Emociones

Síndrome de Solomon: Callar para encajar (o por qué tenemos miedo a destacar)

Síndrome de Solomon: Callar para encajar (o por qué tenemos miedo a destacar) 1536 1024 BELÉN PICADO

¿Sueles morderte la lengua en las reuniones por no llevar la contraria? ¿Has llegado a dudar de lo que pensabas, solo porque el resto del grupo opinaba otra cosa? ¿Te sientes incómodo/a al recibir elogios, o has minimizado tus propios logros para no sobresalir? Si te reconoces en alguna de estas situaciones, es posible que hayas experimentado lo que en psicología se denomina síndrome de Solomon.

Adaptarnos al grupo por cortesía, prudencia o simple conveniencia es una respuesta totalmente natural, e incluso una muestra de inteligencia emocional. El problema surge cuando esta actitud se convierte en algo habitual, y la necesidad de encajar se impone sistemáticamente sobre la autenticidad.

El síndrome de Solomon, aunque no constituye un diagnóstico clínico en sí mismo, describe una tendencia muy extendida: priorizar la aprobación externa frente a las propias convicciones, capacidades o deseos. A menudo, ni siquiera somos del todo conscientes; simplemente, nos adaptamos. Nos alineamos con lo que se espera, aunque eso suponga alejarnos de nosotros mismos.

Evitamos discrepar, brillar o mostrarnos tal como somos, no solo por temor a la crítica o la exclusión, sino también porque, en el fondo, todos necesitamos sentir que pertenecemos.

Síndrome de Solomon

El experimento de Solomon Asch y la fuerza del grupo

En 1951, el psicólogo Solomon Asch diseñó un experimento que reveló hasta qué punto la presión del grupo puede moldear nuestras decisiones. La prueba era aparentemente sencilla: se mostraba a varios estudiantes cuatro líneas dibujadas —una sola en una tarjeta y tres en otra— y se les pedía que dijeran en voz alta cuál de las tres coincidía en longitud con la línea modelo.

La respuesta era evidente, pero lo que uno de los participantes no sabía era que todos los demás eran cómplices del investigador y habían acordado dar una respuesta claramente incorrecta. En cada ronda, el sujeto real de la investigación respondía siempre al final, tras escuchar al resto del grupo.

Al revisar los resultados, se comprobó que más del 75 % de los participantes «engañados» se habían dejado influir por la mayoría al menos una vez, y un 37 % lo hizo de forma sistemática. Muchos reconocieron después que sabían que la respuesta era errónea, pero prefirieron callar antes que ser los únicos en discrepar.

Este experimento evidenció cómo el deseo de encajar puede llevarnos a dudar incluso de lo que vemos con nuestros propios ojos.

¿Qué nos lleva a actuar así?

El comportamiento que caracteriza al síndrome de Solomon responde a múltiples factores, tanto individuales como sociales y evolutivos:

  • Necesidad de pertenecer. Desde que nacemos, estamos biológicamente programados para priorizar la pertenencia al grupo. La supervivencia de nuestros antepasados dependía, en gran medida, de ser aceptados por la tribu. Y aunque hoy nuestras necesidades básicas estén cubiertas de otras formas, seguimos necesitando de la comunidad para sentirnos seguros, validados y sostenidos. Por eso, encajar puede parecernos más seguro que mostrarnos tal como somos. Callar una opinión, disimular un talento o minimizar un logro se convierte, muchas veces, en una estrategia automática para evitar el juicio, la crítica o el aislamiento.
  • Deseabilidad social. Buscamos gustar, ser bien vistos, caer bien. Este deseo, natural en cierta medida, puede convertirse en un freno cuando empezamos a adaptar nuestra conducta de forma sistemática para satisfacer las expectativas del entorno. Cuando la deseabilidad social se vuelve un patrón rígido, dejamos de ser quienes somos para ajustarnos a lo que creemos que los demás esperan. Así, lo que comienza como una respuesta adaptativa puede acabar silenciando nuestra propia voz.
  • Inseguridad y baja autoestima. Cuando tenemos una autoestima frágil, tendemos a dudar de nuestro juicio y a buscar validación constante en los demás. El miedo a equivocarnos o a ser juzgados actúa como una barrera que nos frena a la hora de expresar lo que pensamos o deseamos. Cuanto más cedemos llevados por la inseguridad, más se debilita nuestra confianza interna. El resultado es que entramos en un círculo vicioso difícil de desactivar: el silencio alimenta la autoimagen negativa, y esa autoimagen debilitada refuerza la necesidad de seguir la corriente.
  • Experiencias tempranas. Muchos de estos patrones se gestan en la infancia o la adolescencia. Comentarios como «Mejor no destacar», «No te creas más que nadie» o «Pasa desapercibido» dejan una huella emocional difícil de borrar. Si en etapas clave de nuestro desarrollo nuestras ideas o capacidades fueron ridiculizadas, ignoradas o castigadas, es probable que hayamos aprendido a escondernos para evitar el dolor. Estas experiencias no solo condicionan la forma en que nos relacionamos con los demás, sino también el modo en que nos valoramos y nos vemos a nosotros mismos.
  • Miedo al conflicto. Para muchas personas, discrepar es sinónimo de meterse en problemas. Si en el pasado expresar una opinión distinta trajo consigo gritos, rechazo o humillación, es comprensible que en el presente se prefiera callar antes que arriesgarse a revivir ese malestar. Pero evitar el conflicto no lo hace desaparecer: solo lo desplaza hacia dentro, donde acaba transformándose en frustración, ansiedad o desconexión.
  • Envidia y juicio ajeno. En ciertos ambientes el éxito ajeno puede generar envidias o provocar críticas sutiles que condicionan nuestra conducta sin que apenas nos demos cuenta. Es posible que empecemos a minimizar nuestras propias habilidades por miedo a incomodar o a suscitar recelos. Esto puede llevarnos al autosabotaje: rechazamos oportunidades, ocultamos nuestras capacidades, huimos del reconocimiento… todo con tal de no parecer «demasiado». Sin embargo, ese camuflaje nos aleja de lo que somos y limita lo que podríamos llegar a ser.
  • Entornos que penalizan la diferencia. En contextos familiares, escolares o laborales donde cualquier forma de diferencia se sanciona —aunque sea de forma sutil—, sobresalir puede vivirse como un riesgo. En estos entornos, la uniformidad no es una elección, sino una estrategia aprendida para mantenerse a salvo. Además, hay culturas en las que se valora más la obediencia y la armonía aparente que la individualidad. En ellas, lo correcto es parecerse a los demás, incluso en contra del propio criterio.

Síndrome de Solomon

Perfil de las personas con síndrome de Solomon

Aunque cada historia es única, quienes quedan atrapados en el síndrome de Solomon suelen compartir una serie de rasgos emocionales y relacionales que refuerzan la necesidad de encajar:

  • Autoexigencia unida a inseguridad. Se esfuerzan mucho por hacerlo todo bien, pero dudan constantemente de sí mismas. Esta combinación las hace especialmente sensibles al juicio ajeno y refuerza su inclinación a seguir la corriente.
  • Baja autoestima. Les cuesta valorar sus propias ideas, talentos o decisiones. Suelen creer que los otros saben más o valen más, lo que las lleva a buscar validación externa.
  • Ansiedad social. Temen ser juzgadas o quedar en evidencia, ya sea al opinar en público, proponer algo distinto o simplemente mostrarse como son. Este miedo las lleva a callar, adaptarse o pasar inadvertidas.
  • Necesidad constante de agradar. Buscan gustar y ser aceptadas, incluso a costa de su espontaneidad o sus preferencias. Este anhelo de aprobación condiciona muchas de sus elecciones.
  • Hipersensibilidad al juicio. Cualquier señal de desaprobación —aunque sea sutil— puede crearles un gran malestar. Viven en alerta, anticipando rechazos o malentendidos.
  • Aversión al conflicto. Les incomoda discrepar, incluso cuando tienen razones válidas para hacerlo. Prefieren ceder o guardar silencio antes que crear tensiones
  • Dificultad para decidir. Les resulta complicado tomar decisiones sin consultar y las posponen o las delegan. En muchos casos, temen más la responsabilidad que el error en sí.
  • Dependencia emocional. Necesitan que otros validen lo que sienten, piensan o hacen para sentirse seguras. Confían más en el criterio ajeno que en el propio.
  • Autosabotaje. Con frecuencia abandonan proyectos, boicotean sus propios avances o se frenan cuando empiezan a destacar. En el fondo, sienten que sobresalir puede ser peligroso.
  • Camuflaje social. Ajustan su forma de hablar, vestir o pensar a lo que predomina en el grupo. Poco a poco, su identidad se va diluyendo en lo que se espera de ellas.
  • Dificultades para expresar lo que necesitan o sienten. Temen incomodar o parecer una carga, y prefieren adaptarse incluso cuando algo les duele o les molesta.

