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octubre 2023

Por qué a nuestro cerebro le gustan las películas de terror

Por qué a nuestro cerebro le gustan las películas de terror

Por qué a nuestro cerebro le gustan las películas de terror 1500 1000 BELÉN PICADO

Desde que en 1896 se estrenó la primera película considerada de terror (La mansión del diablo), este género no ha dejado de sumar seguidores, pese a lo contradictorio que pueda parecer el hecho de que alguien busque pasar miedo por gusto. Y es que, pese a los sobresaltos que provoca, este tipo de cine continúa fascinando a muchos. Pero, ¿por qué ocurre esto? ¿Por qué nos empeñamos en pasarlo mal? ¿Qué nos lleva a buscar voluntariamente el escalofrío y el susto delante de una pantalla? En realidad, existen múltiples razones por las que nos gustan las películas de terror y nos mantienen pegados al asiento. En este artículo veremos algunas de ellas.

A los seres humanos nos fascina lo que nos asusta. Y es justo esa sensación la que buscamos no solo cuando vemos una película de miedo. También cuando nos subimos a una montaña rusa, hacemos puenting o nos adentramos en el Pasaje del Terror de un parque de atracciones. El miedo nos activa, nos despierta. En una palabra, nos da ‘subidón’.

Los creadores de las historias de terror saben todo esto y también cómo influir en nuestras mentes para provocar esa poderosa combinación entre miedo y emoción.

Qué pasa en el cerebro cuando vemos una película de miedo

Cuando nos sumergimos en una película de terror, nuestro cerebro y todo nuestro cuerpo experimentan las mismas respuestas fisiológicas y neurológicas que cuando percibimos un peligro real, pero sabiendo que no lo es. Veamos el proceso paso a paso, desde el mismo momento en que comenzamos a ver la película:

  • Percepción Visual: Nuestros ojos captan las imágenes en la pantalla y la información se procesa en la corteza visual del cerebro, donde se identifica lo que estamos viendo.
  • Atención agudizada: A medida que la trama avanza y la tensión aumenta, las áreas relacionadas con la atención se activan. Esto incluye la corteza parietal, que nos permite enfocarnos en la película y bloquear las distracciones.
  • Percepción del peligro: Según van apareciendo en la pantalla elementos de ‘peligro’, como monstruos, asesinos o situaciones aterradoras, la información visual se envía a la amígdala, una estructura cerebral crucial para el procesamiento de las emociones en general y del miedo en particular.
  • Respuesta de lucha-huida: La amígdala activa el sistema nervioso simpático, responsable de desencadenar la respuesta de lucha o huida. El corazón comienza a latir más rápido, la presión arterial aumenta, los músculos se tensan (a veces haciéndonos temblar) y la respiración se acelera para proporcionar energía adicional.
  • Liberación de neurotransmisores: Se inicia la liberación de adrenalina y cortisol. Estos neurotransmisores aumentan el estado de alerta y la energía, preparando al cuerpo para reaccionar ante el peligro percibido. La adrenalina, en concreto, juega un papel esencial en esa euforia que experimentamos en las escenas más terroríficas
  • Activación del sistema de recompensa: Al verificar que la situación es segura y superados esos momentos de tensión o de susto, el cerebro comienza a liberar dopamina, neurotransmisor asociado con el placer y la recompensa.
  • Endorfinas. Superado este momento de activación, nuestro organismo volverá a su estado inicial gracias a la secreción de endorfinas, una hormona que tiene un efecto calmante y que contribuye a experimentar una agradable sensación de bienestar. De este modo, de sentir un alto grado de tensión placentera, pasamos a la calma y el alivio, es decir, a la relajación.
  • Interconexiones cerebrales: Mientras la trama sigue avanzando, diversas áreas del cerebro trabajan en conjunto. El hipotálamo, por ejemplo, regula las respuestas físicas, el córtex prefrontal controla la toma de decisiones y la corteza cingulada anterior procesa la anticipación y la resolución de problemas.
  • Identificación con personajes: La empatía con los personajes de la historia puede llevar a una mayor implicación emocional. Si nos identificamos fuertemente con un personaje en peligro, las neuronas espejo y las áreas cerebrales relacionadas con la empatía se activarán y nos sentiremos aún más conectados con la trama.
  • Recuperación y procesamiento: Después de ver la película, el cerebro pasa por un proceso de recuperación. Las áreas relacionadas con el control emocional y la memoria, como el hipocampo, nos ayudan a procesar y almacenar la experiencia.
Por qué nos gustan las películas de terror

