Emociones

Cómo saber cuándo confiar en la intuición (y cuándo no)

Cómo saber cuándo podemos confiar en la intuición (y cuándo no)

Cómo saber cuándo podemos confiar en la intuición (y cuándo no) 1500 1000 BELÉN PICADO

Aún recuerdo la primera vez que me planteé la posibilidad de tener mi propia casa. Llevaba unas semanas buscando sin mucho convencimiento y un día respondí a un anuncio en un portal inmobiliario. Agendé cita con los propietarios y me presenté esa misma tarde. Nada más entrar, reconocí la sensación. No podía explicar por qué, pero sentía que había encontrado mi hogar. Da igual si se trata de comprar una casa, de aceptar o rechazar una oferta de trabajo o de confiar o desconfiar de alguien… A la hora de tomar decisiones, a menudo las corazonadas nos hablan más alto que nuestra mente racional. Pero, ¿cómo saber cuándo y hasta qué punto podemos confiar en la intuición?

Si bien no existe una definición única, cuando hablamos de intuición generalmente nos referimos a la capacidad para percibir, reconocer y comprender algo de forma clara e inmediata y sin que medie un razonamiento consciente evidente. Se alimenta de nuestras experiencias previas, de nuestros conocimientos y de la capacidad de nuestro cerebro para establecer ciertos patrones a partir de toda esa información almacenada.

Por ejemplo, cuanto más hayamos jugado al ajedrez y mejor hayamos interiorizados posiciones y jugadas, más rápido anticiparemos los movimientos de nuestro oponente y más efectivas serán nuestras intuiciones. Precisamente en relación con esto, el neurocientífico argentino Mariano Sigman y su equipo llevaron a cabo un estudio muy interesante sobre la capacidad intuitiva de los maestros de ajedrez.

Los resultados de la investigación mostraron que estos expertos tenían una capacidad excepcional para reconocer patrones y posiciones en el tablero de manera rápida y precisa. A través de años de práctica, habían desarrollado una intuición sumamente sofisticada que les permitía evaluar situaciones complejas y tomar decisiones efectivas en fracciones de segundo. Además, a través del uso de técnicas de neuroimagen mientras los participantes estaban jugando, los investigadores encontraron que su actividad cerebral durante la toma de decisiones intuitivas mostraba una mayor actividad en regiones cerebrales asociadas con el reconocimiento de patrones y la memoria de trabajo, en comparación con los jugadores menos experimentados.

Desarrollar la capacidad de confiar en la intuición es clave para los expertos en ajedrez.

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Intuición no es lo mismo que instinto

Aunque a menudo los términos ‘intuición’ e ‘instinto’ se utilizan como sinónimos, no tienen el mismo significado. El instinto es una conducta innata que tienen tanto seres humanos como animales, y que, evolutivamente, está dirigida a la supervivencia. La intuición, por su parte, es propia de nuestra especie y la vamos construyendo a partir del aprendizaje y de la acumulación de experiencias. Asimismo, el primero nos empuja a la acción y la segunda a tomar una decisión.

Podemos verlo con un ejemplo. Imagina que estás jugando al tenis y la pelota viene con mucha fuerza. El instinto hará que te apartes para evitar que impacte en tu cara. Sin embargo, si al observar el movimiento de brazo de tu oponente te colocas en un lugar determinado de la pista porque, gracias a tu experiencia y tus años de entrenamiento, anticipas por dónde va a venir la pelota, eso es intuición.

Para qué nos sirve la intuición

Entre otras funciones, ese sexto sentido que todos tenemos…

  • Ayuda a tomar decisiones rápidas y automáticas.
  • Facilita la resolución problemas.
  • Permite aprovechar mejor el potencial del cerebro.
  • Favorece la creatividad.
  • Fomenta la empatía.
  • Puede alertarnos de un peligro.
  • Ayuda a ser más eficaz en nuestras acciones.

Características

A grandes rasgos, la intuición se caracteriza por:

  • Ocurre a nivel subconsciente. Nuestro cerebro procesa constantemente grandes cantidades de información de manera automática y no consciente, utilizando experiencias pasadas, conocimientos almacenados y patrones aprendidos para formar juicios instantáneos sobre una situación dada.
  • Se basa en el reconocimiento de patrones previamente aprendidos. Desde una edad temprana, aprendemos a crear patrones con lo que percibimos en nuestro entorno. Desde algo tan simple como reconocer rostros familiares hasta situaciones más complejas como las dinámicas sociales. Todos esos patrones van almacenándose en nuestra mente y se utilizan como base para tomar decisiones rápidas y eficientes en el futuro. Cuando tenemos una corazonada, lo que realmente está sucediendo es que nuestro cerebro está reconociendo un patrón familiar en una situación dada. basándose en nuestras experiencias pasadas.
  • Las emociones juegan un papel esencial en el proceso intuitivo. Nuestra respuesta emocional a una situación influye en gran medida en nuestras impresiones intuitivas y en cómo interpretamos la información disponible. Cuando nos encontramos ante una decisión o en una situación desconocida, nuestras emociones nos proporcionarán valiosas pistas sobre la respuesta o la acción más adecuada. Por ejemplo, si experimentamos cierta inquietud en un entorno desconocido, nuestra intuición puede interpretar esta respuesta emocional como una señal de peligro potencial, lo que nos llevará a ser más prudentes.
  • Se nutre de la experiencia acumulada y el conocimiento previo. A lo largo de nuestras vidas, vamos acumulando un repertorio de experiencias que van conformando nuestras impresiones intuitivas y nos ayudan a tomar decisiones rápidas y efectivas en situaciones similares en el futuro.
  • Es un proceso muy rápido. Las decisiones intuitivas se formulan en fracciones de segundo, sin requerir un proceso de razonamiento consciente. Este proceso tan rápido es el resultado de una automatización de ciertos procesos mentales a través de la práctica y la experiencia.
La intuición es un proceso muy rápido y ocurre a nivel inconsciente.

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Intuición y marcadores somáticos: La importancia de prestar atención al cuerpo

Cuando tenemos que tomar decisiones complejas o nos enfrentamos a situaciones inciertas, nuestro cerebro no solo procesa la información racional que recibe, sino que también genera respuestas emocionales y físicas. Para referirse a estas sensaciones físicas o emocionales que experimentamos en respuesta a diferentes estímulos y que influyen en nuestras decisiones y juicios, el neurocientífico Antonio Damasio desarrolló el concepto de «marcadores somáticos». Estos marcadores, que pueden aparecer, por ejemplo, en forma de cambios en el ritmo cardíaco, sudoración, sensaciones viscerales o diferentes emociones, nos proporcionarán información sobre la situación y nos ayudarán a evaluar distintas opciones de respuesta.

Imagina que has tenido una experiencia previa negativa asociada con cierta situación o persona. Es muy posible que tu cerebro genere una respuesta emocional negativa o un marcador somático que se reactivará cuando te encuentres en una situación similar en el futuro. Esta respuesta emocional actuará entonces como una señal intuitiva que te advertirá sobre posibles peligros o te guiará hacia una decisión más cauta de una forma rápida y efectiva.

La idea detrás del concepto de marcador somático es que estas sensaciones físicas y emocionales pueden proporcionar información muy valiosa, incluso antes de ser conscientes de ello. Por lo tanto, también podemos entender la intuición como la capacidad para percibir y procesar estos marcadores somáticos, permitiéndonos tomar decisiones adaptativas en situaciones complejas o inciertas.

Enemigos de la intuición: Cuando nuestro sexto sentido se equivoca

Aunque nuestras intuiciones son de gran ayuda a la hora de tomar decisiones, no siempre es así. También pueden llevarnos por el camino equivocado y debemos tenerlo en cuenta. Estos son algunos de los factores que suponen un obstáculo para nuestro sexto sentido:

  • Prejuicios. Los prejuicios pueden llevarnos a caer en sesgos cognitivos que obstaculicen nuestra percepción de una situación, dando lugar a falsas intuiciones y a decisiones equivocadas. Por ejemplo, en una entrevista de trabajo si el entrevistador tiene interiorizados ciertos estereotipos negativos hacia personas de cierta nacionalidad, esos prejuicios pueden distorsionar su intuición y afectar negativamente su capacidad para evaluar objetivamente al candidato.
  • Fatiga mental. Estar mentalmente agotados puede disminuir nuestra capacidad para procesar e integrar información de manera efectiva, lo que nos puede afectar negativamente a la hora de tomar decisiones intuitivas.
  • Falta de experiencia. Como hemos dicho, la intuición se basa en la experiencia acumulada y en la información almacenada en la memoria subconsciente. Si carecemos de experiencia relevante en una determinada situación o ámbito, no tendremos una base sólida sobre la que basar nuestras intuiciones.
  • Sobrecarga de información: Cuando estamos expuestos a una gran cantidad de información, resulta difícil para nuestra intuición filtrar lo relevante de lo irrelevante. La sobrecarga de información puede saturar nuestros sistemas cognitivos y dificultar la toma de decisiones.
  • Estilo de apego inseguro. Un niño o una niña que crece en un entorno donde no se presta atención a sus necesidades emocionales, donde se le obliga a obedecer ciegamente a los adultos o es víctima de cualquier forma de maltrato o abuso, tenderá a ignorar o minimizar sus propias sensaciones internas en favor de lo que cree que los demás esperan de él o de ella, lo que socavará su conexión con su intuición.
La falta de experiencia o la sobrecarga de información son enemigos de la intuición.

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Entonces, ¿cuándo podemos confiar en la intuición?

Pues dependerá mucho de la situación. Si nos vemos ante algo que ya hemos vivido antes, y tenemos la experiencia de que las señales que percibimos en otras ocasiones fueron acertadas, la intuición puede sernos útil. Si, por el contrario, se trata de una situación nueva y con la que no tenemos tanta experiencia, confiar únicamente en una corazonada no será la mejor idea.

Según Daniel Kahneman, psicólogo y autor de Pensar rápido, pensar despacio, para poder confiar en nuestra intuición deben darse tres condiciones:

  • Regularidad. Kahneman sugiere que la intuición es más fiable en situaciones donde existe cierto grado de regularidad o consistencia en los resultados. Por ejemplo, en relaciones interpersonales, donde hay un patrón de comportamiento establecido y conocido, la intuición puede ser útil para predecir las respuestas y reacciones de la otra persona.
  • Experiencia y práctica: Cuanta más experiencia tenga una persona y más haya practicado en un área específica, más acertada será su intuición. Un experto en un campo determinado puede confiar en su intuición para tomar decisiones rápidas y precisas basadas en su conocimiento profundo y su experiencia acumulada a lo largo del tiempo.
  • Feedback inmediato que permita evaluar la precisión de las decisiones intuitivas. Cuando las personas reciben retroalimentación inmediata sobre si su intuición fue acertada o no, esto les permite ajustar y mejorar su capacidad para tomar decisiones intuitivas en el futuro. Este feedback también ayuda a mantener la confianza en la intuición y a evitar sesgos cognitivos o errores de juicio.

Damasio, por su parte, opina que «la calidad de la intuición de cada uno depende de lo bien que hayamos razonado con anterioridad, lo bien que hayamos clasificado los acontecimientos de nuestra experiencia pasada en relación con las emociones que los precedieron y sucedieron, así como de lo bien que hayamos reflexionado sobre los éxitos y fracasos de nuestras intuiciones anteriores».

En cualquier caso, el indudable valor de la intuición en ningún caso debe restar importancia al pensamiento analítico. De hecho, ambas modalidades de procesamiento se complementan y se enriquecen mutuamente. Así, las soluciones o ideas que nos proporciona la intuición deberían ser evaluadas y refinadas mediante un proceso de reflexión más deliberado y analítico.

(Por cierto, si os preguntáis qué ocurrió con mi búsqueda de casa, después de mi corazonada, me di una vuelta por el barrio, pregunté a algunos vecinos, hablé con algunos comerciantes, comprobé la disponibilidad de servicios en la zona e, incluso, visité algún que otro piso más. Finalmente, opté por hacer caso de mi intuición y a día de hoy sigo pensando que acerté de pleno)

“Una intuición afortunada nunca es tan solo cuestión de suerte. Siempre hay algo de talento en ello” (Jane Austen)

Referencias bibliográficas

Damasio, A. (2011). El error de Descartes: La razón, la emoción y el cerebro humano. Barcelona: Destino

García Méndez, I. (2011). Piensa, intuye y acertarás: Aprende a desarrollar tu instinto. Barcelona: Gestión 2000

Gladwell, M. (2017). Inteligencia intuitiva: ¿Por qué sabemos la verdad en dos segundos?. Madrid: Taurus.

Hogarth, R. M. (2002). Educar la intuición: El desarrollo del sexto sentido. Barcelona: Paidós.

Kahneman, D. (2011). Pensar rápido, pensar despacio. Madrid: Debate

Sigman, M., Etchemendy, P., Slezak, D. F., & Cecchi, G. A. (2010). Response time distributions in rapid chess: a large-scale decision making experiment. Frontiers in neuroscience, 4, 60

Comportamiento pasivo-agresivo: Cómo identificarlo (en ti también)

Comportamiento pasivo-agresivo: Cómo identificarlo (en ti también)

Comportamiento pasivo-agresivo: Cómo identificarlo (en ti también) 2063 1453 BELÉN PICADO

¿Alguna vez tu pareja te ha asegurado que todo estaba bien entre vosotros y que no le pasaba nada, pero sus comentarios sarcásticos te indicaban lo contrario? ¿Tu madre no te reprocha abiertamente que no la visites tanto como le gustaría, pero deja caer frases del tipo «Un día me va a pasar cualquier cosa y nadie se va a enterar»? O, quizás, eres tú quien actúa así… Estas y otras situaciones similares tienen en común un comportamiento pasivo-agresivo que, sin conllevar una violencia directa, puede hacer mucho daño. Se trata de un tipo de agresividad silenciosa, de hostilidad encubierta, que puede afectar muy negativamente a las relaciones interpersonales, ya sea en el ámbito laboral, familiar, de amistad o de pareja.

En general, quienes adoptan estas actitudes suelen tener dificultades para comunicar de forma efectiva sus sentimientos de impotencia, resentimiento o frustración y, en lugar de expresar abiertamente su malestar, recurren a estrategias pasivas e indirectas que lo único que hacen es dificultar la resolución de los problemas y la construcción de vínculos saludables.

La mayoría de nosotros hemos caído en este tipo de conductas en alguna ocasión. Por ejemplo, cuando estamos muy enfadados con un amigo, y, al mismo tiempo, no nos atrevemos a confrontarlo de forma directa por miedo a crear un conflicto que dé al traste con el vínculo que nos une. O cuando en el trabajo empezamos a ‘escaquearnos’ o a ‘olvidamos’ de realizar determinadas tareas para hacer notar nuestro descontento, pero sin arriesgarnos a hablar con nuestro jefe (por si se le ocurre despedirnos). Cuando se trata de episodios puntuales, respuestas como estas son una manera de protegernos o de salir del paso de un conflicto que nos genera temor.

Los problemas llegan cuando estas actitudes dejan de ser esporádicas para convertirse, consciente o inconscientemente, en un patrón persistente que se aplica de forma rígida y ante cualquier situación hasta el punto de no ser capaces de afrontar ningún conflicto de manera clara y directa.

Entre el deseo de agradar y el rechazo a lo que percibo como una exigencia externa

El origen del comportamiento pasivo-agresivo puede estar relacionado con distintas experiencias tempranas, como haber estado expuesto a un estilo de crianza excesivamente rígido, inconsistente o sobreprotector. En ocasiones, surge como una estrategia de afrontamiento aprendida, cuando en la infancia la expresión abierta de la ira estaba prohibida o mal vista. Si he aprendido a esconder y a negar mi enfado, me resultará difícil manejarme en los conflictos y evitaré las confrontaciones directas por miedo al rechazo o a la pérdida de aprobación.

