditivo quedará asociado al suceso y, con el tiempo, escuchar a alguien mascando chicle reactivará el recuerdo. Y lo hará a través de respuestas automáticas emocionales (miedo, ira) y somáticas (taquicardias).

Hay investigaciones que relacionan las reacciones fisiológicas al escuchar determinados sonidos con la activación del sistema nervioso simpático (SNS). Este sistema es el que nos alerta de que existe un peligro y pone en marcha el sistema de lucha/huida.

El papel del cerebro

Para saber por qué algunos sonidos generan tanta perturbación en ciertas personas, antes tenemos que comprender cómo viaja el sonido desde el oído al cerebro. Las ondas sonoras que entra en nuestro oído se transforman, en su camino por el oído medio y el interno, en señales eléctricas. Estas llegan a una parte del cerebro denominada tálamo y de aquí van a la amígdala (región del cerebro que controla las emociones).

Para llegar a la amígdala, la señal puede tomar dos rutas. Una es directa y hace que la respuesta emocional de la amígdala sea inmediata. Por ejemplo, escucho un ruido muy fuerte y el miedo hace que me aparte inmediatamente para evitar el peligro. El otro camino, más largo, pasa antes por la corteza prefrontal medial.  Aquí se interpreta la señal de acuerdo con la situación que se ha dado. Si nuestra corteza interpreta que el sonido no indica peligro, nuestra amígdala no se activará. Se cree que la misofonía podría estar relacionada con ciertos daños en la corteza prefrontal medial. Ante estímulos auditivos neutros el sonido toma la vía más corta produciendo la misma reacción que si hubiera un peligro o una amenaza.

Una investigación realizada en 2017 en la Universidad británica de Newcastle apoya también la hipótesis de que la respuesta emocional de personas con esta alteración está mediada por ciertos cambios en el cerebro. En el estudio, se expuso a 42 voluntarios, con y sin misofonía, a estímulos auditivos neutros (agua hirviendo, lluvia), sonidos molestos (un bebé llorando, una persona gritando) y sonidos de «activación» (ruidos al masticar o al respirar). Ante los sonidos de activación, las personas con misofonía experimentaron una sobrecarga en áreas del cerebro relacionadas con el control emocional. También un aumento significativo del ritmo cardiaco y de la sudoración.

El sonido que se produce al masticar una manzana puede ser un suplicio para una persona con misofonía.

Una escala para evaluar la misofonía

Una de las escalas para determinar si existe misofonía y evaluar el grado de gravedad es la Misophonia Activation Scale. Incluye 11 niveles de intensidad:

0: Percibo un ruido molesto conocido, pero no siento ninguna molestia.

1: Soy consciente de la presencia de la persona que causa el ruido, pero no siento ansiedad o esta es mínima.

2: El sonido desencadenante de la misofonía me provoca un mínimo malestar psíquico y una mínima irritación o molestia. No hay síntomas de pánico ni respuesta de lucha o huida.

3: Siento crecientes niveles de malestar psíquico, pero no genero una respuesta física. Puedo estar hipervigilante a ciertos estímulos audiovisuales.

4: Mínima respuesta física. Conductas de afrontamiento no conflictivas (pedir a la persona que deje de hacer ruido, taparse el oído discretamente o alejarse tranquilamente). No hay síntomas claros de pánico o de huida.

5: Adopto mecanismos de afrontamiento más directos. Puedo taparme los oídos abiertamente, imitar a la persona que hace el ruido o manifestar claramente mi irritación.

6: Experimento ya un malestar psíquico considerable. Comienzan a aparecer síntomas de pánico y una respuesta de lucha o huida.

7: Creciente malestar psíquico. Recurro a mecanismos de confrontación frente al sonido cada vez más fuertes y frecuentes. En este nivel puede producirse excitación sexual no deseada. Y volverse uno a imaginar el sonido detonante durante semanas, meses o años después del evento.

8: El malestar psíquico sigue siendo considerable y pueden llegar a surgir algunas ideas de violencia.