«Hereditary» (2018).

Qué hay detrás de esta atracción por el cine de terror

A continuación, vamos a desgranar algunas de las razones que están detrás de esa fascinación que muchos sentimos por el cine de terror (pese a los sustos):

Sabemos que lo que estamos viendo no es real

El hecho de saber que estamos entrando en un mundo ficticio se convierte, en cierto modo, en una especie de escudo emocional que nos permite explorar el miedo de una manera segura. Pese a que la parte más primitiva e instintiva de nuestro cerebro reacciona ante los estímulos que van apareciendo en la pantalla, gracias a nuestra parte más racional también sabemos que los monstruos, fantasmas y asesinos que aparecen en la película no pueden hacernos daño en la vida real, lo que nos brinda cierta tranquilidad en medio de la tensión.

Y es justo esta capacidad para saber que lo que vemos no es real lo que nos ayuda a distanciarnos emocionalmente. Una habilidad psicológica fundamental que nos permite experimentar emociones sin quedar atrapados en ellas. En el contexto de las películas de terror, gracias a esta distancia podemos explorar nuestras propias reacciones emocionales y liberar tensiones sin consecuencias reales. Disfrutamos del miedo sin efectos secundarios.

Miedo controlado

Justo la propia naturaleza ficticia de lo que estamos viendo y la capacidad para crear una distancia psicológica entre nosotros y lo que ocurre al otro lado de la pantalla nos lleva a otro factor que facilita el que disfrutemos de las películas de terror: la percepción de control. A diferencia de los miedos en la vida real, ante los que a menudo nos sentimos impotentes, en este caso sabemos que en cualquier momento podemos salir de la sala de cine o apagar la televisión si así lo deseamos.

Esta percepción de control sobre la situación nos permite enfrentar nuestros temores de manera segura. Por ejemplo, podemos graduar activamente el nivel de atención que prestamos a la película y así controlar el efecto que emocionalmente tiene sobre nosotros.

Ya lo decía Alfred Hitchcock: «A la gente le gusta tener miedo cuando se sienten seguros».

Sentimos miedo y placer a la vez

Los investigadores Eduardo Andrade y Joel Cohen realizaron un estudio con estudiantes universitarios a los que dividieron en dos grupos, según fuesen o no aficionados al género. Tras mostrarles algunos fragmentos de películas de terror comprobaron que ambos grupos manifestaron niveles similares de sentimientos negativos. Sin embargo, también observaron que, mientras que los alumnos que no solían ver este tipo de cine mostraban niveles bajos o nulos de placer durante el visionado, el nivel de disfrute de los fans del género era mayor cuanto más aterradoras eran las imágenes.

En esta capacidad para encontrar placer en los sustos y escalofríos también influyen sustancias como la adrenalina y la dopamina, de las que hemos hablado.

Liberamos nuestros deseos reprimidos

La atracción por el cine de terror también está relacionada con nuestros deseos ocultos y con nuestra «Sombra», como denominó Jung a esa parte oscura que todos tenemos. Y es que este tipo de historias nos permiten liberar y procesar emociones reprimidas y canalizar nuestros instintos mas agresivos o violentos de una forma socialmente aceptada y sin sentirnos juzgados.