De este modo, cuando estas personas sienten que se les está sometiendo a algún tipo de exigencia externa, se enfrentan a un dilema. Por un lado, están deseando agradar, complacer y ser elogiados por sus acciones. Pero, al mismo tiempo, perciben los requerimientos de los demás como un intento de dominarlas. Desde esta ambivalencia, desarrollarán una actitud cambiante e imprevisible en las relaciones, alternando episodios de auto afirmación e independencia hostil con otros de sumisión y de dependencia absoluta ante el temor de que se rompa el vínculo afectivo.

El comportamiento pasivo-agresivo dificulta las relaciones interpersonales

15 Pistas para identificar un comportamiento pasivo-agresivo

Al tratarse de una hostilidad indirecta y a menudo muy sutil, es normal que haya ocasiones en las que estas conductas lleguen a confundirnos y dudemos de lo que estamos percibiendo. Los personajes que voy a presentaros a continuación ejemplifican algunas de las formas en que se pueden manifestar actitudes y conductas pasivo-agresivas en situaciones cotidianas. De este modo, podréis identificarlas más fácilmente, ya sea en otras personas o en vosotros mismos.

1. Lucía, procrastinadora

Lucía a menudo se muestra cooperativa y acepta realizar tareas para su equipo de trabajo. Sin embargo, a la hora de la verdad siempre encuentra excusas para postergarlas y nunca hace lo que se le ha pedido. Parece muy ocupada en ello, pero la tarea nunca avanza. Y si le preguntan al respecto, responde con evasivas y justificaciones.

La procrastinación intencionada es una forma muy sutil de sabotear. Es decir, posponer o dilatar la ejecución de tareas o responsabilidades, sabiendo que esto puede afectar negativamente a otros o al proyecto en general.

2. Ana, la resentida. «Todos tienen más suerte que yo»

Ana está obsesionado por la aparente falta de justicia del mundo que la rodea. No es capaz de ver que muchas veces su propia actitud le impide conseguir logros significativos en los diferentes ámbitos de su vida. Vive con envidia constante los éxitos de los demás (a quienes, según ella, todo les resulta más fácil). Y, siempre que puede, disfruta socavando la felicidad de aquellos que considera más afortunados, haciéndoles partícipes de lo injusta y mezquina que es la vida.

3. Luis, especialista en echar balones fuera

Experto en eludir situaciones incómodas, Luis no solo niega a menudo lo que ha dicho o hecho, sino que, incluso, se ofende si percibe que los demás dudan de él (aun sabiendo que esas dudas tienen una base sólida). Suele defenderse con frases del tipo «Yo nunca dije eso, lo habrás soñado».

Otra manera en la que personas como Luis echan balones fuera es no asumir su responsabilidad y desviarla en otras direcciones: «Son imaginaciones tuyas, yo no estoy enfadado», «Yo tenía pensado hacerlo, pero ella me dijo que…», «Entendí que ibas a ocuparte tú». Con tal de no hacerse cargo de sus palabras, con su actitud y conducta culparán, de forma más o menos clara, a otros o a las circunstancias.

4. Marta, la pesimista escéptica. «Piensa mal y acertarás»

Escéptica e incapaz de ver el lado positivo de las cosas, Marta vive envuelta por una nube de pesimismo persistente. Su visión negativa del mundo la lleva a reaccionar con sarcasmo y mordacidad ante los «inmerecidos» éxitos de todos los que, en apariencia, tienen más suerte que ella. Desconfía de todo el mundo y está convencida de que las personas, en general, son malas y egoístas. Su lema: «Piensa mal y acertarás».

La actitud distante y huraña de estas personas tiene como principal objetivo provocar malestar en quienes las rodean.

5. Óscar, el oyente hostil

Óscar siempre parece dispuesto a escuchar los problemas de sus amigos. Sin embargo, su atención pronto se convierte en una crítica disfrazada. Aunque sus consejos parecen amables, el tono de sarcasmo y desdén con que los ofrece transmite que no está de acuerdo con las decisiones de quien está depositando su confianza en él.

Debido a esta discordancia entre el lenguaje verbal y el no verbal, es normal que quienes escuchan a alguien como Óscar acaben dudando de lo que están percibiendo. Por ejemplo, hay personas que pueden preguntarte cómo te encuentras o, aparentemente, se muestran interesadas en lo que quieres contarles. Sin embargo, cuando empiezas a hablar, apenas te miran, muestran una actitud desganada o responden con monosílabos. En estas condiciones, es fácil deducir que una buena comunicación es imposible.

Comportamiento pasivo-agresivo.

6. Raquel, maestra de la queja y el victimismo

No hay día en que Raquel no se lamente de la poca atención que le prestan su familia, su pareja o sus amigos y se queje de que no la valoran lo suficiente. Sin embargo, si alguien se interesa y le pregunta qué le ocurre su respuesta siempre es la misma: «Estoy bien. No me pasa nada».

Además, por sistema, siempre se posiciona en contra de los deseos y peticiones de los demás. Siempre tiene preparada una objeción para rechazar cualquier alternativa o sugerencia que le ofrezcan. Eso sí, ella tampoco ofrece otras opciones. Esta actitud crea un ambiente negativo a su alrededor y hace que las interacciones con ella resulten frustrantes y agotadoras.

(En este mismo blog puedes leer el artículo «La trampa de victimismo (I): Cómo saber si soy una persona victimista»)

7. Santiago, irritable e impulsivo

Santiago casi siempre está de mal humor y, aunque no suele expresar abiertamente su enfado o disgusto, suele dejarlo patente a través de quejas, protestas o comentarios aparentemente triviales, pero que aterrizan como dardos en quien los recibe. Esta conducta hace que la otra persona se sienta incómoda, frustrada y a disgusto sin saber muy bien por qué.

Es posible que, al principio, personas como Santiago se muestren amables, especialmente si desean conseguir algo. Pero cuando los conocemos de verdad nos damos cuenta de que la mayor parte del tiempo están malhumorados e irascibles por algo que la mayoría de las veces no nos dirán.

8. Germán, el olvidadizo oportuno

Los olvidos son una de las estrategias más utilizadas por personas con un estilo pasivo-agresivo. Para Germán son un modo sutil e indirecto de expresar su descontento, su frustración o, sus necesidades. Por ejemplo, tiene la habilidad de recordar selectivamente compromisos según su nivel de interés. Puede ‘olvidar’ una reunión o evento que no le entusiasma, pero recordará claramente aquellos que considera más importantes o beneficiosos para él.

Lo mismo le ocurre con citas o conversaciones que ha mantenido con personas con quienes está molesto por algún motivo (que en ningún caso abordará de forma directa).

9. Eva: «Ni contigo ni sin ti»

La ambivalencia en las relaciones es una característica del comportamiento pasivo-agresivo que se manifiesta en la dificultad para mantener una posición clara o coherente ante los demás. En el caso de Eva, la necesidad de agradar a su pareja la lleva a posicionarse continuamente en el no conflicto. Como sabe lo que su pareja quiere, ella juega con eso hasta que se cansa o se frustra cuando se da cuenta de que, en realidad, se ha comprometido a hacer, o está haciendo, algo que no quería. Entonces, de repente, le muestra su enfado y su hostilidad, pero no abiertamente, sino a través de estrategias indirectas y más o menos sutiles: deja de hablar, no responde a los mensajes, no cumple algo con lo que se había comprometido…

Estas personas pueden decir a su pareja que la aman profundamente y al poco tiempo se muestran indiferentes o hacen comentarios despectivos que contradicen sus declaraciones anteriores.

También puede suceder que se sientan a gusto cuando les cuidan o cuando otros toman la iniciativa y al poco tiempo, se rebelen porque no quieren ‘perder’ su independencia ni que les den órdenes. Este «Ni contigo ni sin ti»  oculta una dependencia emocional que no son capaces de aceptar.

La ambivalencia en las relaciones es una característica del comportamiento pasivo-agresivo.

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10. Samuel, alérgico a la autoridad

Samuel manifiesta su desprecio a la autoridad de múltiples formas. Una de ellas es hacer lo mínimo que su jefe le pide, como una forma de transmitir que está siguiendo las órdenes solo porque es necesario y no porque valore la autoridad de su superior. Del mismo modo, si se le da un plazo para completar un proyecto, demora intencionadamente la entrega hasta el último momento.

En personas como Samuel suele haber un conflicto interno que no saben cómo afrontar y que los lleva a moverse entre el deseo de obtener las ventajas que puede proporcionarles el acatar las órdenes y el empeño en conservar la autonomía. Primero tratan de mantener la relación siendo pasivos y sumisos, pero en cuanto sienten que están ‘renunciando’ a su autonomía se sublevan contra la autoridad.

11. Sara, madre manipuladora

A las personas pasivo-agresivas les cuesta pedir lo que quieren y recurren a tácticas manipuladoras para satisfacer sus necesidades. Sara, por ejemplo, siempre se ha comunicado con sus hijos desde este rol para conseguir su atención y para que hagan lo que ella quiere sin solicitarlo explícitamente. Por ejemplo, en lugar de pedir a su hijo que la ayude, le dirá: «Seguro que me voy a hacer daño en la espalda, pero no quiero molestarte».

O, sin criticar abiertamente la falta de atención de sus hijos, Sara les hace llegar su enfado y su disgusto lamentándose y dejando caer frases hirientes o, incluso, enviando mensajes contradictorios (te digo que no me pasa nada, pero mi cara y mis gestos dicen todo lo contrario).

(En este mismo blog puedes leer el artículo «Madres narcisistas, sobreprotectoras, ausentes… 25 pistas para identificarlas»)

12. Rocío: pagar la frustración con quien menos lo merece

La incapacidad para mostrar pública y abiertamente su enfado o frustración lleva con frecuencia a Rocío a recurrir a un mecanismo de defensa inconsciente: el desplazamiento. Por ejemplo, un día que recibe una crítica injusta de su jefe en el trabajo, como no se atreve a abordarlo directamente con su superior, opta por no expresar su malestar. Sin embargo, al regresar a casa, desplaza sus emociones negativas hacia su familia mostrándose de mal humor, respondiendo de manera cortante, etc.

El desplazamiento me permite redirigir hacia un objetivo menos amenazante los pensamientos, emociones o impulsos negativos que me despierta alguien con quien no puedo permitirme romper el vínculo. En concreto, desplazo ese resentimiento hacia otras personas o situaciones cotidianas de menor significación emocional o jerárquica.

13. Roberto o la vida en blanco y negro

Para Roberto, no existen los matices. Idealiza a quien admira y desprecia a aquellos que no cumplen con sus expectativas. ‘Poseído’ por esta mentalidad de «todo o nada», si un amigo no le muestra su apoyo incondicional o cuestiona alguna de sus decisiones, puede empezar a verlo como alguien completamente despreciable, sin detenerse a reconocer sus virtudes o a intentar comprender sus motivaciones.

El pensamiento dicotómico, también conocido como pensamiento en blanco y negro o polarizado, se manifiesta en la tendencia a ver las situaciones y a las personas en términos extremos, sin reconocer matices o posiciones intermedias. Esta incapacidad para tolerar la incertidumbre lleva a realizar juicios rápidos y categóricos en los que no hay espacio para la ambigüedad ni para apreciar los matices de las situaciones y las personas.

14. Gustavo, el grosero enmascarado

Algunas personas recurren a insultos muy sutiles para expresar su descontento, su disgusto o sus emociones negativas sin abordar abiertamente el conflicto. Gustavo es experto en disfrazar sus insultos y groserías. Cuando alguien se ofende por sus palabras, él simplemente dice que estaba bromeando o que no era su intención. Algunas de sus especialidades:

  • Cumplidos envenenados. Elogios que envuelven una crítica o una insinuación negativa: «Admiro tu valentía. ¡Yo no me atrevería a salir así a la calle!».
  • Comentarios despectivos disfrazados de bromas. «¡Tu presentación sería perfecta para la hora de la siesta!».
  • Sarcasmo encubierto. «No todo el mundo puede ser tan inteligente como tú».
  • Desvalorización disfrazada de preocupación. «Te convendría bajar de peso» (a alguien que tiene problemas con la aceptación de su cuerpo). Y a continuación, añadir algo como «Solo lo digo por tu bien, porque me preocupa tu salud».
15. David tiene en el silencio su mejor arma

En el catálogo de estrategias para hacer sentir mal a alguien sin recurrir al confrontamiento directo, el silencio es una de las preferidas de David. Cuando está molesto por algo, deja de responder a las llamadas e ignora mensajes y correos electrónicos. Puede pasarse días así y luego actuar como si no hubiera ocurrido nada. En vez de abordar y expresar los motivos de su disgusto o de su enfado recurre al silencio y a la ley del hielo.

Personas como David te ignorarán de un modo más o menos evidente y durante un periodo de tiempo más o menos prolongado. Pueden no darse por aludidas cuando les hablas y luego justificarse diciendo que no te habían escuchado. O, directamente, mirar hacia otro lado cuando te los encuentras y les saludas. Y si les preguntas qué les ocurre, te dirán que no les pasa nada.

El miedo a la soledad conduce a una búsqueda desesperada de compañía y el disfrute del tiempo compartido se transforma en dependencia.

¿Por qué tenemos tanto miedo a la soledad? (Y cómo reconciliarnos con ella)

¿Por qué tenemos tanto miedo a la soledad? (Y cómo reconciliarnos con ella) 1920 1279 BELÉN PICADO

Es normal que la idea de quedarse solo produzca cierta sensación de vértigo, cierta incomodidad. Como dijo Aristóteles hace ya unos cuantos siglos, «el hombre es un ser social por naturaleza», así que es lógico querer compartir parte de nuestro tiempo con otras personas. Por muy autónomos e independientes que seamos, las relaciones interpersonales son esenciales para mantener nuestro equilibrio psicológico y proteger nuestra salud mental y emocional. El problema llega cuando el miedo a la soledad conduce a una búsqueda desesperada de compañía y el disfrute del tiempo compartido se transforma en dependencia.

Por lo general, este miedo no aparece solo. Suele ir acompañado de dependencia emocional, baja autoestima, sensación de vacío y tristeza, inquietud, necesidad desproporcionada de rodearse de gente o de llenar el vacío con cualquier medio que anestesie la mente (televisión, redes sociales), miedo al abandono, etc. En ocasiones la persona puede acabar desarrollando una auténtica fobia, con mareos, taquicardias, dificultad para respirar, pensamientos rumiativos y otros síntomas propios de la ansiedad.

Paradójicamente, algunas personas, por temor a que les abandonen y quedarse de nuevo solas, optan por no tener relaciones o, si las tienen, evitan implicarse demasiado. De este modo, lo que hacen es justo lo contrario de lo que necesitan. Se aíslan aún más aumentando así su angustia y su malestar. Y luego están quienes, sin detenerse a pensar si eso es realmente lo que desean o necesitan, llenan sus días de actividades y de citas. Todo vale antes que parar, escucharse y dejar que salgan a la superficie todo el dolor y el malestar interno que se ha ido acumulando. No nos damos cuenta de que, cuanto más intentemos huir de esa angustiosa sensación de soledad, más nos perseguirá.

¿Por qué nos da tanto miedo la soledad?

El temor a quedarnos solos puede tener su origen en varias causas. Si hemos vivido algo doloroso en el pasado (un desengaño sentimental, por ejemplo) que nos haya puesto frente a frente con el más total aislamiento, es lógico que por nada del mundo queramos volver a pasar por lo mismo. También puede ocurrir que hayamos sufrido un trauma que ha quedado sin procesar. Por ejemplo, si sufrí un robo en mi casa estando yo dentro, es muy probable que no quiera quedarme sola de ninguna manera.