9: El pánico y/o la reacción de rabia están en pleno apogeo. Decido no recurrir a la violencia contra la persona causante del sonido. También me alejo del ruido y evito el uso de la violencia física hacia un objeto inanimado. La irritación, el pánico, la ira puede manifestarse en la conducta de víctima.

10: Puede haber violencia física contra una persona, un animal (un animal doméstico) o hacia uno mismo (autolesiones).

Diferencias con la hiperacusia, la fonofobia y los acúfenos

Aunque estos cuatro conceptos están relacionados con el sistema auditivo es importante no confundirlos:

  • La fonobia es el miedo irracional a los ruidos fuertes y repentinos. En la misofonía, además de no haber miedo, sino aversión, los sonidos que producen el malestar no tienen por qué ser fuertes. Pueden ser de cualquier intensidad. Lo que sí tienen en común es la tendencia a no soportar el ruido y a experimentar síntomas de ansiedad.
  • Hiperacusia: En este caso el problema no es, como en la misofonía, que no se puedan tolerar ciertos ruidos por resultar extremadamente desagradables. En la hiperacusia la mayoría de los sonidos, sin distinción, se perciben a un volumen mucho más alto del real. Esto pasa cuando está dañada la capacidad del sistema auditivo para manejar aumentos rápidos del volumen del sonido. Además, puede llegarse a experimentar dolor físico.
  • Tinnitus o acúfenos: En este caso no existe un estímulo externo, como sí ocurre en la misofonía. La persona percibe un sonido interno, un ruido abstracto y repetitivo, que se intensifica en ausencia de una fuente sonora.

Misofonía y COVID-19

Según un estudio realizado recientemente por investigadoras de la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB) y publicado en la revista especializada Frontiers in Psychiatry, las personas con misofonía vieron agravada su situación durante el confinamiento por la pandemia de coronavirus. Las autoras, Antonia Ferrer-Torres y Lydia Giménez-Llort, concluyeron que el confinamiento estricto del año pasado empeoró el bienestar y los síntomas psicológicos de las personas con misofonía. Especialmente en las mujeres.

Los resultados mostraron un aumento de conflictos interpersonales, dentro de la familia y de las comunidades de vecinos debido a determinados sonidos. Y aumentaron también las consultas por problemas psicológicos ante la falta de comprensión en el entorno (familiar, vecinal y laboral). Según Ferrer-Torres, «los trastornos del sueño y la hostilidad, la depresión y la somatización se agravaron en estas personas en comparación con las evaluaciones anteriores».

Convivir con la misofonía

En la actualidad no existe un tratamiento específico para la misofonía. Pero sí técnicas que pueden ayudar a convivir con ella y aumentar la tolerancia a determinados ruidos. Y, de paso, disminuir la respuesta emocional y física a los mismos.

Unos auriculares con música pueden ser de gran ayuda para las personas con misofonía.

  • Terapia de Reentrenamiento del Tinnitus (TRT). Se utiliza en el tratamiento de los acúfenos. Pero también se ha mostrado eficaz en casos de misofonía al ayudar a la persona a habituarse al sonido que le perturba.
  • Tener unos tapones o unos auriculares a mano. En casos extremos puede ser necesarios los dispositivos de protección auditiva, como tapones para los oídos o auriculares. Sin embargo, solo deberían utilizarse si no existe otra opción, pues obstaculizan la socialización.
  • Practicar la relajación. Practicar Mindfulness, yoga o aprender técnicas de relajación contribuirá a una mejor gestión de las emociones.   Además, ayudará a alcanzar un estado de calma y a combatir el estrés y la ansiedad derivados del trastorno.
  • Cambiar la perspectiva. Una de las claves para combatir la misofonía está en el modo de interpretar el ruido. Si pensamos que alguien hace ruido al respirar solo para fastidiarnos, ese sonido, inofensivo en un principio, nos molestará más.
  • Menos excitantes. Es necesario limitar el consumo de alcohol, cafeína y otras sustancias excitantes.
  • Terapia EMDR. Si los sonidos que provocan el malestar están asociados a alguna experiencia traumática, la terapia EMDR es una buena opción. Ayudará a reducir o eliminar la emoción negativa asociada a dicho sonido y a procesar de modo adaptativo ese hecho.
  • Practicar la comprensión y la empatía. Y en último lugar, pero no por ello menos importante, si alguien cercano sufre misofonía seamos comprensivos. Uno de los obstáculos que encuentran en su entorno es la falta de empatía, ya que con frecuencia se les tacha de histéricos y exagerados.
Hay numerosos mitos sobre el abuso sexual infantil que es necesario desterrar.