Un artículo del diario La Vanguardia remite a las palabras Stephen King para explicar el porqué de las risas nerviosas y los aplausos que escuchamos en una sala de cine ante una escena sangrienta, por ejemplo. Según el autor de innumerables obras de terror, esta reacción es «una válvula de seguridad para dejar salir, sin herir a nadie, nuestros impulsos más agresivos y violentos».

El resplandor

«El Resplandor» (1980), con Jack Nicholson.

Búsqueda de sensaciones

Hay determinados rasgos de personalidad que influyen en que nos guste, o no, el cine de terror. Por lo general, los aficionados a este género muestran una mayor puntuación en la variable extroversión y también en la dimensión «búsqueda de sensaciones». Este último rasgo fue definido por Marvin Zuckerman como el deseo de tener «sensaciones y experiencias nuevas, variadas, complejas e intensas». Según este psicólogo estadounidense ver este tipo de cine supone una experiencia estimulante, como hacer puenting o subirse a una montaña rusa.

Aprendemos a enfrentarnos a nuestros propios miedos

Aunque parezca mentira, este género nos ofrece valiosas lecciones sobre la resiliencia y puede ayudarnos a gestionar nuestros propios temores. Al fin y al cabo, se nos presentan simulaciones de situaciones extremas que nos permiten explorar eventos aterradores desde un entorno de seguridad. Por ejemplo, observamos cómo los personajes enfrentan situaciones de vida o muerte y recurren a diferentes estrategias de afrontamiento para sobrevivir. Y también aprendemos a través de ellos sobre la toma de decisiones, la colaboración y la adaptabilidad en momentos críticos.

Los autores de un estudio publicado en 2021 encontraron que los aficionados al cine de terror mostraron una menor angustia y una mayor resiliencia durante los peores momentos de la pandemia de COVID-19, especialmente los fans de un subgénero denominado «prepper» que incluye tramas apocalípticas o invasiones alienígenas y de zombis. Para el director del estudio, Coltan Scrivner, estas conclusiones apoyan la hipótesis de que «la exposición a ficciones aterradoras -tanto películas como novelas- permite al público ‘practicar’ estrategias de afrontamiento eficaces que pueden ser beneficiosas en situaciones del mundo real».

Por otra parte, a través de la conexión empática con los personajes y la identificación con sus luchas, podemos aprender a afrontar nuestros propios demonios internos. Como escribe Stephen King en su ensayo Danza Macabra, «una buena historia de terror es aquella que funciona a un nivel simbólico, utilizando sucesos ficticios (y a veces sobrenaturales) para ayudarnos a comprender nuestros propios miedos reales más profundos».

Comprendemos un poco mejor el mundo que nos rodea

Los seres humanos tenemos la necesidad innata de comprender el mundo que nos rodea. La atracción por lo desconocido, lo misterioso y lo prohibido es uno de los motivos por los que disfrutamos de este género.

También la curiosidad es una característica fundamental de nuestra especie (la misma que nos lleva a detenernos para observar un accidente). Y estas películas nos permiten satisfacerla. Podemos explorar en un entorno seguro temas considerados tabú o que desafían normas morales o sociales, como la violencia, la muerte, la posesión demoníaca o el canibalismo. Esta exploración de lo prohibido nos permite enfrentar nuestros propios límites y comprender mejor la naturaleza humana, pero también reflexionar sobre las consecuencias de transgredir reglas o límites establecidos y desafiar ciertas normas y valores.

Mejor en compañía

Las películas de miedo también son una excusa perfecta para socializar. Vicente Pérez y Andrés García, profesores en la Facultad de Psicología de la UNED apuntan que ver este tipo de filmes «fomenta la cohesión del grupo», sobre todo entre los adolescentes. Por su parte, Paco Plaza, director de películas como REC o Hermana Muerte, que acaba de estrenarse en Netflix, también lo ve así: «El terror es un género que se disfruta mucho en compañía, es muy divertido de ver con amigos, con gente que se asuste contigo a la vez. Tiene algo de tren de la bruja, de algo experiencial que lo hace especialmente divertido para vivir en una sala de cine».