También juegan un papel muy importante cuestiones de carácter social. Vivimos en una sociedad en la que se nos inculca la creencia de que para tener una vida plena debemos tener pareja estable, crear una familia, tener un círculo social cuanto más amplio mejor… En pocas palabras, todo menos estar solos. De hecho, llegadas a cierta edad, no son pocas las personas que consideran un fracaso no haber alcanzado alguno de estos objetivos.

Desde otra perspectiva, podemos relacionar el miedo a la soledad con la supervivencia de nuestra especie. Hace millones de años, para aquellos hombres que comenzaron a establecer las primeras comunidades humanas, ser expulsados del grupo suponía una muerte segura. Así que ya entonces el cerebro empezó a asociar aislamiento y soledad a situaciones peligrosas que había que evitar, sí o sí.

En el origen del miedo a la soledad juegan un papel muy importante cuestiones de carácter social.

La importancia del estilo de apego

El origen del miedo a la soledad también tiene mucho que ver con el estilo de apego. Cuando nacemos somos totalmente dependientes y vulnerables. Necesitamos un adulto para sobrevivir y, según cómo este cubra nuestras necesidades, así será nuestra relación con la soledad en la edad adulta.

Si las figuras de apego no atienden adecuadamente las necesidades del niño, recurren a amenazas como dejarle solo si se porta mal o le dejan a solas a propósito para que «se haga más fuerte e independiente», lo único que conseguirán es que ese niño cuando crezca no esté preparado para afrontar la soledad. Ya de adulto, puede ocurrir que la idea de quedarse solo le produzca tanta angustia que, para no sentirla, se aferre a cualquier persona, aunque sea la que menos le convenga. O puede pasar que, con tal de tener a alguien a su lado, recurra al control y a la manipulación (por ejemplo, haciendo sentir a su pareja culpable permanentemente para que no le deje).

Otra opción es que se dedique a coleccionar aventuras y relaciones superficiales sin llegar a profundizar en ninguno de esos vínculos. Si cada semana me enrollo con alguien distinto no tendré tiempo de estar solo y, de paso, como no me comprometo me ahorro que me hagan daño.

La dificultad para estar solo también es una característica de las familias preocupadas, como explica la psiquiatra Anabel González en su libro No soy yo: «Para adaptarse, los niños pueden absorber el sistema y volverse muy dependientes. Se sienten muy inseguros haciendo cosas solos, y buscan siempre al adulto para poderse calmar. Este patrón puede continuar hasta la vida adulta y teñir todas las relaciones futuras. La persona no se verá como un ser autónomo, no tolerará la soledad, la distancia o las pérdidas. Sentirá a los demás como partes de sí misma y creerá que no es nada sin ellos».

¿Estar en pareja a cualquier precio?

El miedo a quedarse solos empuja a muchos a iniciar o mantener relaciones de pareja insatisfactorias. Incluso hay estudios que lo corroboran, como uno llevado a cabo en la Universidad canadiense de Toronto. En la investigación se contó con participantes de edades comprendidas entre los 17 y los 78 años. De estos, el 40 por ciento confesó que temía no tener un compañero a largo plazo; un 18 por ciento aseguró que le aterraba convertirse en solterón/a; el 12 por ciento temía perder a su pareja actual; el 11 por ciento, envejecer solo; el 7 por ciento, no tener hijos y no formar una familia; otro 7 por ciento indicó que se sentiría inútil si se quedaba solo; el 4 por ciento temía los juicios negativos de otros; y el 0,7% dijo que cualquier relación, por horrible que fuese, era mejor que ninguna.

Según la responsable del estudio, Stephanie Spielmann, «quienes tienen un temor más fuerte a la soltería son menos exigentes a la hora de escoger pareja y tienen más posibilidad de permanecer en relaciones infelices y/o aceptar a personas que no les convienen», .

El miedo a la soledad es, desde luego, una de las peores excusas que podemos encontrar para aferrarnos a personas o relaciones que no nos convienen. Es el camino más directo a la insatisfacción permanente y a la dependencia emocional. Nos autoengañaremos diciéndonos que es amor, insistiremos en luchar por algo que ya no existe y todo por no ser capaces de ver que en realidad lo único que hay es miedo. Miedo a estar solos.

En las relaciones de pareja, el miedo a la soledad también va muy unido al miedo al abandono. Es muy posible que una determinada conducta, frase o actitud de nuestra pareja nos conecte con experiencias similares que tuvieron nuestras figuras de apego con nosotros. Y, para comprobar que nuestro compañero o compañera no es como nuestros cuidadores, buscaremos y pediremos continuas pruebas que nos confirmen que no se va a marchar. Si, además, ya nos ha ocurrido antes en otras relaciones, este temor se agudizará.

Habitación en Nueva York, Edward Hopper

Habitación en Nueva York, de Edward Hopper

Miedo a la soledad, ansiedad por separación y autofobia

El miedo a la soledad es un concepto muy amplio. En la mayoría de las ocasiones, se trata de un temor de carácter difuso que puede presentarse de diferentes maneras (miedo a no tener pareja, a quedarse solo en la vejez, a no tener amigos…) y no siempre supone una alteración mental que pueda derivar en un trastorno. Se pasa mal, pero no hay ansiedad.

Por otra parte, el miedo que aparece en la ansiedad por separación tiene que ver con la angustia que se experimenta al separarse de ciertas personas cercanas y queridas con las que existe un mayor vínculo. Además de los síntomas propios de la ansiedad, en parte por la incertidumbre de cuándo volverá dicha persona, hay una intensa necesidad de saber dónde se encuentra y una excesiva preocupación ante la posibilidad de que sufra algún daño.

En el caso de la autofobia, también conocida como eremofobia, isolofobia o monofobia, lo que se produce es un miedo intenso y desproporcionado a estar con uno mismo (puede experimentarse, incluso, estando rodeado de gente). Detrás suele haber una inadecuada regulación emocional y el miedo a enfrentarse a los propios pensamientos. Si no he aprendido a gestionar mis emociones, cuando esté o me sienta solo me abrumarán y haré lo que sea con tal de evitarlas.

Tanto en la autofobia como en la ansiedad por separación pueden experimentarse síntomas físicos propios de la ansiedad, como aceleración del pulso y taquicardia, sensación de mareo y pérdida de control sobre sí mismo, sensación de ahogo y falta de aire, etc. A nivel cognitivo se produce un temor exagerado e irracional, al ver la soledad como una amenaza y un peligro. Como si algo terrible fuera a ocurrirme estando solo.

Disfrutar de la soledad es posible

Necesitamos reconciliarnos con la soledad. Estar a solas es esencial para conocernos mejor, reencontrarnos con nosotros mismos y conectar con nuestras propias necesidades. Es paradójico, pero si consigues llegar a disfrutar de estar solo te darás cuenta de que estás en la mejor compañía, la tuya. ¿Y cómo lograrlo? Aquí os dejo algunas pautas para descubrir las ventajas de la soledad y perderle el miedo.

  • Toma conciencia de tu miedo. Si sigues empeñado en autoengañarte diciéndote que la soledad no te afecta y continúas recurriendo a todo tipo de ‘parches’ para evitarla, tu angustia y tu malestar aumentarán.
  • Practica la introspección. Dedicar tiempo al silencio, a estar contigo mismo y a reflexionar te hará mucho más consciente de la realidad que te rodea y te ayudará a verlo todo con mayor claridad. Para poder modificar esas sensaciones negativas, es necesario conectar con ellas y entender su origen. Solo así aprenderás a regularlas. La mayoría de las respuestas que buscamos fuera, en realidad están dentro de nosotros. Solo tenemos que escucharnos.
  • Fuera creencias irracionales. Detecta, cuestiona y desmonta todas esas ideas que te han ido inculcando y que has terminado repitiéndote como una letanía: «Estar solo es un fracaso», «Nunca seré feliz si no consigo tener pareja o formar una familia», «Estar sola significa que nadie me quiere, que no soy válida o que hay algo malo en mí». Creencias como estas lo único que hacen es alimentar el miedo a la soledad, así que sustitúyelas por otras más reales, útiles y adaptativas.
  • Date un baño de silencio. Una de las ventajas de estar con nosotros mismos es que podemos disfrutar del silencio. Además, de fortalecer el sistema inmune, reduce el estrés, mejora la calidad del sueño y la memoria, fomenta la creatividad y ayuda a la concentración.
  • Haz planes… contigo. Busca ratos de soledad para leer, escuchar música, salir a tomar un café, dar un paseo o ir al cine, practicar alguna afición o, incluso, viajar. Y cuando estés en ello, valóralo. En vez de repetirte qué triste es salir a pasear solo, piensa en lo genial que es ir a tu ritmo, deteniéndote cada vez que te apetezca y fijándote en todas esas cosas que habitualmente, cuando vas con alguien, se te escapan. Es posible que al principio notes cierto malestar, pero pronto dejará paso a una sensación de seguridad y confianza. No hace falta que empieces por lo más complicado. Comienza por pequeños retos y a medida que los alcances y te sientas más seguro márcate nuevos objetivos.

Reconcíliate con la soledad.

  • Respiración y relajación. Si la soledad te genera ansiedad, recurre a técnicas que te ayuden a reducirla: respiración abdominal o diafragmática, técnicas de relajación, mindfulness, yoga, movimiento (baile o estiramientos), etc.
  • Busca ayuda profesional. Si crees que ese miedo a la soledad está limitando y obstaculizando tu vida y no puedes superarlo solo, no dudes en pedir ayuda. Si lo deseas, puedes ponerte en contacto conmigo y estaré encantada de acompañarte en tu proceso.

Y recuerda que el mejor antídoto contra el miedo a la soledad es dejar de esforzarte en evitarla y darle su espacio. Si aprendemos a estar solos mejorará nuestro bienestar emocional y nuestra autoestima. Nuestras relaciones serán mucho más auténticas y satisfactorias porque no necesitaremos estar con alguien al precio que sea, únicamente por tener compañía. Saber estar solo es, en realidad, señal de madurez, de autonomía y de riqueza personal.

«La soledad es el hecho más profundo de la condición humana. El hombre es el único ser que sabe que está solo» (Octavio Paz)

La escritora Almudena Grandes dio voz a las emociones y al alma humana

La escritora Almudena Grandes y el talento de dar voz a las emociones

La escritora Almudena Grandes y el talento de dar voz a las emociones 2048 1366 BELÉN PICADO

La literatura siempre ha estado estrechamente ligada a la psicología. Y Almudena Grandes, además de escritora, era una profunda conocedora del alma humana. Porque me gustaba cómo escribía y porque admiraba su destreza con la pluma y la palabra, lamento profundamente su muerte. Sin embargo, por encima de la tristeza y la sensación de pérdida, estoy inmensamente agradecida porque seguirá viviendo a través de sus personajes y de sus historias.

Cuando el escritor cuenta una historia crea un vínculo con el lector y pone a su disposición todo un universo de emociones, pensamientos, relaciones humanas… Y por muy inverosímiles que, en ocasiones, puedan parecer esas historias, siempre habrá algo distintivo en algún personaje (una fortaleza, una debilidad, un rasgo de su temperamento…) que nos lleve inmediatamente a sentimos reflejados. Las buenas historias no solo nos cautivan, sino que hacen que nos identifiquemos con las emociones de sus personajes. «Todos los libros que nos gustan nos cuentan nuestra vida porque hablan de nosotros», expresó Almudena Grandes en cierta ocasión. Y ella a lo largo de su obra ha ido relatando nuestra vida y también la de quienes nos precedieron. Con tanta contundencia como delicadeza.

De la búsqueda de la identidad al trauma transgeneracional

Desde su primer libro, Las edades de Lulú, la escritora Almudena Grandes ha retratado como nadie la psicología humana y lo ha hecho desde múltiples perspectivas. La búsqueda de Lulú de su propia identidad, la dependencia de Malena hacia su hermana melliza en Malena es un nombre de tango o la importancia de los vínculos emocionales elegidos frente a los lazos de sangre, en Inés y la alegría. Incluso la locura y la inteligencia de Aurora Rodríguez Carballeira en La madre de Frankenstein.

En El lector de Julio Verne la escritora madrileña refleja cómo la amistad y la literatura pueden salvar una infancia marcada por la guerra. Ella misma contó en una entrevista para el portal hoyesarte.com cómo los libros le sirvieron de refugio en su propia niñez:

«Tuve una infancia pacífica y en lo material muy confortable, pero era una niña muy gorda y muy poco popular. Era la típica niña poco agraciada y peluda que no tenía amigas. Y leía porque era mucho más feliz leyendo que viviendo. Lo que encontraba en los libros eran vidas mucho mejores que la mía y la de quienes tenía alrededor. Leer me proporcionaba una felicidad desconocida si miraba hacia mí misma y mi realidad. (…) Hay una categoría, en la que yo misma me inscribo, de lectores insaciables que en su momento fueron niños que pudiéramos llamar raros o infelices, aunque ya digo que yo no fui infeliz. La literatura tiene un poder tan grande de mejorar la vida que en algunos momentos puede resultar hasta peligrosa, porque si te descuidas puede llegar a suplantar tu realidad hasta descolocarte».

Las pésimas consecuencias de mantener ocultos ciertos secretos familiares, así como los traumas transgeneracionales derivados de la guerra (El corazón helado) han sido también temas recurrentes en su obra. Igual que el peso de la soledad o los estereotipos en torno a la mujer. En Los aires difíciles y en Atlas de la geografía humana, por ejemplo, las protagonistas se ven empujadas a lidiar con la soledad en distintas formas y a vivir en un interminable conflicto entre lo que sus valores y creencias y el régimen social y educacional en el que han crecido.

La escritora Almudena Grandes ha retratado como nadie la psicología humana.

Almudena Grandes a través de sus palabras…

Almudena Grandes nunca se irá del todo. Siempre nos quedarán sus historias, sus personajes y sus reflexiones tanto en su obra como fuera de ella.

Pedir ayuda

«Hay que ser muy valiente para pedir ayuda, ¿Sabes? Pero hay que ser todavía más valiente para aceptarla». (Los besos en el pan)

De relaciones y dependencia

«Había sido demasiado amor, tanto como el que yo podía dar, más del que me convenía. Fue demasiado amor. Y luego, nada». (Castillos de cartón)

«Era demasiado amor. Demasiado grande, demasiado complicado, demasiado confuso, y arriesgado, y fecundo, y doloroso. Tanto como yo podía dar, más del que me convenía. Por eso se rompió. No se agotó, no se acabó, no se murió, sólo se rompió, se vino abajo como una torre demasiado alta, como una apuesta demasiado alta, como una esperanza demasiado alta». (Castillos de cartón)

El peso de la soledad

«Y estaba sola, me sentía sola, incapaz de hablar, que es quizás la peor forma de la soledad».

Ser mujer

«Ser una mujer es tener piel de mujer, dos cromosomas X y la capacidad de concebir y alimentar a las crías que engendra el macho de la especie. Y nada más, porque todo lo demás es cultura». (Malena es un nombre de tango)

Maternidad

«Hace mucho tiempo descubrí que lo fundamental para una madre  trabajadora es renunciar a la perfección. Eso es lo fundamental. Lo que hay que hacer es controlar mucho la culpa y si los niños una noche cenan pizza, pues no pasa absolutamente nada. (…) Lo que es importante con los hijos es tener hijos deseados y quererlos mucho. Cada una lo hace lo mejor que puede. No hay más».