10 mitos sobre el abuso sexual infantil que debemos desterrar

10 mitos sobre el abuso sexual infantil que debemos desterrar 1680 1050 BELÉN PICADO

El abuso sexual infantil es un problema que nos afecta a todos y a todas, como sociedad y como individuos. Y es mucho más habitual de lo que creemos. Por eso es tan buena noticia que se haya aprobado en España la primera Ley Orgánica de Protección Integral a la Infancia y Adolescencia Frente a la Violencia.

Entre otras cosas, este tipo de violencia supone un factor importante de riesgo para el desarrollo de diversos trastornos mentales. Entre ellos, depresión, ansiedad, adicciones, dificultades a la hora de establecer relaciones o trastornos disociativos.

Además, socialmente es un tema incómodo al que no siempre se le da la visibilidad que merece. Este «mirar a otro lado» favorece que asumamos como ciertas ideas totalmente erróneas. Mitos que obstaculizan la toma de conciencia del problema y distorsionan la visión que tenemos de él. Además, a menudo interfieren tanto en la prevención, como en la detección e intervención en el abuso sexual infantil. Por eso es tan importante desmontar estas falsas creencias y conocer la realidad que se esconde detrás. A continuación, tenéis algunas de las que considero más relevantes (aunque hay muchas más).

1. El abuso sexual infantil  es muy poco frecuente

En realidad, los casos que se denuncian son solo la punta del iceberg. Según Save the Children, en España entre un 10 y un 20 por ciento de la población ha sufrido abusos sexuales durante su infancia. De estas personas, solo denuncia un 15 por ciento. El calvario judicial al que hasta ahora han tenido que enfrentarse la mayoría de las víctimas es uno de los motivos por los que muchas veces se opta por no denunciar.

Es necesario acabar con esta falsa creencia porque, al ver el abuso sexual infantil como algo raro y puntual, estamos restando importancia a un hecho sumamente grave que afecta a toda la sociedad. Para que nos hagamos una idea, si un 20 por ciento de niños y niñas sufren este tipo de violencia, eso es 1 de cada 5. Así que es probable que todos estemos muy cerca de alguna víctima. Tengamos esto muy claro y no cerremos los ojos ante una realidad tan dolorosa como verdadera.

El abuso sexual infantil es mucho más habitual de lo que creemos.

2. Si el abuso fuera verdad habría denunciado en su momento y no 20 años después

La culpa, la vergüenza, el miedo al perpetrador y el temor a no ser creída, puede llevar a la víctima a callar durante muchos años. A menudo, cuando la persona se decide a denunciar, el delito ya ha prescrito.

Precisamente por este motivo la nueva ley aumenta el plazo de prescripción de los delitos graves contra niños y adolescentes, entre ellos los abusos sexuales. Ahora ese plazo empezará a contar cuando la víctima cumpla 35 años y no 18, como actualmente, y terminará 10 ó 20 años después, según la gravedad del caso.

3. Los niños tienen mucha imaginación y muchos inventan que han abusado de ellos

Los niños no mienten sobre lo que desconocen. De hecho, el número de falsas acusaciones es mínimo. Cuando un niño describe en forma detallada y vívida cualquier tipo de actividad sexual con un adulto, no es cosa de su imaginación. Para empezar a proteger a los niños y adolescentes es fundamental creerles y no dar por sentado que lo que cuentan es mentira o resultado de una fantasía.