No hay que olvidar que somos seres gregarios. Nos gusta compartir en grupo experiencias emocionales, sobre todo si son intensas. Da igual si se trata de una peli de miedo, un acontecimiento deportivo, un concierto de rock o, incluso, una celebración religiosa.

Las películas de terror se disfrutan más en compañía

Imagen de Freepik

El ‘subidón’ se mantiene más allá del final de la película (la transferencia de excitación)

La teoría de la transferencia de la excitación, propuesta por Dolf Zillmann, explica por qué las películas de terror generan respuestas emocionales tan intensas. Sugiere que las emociones y la excitación generadas por una experiencia previa pueden transferirse o amplificarse en una experiencia posterior.

Puede ocurrir, por ejemplo, que cuando nos sentemos a ver una película de terror, ya haya una cierta excitación previa. Esta excitación puede ser resultado de eventos recientes o incluso por la anticipación del miedo que vamos a pasar. En este caso, cuando esa excitación previa se combine con la generada por la propia trama se intensificará nuestra respuesta emocional.

Fisiológicamente, esta transferencia de la excitación se traduce en un aumento del ritmo cardiaco, la presión arterial y la respiración que persiste aun cuando la película ya ha finalizado. Esto significa que, si luego realizas cualquier actividad que te agrade antes de que esa excitación se desactive tus emociones positivas se intensificarán porque ya no partirás de cero.

«Me gusta el terror porque es de mentira. Nos hace olvidar el horror real, del que no hay escapatoria», Álex de la Iglesia (director de cine)

Referencias bibliográficas

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Andrade, E. B., & Cohen, J. B. (2007). On the consumption of negative feelings. Journal of Consumer Research, 34(3), 283–300

King, S. (2016). Danza macabra. Madrid: Valdemar

Perez, V., García, A. (2005). Análisis funcional de las estrategias psicológicas de terror en el cine. Estudios de Psicología, 26 (2), 237-245

Ramírez López, A. (2016). El cine de terror psicológico. La arquitectura de un falso género. Revista Escribanía Nueva Época, 14, 35 – 55

Scrivner, C., Andersen, M. M., Schjødt, U., & Clasen, M. (2023). The psychological benefits of scary play in three types of horror fans. Journal of Media Psychology: Theories, Methods, and Applications, 35(2), 87–98

Scrivner, C., Johnson, J. A., Kjeldgaard-Christiansen, J., & Clasen, M. (2021). Pandemic practice: Horror fans and morbidly curious individuals are more psychologically resilient during the COVID-19 pandemic. Personality and individual differences, 168, 110397.

Falta de adherencia al tratamiento: ¿Haces ghosting a tu psicólogo?

Falta de adherencia al tratamiento: Por qué haces ‘ghosting’ a tu terapeuta

Falta de adherencia al tratamiento: Por qué haces ‘ghosting’ a tu terapeuta 1500 1000 BELÉN PICADO

No vamos a engañarnos. Iniciar un proceso terapéutico no es una decisión fácil. Desde que tomamos la determinación hasta que elegimos terapeuta y cogemos el teléfono pueden pasar días, semanas, meses… o no llegar nunca. Y aun cuando ya hemos empezado la terapia, pueden aparecer múltiples razones, muchas de ellas inconscientes, para dejarla. Y de eso quiero hablar: de la adherencia al tratamiento. O, mejor dicho, de la falta de adherencia al tratamiento.

En principio, es lógico suponer que si uno tiene un problema psicológico y decide buscar ayuda profesional es porque está dispuesto a implicarse para resolver lo que le está haciendo sufrir. Sin embargo, existen muchos factores para que esto no ocurra. De hecho. según una revisión de 669 estudios realizados con casi 84.000 pacientes, alrededor del 20 por ciento de estos habían abandonado la psicoterapia antes de haber completado el tratamiento.