Felicidad (e infelicidad)

«La expectativa de felicidad es más intensa que la propia felicidad, pero el dolor de una derrota consumada supera siempre la intensidad prevista en sus peores cálculos». (El corazón helado)

«Nuestra felicidad o infelicidad depende de nuestra disposición mental. Aspirar a la perfección lleva a la infelicidad».

Alegría

«Con el tiempo aprendí que la alegría era un arma superior al odio, las sonrisas más útiles, más feroces que los gestos de rabia y desaliento». (Las tres bodas de Manolita)

Vivir, disfrutar cada momento y atesorar buenos recuerdos

«Luego alcancé a comprender que el tiempo nunca se gana, y nunca se pierde, que la vida se gasta, simplemente». (Malena es un nombre de tango)

«En la vida hay que extraer el placer de todas las cosas, hasta de las más pequeñas».

«Por fortuna, tengo muchos buenos recuerdos. El 11 de enero de 1989, cuando recibí una carta que me informaba de que Las edades de Lulú era finalista de La Sonrisa Vertical; la noche del 20 de abril de 1994, la primera que compartí con Luis García Montero; la felicidad esencial, incomparable, que sentí al amamantar a mis hijos…”

En sus libros, la escritora Almudena Grandes ofrece espléndidos retratos psicológicos de sus personajes.

Aprender del pasado

«Ha pasado mucho tiempo, me dirán, y tendrán razón, pero todos llevamos aún el polvo de la dictadura en los zapatos, ustedes también, aunque no lo sepan». (El corazón helado)

«Es un error pensar que la memoria tiene que ver solo con el pasado. Tiene que ver con el presente y con el futuro, porque si no sabemos de dónde venimos no podremos saber quiénes no queremos ser ni a quién nos queremos parecer».

«Después, alguien nos dijo que había que olvidar, que el futuro consistía en olvidar todo lo que había ocurrido. Que para construir la democracia era imprescindible mirar hacia delante, hacer como que aquí nunca había pasado nada. Y al olvidar lo malo, los españoles olvidamos también lo bueno. No parecía importante porque, de repente, éramos guapos, éramos modernos, estábamos de moda… ¿Para qué recordar la guerra, el hambre, centenares de miles de muertos, tanta miseria?». (Los besos en el pan)

«Como los recuerdos dolían, no recordaban; como las lágrimas herían, no lloraban; como los sentimientos debilitaban, no sentían». (Las tres bodas de Manolita)

Secretos familiares

«Cada familia tiene un armario cerrado lleno hasta arriba de pecados mortales». (El corazón helado)

«Entonces pensó que el silencio pesa tal vez en quien calla más que la incertidumbre en quien no sabe». (El corazón helado)

Almudena y el alma humana

«Todos nos dejamos engañar a la vez, y no porque seamos tontos, sino porque las buenas personas son fáciles de engañar». (El corazón helado).

«- ¿Entonces los nazis no eran malos? -Sí, claro que eran malos. Pero los otros también eran malos. Y sin embargo, había buenos en los dos bandos, buenas personas. Así que es muy complicado saber quiénes eran los malos malos de verdad y quiénes eran los malos menos malos, ¿Comprendes? -No.» (El corazón helado)

«La literatura teje y desteje desde hace siglos un inmenso tapiz fabricado con las historias que condensan los hilos de la existencia humana».

«La literatura no tiene que ver con las respuestas, sino con las preguntas. Las certezas son mucho menos valiosas que las dudas, y las contradicciones representan más un estímulo que una dificultad».

«El territorio de la cultura es la emoción. Las experiencias artísticas, los libros, las películas, las imágenes, la música, por supuesto, son emociones. Son vidas de más. Una persona que lee libros, que ve películas, que va a conciertos vive más. No más años, pero sí muchas más experiencias que una persona que, digamos, vegeta al margen de la cultura».

El cáncer

“El cáncer, una enfermedad como otra cualquiera, es, desde luego, un aprendizaje, pero nunca una maldición, ni una vergüenza, ni un castigo».

Sobre la muerte

-Entrevistador: Si supiera que mañana es el último día de su vida, ¿qué aconsejaría a los que se quedan?

-Almudena Grandes: Que luchen por su felicidad, que aprendan a ser egoístas en el buen sentido de la palabra, que no dejen que nadie tome decisiones en su nombre y, sobre todo, que intenten hacer todo eso sin dejar de ser buenas personas.

-Entrevistador: ¿Cuál sería su epitafio?

-Almudena Grandes: Pues nunca se me ha ocurrido pensarlo, la verdad es que el pensamiento funeral no es mi fuerte… Pero me gustaría algo parecido al célebre verso de Machado: fue, en el buen sentido de la palabra, buena.

 

Solo abrazando la tristeza y dejándola fluir esta irá diluyéndose hasta desaparecer.

Emociones incomprendidas: Por qué necesitamos abrazar la tristeza (y no huir de ella)

Emociones incomprendidas: Por qué necesitamos abrazar la tristeza (y no huir de ella) 1920 1280 BELÉN PICADO

«Venga, no pasa nada», «Tú eres fuerte y puedes con todo», «Al mal tiempo, buena cara»… Estar triste no está de moda. Muere un ser querido y nos ‘hipermedicamos’. Nos deja nuestra pareja y nos refugiamos en el alcohol. Tenemos un bajón y asaltamos el frigorífico o nos da por comprar una taza o un cuaderno de Mr. Wonderful para motivarnos… Todo sirve cuando se trata de anestesiarnos y cerrar la puerta a una emoción tan beneficiosa como necesaria. Todo menos abrazar la tristeza o llorar, no vaya a ser que si empezamos nos desbordemos y no podamos parar.

La tristeza es una de las emociones básicas que, junto al enfado, el miedo, el asco y la alegría, compartimos con el resto de seres humanos desde que nacemos. Y, como las demás, también es necesaria para un sano desarrollo emocional. Es normal y apropiado estar apenado ante una pérdida significativa  o cuando fracasamos en algo importante para nosotros. No tenemos que sentirnos culpables por estar afligidos ni obligados a sonreír siempre. No pasa nada si no podemos con todo. Aprender a regular nuestras emociones pasa por reivindicar y defender el derecho a estar triste, por aceptar la tristeza como algo inherente a la propia vida.

Es  verdad que la actitud ante la vida y ante la realidad que nos va tocando vivir influye en cómo nos sentimos. Pero igualmente importante es entender que no todo depende de uno mismo, que no siempre conseguiremos aquello que nos proponemos y que vamos a sufrir pérdidas a lo largo de nuestra vida que nos dolerán.

Sin embargo, en vez de detenernos a sentir, lo que hacemos habitualmente es rechazar esa sensación de pesadumbre y desasosiego, hasta el punto de bloquearla, unas veces negándola, otras anestesiándola, algunas cambiando el foco del malestar… No nos damos cuenta de que, por mucho que intentemos negarla, la tristeza seguirá ahí y cuanto más nos resistamos a aceptarla más probabilidades habrá de que se intensifique.

La tristeza es necesaria para un sano desarrollo emocional.

¿Por qué nos ponemos tristes?

Cuando se enciende una lucecita en el cuadro de instrumentos del coche lo normal es que prestemos atención porque sabemos que nos está avisando de que algo no marcha bien. Pues lo mismo ocurre con las emociones: son señales de que hay algo a lo que debemos atender. En el caso de la tristeza, nos prepara para iniciar un proceso que nos ayudará a superar pérdidas, desilusiones o fracasos.

Nos entristecemos cuando las personas, los lugares o incluso los objetos que nos importan están en peligro, sufren algún percance o los perdemos. También cuando no cumplimos nuestras propias expectativas y fracasamos en algo que nos importaba conseguir o  al sentirnos decepcionados con alguien. Cuando percibimos que estamos indefensos ante un hecho inesperado o creemos no tener recursos de afrontamiento suficientes. Ante el sentimiento de soledad. Ante el dolor crónico o  el diagnóstico de una enfermedad…

Otra circunstancia que puede generarnos pesar es compararnos con los demás y deducir que cualquiera es más feliz que nosotros. Esto ocurre especialmente con las redes sociales, que distorsionan de forma considerable nuestra visión de la realidad.

No es lo mismo tristeza que depresión

Estar triste no es estar deprimido. Ni enfermo. Una diferencia importante entre ambos conceptos es que la tristeza es una emoción y la depresión, una alteración del estado de ánimo. La tristeza que aparece en la depresión es intensa, más duradera y está asociada a otros síntomas como anhedonia (incapacidad de sentir placer), abulia (falta excesiva de energía y motivación), falta de concentración, desesperanza y problemas de sueño y/o de apetito, entre otros.

Precisamente uno de los motivos que llevan a intentar escapar de la tristeza es el temor a deprimirnos. Sin embargo, sentirse triste no significa, ni mucho menos, estar inevitablemente abocado a este trastorno mental. De hecho, una persona deprimida no siempre se muestra triste. Además, cuanto más la negamos  mayor es el riesgo de que se cronifique y sea más difícil gestionarla.

Por otra parte, mientras la tristeza aparece ante determinadas experiencias negativas, en la depresión no siempre hay un desencadenante claro, sino que puede ser el resultado de la interacción de varios factores (genéticos, neurobiológicos, ambientales…).

La importancia de validar la tristeza en los más pequeños

Cuántos padres se dejan la piel para que sus hijos no conozcan la frustración y sean constantemente felices, sin darse cuenta de que, de este modo, están consiguiendo justo lo contrario de lo que pretenden. Cuando un niño o una niña está triste hemos de acoger y validar su emoción. Si inmediatamente le compramos algo para que se alegre o le decimos frases como «No llores que te pones muy fea», «No es para tanto», o «Venga, que los chicos fuertes no lloran», aprenderá que estar triste no está bien. Y se acostumbrará a enterrar cualquier atisbo de este sentimiento por temor a que no le acepten.

En la película Del revés (Inside Out) se ve muy claramente el papel tan importante que juega la tristeza en las emociones de la pequeña protagonista: aunque la primera parte de la infancia de Riley ha estado ‘dirigida’ por Alegría, será Tristeza quien la ayude a recuperar el equilibrio emocional. Y también se muestra lo necesario y sanador que es el hecho de que los padres de Riley validen y acojan la tristeza de su hija.

Del revés (Inside Out)

Una emoción necesaria para conectar con los demás

Son muchos los beneficios que nos aporta la tristeza, entre ellos:

  • Ayuda a superar y asimilar las pérdidas. Cuando la tristeza aparece a consecuencia de una pérdida (la muerte de un ser querido, un despido laboral, una ruptura de pareja…) nos ayuda a reconstruirnos mental y emocionalmente y a adaptarnos a una nueva realidad sin aquello que ya no está. Pero para que cumpla su función adaptativa es necesario que la dejemos fluir y no bloqueemos el proceso recurriendo a fármacos, alcohol, etc.
  • Permite ahorrar energía. El sentimiento de aflicción, en general, ralentiza el funcionamiento de la persona sobre todo en lo referente a los procesos cognitivos y conductuales. De este modo se evita un derroche innecesario de energía. Al fin y al cabo, no tiene mucho sentido insistir en luchar contra una situación para la que no se dispone de recursos suficientes o que, sencillamente, no tiene solución.
  • Favorece la capacidad de reflexión, introspección y reparación. Entre sus funciones también está la de mantenernos a salvo y protegidos mientras recuperamos fuerzas. Según expresa Tim Lomas en su libro El poder positivo de las emociones negativas, «la tristeza es como la voz dulce y tranquilizadora de la enfermera, que nos calma para que podamos dormir y nos ordena que nos acostemos sanos y salvos hasta la llegada de los rayos de sol». Se trata de una emoción que permite conectar con las propias necesidades, centrar la atención en uno mismo y tomar así cierta distancia de situaciones que resultan dolorosas. Al practicar la introspección y replegamos sobre nosotros mismos es más fácil analizar qué está sucediendo, encajarlo en nuestra historia de vida y comprender por qué nos sentimos así. De este modo, podremos encontrar pensamientos alternativos, reorganizar nuestra conducta y adaptarla a la nueva situación.
  • Facilita las relaciones y conectar con los demás. Una de las formas en que la tristeza nos protege y ampara cuando somos más vulnerables es invitando a quienes nos rodean a cuidarnos. Necesitamos que nos acompañen en los momentos difíciles. Como seres sociales que somos, precisamos de la presencia, el apoyo y la ayuda de otros. La pena compartida genera una sensación de unión, comprensión y cariño. Por ejemplo, buscar apoyo y consuelo en nuestro entorno cuando hemos sufrido una pérdida refuerza el sentimiento de conexión y pertenencia, ayudando a mitigar el dolor y la sensación de soledad.
  • Permite ver con mayor claridad. Lomas dice que «las lágrimas de la tristeza son como la lluvia que limpia la tierra y ayuda a ver con más claridad el camino que queremos tomar». Un camino que quizás no habíamos visto antes de la pérdida o del desencadenante que dio lugar al sentimiento de aflicción. No es extraño que sea en los momentos más bajos cuando hayamos tenido algún tipo de ‘revelación’, como tomar conciencia de que nuestro jefe no es especialmente leal y justo con nosotros. O descubrir que alguien a quien considerábamos nuestro amigo es solo buen compañero cuando se trata de salir de fiesta.
  • Contribuye a revisar nuestra jerarquía de prioridades. La tristeza nos recuerda, desde una perspectiva más sensible y delicada, lo que realmente importa. Nos ayuda a valorar las cosas que tenemos en la vida y, a menudo, a cambiar nuestro orden de prioridades. Durante el confinamiento, por ejemplo, muchos nos dimos cuenta del valor que tenían detalles en los que antes de la pandemia no habíamos reparado, como un simple paseo o salir a tomar un café con un amigo.

La tristeza nos ayuda a conectar con los demás.

Reconciliarnos con nuestra tristeza

Aunque suene paradójico, solo permitiéndonos sentirla, la tristeza irá diluyéndose hasta desaparecer. Aprender a identificarla, hacerla consciente, aceptarla y expresarla es el mejor modo de convertirla en nuestra amiga y aliada.

  • Aprende a identificarla. A veces, para no conectar con el dolor de la tristeza tendemos a disfrazarla de enfado y no solo nos olvidamos de que sigue ahí, sino que obtenemos lo contrario de lo que necesitamos. Por ejemplo, si necesito consuelo, pero me muestro agresivo con quien puede proporcionármelo lo más probable es que esa persona, en vez de acercarse, se aleje. Así que el primer paso es determinar qué emoción estoy sintiendo. Generalmente, cuando estamos tristes experimentamos sensaciones físicas como un nudo en el estómago o en la garganta, opresión en el pecho, etc.
  • Permítete sentir la pena. Es necesario encontrar momentos para replegarse sobre uno mismo, aceptar y sostener esa aflicción y prestar atención al mensaje que nos está dando. Si escuchas lo que tiene que decirte tu tristeza y la dejas fluir acabará por diluirse y recuperarás el equilibrio.  Esforzarte por evitarla a toda costa y verla como un problema acabará conduciéndote a un eterno bucle de insatisfacción.
  • Deja espacio al llanto. Las lágrimas cumplen una función liberadora y también de comunicación con los demás. El llanto facilita que obtengamos la atención, el consuelo y el apoyo que necesitamos cuando la pena nos invade. Llorar calma, reduce los niveles de ansiedad, ayuda a respirar mejor y facilita la conexión con los demás.
  • Déjate abrazar. Como bien expresa Anabel González en su libro Lo bueno de tener un mal día, «nada diluye mejor la tristeza que el abrazo de alguien que está entendiendo cómo nos sentimos y nos transmite ‘estoy aquí’. En el fondo de la tristeza siempre hay una pérdida, y el encuentro profundo con otro ser humano es lo que realmente necesitamos para atenuar esa sensación». Michael Murphy, investigador en la Universidad Carnegie Mellon, en Pittsburgh (Estados Unidos) estudió qué pasaba cuando las personas con algún conflicto interpersonal recibían un abrazo ese mismo día. Curiosamente, al principio notaban menos las emociones positivas (y más las negativas) que quienes que no habían sido abrazados. Sin embargo, al día siguiente, los que habían recibido el abrazo iban sintiéndose cada vez mejor; cosa que no ocurría con los que no habían sido abrazados. Esto podría deberse a que cuando percibimos el apoyo de alguien cercano nos permitimos dar rienda suelta a nuestras emociones. De este modo, el malestar va desapareciendo y dejando paso a emociones positivas. Ocurre, por ejemplo,  cuando ante una pérdida importante tratamos de mantener el tipo y hacemos todo lo posible por contener las lágrimas; de pronto, alguien se acerca, nos abraza con cariño y no podemos hacer nada para contener el llanto. Al principio parece que notamos más la tristeza, pero luego sentimos cómo el malestar se ha suavizado (atenuado).