Si el niño percibe que no le creemos, lógicamente optará por callarse. Unas veces durante meses y muchas otras durante años en los que el dolor, la desesperación y la desesperanza irán creciendo en su interior.

Es posible que según su edad o su nivel de desarrollo tenga dificultades para explicar qué pasó e, incluso, que cambie la historia o llegue a retractarse de su relato por diferentes causas. Pero eso no significa que no diga la verdad. Por un lado, cambiar la historia es normal e, incluso, puede ser indicador de veracidad, pues el abuso altera la percepción, la atención y la memoria. Por otro, negar los hechos puede deberse al temor que le inspira el agresor, a la incertidumbre ante la reacción de sus familiares o a que esté tratando de proteger al abusador.

Y no hay que olvidar que se trata de algo tan duro y devastador que a menudo para los adultos es más fácil creer que la víctima miente o que se ha ‘confundido’ que aceptar la realidad.

Asimismo, no debemos dejarnos engañar y dudar de la veracidad de los hechos si el menor muestra sentimientos positivos y un vínculo afectivo hacía el perpetrador. A veces se obvia el hecho de que, con frecuencia, el adulto es una persona importante en la vida del niño, convive con él y satisface sus necesidades básicas, estableciéndose un vínculo de dependencia material y emocional.

4. El abuso sexual es provocado por la víctima

Detrás de esta creencia está el intento por parte del pederasta de justificar su propio comportamiento abusivo culpabilizando a la víctima y, de paso, reducir la gravedad de su conducta. No es raro escuchar este tipo de argumentos sobre todo cuando se trata de una chica adolescente y se alude a su indumentaria o a su actitud. Pero desde ningún punto de vista la manera de vestirse de un/a niño/a o un/a adolescente ni sus manifestaciones de cariño pueden confundirse con conductas seductoras con fines sexuales.

En ocasiones, los agresores llegan a afirmar, incluso, que el menor dio su consentimiento ‘olvidando’ que la capacidad y madurez del adulto lo coloca en una situación de evidente ventaja sobre la víctima, por lo que la responsabilidad es exclusiva de dicho adulto.

Este mito está unido a la creencia popular y machista de que los hombres «no son de piedra» y les resulta difícil controlar sus impulsos. Una afirmación que solo es un intento más de depositar la responsabilidad en otros, en este caso en la victima que «lo provocó».

5. Si el niño es muy pequeño no tendrá conciencia del abuso, así que mejor olvidarse del tema

Es frecuente que los adultos crean que si el menor abusado es muy pequeño no tendrá conciencia de lo ocurrido y, por lo tanto, no se acordará ni tendrá secuelas en el futuro. Piensan que el verdadero daño lo provocará el hecho de que el abuso salga a la luz, así que lo mejor es no hablar del tema y tratar de olvidarlo.

Pero nada más lejos de la realidad. Es posible que algunas víctimas no manifiesten problemas muy acusados de conducta o de salud a corto plazo. Pero el trauma permanecerá dentro de ellas, a menudo disociado. Y antes o después habrá un detonante que lo dispare al exterior sin que la víctima entienda qué está ocurriendo.

Esta conducta de mirar hacia otro lado también es habitual cuando el niño es un poco mayor. No se saca el tema o se impide que cuente lo que le pasa, creyendo que así lo olvidará antes. El menor, entonces, sentirá que quizás haya exagerado en su reacción, que no sabe afrontar las situaciones y que lo único que ha conseguido es preocupar y angustiar a los adultos que le apoyan.

Cuando hay un caso de abuso sexual infantil no debemos mirar hacia otro lado.

6. Es beneficioso hablar del abuso cuanto antes

En el extremo opuesto de la creencia anterior, hay quienes están convencidos de que cuanto antes hable el niño de lo ocurrido, antes lo superará. Sin embargo, lo cierto es que, si no se dan las condiciones adecuadas, por ejemplo acudir a terapia, existen muchas probabilidades de que al relatar el abuso se produzca una retraumatización.