Pero, ¿qué es exactamente la adherencia al tratamiento? Si delimitamos el concepto al ámbito de la psicoterapia podríamos definirlo como el grado de compromiso del paciente con la terapia, incluyendo el cumplimiento de las tareas e indicaciones del profesional, así como la asistencia a las citas programadas.

Factores que influyen en las faltas continuadas o en el abandono de la terapia

Revisar las causas que llevan a alguien a faltar a las sesiones de manera reiterada, a no cumplir las tareas o a abandonar la terapia antes de tiempo es importante tanto para el profesional como para el paciente. En el caso del primero, porque le proporciona una información muy valiosa para saber qué está pasando y encontrar el modo de mejorar la adherencia al tratamiento. Y en el caso del paciente porque quizás tome conciencia de formas de actuar que tiene en otros ámbitos de su vida y también de posibles mecanismos de defensa inconscientes que están detrás de su conducta. Por ejemplo, no sería fruto de la casualidad que, si en tu día a día eres de los que rehúyen conflictos, discusiones o conversaciones incómodas, de pronto hagas ‘ghosting’ a tu terapeuta justo cuando estabais entrando en algún tema difícil.

El miedo al cambio es uno de los factores que influyen en la falta de adherencia al tratamiento.

A continuación, vamos a ver algunas de estas razones que llevan a faltar o a ‘desertar’ de la terapia:

Expectativas poco realistas sobre la terapia

Puede ocurrir que esté convencida de que lo mío tiene una solución rápida y, tras asistir a la primera sesión, darme cuenta, no solo de que no es así, sino también de que se trata de un proceso que va a requerir un trabajo y una constancia para la que quizás no esté tan preparada como pensaba. O quizás yo creía que la terapia iba solo de desahogarme y no me imaginaba hasta qué punto iba a tener que afrontar momentos de intenso dolor emocional.

Otra falsa expectativa tiene que ver con el pensamiento mágico de suponer que por el mero hecho de acudir a terapia y sentarme delante del psicoterapeuta ya me voy a curar. Sin necesidad de esforzarme ni tener que poner demasiado de mi parte. Y, claro, cuando pasan tres o cuatro sesiones (o menos) y veo que sigo igual, decido que la terapia ‘no funciona’ y no vuelvo.

En realidad, la terapia no es un remedio mágico, sino un proceso que requiere tiempo y esfuerzo, tanto por parte del paciente como del profesional.

Factores económicos y ambientales

No hay duda de que las dificultades económicas son uno de los motivos que pueden llevar a la interrupción de la terapia o a no mantener una regularidad en cuanto a la asistencia, ya que existen otras necesidades básicas más inmediatas que cubrir. Otros factores ambientales que influyen en la falta de adherencia al tratamiento van desde motivos laborales a la dificultad para desplazarse hasta la consulta, pasado por la falta de apoyo por parte del entorno más próximo.

En cuanto a la falta de apoyo, puede ocurrir, por ejemplo, que se haga creer a la persona que ir a terapia es una pérdida de tiempo. Detrás de este intento por sembrar el desánimo a menudo se esconden prejuicios o creencias muy arraigadas cultural y socialmente asociadas al estigma que todavía pesa sobre la salud mental. Igualmente, no es extraño que estas actitudes aparezcan justo cuando la persona empieza a avanzar en su proceso, poniendo límites o comunicando sus necesidades, por ejemplo.

El apoyo social y emocional de familiares y amigos es fundamental y no tenerlo puede hacer que los pacientes se sientan solos y desanimados y afectar negativamente a la adherencia al tratamiento.

Ciertos problemas de salud mental

Hay psicopatologías que obstaculizan la adherencia al tratamiento, en el sentido de que sus síntomas pueden influir en la motivación y la capacidad para seguir adelante con la psicoterapia. En el caso de trastornos de ansiedad, en un estudio se comprobó que el principal motivo para que los participantes no acudieran a sus citas era precisamente el mismo por el que estaban en tratamiento. Aunque la mayoría expresaron su esperanza de que este les llevara a una mejoría, su ansiedad antes de las visitas aumentaba hasta tal punto que no podían acudir ese día.