(Este texto forma parte de la serie Emociones Incomprendidas, que también incluye artículos sobre la envidia, la vergüenza y la ira)

Olfato, memoria y emociones están estrechamente unidos.

Olfato, memoria y emociones: ¿A qué huelen los recuerdos?

Olfato, memoria y emociones: ¿A qué huelen los recuerdos? 1920 1280 BELÉN PICADO

¿Qué tienen que ver olfato, memoria y emociones? Pues la verdad es que muchísimo. Hace poco compré un ambientador que olía, según el envase, a «colonia infantil». «Vamos a probarlo», pensé. En cuanto lo abrí me vino a la mente la imagen de mi abuela ‘empapándome’ de colonia Nenuco después de asearme. Tradicionalmente, el olfato ha sido uno de los sentidos a los que menos caso se ha hecho, pese a su importancia incluso para la supervivencia. No es casualidad que, a lo largo de la evolución, haya sido esencial desde para buscar comida y detectar sustancias peligrosas, hasta para huir de potenciales amenazas, marcar territorio o reproducirse.

Durante nuestra vida vamos creando un catálogo de olores que conforman la memoria olfativa. Nos alertan de posibles peligros, nos conectan con momentos del pasado y nos permiten revivir sentimientos y emociones. Y el primer olor que se incluye en ese catálogo es el que hace que el recién nacido siga el rastro de la leche materna. Gracias a él, el bebé es capaz de calmarse con solo oler a su madre.

El olfato es tan importante que llega de forma directa de la nariz al cerebro, a diferencia de otros sentidos cuya información pasa por estructuras intermedias antes de procesarse, por el tálamo para ser más exactos. Además, hay estudios que demuestran que los estímulos olfativos ‘sellan’ los recuerdos de un modo más intenso y duradero que las imágenes o los sonidos.

el bebé es capaz de calmarse con solo oler a su madre.

De la nariz al cerebro

Para entender la importancia del olfato en la formación de recuerdos, es importante conocer antes cómo funciona este sentido:

Dentro de nuestra nariz, bajo la mucosa, hay una capa llamada epitelio olfativo. En esta capa hay millones de células receptoras especializadas en detectar olores. Cuando las partículas que componen el olor, y que están flotando en el aire, entran por las fosas nasales son captadas por esas neuronas, que envían la información al bulbo olfativo. Esta estructura cerebral se encuentra justo detrás de la nariz. Su función es captar y procesar la información proveniente de los receptores odoríferos situados en la mucosa nasal.

Desde el bulbo olfativo las señales odoríficas se envían a otras dos regiones cerebrales. Una es el lóbulo frontal, donde se reconoce y se identifica el olor. Y la otra, el sistema límbico, zona en la que se procesa la información emocional y donde se encuentran la amígdala y el hipocampo. Así surge la memoria olfativa. La amígdala conecta el aroma con una emoción y el hipocampo lo relaciona con un recuerdo guardado en nuestra memoria.

El sistema límbico también regula otros procesos esenciales en la supervivencia. Por ejemplo, la detección de sustancias nocivas, gases o alimentos en mal estado que podrían ser peligrosos y también la respuesta sexual.

La memoria olfativa

Al percibir un olor se producen de forma paralela dos procesos. Uno primario que depende exclusivamente del propio aroma. Por ejemplo, ciertos olores que inconscientemente y de forma automática despiertan nuestro deseo sexual. El proceso secundario, asociado a la memoria olfativa, es el que se pone en marcha cuando nuestro cerebro busca en su catálogo de olores el archivo correspondiente al que estamos percibiendo.

Este último sería el proceso que se puso en marcha cuando olí mi ambientador, aunque Marcel Proust lo refleja mucho mejor en su libro En busca del tiempo perdido. Al escritor francés le basta con describir la cascada de sensaciones que le genera una magdalena mojada en una taza de té para explicar la relación entre olfato, memoria y emoción: «En el mismo instante en que ese sorbo de té mezclado con sabor a pastel tocó mi paladar, el recuerdo se hizo presente. Era el mismo sabor de aquella magdalena que mi tía me daba los sábados por la mañana. Tan pronto como reconocí los sabores de aquella magdalena apareció la casa gris y su fachada, y con la casa, la ciudad, la plaza a la que se me enviaba antes del mediodía, las calles…».

Olfato y gusto también están estrechamente relacionados. Nuestras papilas gustativas pueden diferenciar los principales tipos de sabores: salado, dulce, agrio, ácido y umami. Pero si hay otros matices el olfato es indispensable para distinguirlos. Así, aunque solemos pensar lo contrario, lo cierto es que cuando saboreamos algo el componente olfativo es más importante que el gustativo. Por eso, cuando estamos resfriados y tenemos congestión nasal dejamos también de percibir los sabores. Es más, se dice que un 80 por ciento del sabor es, en realidad, olfato.

Pero un olor no solo puede evocarnos un recuerdo; también puede producir cambios en nuestro estado de ánimo dependiendo de que el recuerdo sea agradable o desagradable. Y también hay un proceso para que se establezca esa asociación entre aroma, recuerdo y emoción. Lo primero que se produce es la percepción del estímulo olfativo a través del sentido del olfato y en respuesta a dicho estímulo aparece la sensación, que sería la interpretación subjetiva de la persona según sus experiencias. Posteriormente, esta sensación genera una emoción y esta, a su vez, da lugar a una serie de asociaciones entre el aroma y los hechos específicos que están ocurriendo en ese momento. La conexión resultante entre la experiencia y la emoción generará una imagen mental, una huella permanente, que recuperaremos más adelante cuando volvamos a percibir el mismo olor.

Una vez más volvemos a la colonia de la abuela. Al percibir el olor del ambientador, ese aroma me ha generado una sensación, en este caso agradable, y la sensación me ha producido una emoción positiva porque me encantaba estar con mi abuela (si recordase la experiencia como un suplicio la emoción me habría generado malestar). Una vez que se produce una asociación entre el olor a colonia y la emoción de bienestar y felicidad es cuando se produce la huella o impronta, que hará que dicha asociación se quede grabada en mi memoria. Así que, desde ese momento, cuando en un futuro mi sentido del olfato vuelva a captar un aroma a colonia infantil aparecerán las mismas emociones que en el pasado.

Es importante recalcar que los recuerdos evocados a través de olores siempre tienen una emocionalidad asociada. Recordamos mejor lo que sentimos en aquel momento, o cómo nos sentíamos con alguien en particular, que los detalles de contenido del recuerdo. Por ejemplo, cómo era el lugar donde nos encontrábamos, si era pronto o tarde o si la persona llevaba gafas o una gorra. Los recuerdos asociados a los olores no lo son tanto a hechos en sí como a las emociones que pueden llegar a provocar.

Los recuerdos evocados a través de olores siempre tienen una emocionalidad asociada.

Olfato y trauma

Hasta ahora hemos hablado de la asociación entre olfato y emociones positivas. Pero los olores también pueden traernos emociones negativas y muy perturbadoras. Es el caso de quienes tras experimentar un evento traumático no soportan determinados olores porque les hacen revivir dicho suceso (flashback). Esto es lo que ocurre en el trastorno por estrés postraumático (TEPT). Algunas personas que han sufrido un accidente de coche recuerdan sobre todo el olor a gasolina y cuando huelen algo similar es como si volviesen a aquel momento. El malestar puede llegar a ser tan intenso que a menudo lleva a la persona a evitar situaciones en las que pueda exponerse a ese estímulo.

Un hecho traumático no se almacena en la memoria tal como se vive, como una secuencia ordenada. La amígdala almacena el episodio del trauma a través de fragmentos sensoriales de imágenes visuales, olores, sonidos, sabores o tacto. En consecuencia, tras un trauma, el cerebro puede activarse fácilmente según la entrada sensorial del estímulo, interpretando circunstancias normales como peligrosas y perdiendo su capacidad de discriminar entre lo que es amenazante y lo que es normal.

Bessel Van Der Kolk es uno de los mayores expertos mundiales en trauma. En su libro El cuerpo lleva la cuenta, menciona un estudio que realizó junto a otros compañeros del Hospital General de Massachusetts, en Estados Unidos. En dicho estudio comparaban cómo recordaba la gente las experiencias positivas y las traumáticas.

Encontraron dos grandes diferencias entre la forma en que los participantes hablaban de sus recuerdos positivos y cómo se referían a sus experiencias traumáticas: el modo en que estaban organizados los recuerdos y las reacciones físicas ante ellos. «Las bodas, los nacimientos y las graduaciones se recordaban como acontecimientos del pasado, historias con un inicio, un desarrollo y un final. En cambio, los recuerdos traumáticos estaban desorganizados. Nuestros sujetos recordaban algunos detalles demasiado claramente (el olor del violador, el orificio en la frente de un niño muerto), pero no podían recordar la secuencia de acontecimientos ni otros detalles vitales (la primera persona que llegó para ayudarles, si fueron al hospital en ambulancia o en el coche de la policía)», explica Van Der Kolk.

Sabías que…

  • Los recuerdos asociados a olores permanecen más tiempo en nuestra memoria que los evocados por la vista. A comienzos de los años 70, el psicólogo sueco Trigg Engen confirmó en un estudio la estrecha relación entre el olfato y la memoria. Expuso a un grupo de personas a una serie de fotografías y olores. Luego les pidió que los reconociesen entre otros muchos estímulos con un intervalo de minutos, días y meses. Al principio no había nada que destacar. Pero cuatro meses después del estudio se observó que aquello que se había memorizado a través de la vista se comenzaba a olvidar, mientras que los recuerdos olfativos permanecían intactos.
  • Un perfume asociado a un recuerdo positivo genera mayor actividad cerebral que un olor elegido al azar. La psicóloga Rachel Herz investigó el impacto emocional de los recuerdos y reflejó sus conclusiones en el estudio La evidencia de neuroimágenes de la potencia emocional de la memoria evocada por el olor. Herz y sus colaboradores encontraron que un grupo de cinco mujeres mostró mayor actividad cerebral al oler un perfume que asociaban a recuerdos positivos en comparación con uno que nunca antes habían olido. Además, la actividad cerebral también era mayor que la observada cuando las participantes simplemente veían el frasco de perfume.
  • Los receptores que se encuentran en el epitelio olfativo de nuestra nariz se combinan como si fuese un abecedario. Según Linda Buck, que obtuvo junto a Richard Axel el Premio Nobel de Medicina en 2004 por sus descubrimientos sobre el funcionamiento del sistema olfativo, «cada receptor es utilizado una y otra vez para definir un olor, igual que las letras son utilizadas una y otra vez para definir distintas palabras». Del mismo modo que podemos formar miles de palabras, dependiendo del modo en que combinemos las letras del alfabeto, cada olor se caracteriza por la activación de varios receptores. La combinación de estos receptores concretos, que es propia de un olor determinado, permite que el cerebro lo reconozca.
  • El ser humano puede detectar más de un billón de olores.  Hasta hace poco, se creía que éramos capaces de detectar diez mil olores distintos. Sin embargo, un estudio realizado en la Universidad Rockefeller, en Nueva York (Estados Unidos) y dirigido por Andreas Keller confirma que, como mínimo, podemos distinguir un billón de olores.
  • El olor de nuestra pareja influye en nuestra respuesta al estrés. A esta conclusión llegó un equipo de investigadores de la Universidad de Columbia Británica (Canadá). Para su estudio, agruparon a 96 mujeres en tres grupos. A las participantes del primer grupo se les puso en contacto con el olor de su pareja sentimental; a las del segundo, con el olor de un desconocido; y las del tercer grupo olieron un aroma neutro. Luego, se sometió a los tres grupos a un factor que aumentase su estrés. Los resultados indicaron que el estrés percibido se redujo en las participantes expuestas al olor de su pareja. Sin embargo, aumentó en quienes entraron en contacto con el olor de un extraño.
La mentalización es esencial para desarrollar la empatía y mejorar la regulación emocional

Qué es la mentalización y por qué es esencial en la empatía y la regulación emocional

Qué es la mentalización y por qué es esencial en la empatía y la regulación emocional 2121 1414 BELÉN PICADO

Llamamos mentalización o función reflexiva a la capacidad de adivinar, suponer o interpretar los pensamientos, actitudes, sentimientos, valores, motivaciones o intenciones que subyacen a la conducta de otras personas y a la nuestra propia. No es algo innato. Se trata de un proceso que aprendemos gracias a nuestras figuras de apego y que nos ayuda a tomar conciencia de nuestra propia experiencia interna. Y, de paso, a diferenciarla de la de los demás. En pocas palabras, la mentalización permite comprendernos y comprender a los otros, basándonos en lo que pasa en nuestro interior.

Para entenderlo mejor, os voy a contar un chiste que, seguro, muchos conocéis:

«A un hombre se le pincha la rueda del coche en plena noche mientras circula por una carretera solitaria. Al mirar en el maletero  se da cuenta de que no tiene gato para levantar el coche, así que asume que no le queda más remedio que buscar ayuda. Antes de lo que espera, divisa la luz de una casa a lo lejos y se dirige hacia allí.

Al principio, tiene plena confianza en que le ayudarán. Sin embargo, a medida que se acerca, empieza a pensar que el dueño podría no estar de humor para atenderle… o que, quizá, no tiene gato… o que puede tener gato, pero no querer dejárselo. ¿Y si está dormido y se enfada al ser despertado en mitad de la noche? Lo más seguro es que incluso le insulte… Mientras sigue avanzando, el hombre empieza a enfadarse y a recrear en su cabeza la discusión hipotética que tendría con el dueño de la casa y lo que le respondería en caso de que, efectivamente, le abriera la puerta de mala gana…

Cuando por fin llega a su destino llama al timbre y le abre la puerta una mujer de rostro afable, que le pregunta afablemente:

– Buenas noches ¿Qué desea?

A lo que nuestro hombre contesta:

– ¿Sabe lo que le digo? ¡Que se meta el gato donde le quepa!»

En este caso, al protagonista de nuestro chiste le ha fallado su capacidad de mentalización. No ha sido capaz de diferenciar su propia experiencia interna de la experiencia interna de la señora y le ha atribuido sus propios pensamientos.

¿Qué habría necesitado para una buena mentalización?

  • Diferenciar los propios pensamientos de la realidad.
  • Capacidad para comprender la mente propia.
  • Habilidad para comprender la mente ajena.
  • Regulación atencional, emocional y conductual.

Una buena mentalización permite diferenciar los propios pensamientos de los pensamientos de los demás.