En caso de que se denuncie y se inicie un proceso judicial hay que ser especialmente cuidadosos. Presionar al menor para que cuente el abuso una y otra vez puede llevarle a sentirse incomprendido, no escuchado y a revivir el trauma. Para evitar esta victimización secundaria, la nueva normativa establece que los menores de 14 años solo deberán declarar una vez y su testimonio se grabará durante la fase de instrucción, es decir, antes del juicio (solo testificarán en el juicio con carácter extraordinario).

Hablar es bueno cuando la víctima se siente preparada para hacerlo y no percibe que le están induciendo a hablar contra su voluntad.

7. El abusador suele ser un desconocido

Las estadísticas demuestran que el mayor número de abusos sexuales se comete dentro de la familia. En este entorno, el agresor tiene mayor acceso al niño, puede aprovecharse mejor del nexo de confianza y cuenta con más oportunidades de iniciar y continuar con el abuso.

Según el estudio La respuesta judicial a la violencia sexual que sufren los niños y las niñas, el 98 por ciento de los agresores son hombres. De estos, el 25, 27 son extraños, el 25,80 son conocidos o forman parte del entorno de la víctima y el 48,94 por ciento pertenecen al ámbito familiar.

Esta falsa creencia está relacionada con otra igualmente equivocada: considerar que cuando el abuso se da dentro de la familia es un asunto privado y no debemos meternos (o pensar que denunciando empeoraremos la situación). TODOS y TODAS tenemos el deber y la obligación de salvaguardar la integridad y los derechos de niñas, niños y adolescentes.

Respecto a esto, la nueva Ley de la Infancia establece la obligatoriedad de todos los ciudadanos de denunciar los casos de abuso sexual infantil. Cualquier persona que advierta indicios de violencia estará obligada a ponerlo en conocimiento de las autoridades y, si puede haber delito, denunciarlo ante a la policía. También podrán denunciar los propios menores sin necesidad de estar acompañados de un adulto.

8. El abuso sexual infantil es fácil de detectar porque las víctimas siempre presentan señales físicas

El abuso sexual no siempre implica contacto físico. Y si lo hay, puede consistir únicamente en tocamientos que no dejan lesiones o evidencia físicas.

En primer lugar, considerar que un caso de abuso se detecta rápidamente es un error. Hay circunstancias que dificultan su identificación. Entre ellas, amenazas del abusador, miedo del niño o niña a que lo castiguen o creencia de la víctima de que no le van a creer o lo van a culpar. Y, quizás, la dificultad más importante estribe en que muchos adultos no están preparados para hacer frente a una realidad como esta. Es más fácil pensar que no está sucediendo realmente, que eso que se ve no es lo que parece, que lo que se sospecha debe ser un error o que, simplemente, uno exagera al sospechar.

Y la creencia de que las víctimas siempre presentan señales físicas es igualmente errónea. El pederasta no siempre utiliza la fuerza física para someter a su víctima. Es más, en la gran mayoría de los casos lo habitual es que recurra a la persuasión y manipulación, mediante juegos, engaños y/o amenazas para involucrar al menor y asegurarse su silencio. Generalmente, los niños no cuestionan lo que hacen los adultos y mucho menos si son sus familiares.

En cualquier caso, no hay que olvidar que la víctima se encuentra bajo una relación de sometimiento, ya sea por temor, afecto o admiración hacia el adulto abusador.

Es un error pensar que las víctimas de abuso sexual infantil siempre presentan señales físicas.

9. Los abusadores sexuales son personas que sufren algún trastorno mental

No hay un estereotipo claro sobre el abusador sexual de menores. Esto significa que puede ser cualquiera. Es más, muchas veces se trata de personas plenamente integradas en la sociedad, comprometidas con su trabajo e incluso que gozan de buena reputación en su entorno.