También se ha observado una mayor tasa de abandono en adicciones, trastornos de personalidad, como el trastorno límite de personalidad (TLP), y en los trastornos de la conducta alimentaria.

Baja diferenciación

El concepto de diferenciación, también denominado individuación, hace referencia al nivel de independencia emocional que desarrollamos ya desde nuestras primeras interacciones con nuestras figuras de apego y alude a nuestra capacidad de ser autónomos sin sentirnos excluidos, de mantener el equilibrio entre nuestra propia autonomía y la intimidad con los otros. Una persona diferenciada sabe estar emocionalmente próxima a los demás sin llegar a fusionarse y sin perder su propia identidad.

(Si te interesa este tema te invito a leer en este mismo blog el artículo Qué es la diferenciación y cómo influye para establecer relaciones sanas)

Si soy una persona con una baja diferenciación y decido iniciar una terapia es posible que repita en mi relación con el profesional el patrón de vínculo que tuve con mi figura de apego principal. ¿Cómo? Faltando repetidamente a mis sesiones y, a menudo, sin avisar. Y, aunque parezca lo contrario, no lo hago por fastidiar a mi psicólogo o por falta de compromiso con mi proceso, sino que estoy poniendo en marcha un intento inconsciente de diferenciarme, de establecer una línea divisoria entre yo y el otro, en este caso el terapeuta.

Hay muchos factores que influyen en la falta de adherencia al tratamiento psicoterapéutico.

Falta de motivación para el cambio

Como comentaba al principio del artículo, tomar la decisión de involucrarse en un proceso terapéutico no es fácil. Según el modelo de los estadios de cambio desarrollado por James Prochaska y Carlo Diclemente, transitamos por varias fases hasta generar un cambio en nuestro comportamiento:

  • Fase de precontemplación: No considero que tenga ningún problema y, por tanto, tampoco hay una intención de cambiar la situación. En esta etapa está quien acude a terapia por presiones externas (orden judicial, ultimátum de la familia o la pareja…). Es el momento en el que hay un mayor riesgo de abandono.
  • Fase de contemplación. Hay cierta ambivalencia. Por un lado, empiezo a tomar conciencia de que hay algo que no funciona y estoy más abierta a la idea de recibir tratamiento. Pero, por otro, todavía tengo dudas así que es posible que llegue a posponer o abandonar la idea. «¿Me ayudará esto?», «¿Vale la pena invertir tiempo, dinero y esfuerzo?» son algunos de los pensamientos más comunes.
  • Fase de preparación. La motivación es mayor y ahora sí hay una toma de decisión. Llamo para concertar mi primera cita. Aquí la falta de adherencia puede producirse si encuentro demasiadas dificultades para adaptarme al proceso.
  • Fase de acción. Me implico, sigo las pautas del profesional que he elegido y comienzo a ver resultados. Si hay un apoyo adecuado y tengo recursos para ir afrontando los desafíos de la terapia el riesgo de abandono será mínimo.
  • Fase de mantenimiento. Trabajo para consolidar lo logrado y prevenir posibles recaídas. El riesgo de abandono en esta etapa está asociado a la creencia de que, como me veo mejor, ya no necesito terapia, lo que podría llevarme a dejarla antes de tiempo.
  • Recaída. El modelo de Prochaska y DiClemente reconoce las recaídas como una parte natural del proceso de cambio, pero como paciente puedo desanimarme y abandonar la terapia si no cuento con el apoyo necesario para manejar y superar la recaída.
No hay feeling con el psicólogo

La alianza terapéutica es fundamental, de hecho, es uno de los mayores predictores del éxito del proceso. Del mismo modo que la falta de feeling con el terapeuta es uno de los motivos principales por los que se deja la terapia. El espacio de terapia debe ser un lugar donde sentirnos cómodos y seguros, donde poder permitirnos el mostrarnos vulnerables. Si no se percibe conexión con el profesional o su personalidad o actitud no inspira confianza, el paciente acabará faltando cada vez más a las sesiones.