Facilita la comunicación, favorece la empatía y protege nuestra autoestima

A continuación os describo algunas de las funciones que tiene la mentalización, es decir, para qué sirve:

  • Nos permite entender mejor a los demás. Cuando somos capaces de atribuir ciertos estados mentales a los otros (creencias, sentimientos, intenciones…) es más fácil entender su comportamiento (aun en el caso de que nos hayan perjudicado de alguna manera) y no vivir con tanto malestar ciertas conductas que nos incomodan. Por ejemplo, si soy capaz de captar que mi pareja no tuvo intención de herirme cuando dijo tal o cual cosa, ya que desconocía mi sensibilidad hacia ese tema, no me enfadaré tanto como si pienso que solo lo ha dicho para fastidiarme.
  • Favorece la autorregulación emocional. Si puedo identificar mis propios pensamientos y sentimientos ante una determinada situación, me resultará más fácil autorregularme, anticipar cómo puede impactar mi actitud o conducta sobre los demás y decidir cuál podría ser la posible respuesta. Imaginemos que voy a una comida familiar y alguien dice o hace algo que me molesta. Si no tengo una adecuada capacidad de mentalización, es probable que salte y me enfrente a esa persona sin pararme a pensar en las consecuencias (que todos acabemos discutiendo y la reunión acabe como ‘el rosario de la aurora’). Sin embargo, si soy consciente de mi enfado, de qué lo provoca y soy capaz de autorregularme y evaluar las posibles consecuencias o reacciones, puedo decidir respecto a la expresión de dicha emoción. Por ejemplo, puedo esperar a estar a solas con esa persona y expresarle mi incomodidad.
  • Facilita la comunicación. Si queremos tener un diálogo fluido y eficaz, es necesario tener información sobre el estado mental de nuestro interlocutor. Una buena capacidad de mentalización nos ayuda a adaptarnos a diferentes entornos sociales. Interpretar correctamente los deseos, ideas y pensamientos de otras personas, nos permitirá comunicarnos mejor.
  • Nos ayuda a ser más flexibles. Una correcta función reflexiva nos permite entender que nuestro modo de ver la realidad es solo uno más entre muchos posibles. Además, ayuda a alejarse de posiciones radicales y a mantener una duda razonable sobre nuestras propias convicciones.
  • Permite diferenciar los pensamientos de la realidad. Hasta los 3 años el niño vive sus pensamientos como la verdadera realidad (modo de equivalencia psíquica). Esto significa que pensar que hay un monstruo bajo su cama le produce el mismo temor que si realmente lo hubiese. Si hemos tenido una buena mentalización y hemos aprendido que los pensamientos se relacionan con la realidad, pero no son lo mismo, el impacto de ciertas ideas angustiosas se amortiguará al verlas como lo que son, simples pensamientos.
  • Protege nuestra autoestima. Imaginemos el caso de un empleado que sufre un trato hostil por parte de su jefe. Si el trabajador no ha adquirido una adecuada función reflexiva es fácil que relacione esa hostilidad con su manera de ser («No soy lo suficientemente bueno», «Soy un desastre»). Si, por el contrario, es capaz de atribuir ese comportamiento a estados mentales que tienen que ver con su superior y no con él, la situación le creará malestar, pero su autoestima y su autoconcepto no se resentirán.
  • Favorece el desarrollo de la empatía. Por un lado, facilita la empatía automática gracias a las neuronas espejo. Estas se activan al percibir el estado emocional de otra persona y nos permiten ‘conectar’ con dicha emoción. Pero la empatía también puede ser deliberada. Esto ocurre cuando, de forma voluntaria, somos capaces de dejar a un lado nuestra propia perspectiva, ponernos en el lugar del otro e imaginar cómo se siente o cuáles son sus razones para haber actuado de una determinada manera.

Mentalización y apego

La capacidad de desarrollar una buena mentalización, es decir, un buen control y comprensión sobre nuestros pensamientos, emociones y representaciones mentales está relacionado con el estilo de apego.

Si tuvimos en nuestra infancia un apego seguro y nuestros cuidadores mostraron una adecuada capacidad de mentalización, nuestro funcionamiento reflexivo será mucho mejor. Cuando los progenitores proporcionan un entorno afectuoso en el que se validan las emociones del niño, se cubren sus necesidades y se le ayuda a poner nombre a sus sentimientos, deseos y pensamientos, el pequeño desarrollará, poco a poco, una adecuada coherencia entre actos y pensamientos, conductas y emociones.

Si, por el contrario, las figuras de apego no proporcionan este entorno, no se desarrollará una adecuada mentalización. El niño no será capaz de identificar la emoción que está experimentando, ni tampoco de reflexionar sobre ella y gestionarla. Y, si no es capaz de hacer esto consigo mismo, tampoco podrá hacerlo con los demás.

La mentalización no es algo innato; es un proceso que aprendemos gracias a nuestras figuras de apego.

Cómo aparece la mentalización

El bebé es capaz de percibir determinadas sensaciones corporales que acompañan a sus emociones, pero no asociarlas a la emoción correspondiente. Por ejemplo, experimenta malestar ante un evento atemorizador, pero no comprende que está asustado. Ni tampoco cuenta con la habilidad de asociar ese miedo con la persona o el suceso que se lo han provocado.

Además de miedo, el bebé puede experimentar otras emociones básicas como alegría, enfado, tristeza, asco o sorpresa sin ser consciente de que las está sintiendo. Precisamente son las figuras de apego, a quienes corresponde poner nombre y verbalizar lo que le está ocurriendo al niño: «Estás triste porque has perdido la pelota».

El bebé empieza a hacerse consciente de sus propios estados emocionales a través de la reacción de su cuidador, que le hace de espejo con expresiones faciales y verbales acordes a la expresión emocional del niño. Seguro que os habéis fijado en que es habitual que los adultos, y en particular los padres, muestren unas respuestas afectivas muy acentuadas cuando se dirigen al bebé. Se trata de una conducta intuitiva, espontánea y propia de muchas culturas que se conoce como «reflejo del afecto». Cuando el niño aprende que esos gestos tan marcados de sus cuidadores son la representación de sus propias expresiones emocionales, poco a poco irá siendo capaz primero de mostrarlas de forma intencional y luego de ir regulándolas.

Hasta los 3 años el niño funciona de un modo prementalizado. Considera que sus ideas son réplicas directas y exactas de la realidad, no representaciones, y, por tanto, que hay una única forma de verla. A partir de los 4 ó 5 años ya empieza a aumentar su capacidad para mentalizar: diferencia la realidad de la representación que tiene de ella y también empieza a ser capaz de comprender que sus representaciones de la realidad son diferentes de las que tienen otras personas.

Pero para que todo este proceso sea posible es necesario que los cuidadores sean capaces de mentalizar. Es decir, de regularse emocionalmente ellos mismos y también al niño. Si esto no ocurre, el niño tendrá que buscar por sí mismo estrategias de regulación que le ayuden sentir que puede controlar su entorno.

Un proceso esencial en nuestro desarrollo como personas

Hay un experimento, conocido como el experimento de la cara inexpresiva o still face, que refleja muy bien la importancia de la mentalización (podéis verlo aquí). El vídeo muestra cómo interactúan una madre y su bebé. En la primera parte ambos están conectados, el niño  ve reflejadas sus emociones en la cara de la madre, se ríe con ella, la busca y ella responde. En un momento dado,  la madre deja de responder a cualquier intento del bebé por llamar su atención y se muestra totalmente inexpresiva. El niño sonríe, agita sus brazos, intenta llamar su atención… Pero todo es en vano y acaba desesperándose hasta que la madre vuelve a mostrarse expresiva y en pocos segundos logra calmar a su hijo.

Cuando esta ausencia de respuesta es puntual, no tendrá consecuencias significativas para el niño. Pero si se trata de algo habitual, ese pequeño tendrá grandes dificultades para identificar y gestionar sus propios sentimientos.  Y, por tanto, también le resultará muy complicado adivinar las intenciones o estados internos de los demás y actuar en consecuencia. Esto repercutirá negativamente en sus relaciones interpersonales y en su propio desarrollo emocional.

Por ejemplo, puede ocurrir que, en ciertas situaciones, una persona ya adulta ‘vuelva’ al funcionar de un modo prementalizado, percibiendo la realidad de manera idéntica a cómo se presenta en sus pensamientos. Imaginemos el caso de Teresa. Se siente atraída por un compañero del trabajo. Él siempre se muestra amable con ella, aunque no ha mostrado que quiera ir más allá de una mera amistad. Teresa, sin embargo, no es capaz de verlo y está convencida de que él siente lo mismo porque así lo vive en su imaginación. Le llama, le ‘fríe’ a whatsapps, habla a sus amigos de su ‘maravillosa’ historia de amor e, incluso, se ha presentado en casa del chico más de una vez. Él acaba agobiándose y la amenaza con denunciarla por acoso. Ella no entiende nada y se sume en una depresión al sentirse abandonada.

Un inadecuado desarrollo del proceso de mentalización puede dar lugar a diferentes problemas: dificultad en las relaciones interpersonales, inestabilidad emocional, impulsividad, somatizaciones, diversos trastornos (estrés, ansiedad, depresión…), conductas autodestructivas y/o violentas, etc. Asimismo, los problemas de mentalización están en la base del trastorno límite de la personalidad (TLP) y también se encuentran entre las características de la alexitimia.

Una buena mentalización facilita la comunicación.

Algunas pautas para mentalizar mejor

Hay ciertas pautas que pueden ayudarnos a mejorar nuestra función reflexiva:

  • Hablar con uno mismo en voz alta. Al contrario de lo que muchos piensan, pensar en voz alta favorece la mentalización y la capacidad reflexiva y permite elaborar mejor los propios pensamientos. Entre otras cosas, puede ayudarnos a comprender mejor una situación, a mantener la calma en determinados momentos o a organizar nuestras ideas y emociones.
  • Siempre hay otras alternativas. Imaginemos que me cruzo en la calle con un vecino, no me saluda y doy por hecho que le caigo mal. Así, el malestar será mayor que si entiendo que mi suposición es una posibilidad, pero no necesariamente la acertada. También es posible que vaya ensimismado y ni me haya visto. O, incluso, que se haya dejado en casa las gafas y no me haya reconocido. Cuando penséis que alguien ha hecho algo solo para fastidiaros, os invito a buscar, al menos, otras tres alternativas (por absurdas que os parezcan). Veréis como vuestro estado emocional y mental cambia.
  • Dar rienda suelta a la imaginación. Hay un estudio muy interesante que demuestra la correlación positiva entre creatividad y mentalización, así que si reforzamos la primera, ayudaremos también a desarrollar la segunda. En dicho estudio se explica que, además de favorecer la flexibilidad cognitiva, ambos procesos permiten crear múltiples representaciones de una misma realidad. Y también crear diferentes perspectivas individuales «al ir más allá de lo físico y aparente para imaginar múltiples realidades posibles, ya sea en el arte o en el plano relacional».
  • Contar cuentos a nuestros hijos. Los cuentos contienen múltiples referencias a términos cognitivos y emocionales, deseos, valores, etc. Un estudio sobre la lectura compartida de cuentos demostró que cuando los adultos leen libros a los niños, su lenguaje ‘mentalizante’ tiende a ser más complejo y rico que con otro tipo de actividades, como jugar, comer o vestirse. Rafael Guerrero, en su libro Educación emocional y apego, explica cómo, mientras estamos contando una historia, o leyéndola, «el niño está constantemente infiriendo lo que los personajes del cuento sienten, notan, piensan y hacen».
  • Abrir un espacio a la autorreflexión. Guerrero hace también hincapié en la importancia de dedicar un tiempo, aunque sea breve, a pensar sobre la emoción que estamos sintiendo, las ideas o pensamientos asociados, las sensaciones y las acciones. «El proceso de mentalización supone pensar sobre la emoción que estoy sintiendo o sobre la emoción que está experimentando otra persona. Si dedicamos un tiempo a reflexionar sobre lo que los demás sienten y piensan, seremos capaces de actuar de mejor manera, disfrutaremos de las relaciones sociales y evitaremos conflictos. Si en un primer momento reflexionamos sobre lo que sentimos, dónde lo notamos en el cuerpo, los pensamientos que tenemos y la manera de actuar, nos va a resultar más fácil entender lo que los demás experimentan en situaciones parecidas a las nuestras».

 

Aprender a gestionar la ira contribuye a mejorar la autoestima.

Emociones incomprendidas: Cómo gestionar la ira para mejorar tu autoestima

Emociones incomprendidas: Cómo gestionar la ira para mejorar tu autoestima 2560 1707 BELÉN PICADO

La rabia emerge cuando nos vemos sometidos a situaciones que nos producen frustración, nos resultan aversivas, amenazan nuestra autoestima o en las que percibimos que algo o alguien podría hacernos daño. Sin embargo y pese a ser una emoción básica (junto a la alegría, la tristeza, el miedo y el asco), no tiene muy buena fama. En ocasiones no la aceptamos como parte de nosotros o, por el contrario, dejamos que se desboque. Y es que aprender a gestionar la ira no resulta nada fácil.

Se trata de una emoción que nos acompaña desde que nacemos (el bebé expresa su rabia mediante el llanto cuando no consigue satisfacer sus necesidades) y que, a lo largo de nuestro desarrollo, vamos aprendiendo a expresar y a regular. O, al menos, así debería ser. Aristóteles ya lo decía en el siglo IV a.C.: «Cualquiera puede enfadarse, eso es algo muy sencillo. Pero enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo correcto, eso, ciertamente, no resulta tan sencillo».

Según Lorraine Bilodeau, autora de varios libros sobre este tema, la ira «protege la identidad y la dignidad de una persona, ya que es un sentimiento natural y básico que se experimenta cuando alguien se percibe tratado de maneja injusta. Siendo utilizado de forma eficiente contribuye al fortalecimiento de una adecuada autoestima, ya que al expresar lo que se siente, se piensa y se necesita se establecen límites de contacto y la persona se autoafirma».

Evolutivamente, además, ha contribuido a la supervivencia de nuestra especie gracias a los cambios físicos que se producen en el organismo. Ante una posible amenaza y en cuestión de segundos, el cuerpo entero se prepara para luchar. Las glándulas suprarrenales y la tiroides segregan adrenalina y cortisol, lo que se siente como una descarga de energía que facilita que se corra más rápido o se tenga más fuerza. A la vez, se produce un aumento de la frecuencia cardiaca, la presión arterial y la tensión muscular.

Ante una posible amenaza y en cuestión de segundos, el cuerpo entero se prepara para luchar.

¿Por qué nos enfadamos?

Los motivos que llevan al enfado son muchos, pero siempre existe un factor común: la frustración. Generalmente, esta emoción aparece cuando:

  • Alguien no se comporta según nuestras expectativas.
  • Consideramos que ha habido intencionalidad ante algo que nos frustra. Imaginemos que pedimos dinero prestado a un amigo y se niega alegando que no dispone de esa suma. Si le creemos, experimentaremos frustración, pero no pasará de ahí. En cambio, si pensamos que nos miente y que tiene dinero de sobra pero no nos lo quiere prestar, la frustración se transformará en ira.
  • Sentimos que se han vulnerado nuestros derechos o los de otras personas.
  • No logramos un objetivo que nos hemos propuesto porque no contamos con los recursos necesarios o porque pensamos que alguien o algo nos lo ha impedido.
  • Consideramos que algunas de nuestras necesidades básicas no están siendo cubiertas (hambre, sed, cansancio…).
  • Necesitamos tapar otras emociones. Hay personas que no toleran la tristeza porque la ven como un signo de debilidad y a menudo, sin ni siquiera llegar a notarla, se van a la rabia de un modo más o menos automático. Algo parecido ocurre con el miedo: es mucho más fácil sentir ira que miedo. La rabia también proporciona una salida a la vergüenza: cuando experimentar vergüenza me parece inasumible, enfadarme me saca de ahí. En estos tres casos, el enfado se convierte en un mecanismo de defensa frente a emociones que no quiero o no me atrevo a mostrar.