Suponer que detrás de cada agresor sexual existe alguna psicopatología que explique su conducta abusiva es un error. La mayoría no solo actúan con plena conciencia de lo que hacen, sino que tienen grandes dotes de manipulación.

Quizás por el hecho de que en su entorno social muestran una apariencia intachable, resulta más sencillo y tentador pensar que solo abusan sexualmente de los niños los alcohólicos, los drogadictos, los delincuentes o sujetos con diferentes trastornos mentales.

10. A los niños es mejor no darles información sobre un tema tan delicado, así no les asustamos

Cualquier información va a actuar como prevención del abuso sexual infantil, obviamente adaptándola a cada etapa del desarrollo. Hay numerosos programas educativos diseñados específicamente para enseñar a los niños a poner límites. Y también cuentos que les ayudarán a prevenir y a detectar a tiempo este tipo de violencia.

Lejos de atemorizarlos, una adecuada educación los ayudará a desarrollar habilidades para protegerse. Es necesario que aprendan que su cuerpo es suyo y que hay partes de él que son privadas e íntimas y nadie puede tocar. Y, sobre todo, explicarles que es muy, muy importante pedir ayuda si eso llega a ocurrir o alguien los hace sentir incómodos.

 

Precrastinar o la urgencia por tachar tareas de la lista.

Precrastinar: Qué hay detrás de esa urgencia por «tachar tareas de la lista»

Precrastinar: Qué hay detrás de esa urgencia por «tachar tareas de la lista» 1920 728 BELÉN PICADO

Hace unos meses publiqué un artículo sobre la procrastinación y alguien me preguntó qué era lo contrario de procrastinar. «Ser un ‘cagaprisas», pensé inmediatamente acordándome de una palabra que utilizaba mi abuela y que, de niña, me hacía mucha gracia. Pero recordé que soy psicóloga y que mi respuesta no podía limitarse a soltar lo primero que me viniese a la cabeza. Así que le prometí que escribiría sobre precrastinar o esa urgencia por hacer y tachar cosas de nuestra lista de asuntos pendientes, aunque ello implique más tiempo y esfuerzo.

Procrastinación y precrastinación son los dos extremos, las dos polaridades, de un continuo. Y, como suele ocurrir con los extremos en todos los ámbitos, ambas pueden ser igual de contraproducentes si no encontramos un término medio. Ni el procrastinador es más vago, ni el precrastinador es más eficaz. En este último caso, no solo se llega a confundir lo urgente con lo importante, sino que también se pueden acabar tomando decisiones apresuradas o realizando esfuerzos que quizás no son tan necesarios y que pueden obstaculizar otras cuestiones más importantes.

Precrastinar para tener el control

Anticipar, adelantarse, precipitarse para evitar la incomodidad de tener cosas pendientes…

En un artículo publicado en The New York Times, el psicólogo estadounidense Adam Grant explicaba: «Si eres un precrastinador serio, avanzar es como una bocanada de oxígeno y aplazar es una agonía. Cuando llega una avalancha de correos electrónicos a tu bandeja de entrada y no los respondes al instante, sientes que tu vida se descontrola. Cuando tienes que dar un discurso el mes que viene, cada día que no trabajas en él te produce una sensación de vacío, como si un dementor [criatura que aparece en la saga de Harry Potter] estuviera succionando la alegría del aire que te rodea”.

Muchas personas tienen la imperiosa necesidad de realizar todo tipo de tareas de manera inmediata y antes de lo que se precisa. Así se libran de la incomodidad que supone tener asuntos pendientes. Incluso si ello implica mayor inversión de esfuerzo físico y/o mental.

Pablo es un precrastinador de manual. Contesta correos en cuanto los recibe, sin pararse a pensar demasiado en qué debe responder. Si al salir de la oficina se acuerda de que necesita manzanas, compra dos kilos y va cargado hasta su domicilio, aunque al lado de su casa tenga una frutería. Alguna vez, además, se ha quedado en números rojos por pagar algún impuesto en el momento en que ha recibido el aviso, sin detenerse a comprobar que tenía dos meses para hacerlo o que podía pagar en dos plazos.