Igualmente, es posible que la falta de sintonía tenga que ver con la corriente que sigue el psicoterapeuta o con su método de trabajo. Puede molestarnos que sea demasiado directivo o, por el contrario, no gustarnos que sea demasiado «blando y permisivo». Es posible que hable demasiado o que lo que no nos guste es que recurra demasiado a los silencios…

También están los «coleccionistas de psicólogos«. Muchas veces, la búsqueda constante de diferentes profesionales y esa permanente insatisfacción respecto la terapia están relacionadas con factores psicológicos y emocionales del propio paciente. Entre ellos, una personalidad con un alto componente de impulsividad, expectativas poco realistas, la dificultad para establecer vínculos y para confiar (muchas veces originados en los vínculos tempranos con las figuras de apego) o dificultades para tolerar ciertas emociones.

Actitudes inadecuadas del profesional

En este caso no se trata tanto de que no haya química con nuestro terapeuta, sino que, directamente, percibamos ciertas actitudes que consideramos inadecuadas. Por ejemplo, sentirnos intimidados, juzgados o sentir que se minimizan nuestros problemas o sufrimiento. También puede ocurrir que el profesional no nos aporte una información clara y comprensible sobre aquello por lo que le estamos preguntando. O quizás no sepa sostenernos cuando nos desregulamos en consulta.

En El ejercicio de la psicología aplicada. La profesión del psicólogo se recogen las características que debe mostrar el profesional para favorecer la adherencia psicoterapéutica.

Según los autores, el psicoterapeuta debe ser «abierto (comprensivo con el punto de vista del otro), cálido (afectivo, próximo, cariñoso), amigable (afable y cercano), atento (pendiente tanto de lo que el otro dice como de lo que hace), seguro (se percibe que sabe lo que hace y por qué lo hace), fiable (resulta creíble y digno de confianza), respetuoso (con los valores y la manera de comunicarse del otro), honesto (se le percibe sincero y honrado), experimentado (se maneja con soltura en el trato del problema psicológico de que se trate) y flexible (se adapta tanto a las características del otro como a las posibles modificaciones del curso previsto para el tratamiento si los resultados no se presentan en la línea de lo esperado por las hipótesis formuladas)».

Miedo al cambio

A los seres humanos no nos gusta el cambio. Así que, a menudo y sin darnos siquiera cuenta, hacemos lo posible por auto sabotearnos y volver a lo que conocíamos. En el caso del compromiso con la terapia, es probable que, de forma inconsciente, evaluemos la relación entre los beneficios y los costos percibidos del cambio que supondrá el proceso. Si percibimos que el esfuerzo y la inversión de tiempo y dinero son significativos, hay muchas posibilidades de que desistamos.

De la mano de esta resistencia al cambio también va el temor a perder nuestra propia identidad. Las personas a menudo nos identificamos con ciertas características, roles o comportamientos, incluidos síntomas y emociones que, por dolorosos que sean, llevan tanto tiempo con nosotros que los consideramos una parte más de nuestra personalidad.

El importante papel de los mecanismos de defensa en la adherencia al tratamiento

El miedo al cambio del que os acabo de hablar lleva, entre otras cosas, a aferrarse a los mecanismos de defensa. Se trata de estrategias psicológicas inconscientes cuyo objetivo es ayudarnos a mantener nuestro equilibrio interior. En el ámbito de la terapia, pueden manifestarse a través de conductas, actitudes, pensamientos o emociones de rechazo o de ambivalencia hacia el tratamiento o hacia la relación con el propio terapeuta, por ejemplo.