La función adaptativa de la ira

Las principales funciones de la ira están relacionadas con la autoprotección, la regulación interna y la interacción social. La primera hace referencia tanto a la protección y defensa de la integridad propia o dignidad como a la protección de lo que valoramos como nuestro: desde nuestra familia a nuestras creencias, juicios y valores. Respecto a las funciones de regulación interna y de interacción social, la ira bien manejada nos permite establecer límites claros, afrontar conflictos con asertividad y construir relaciones sanas con quienes nos rodean.

A través de ella podemos mostrar al otro nuestro descontento cuando consideramos que no se han respetado nuestros derechos o nuestros límites. Además, al expresar lo que sentimos, pensamos y necesitamos, la rabia también contribuye a sentar las bases para una sana autoestima.

Aprender a enfadarse

En su libro La sabiduría de las emociones, Norberto Levy, establece tres fases a la hora de comunicar nuestro enfado:

  1. Descargar. Levy hace hincapié en la necesidad de liberar el excedente de energía que acumulamos cuando nos enfadamos, comparándolo con abrir la válvula en una olla a presión. Eso sí, una cosa es la acción de descarga y otra el ataque. La descarga es independiente de la presencia física del otro y su función es disminuir la tensión que produce la adrenalina acumulada en nuestro organismo. Cada uno podemos utilizar el modo que más se adecúe a nosotros, ya sea correr, hacer flexiones, gritar, bailar o, simplemente, salir a airearnos y a dar un paseo.
  2. Comunicar. Una vez que la adrenalina ha disminuido, es el momento de comunicar al otro el impacto que su acción ha producido en mí. Expongo la conducta sin juzgarla y expreso lo que siento. Sin descalificaciones, conclusiones, ni juicios acerca del otro ni del porqué de su conducta. Con esto, también estoy llevando a cabo un movimiento de descarga importante, en este caso emocional. Y, de paso, me empodero al asumir lo que siento.
    Es posible que piense que por decir cómo me siento estoy demostrando debilidad. Sin embargo, si no lo hago, el enfado tomará canales más disfuncionales. Por ejemplo, no explico a mi amiga que me ha molestado que haya llegado una hora tarde, pero me paso toda la cita quejándome de todo y criticando cualquier cosa que hace o dice.
  3. Propuesta de reparación. Después de exponer cómo me siento, formulo una propuesta para reparar esa situación y tratar de que el problema no vuelva a repetirse.

Sobre todo, conviene recordar que el enfado no es un fin en sí mismo sino un medio para resolver un problema.

el enfado no es un fin en sí mismo sino un medio para resolver un problema.

Pautas para aprender a gestionar la ira

Ya hemos dicho que la emoción de la ira nos acompaña desde que nacemos. Lo que no viene de serie y hay que aprender es a regularla. Mostrar nuestro enfado siendo respetuosos y sin herir a nadie es posible. Os doy algunas pautas para conseguirlo.

  • Entre el blanco y el negro hay muchos matices. El enfado se manifiesta con muchos niveles de intensidad, desde la irritación leve o  el fastidio hasta la furia, y conviene aprender a distinguirlos. Si tomas conciencia del momento en que estás empezando a experimentar un ligero enfado, te resultará más fácil intervenir antes de que la ira sea abrumadora.
  • Familiarízate con tus sensaciones físicas. Por lo general, la ira se acompaña de tensión muscular y en las mandíbulas, respiración entrecortada, pulso cardiaco acelerado, sensación de calor o de acumulación de energía, etc. Identificar tus propias sensaciones corporales te ayudará a regularte mejor e, incluso, a distinguir si algo o alguien te está provocando enfado antes de que la cosa vaya a más.
  • Apuesta por la creatividad. Puedes probar a canalizar y expresar tu ira con formas no verbales creativas y sanas: escribir, dibujar, pintar,  etc.
  • Muévete. El ejercicio físico puede servirte como válvula de escape para descargar ese exceso de energía generada por la parte más fisiológica de la ira.
  • Busca un modelo que imitar. Seguro que conoces a alguien que sabe mostrarse firme sin necesidad de atacar o saltar a la mínima. Fíjate en personas que tienen sus propias ideas y saben luchar por lo que quieren con flexibilidad y de manera proporcionada a la situación y conviértelas en tus referentes.
  • Reflexiona. En lugar de limitarte a dar rienda suelta a tu rabia, trata de entenderla. Puede ayudarte imaginar que estás observándote a ti mismo desde la distancia y con curiosidad. Pregúntate: ¿Por qué estás enfadado?. A veces, es fácil echar la culpa a las circunstancias o a otros por cómo nos sentimos cuando, en realidad, son nuestros propios pensamientos, percepciones y expectativas el combustible de nuestra ira.
  • Investiga. Averigua cuáles son los desencadenantes más comunes de tu rabia. Si encuentras los disparadores que te hacen saltar, serás más consciente de cuándo ocurren y más capaz de prevenir una reacción automática.
  • Entrena tu tolerancia a la frustración. Reconciliarnos con el fracaso y aceptar que a veces las cosas no salen como esperamos, ni todo el mundo piensa como nosotros, nos ayudará a no dejarnos llevar por la rabia tan fácilmente.
  • Practica la comunicación no violenta. Este tipo de comunicación favorece la empatía, el respeto y la colaboración. Además, permite resolver conflictos de forma asertiva y enseña, no solo a decir «no», sino también a aceptar el «no» de los demás.
  • Date permiso para enfadarte también con tus seres queridos. Cuando uno asocia enfadarse con pelearse y con el inicio de una escalada que va a ir directa a la ruptura del vínculo, lo más seguro es que se trague su rabia. Debajo de esta actitud hay ideas muy arraigadas, como «Si quieres a alguien no puedes estar en desacuerdo con él» o «Si expresas tu ira, dejarán de quererte». Estas creencias implican que el afecto y el enojo son excluyentes. Y es al revés. Según Levy, «una de las actitudes que más ayuda a que el enojo conduzca a un camino resolutivo es poder sentir y expresarlo con afecto».
  • Responsabilízate de tus emociones. A veces culpamos al otro de nuestro enfado sin darnos cuenta de que estamos depositando en él lo que no estamos preparados para asumir en nosotros. Si somos capaces de reconocer este mecanismo de proyección, serán menos las situaciones que nos generen malestar y los demás nos servirán de espejo para ver qué asuntos pendientes tenemos que resolver con nosotros mismos
  • Presta atención a las palabras. Cuando utilizas frases como «Me has hecho enfadar» estás dando al otro el poder sobre tu malestar (si esto fuera así, seguirías enfadado mientras el otro quisiera). Sin embargo, decir «Estoy enfadado por lo que ha ocurrido», te devuelve el poder.
  • Cuenta hasta diez. Cuando sientas que te estás enfadando mucho, cuenta despacio hasta diez (o hasta cien si hace falta), antes de decir o hacer algo que lamentes después. Date una vuelta, aléjate de la situación de manera temporal o pon en práctica alguna técnica de respiración para calmarte. Si tienes una relación, por ejemplo, podéis acordar una señal para que tu pareja no se sienta ignorada en el caso de que te retiras de la discusión durante unos minutos. Eso sí, es conveniente retomar la discusión más tarde, pero ya desde un punto más calmado.

Si te estás enfadando mucho cuenta hasta diez antes de decir o hacer algo que lamentes después.

  • Sana tu pasado. La ira puede aparecer porque ciertas situaciones del presente se interpretan o perciben desde el punto de vista del pasado. Imaginemos que me he citado con alguien para una reunión de trabajo y llega tarde porque ha encontrado atasco. Aun sabiendo que el retraso no ha sido intencional, ni para hacerme daño, yo me enfado muchísimo y anulo la reunión después de reclamar a la otra persona «su falta de seriedad». ¿Qué ha pasado ahí? Muy probablemente el enfado me ha conectado con una sensación de ser rechazada o ignorada que tiene su origen mucho más atrás. Mientras no entienda y procese lo que me ocurrió en el pasado, mantendré esas creencias y, con ellas, las reacciones desproporcionadas de ira.
  • Cuidado con los extremos. Permitirte exteriorizar tu ira no significa que la dejes suelta como un caballo desbocado. O que tengas que pelearte por todo y discutir cada vez que no estés de acuerdo con algo. Hay ocasiones en las que te tocará elegir entre tener la razón o tener paz. Ocasiones en las que te vendrá mejor no luchar, no porque no tengas la razón, sino porque no vale la pena o no te conviene.
  • Pide ayuda. Si no consigues expresar el enfado de una forma asertiva, bien porque no eres capaz de exteriorizarlo o bien porque no puedes evitar las explosiones de ira, consulta con un profesional. Si lo deseas, puedes ponerte en contacto conmigo y te ayudaré a gestionar tus emociones de un modo más adaptativo.

¿Y qué pasa cuando yo expreso bien mi enfado y el otro sigue contestando o reaccionando mal?

Aprender a expresar bien mi enfado no garantiza que el otro vaya a cambiar de acuerdo a mi deseo. Solo me asegura que no estoy echando más leña al fuego y que estoy creando las condiciones propicias para que el desacuerdo se resuelva.

A menudo, lo que suele ocurrir es que el cambio de actitud de uno se va contagiando al otro. Este capta esa nueva atmósfera emocional y aprende otra forma, más respetuosa y resolutiva, de expresar su propia ira. Ahora bien, también existe la posibilidad de que esto no ocurra y hay que contar con ello. En ese caso uno tiene la certeza de que ha actuado de la forma adecuada y, a partir de ahí, es más sencillo tomar la decisión que corresponda.

(Este texto forma parte de la serie Emociones Incomprendidas, que también incluye artículos sobre la envidia,  la vergüenza y la tristeza)

El selfie puede ser una eficaz herramienta de autoconocimiento.

El selfie como terapia y herramienta de autoconocimiento

El selfie como terapia y herramienta de autoconocimiento 1920 1281 BELÉN PICADO

Vincent Van Gogh, Frida Kahlo, Picasso… A lo largo de la Historia del Arte han sido numerosos los artistas que han recurrido a los autorretratos como una forma de mostrar cómo se sentían, expresar sus emociones o lidiar con sus demonios internos. Este uso, terapéutico y sanador, también puede generalizarse a los autorretratos fotográficos, incluidos los que se hacen con la cámara del móvil. Ya sé que los selfies no están muy bien vistos por algunos sectores. Sin embargo, pese a su mala fama no siempre son síntoma de narcisismo, vanidad, exhibicionismo o postureo. A veces, incluso, hay que ver también el selfie como terapia y como herramienta de autoconocimiento.

Los orígenes de la fotografía terapéutica se remontan a la década de los ochenta. En esos años, a la fotógrafa británica Jo Spence se le ocurrió la idea de convertir su arte en una herramienta para visibilizar diversos procesos personales y sociales. Uno de estos trabajos fue realizar una serie de autorretratos en los que mostraba su lucha contra el cáncer de mama.

Fotografía y salud mental

Son muchos los fotógrafos que han visto en el autorretrato un modo de sanar emocional y mentalmente. La fotógrafa estadounidense Samantha Geballe, por ejemplo, ha recurrido a esta modalidad para reflejar de forma honesta y conmovedora (y también cruda) su ansiedad y su dificultad para aceptar su cuerpo. «Mi trabajo se centra en el retrato conceptual, lo que permite la exploración de las emociones humanas desde dentro hacia fuera. Estoy trabajando en una serie de autorretratos centrados en la imagen corporal y la salud, que reta a los espectadores con la pregunta ¿De qué forma te aceptas a ti mismo?», expresa a propósito de su trabajo.

Por otra parte, Broken Light Collective es un proyecto internacional que reúne a fotógrafos de todo el mundo. Son profesionales con diversos trastornos mentales (esquizofrenia, depresión, trastorno límite de la personalidad, etc.) que en cierto momento de sus vidas encontraron en la fotografía una efectiva forma de terapia.

A menudo el autorretrato se ha utilizado como un modo de canalizar emociones difíciles.

Un vehículo de expresión

Igual que hay personas a las que resulta más fácil comunicarse a través de la música o el dibujo que por medio de la palabra, también hay quienes encuentran en la fotografía un mejor vehículo de expresión. A través del autorretrato podemos desahogarnos, mostrar cómo nos sentimos o canalizar emociones complicadas de aceptar como la vergüenza, la tristeza o la ira. El autorretrato nos ayuda a reflexionar sobre nuestra propia identidad, a aceptarnos a nosotros mismos y también a vernos desde otras perspectivas diferentes a las que estamos acostumbrados.

No me parece descabellado establecer un paralelismo entre el autorretrato y escribir un diario. En el diario, cada una de las palabras que escribimos va dejando pistas sobre lo que esconde nuestro mundo emocional. Del mismo modo, en el autorretrato, con cada disparo de nuestra cámara (o de nuestro móvil) también estamos inmortalizando, sin quererlo, una parte de nuestra intimidad y de ese mundo emocional.

En ambos casos, es posible que al principio empecemos escribiendo o fotografiando aquello que buscamos de  forma consciente y voluntaria. Pero, si dejamos a un lado el control y nos dejamos fluir, siempre habrá un momento, tanto con las palabras como con las imágenes, en el que acabaremos reflejando nuestra verdadera esencia. Aspectos que a menudo permanecen ocultos incluso para nosotros.

La cara más favorecedora del selfie

Aunque es cierto que muchos profesionales reniegan de la democratización del autorretrato a través de las cámaras incrustadas en los móviles, a nivel terapéutico y bien utilizados los selfies pueden constituir un buen instrumento de autoconocimiento. A través de él, tenemos la oportunidad de expresar quiénes somos, fantasear con quiénes queremos ser y elegir cómo mostramos al mundo. Incluso el ángulo desde el que nos tomamos la foto ya constituye una forma de comunicación no verbal. Por otra parte, el hecho de poder decidir qué imagen mostrar, también aporta cierta sensación de control.

Hacerse selfies no es algo malo en sí mismo, ni tiene por qué indicar que existe un trastorno mental. Es más, puede tener efectos positivos, como se desprende de un estudio realizado en la Universidad de California y publicado en la revista especializada Psychology of Well-Being. Durante cuatro semanas 41 estudiantes, de entre 18 y 36 años, tuvieron que hacer tres tipos de fotos. Una modalidad era hacerse un selfie todos los días mientras sonreían. Otra, fotografiar algo que les hiciera felices. Y la tercera, fotografiar algo que pensaran que haría feliz a alguien (imagen que luego deberían enviar a esa persona). A cada participante se le asignó al azar un tipo de fotos y, finalizado el experimento, los investigadores vieron que los estados de ánimo positivos habían aumentado en los tres grupos.

Algunos de los voluntarios que se habían hecho los selfies comentaron que se sentían cada vez más seguros y cómodos con sus fotos sonriendo. Los que fotografiaron los objetos que les hacían felices se volvieron más reflexivos y agradecidos. Y los que tomaron las instantáneas para hacer felices a los demás, además de sentirse más tranquilos, explicaron que el hecho de conectar con sus amigos y familia les había ayudado a aliviar el estrés.

Selfie como terapia y autorretrato terapéutico

Si conseguimos combinar los conceptos «selfie» y «autoconocimiento», el resultado puede ser muy terapéutico y esclarecedor. Además de utilizar las autofotos  como una forma de mostrarnos a los demás, también constituyen una herramienta para conocernos mejor y encontrar en nosotros mismos la mirada de aceptación que a veces buscamos en otros.