Los precrastinadores sienten que necesitan tener el control de la situación, así que se ponen manos a la obra lo antes posible.

El experimento de los cubos

David Rosenbaum, profesor de psicología de la Universidad de California, acuñó el término «precrastinación» en 1984 para referirse a esa necesidad de empezar una tarea inmediatamente y terminarla lo antes posible, aunque ello implique un esfuerzo adicional. Rosenbaum lideró nueve estudios similares con estudiantes universitarios. Se colocaron dos cubos en distintos puntos de un pasillo y se pidió a los estudiantes que eligieran uno de ellos y lo llevaran hasta el final de dicho pasillo. Los nueve experimentos variaron en el peso del contenido de los cubos y en el lugar donde se colocaron en relación con el punto de partida de los participantes (en la mayoría de los casos, uno de los dos recipientes estaba significativamente más cerca del punto de entrega que el otro.).

Teniendo en cuenta que se les especificó que debían hacerlo de la manera más eficiente y que les facilitase la tarea, los investigadores estaban seguros de que los estudiantes escogerían el cubo más cercano a la meta para cargarlo durante una distancia más corta. Sin embargo, para su sorpresa, sucedió todo lo contrario. Prefirieron el más cercano al punto de partida, lo que implicó realizar un mayor esfuerzo físico al tener que cargarlo durante más tiempo.

Cuando se preguntó a los participantes el porqué de su decisión, la respuesta más común fue que «querían terminar el trabajo cuanto antes».

Con posterioridad, otros investigadores han hecho experimentos similares y el resultado ha sido el mismo.

¿Por qué precrastinamos?

  • El papel de la evolución. Una de las explicaciones podría tener que ver con la evolución. Si nuestros antepasados no cogían la fruta de un árbol en el momento en que la veían, lo más probable es que si regresaban luego ya no estuviese.
  • Aligerar la memoria de trabajo. Completar las tareas de modo inmediato ayuda a liberar la memoria de trabajo, un tipo de memoria a corto plazo que se encarga del almacenamiento y la manipulación temporal de la información. Ejecutar una tarea en el momento implica no tener que recordar hacerla más tarde. Tras el experimento de los cubos, Rosenbaum explicó que, mentalmente, «es demasiado oneroso llevar una lista de pendientes en la mente, por lo que nos enfrascamos en conductas que nos permiten reducir esa carga cognitiva, incluso si ello significa hacer un esfuerzo mayor».
  • Una sensación placentera. Tachar cosas de nuestra lista de asuntos pendientes es satisfactorio en sí mismo. Cada vez que completamos una tarea, se activa nuestro sistema de recompensa y nuestro cerebro tiene un subidón de dopamina. El problema está en que en la mayoría de las ocasiones, si esa lista es muy larga o estamos ante una tarea compleja vamos a dedicarnos a completar las tareas que requieran menos esfuerzo, sin pararnos a pensar si nos va quitar tiempo para lo importante o lo que es realmente necesario.
  • Evitar la ansiedad. La prisa «por hacer» y el exigirnos realizar de forma urgente algo que en realidad no lo es puede llegar a generar mucha ansiedad. Y esta ansiedad anticipatoria que nos estamos provocando nosotros mismos hace que actuemos a destiempo, anticipando esfuerzos y recursos cuando aún no son necesarios. Pero este comportamiento no solo nos conecta con la necesidad de evitar la ansiedad. A menudo también resolvemos rápidamente para no sentirnos culpables.
  • Percepción de control. Los precrastinadores sienten que necesitan tener el control de la situación, así que se ponen manos a la obra lo antes posible.
  • La cultura de la inmediatez. El mundo y la sociedad en que vivimos ensalza la inmediatez. Queremos todo «para ayer” y eso contribuye a que la tendencia a actuar impulsivamente, y muchas veces de forma atropellada, sea cada vez más acusada. A menudo nos olvidamos de valorar aquello que requiere tiempo, cuidado y reflexión.