Estos mecanismos nos ayudan a defendernos de pensamientos y sentimientos negativos que pueden generarnos dolor y angustia y amenazar nuestra autoimagen. Sin embargo, aunque en ocasiones pueden ser útiles, en determinadas situaciones suponen un importante obstáculo, por ejemplo, en la adherencia al tratamiento. Identificarlos y saber cómo funcionan es esencial para que no interfieran en nuestra decisión de iniciar y mantener el proceso.

Algunos mecanismos de defensa que se ponen en marcha en nuestro inconsciente influyendo en nuestro compromiso con la terapia:

  • Negación. El paciente se niega a aceptar o reconocer una realidad incómoda. ¿Cómo? Por ejemplo, negando o minimizando la gravedad del problema («Eso ya lo tengo superado»). Este mecanismo puede llevar a no buscar ayuda o a abandonar de forma prematura, al no aceptar completamente la realidad de la situación.
Negar la realidad o minimizar del problema es uno de los mecanismos de defensa que interfiere en la adherencia al tratamiento.

Imagen de nensuria en Freepik

  • Evitación. En el contexto terapéutico, se manifiesta cuando el paciente trata de eludir situaciones y conversaciones que le generan malestar emocional o que percibe como amenazantes. La evitación aparece en actitudes como faltar a sesiones justo cuando se ha empezado a tocar algún tema difícil. O, directamente, abandonar la terapia asegurando que ya se está bien.
  • Racionalización. Necesidad de buscar argumentos y razones tranquilizadoras y aparentemente lógicas para justificar comportamientos, motivaciones o pensamientos que si hiciéramos conscientes nos generarían un conflicto. A veces, argumentos como «Estoy demasiado ocupado con el trabajo y la familia en este momento, así que voy a dejar las sesiones» o «Ahora mismo no puedo permitírmelo económicamente» aparecen justo cuando se está llegando a temas complicados en terapia. En este caso, recurrir a la racionalización nos permite evitar el malestar que nos causaría afrontar aspectos emocionales o personales demasiado dolorosos.
  • Desplazamiento. Este mecanismo de defensa permite redirigir ciertos pensamientos, emociones o impulsos demasiado incómodos, dolorosos o difíciles de afrontar desde su fuente de origen hacia un objetivo menos amenazante. Supongamos que a diario tengo que lidiar con un jefe que me humilla delante de mis compañeros y me asigna tareas que no me corresponden. Siento una ira muy intensa hacia él, pero sé que expresarla tendría consecuencias, así que opto por callarme y aguantar el chaparrón. Sin embargo, cuando llego a terapia aprovecho cualquier excusa para criticar y cuestionar a mi psicólogo y poner en duda la efectividad de la terapia. En realidad, lo que estoy haciendo es desplazar el enfado con mi jefe hacia mi terapeuta, que representa un blanco menos peligroso. El problema de esto es que esta percepción distorsionada del proceso terapéutico influirá negativamente en la alianza terapéutica y en la adherencia al tratamiento,
Referencias bibliográficas

Fernández, J., López, J., Landa, N., Illescas, C., Lorea, I., & Zarzuela, A. (2003). Trastornos de personalidad y abandono terapéutico en pacientes adictos: Resultados en una comunidad terapéutica. Revista Internacional de Psicología Clínica y de la Salud, 4(2), 271-283.

Granås, J., Strand, J. & Sand, P. (2022). A patient perspective on non-attendance for psychotherapy in psychiatric outpatient care for patients with affective disorders, Nordic Psychology, 11 1-15

Olivares, J., Macià, D., Olivares, P. J., y Rosa, A. I. (2012). El ejercicio de la psicología aplicada. La profesión de psicólogo. Madrid: Pirámide.

Prochaska, J. O., & DiClemente, C. C. (1984). The transtheoretical approach: Crossing traditional boundaries of therapy. Homewood, IL: Dow/Jones Irwin.

Swift, J. K., & Greenberg, R. P. (2012). Premature discontinuation in adult psychotherapy: a meta-analysis. Journal of consulting and clinical psychology, 80(4), 547–559

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