La fotógrafa Cristina Núñez ha creado un método de trabajo terapéutico basado en su propio proceso personal, al que denomina The Self-Portrait Experience. Ella misma comenzó a hacerse autorretratos para sentirse mejor y superar una complicada adolescencia. «Para mí fue una especie de autoterapia para superar mis problemas de autoestima. Encontré una manera de expresar lo que realmente necesitaba y de compartir con los demás mi propia vulnerabilidad. El hecho de fotografiarme a mí misma en diferentes estados emocionales, en fotos que no me gustan, y mostrarlas supuso para mí un refuerzo muy positivo», cuenta en esta entrevista.

En los autorretratos que propone Cristina no hay filtros ni postureo. Solo están la cámara y la persona, con sus emociones y sus inseguridades. Y es en esa soledad cuando lo inconsciente se hace real, hasta el punto de que en ocasiones es complicado reconocerse uno mismo una vez que se ve el resultado. Es una manera diferente de mirarnos y de aprender a aceptarnos a la vez que mejoramos nuestra autoestima. Al fin y al cabo, no solo estamos hechos de sonrisa y amabilidad. También llevamos dentro miedos, frustraciones e inseguridades. Y atrevernos a mostrarnos así de vulnerables nos hace todavía más valientes y auténticos.

Por suerte, no necesitamos una cámara fotográfica profesional para este trabajo de profundización interior. También a través de la cámara del móvil podemos jugar a experimentar. Por ejemplo, combinando selfies actuales con imágenes del pasado o elaborando un diario fotográfico compuesto de autofotos en diferentes circunstancias. O realizando collages con imágenes en las que nos atrevamos a mostrar las emociones que más tememos y que tanto nos cuesta exteriorizar. En pocas palabras, utilizar los selfies para explorar nuestras luces, pero también para acercarnos a nuestras sombras.

Con los selfies podemos explorar nuestras luces y acercarnos a nuestras sombras.

Cómo saber si nos estamos ‘pasando’ con los selfies

Como en todo, en el término medio está la virtud. ¿Cuándo se convierte el selfie en un hábito nocivo o, lo que es lo mismo, en ‘selfitis’? Pues deberíamos empezar preocuparnos si nos pasamos el día autofotografiándonos continuamente y subiendo las imágenes de forma compulsiva a las redes sociales. O también si somos incapaces de subir una foto sin antes haber hecho toda suerte de retoques o haber aplicado filtros y más filtros que enmascaren nuestros ‘defectos’. Igualmente es mala señal estar pendientes de los ‘likes’, hasta el punto de angustiarnos si no recibimos la retroalimentación o el feedback que esperamos.

La tecnología y las redes sociales están ahí y ahí van a seguir. Igual que ya había personas obsesionadas con su imagen mucho antes de la llegada de los selfies. Así que aprendamos a hacer un uso responsable de ellos (y enseñemos a nuestros hijos), sin llegar tampoco al extremo de demonizarlos.

Está bien jugar y experimentar, pero sin perder nunca de vista la diferencia entre el mundo real y el virtual.

 

La película "Soul" nos recuerda dónde encontrar la chispa de la vida.

«Soul», la película que nos recuerda dónde encontrar la chispa de la vida

«Soul», la película que nos recuerda dónde encontrar la chispa de la vida 1522 1076 BELÉN PICADO

Después de ver la última producción de Pixar, dirigida por Pete Docter, no he podido resistirme a incluirla en este blog. Y no solo porque se ha llevado numerosos premios, entre ellos el Oscar a la mejor Película de Animación y dos Globos de Oro. Si la película Soul me ha gustado tanto es, sobre todo, porque habla de las segundas oportunidades, de la búsqueda de la felicidad en las pequeñas cosas, del peligro de obsesionarse con lo que nos apasiona y de lo importante que es disfrutar de cada minuto. Por cierto, aprovecho que aún estáis al principio del artículo para avisaros de que a lo largo del texto hay spoilers.

Nada más empezar la película conocemos a Joe Gardner, profesor de música en un instituto de secundaria de Nueva York, pero cuyo verdadero sueño es convertirse en un gran pianista de jazz. Su gran oportunidad llegará de la mano de un antiguo alumno que le ofrece la posibilidad de tocar con la gran saxofonista Dorothea Williams. Sin embargo, pocas horas antes del concierto nuestro protagonista cae por una alcantarilla…

Mientras su cuerpo permanece en coma en un hospital, su alma aterriza en otra dimensión, concretamente en un puente que conduce al Mas Allá. Pero Joe no está dispuesto a renunciar a su sueño y, mientras se resiste a la muerte total, acaba en el Gran Antes, una especie de limbo donde se entrena a las almas antes de adjudicarles un cuerpo en la Tierra. Es aquí donde Joe se convierte en improvisado mentor de 22, una joven y rebelde alma que aún no ha encontrado su «chispa» o, lo que es lo mismo, la motivación para vivir que necesita para poder ser enviada a la Tierra. A partir de ese momento, tanto Gardner como 22 iniciarán una aventura que les ayudará a comprender dónde está la verdadera chispa de la vida.

La chispa no es una meta a alcanzar, es el amor por la vida

Al principio de la película, Gardner da por sentado que la chispa es el propósito que cada uno tiene en la vida. Y en su caso es dedicarse al jazz y tocar el piano, que es lo que se le da bien y lo que le apasiona. Así que intenta que su ‘alumna’ encuentre esa motivación que le falta en tocar un instrumento, en pintar, etc. Sin embargo, nada de esto funciona, igual que no funcionó con los anteriores mentores de 22, entre los que estaban el mismísimo Copérnico, Abraham Lincoln o la madre Teresa de Calcuta.

Y no funciona porque la ‘chispa’ no es una actividad, ni una meta específica, ni un objetivo vital, ni una expresión artística. La ‘chispa’, como le dice Jerry a Joe, no es una meta que alcanzar en la vida, sino el amor por la propia vida en todas sus facetas. Es sentir el viento en la cara, es disfrutar del intenso sabor de un trozo de pizza o sentir el tacto de una hoja que cae de un árbol.

Esto es algo que los protagonistas tienen que aprender a lo largo de la historia y que nosotros deberíamos recordar. Porque, demasiado a menudo, nos dejamos absorber tanto con alcanzar metas y objetivos que olvidamos el verdadero sentido de la vida. Nos dejamos arrastrar por la permanente búsqueda de la felicidad sin darnos cuenta de que la felicidad no está en la meta sino en el propio camino. Y, como también escuchamos en esta historia, «cuando el placer se convierte en obsesión uno se desconecta de la vida».

La chispa no es una meta a alcanzar, sino el amor por la vida.

Lo que importa no es el destino sino el camino

A veces nos marcamos objetivos tan rígidos que acaban limitándonos. Por supuesto que tener metas y esforzarse en alcanzarlas es saludable. Pero cuando nos obsesionamos y nos olvidamos de disfrutar de todo lo bonito que nos ofrece la vida, nuestro bienestar y nuestra salud mental se resienten. Sobre todo, si no llegamos a alcanzar esas metas. Porque, seamos realistas, no siempre podemos cumplir nuestros deseos. Así que, además de trabajar en nuestra tolerancia a la frustración nos vendrá muy bien psicológicamente no limitarnos a una única fuente de motivación. Al fin y al cabo, por muchos esfuerzos que hagamos no todo depende de nosotros.

Y si en un momento de ese camino que es la vida descubrimos que aquello que nos llenaba, ha dejado de motivarnos busquemos en otro lugar. En una escena de la película Soul el protagonista se sorprende al descubrir que su barbero en realidad quería ser veterinario, pero en el camino descubrió que le hacía mucho más feliz ser barbero. «Conozco personas interesantes, los hago felices y guapos. Puede que no haya inventado las transfusiones de sangre, pero, definitivamente, estoy salvando vidas», comenta Dez mientras atiende a Joe.

El camino que nos lleva a sentirnos realizados no siempre es el que habíamos elegido en un inicio y tenemos que ser lo suficientemente flexibles y abiertos como para entender que podemos encontrar la felicidad en muchos lugares, a veces incluso en los más inesperados.

Disfrutar del camino también pasa por aprender a hacer oídos sordos a todos esos mensajes que nos llegan a diario recordándonos que si no alcanzamos nuestros objetivos somos unos fracasados o no somos válidos. Como el poeta Konstantin Kavafis nos recuerda en su maravilloso poema Ítaca, disfrutar del camino y de lo que aprendemos mientras lo recorremos es más importante que el propio destino.

Agua y océano

¿Y qué pasa si hemos estado tan obsesionados con la meta que nos olvidamos de todo lo demás? Pues que, aun logrando nuestro objetivo, es posible que luego no sea para tanto como habíamos imaginado. Y esto es justo lo que le ocurre a Joe. Ante el inesperado sentimiento de vacío y soledad que experimenta después de cumplir su sueño de tocar junto a Dorothea Williams, esta le contará una sencilla fábula que le abrirá los ojos: «Un pez pequeño le pregunta a otro más viejo dónde puede encontrar el océano. El pez viejo le responde: ‘Estás en él ahora mismo’. A lo que el joven replica: »Pero si esto es agua. Lo que yo busco es el océano».

Esta fábula, basada en un microrrelato de Anthony de Mello, tiene un mensaje muy claro: la felicidad no está en los grandes objetivos. De hecho, no nos hace ningún bien vincular nuestra identidad únicamente a lo que somos capaces de lograr.

Dorothea ayuda a Joe a tomar conciencia de que ese pez pequeño es él. Hasta ese momento ha estado tan enfocado en encontrar la felicidad convirtiéndose en un gran músico de jazz, que no ha reparado en que esa felicidad le ha estado rodeando siempre. Será tras esa conversación, al regresar a casa y tocar el piano para él mismo, cuando la música le devuelva momentos tan especiales como cuando su madre lo bañaba siendo un niño, cuando él y su padre escuchaban jazz en el tocadiscos o cuando enseñaba música a sus alumnos…

Soul

La felicidad en un trozo de pizza

Si buscamos felicidad en el diccionario encontraremos la siguiente definición: «Estado de grata satisfacción espiritual y física». No parece algo muy difícil de conseguir, ¿no?. Sin embargo, nos complicamos la vida buscando momentos de felicidad suprema y creándonos expectativas tan altas como absurdas.

No hace falta aspirar a ser el director de la empresa, a tener el casoplón de tus sueños o a triunfar como músico, como le ocurre a Joe… ¿Acaso una sonrisa de la persona que quieres no te genera ese estado de «grata satisfacción»? ¿Y recibir la llamada de un amigo de quien hace tiempo no tenías noticias? O, simplemente, que te feliciten en tu trabajo…

Quizás, si no tuviésemos unas expectativas tan altas sería mucho más fácil disfrutar de las pequeñas cosas. En un momento de la película Soul, 22 saborea y disfruta como nadie de un trozo de pizza y se emociona al sentir el tacto de una hoja que acaba de caer de un árbol. 22 es como los niños que empiezan a descubrir el mundo y disfrutan lo que van captando sus sentidos en el presente, sin expectativas. Y esta capacidad es la que tenemos que recuperar: vivir el aquí y el ahora, apreciando los pequeños detalles cotidianos.

Os propongo que hoy, antes de iros a dormir, hagáis una lista de detalles y momentos que han hecho vuestra jornada un poquito más agradable. Las pequeñas cosas son las que realmente alimentan el espíritu; si las disfrutamos y les damos la importancia que merecen en el momento en que suceden, volverán a nosotros cada vez que necesitemos un motivo para sonreír.

Las palabras también hieren

A veces nos dejamos llevar por el enfado y lanzamos nuestra frustración sobre los demás como un dardo envenenado. Eso es lo que le ocurre a Joe cuando, de vuelta al Más Antes, 22 consigue su pase a la Tierra. El profesor, furioso, no solo echa en cara a su compañera no haber encontrado la motivación que necesitaba para completar su entrenamiento. También la acusa de haberse apropiado de la suyas. Estos reproches destrozan a 22, que le entrega su billete a la Tierra para luego acabar en el oscuro lugar donde van a parar las almas perdidas.

En ese momento, Joe solo es el último de los mentores que han hecho sentir a 22 como una inútil, como un alma defectuosa que no merece siquiera existir. Hay palabras que duelen más que cualquier golpe, además de dañar seriamente la autoestima. Esto es especialmente delicado cuando se trata de niños. Si continuamente decimos a nuestros hijos que son unos torpes o unos inútiles, acabarán asumiéndolo como algo real y su desarrollo se verá seriamente perjudicado.

La necesidad de tener buenos maestros

Decía Aristóteles que «educar la mente sin educar el corazón no es educar en absoluto». Y Joe Gardner es un maestro que enseña desde el corazón. Curly, el exalumno que le llama para que se presente a la audición con Dorothea, reconoce que si siguió en el instituto fue únicamente por Joe. Y Connie, una de las estudiantes que tiene en clase y que tiene un don para la música, encuentra en él el apoyo que necesita para reforzar su confianza y recuperar su motivación. De hecho, a lo largo de la historia Gardner se dará cuenta de que enseñar le llena mucho más de lo que pensaba en un principio.

También vemos la figura del educador, por ejemplo, desde la perspectiva paciente de los Jerrys en esa especie de jardín de infancia que es el Gran Antes. O desde el papel motivador que adoptan los diferentes mentores asignados a las jóvenes almas.

En una entrevista, el propio director de la película insiste en lo necesaria que es la figura del maestro «para el mundo»: «Creo que los maestros son muy generosos en lo que hacen. Mis padres son profesores y los padres de Dana (Murray, coproductora) también. Los maestros nos guían y nos orientan para afrontar la vida. Es una profesión asombrosa, a la que le tengo mucho respeto».

Conectar con los demás

Alcanzar un objetivo o cumplir un sueño es mucho más satisfactorio si lo compartimos con las personas que nos importan. Uno de los mensajes que nos deja la película Soul es animarnos a aprovechar nuestras pasiones para conectar con los demás, en vez de utilizarlas como excusa para encerrarnos en nuestro mundo y aislarnos.

Esto le ocurre a Gardner al principio de la historia. Está tan obsesionado con triunfar como músico que vive encerrado en sí mismo y aislado del resto del mundo. Por ejemplo, no sabe que su peluquero soñaba con ser veterinario porque nunca se detuvo a escucharle. Además, siente que su madre no le comprende, cuando él tampoco es capaz de expresar sus propias emociones.

A lo largo de la película, Joe (y nosotros con él) va comprendiendo que obsesionarse con conseguir una meta y olvidarse de los demás solo le producirá un inmenso vacío. Compartir nuestra pasión, nuestros conocimientos y nuestras experiencias con quienes nos rodean es tan satisfactorio como necesario y nos ayuda a establecer relaciones sanas y genuinas.

Vivir cada minuto

«No sé cómo voy a vivir mi vida; lo que sí sé es que voy a vivir cada minuto». Con esta frase, dicha por Joe, termina Soul. El tiempo pasa para todos. Por eso, es tan importante vivir el presente, disfrutar cada minuto y valorar cada instante. Solo viviendo el «aquí y ahora» y tomando conciencia del tiempo limitado que nos queda valoraremos realmente cada día de nuestra existencia.

No podemos elegir las circunstancias que nos toca vivir, pero sí la actitud con que las afrontamos. La vida sigue su curso. Y no va a detenerse mientras nosotros nos quedamos en un rincón lamentando nuestra mala suerte o quejándonos de todas las trabas que encontramos en nuestro camino. Solo tenemos una vida, así que… ¡Vamos a vivirla!

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