Tachar cosas de nuestra lista de asuntos pendientes es satisfactorio en sí mismo.

Rapidez y eficacia no siempre van unidos

Aunque precrastinar tiene mucha mejor fama que la procrastinación y tiende a verse como una característica de la gente eficaz, no siempre es así.

Uno de los motivos que llevan a las personas precrastinadoras a acabar cuanto antes, sobre todo en el ámbito laboral, es sentir que así son más productivas. Sin embargo, la realidad muestra que en su afán por terminar el trabajo en el mínimo tiempo posible también corren el riesgo de poner en peligro, precisamente, su eficacia.

En muchas ocasiones, al precrastrinar conseguimos justo lo contrario de lo que buscamos. Unas veces, acabamos enredándonos en actividades para las que podríamos encontrar un mejor hueco en otro momento. Otras, tenemos tanta prisa por completar una tarea cuanto antes, que terminamos teniendo que volver atrás para corregir errores que podríamos haber evitado. Eso sin contar con que el exceso de rapidez puede llevar a entregar trabajos incompletos o de baja calidad.

Así que, al final, terminamos confundiendo productividad y eficacia con mantenernos ocupados.

Por ejemplo, tengo que estudiar para un examen y justo antes de ponerme a ello me dedico a ordenar el escritorio, contesto un correo que me acaban de enviar, me acuerdo de que tengo la ropa tendida y me pongo a recogerla… Y así voy completando otras tareas que me parecen más urgentes y que «no me van a quitar mucho tiempo». De este modo, siento que soy productiva cuando lo que estoy haciendo en realidad es postergando lo realmente importante y alejándome de mi objetivo principal.

Es cierto que algunas veces tenemos que ser rápidos en la toma de decisiones y que hay imprevistos y urgencias que exigen una respuesta inmediata. Pero ser rápido no tiene por qué estar reñido con tener capacidad de análisis. Incluso en momentos de mucha presión, es imprescindible un mínimo de reflexión y concentración.

Rapidez y eficacia no siempre van unidos.

La importancia de tomarse un respiro y priorizar

A veces resulta beneficioso permitir que nuestra mente divague antes de ponernos con determinadas tareas, sobre todo si requieren creatividad. Por lo general, las primeras ideas que nos vienen a la cabeza son las más obvias, las que ya tuvieron otros antes. Si dejamos un espacio a nuestra mente para ‘volar’ es muy posible que nos venga alguna idea novedosa o, al menos, diferente.

Hacer pausas de vez en cuando ayuda a salir de esa visión de túnel que hace que solo veamos lo que tenemos delante, lo fácil. En vez de hacer y hacer sin parar, desconecta y tómate descansos breves para tener otras perspectivas.

Establece prioridades. Crea un calendario y planifica lo que tienes que hacer diferenciando lo urgente de lo importante. Si tienes una lista de tareas larga, trata de aligerarla. Elimina las que consideres innecesarias por agradables que sean, selecciona las que puedes delegar y observa también si hay alguna cuya carga puedas atenuar.

Divide las tareas importantes en otras más pequeñas. Así disfrutarás del placer de ir tachando de tu lista, te resultará más fácil corregir posibles errores y, poco a poco, irás acercándote a tu meta.

«Que la prisa por hacer no nos impida ser» (Nietzsche)

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The surprising habits of original thinkers (Los sorprendentes hábitos de los pensadores originales). En esta charla TED, el psicólogo organizacional Adam Grant expone las características que comparten las personas más creativas. Según Grant. la clave está en encontrar el equilibrio entre procrastinar y precrastinar o, lo que es lo mismo, entre dejarlo todo para mañana y quererlo todo para ayer. Si queremos estimular nuestra creatividad tenemos que «saber ser rápidos para empezar y lentos para terminar».

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