Consecuencias del síndrome de Solomon o lo que perdemos cuando dejamos de ser nosotros mismos

Como señalábamos al principio, adaptarse de forma puntual es una señal de inteligencia emocional. Pero cuando esto se convierte en nuestra forma habitual de relacionarnos, corremos el riesgo de desconectarnos de quienes somos en realidad.

En lo personal, la autoanulación progresiva puede desembocar en una frustración crónica, una sensación de vivir en piloto automático y un profundo desgaste emocional. Vivir desde la adaptación continua debilita la conexión con nuestros deseos, ideas y capacidades, y nos instala en un estado de duda e insatisfacción permanente.

Esta desconexión también impacta en nuestras relaciones. Cuando no nos mostramos tal como somos, los lazos que construimos se vuelven superficiales. La necesidad de agradar limita nuestra autenticidad, y sin autenticidad no puede haber intimidad verdadera.

A nivel colectivo, los grupos en los que no se discrepa o donde no se aportan miradas distintas —simplemente porque nadie se atreve a cuestionar lo que «siempre se ha hecho así»— están destinados a empobrecerse. Se genera una falsa sensación de consenso, se repiten errores, se bloquean las ideas nuevas y se dificulta cualquier posibilidad de cambio. A menudo, lo que mantiene las cosas estancadas no es la falta de talento, sino el exceso de conformismo.

En definitiva, cuando dejamos de ser nosotros mismos para no desentonar, todos salimos perdiendo: nosotros, porque nos alejamos de nuestra esencia, y el grupo, porque pierde riqueza, diversidad y verdad.

Síndrome de Solomon

Qué hacer para perder el miedo a decir lo que pensamos

Superar el síndrome de Solomon no consiste en llevar la contraria por sistema, sino en aprender a ser fieles a lo que pensamos, sentimos y deseamos, sin miedo a destacar ni culpa por pensar diferente. A continuación, te propongo algunas pautas para avanzar en ese camino:

  • Toma conciencia. El primer paso es reconocer cuándo se actúa por miedo y no por convicción. Pregúntate: ¿Esto lo digo porque lo creo, o porque es lo que los demás esperan de mí? ¿Qué pasaría si expresara lo que realmente pienso o siento? A veces, por no quedar mal con otros, acabamos quedando mal con nosotros mismos.
  • Fortalece tu autoestima. Un autoconcepto sólido permite sostener una opinión propia sin depender de la de los demás. Aunque incomode. Aprender a valorarte más allá del juicio ajeno te dará la confianza necesaria para expresarte con libertad, incluso cuando el resto piense de otro modo.
  • Entrena la asertividad. La asertividad no es agresividad: es la capacidad de expresar tus ideas, emociones y necesidades de forma clara y respetuosa. Decir «no», disentir o comunicar tu punto de vista son habilidades esenciales para salir de la complacencia.
  • Aprende a convivir con el conflicto. Discrepar no es atacar. El conflicto, bien gestionado, puede enriquecer los vínculos en lugar de dañarlos. Aceptar que no siempre estaremos de acuerdo con los demás —y que eso está bien— es clave para expresarnos con libertad.
  • Elige entornos seguros. Busca espacios donde la diferencia se valore, donde la honestidad no se castigue y donde puedas mostrarte sin miedo. Del mismo modo, detectar los vínculos que refuerzan tu inseguridad o minimizan tu valor y alejarte de ellos es una forma necesaria de autocuidado.
  • Transforma la envidia en admiración. La envidia también puede ayudarnos a explorar talentos dormidos y cumplir deseos insatisfechos. Pregúntate: ¿Qué admiro de esa persona? ¿Qué parte de eso también vive en mí? En lugar de juzgarte solo desde la carencia, reconoce también tu potencial.
  • Acepta la diferencia como un valor. Ser distinto no es un defecto, es una aportación. Lo que te hace único puede ser lo que otros necesitan.
  • Da ejemplo. Atrévete a decir en voz alta lo que posiblemente muchos piensen en silencio. Cuando alguien se lanza a mostrarse, suele inspirar a otros a hacer lo mismo. Tal vez animes a quienes aún no se atreven.
  • Revisa tus creencias limitantes. Muchas veces actuamos desde ideas heredadas que nunca hemos cuestionado: «Si destaco, me envidiarán», «Mejor no decir nada”, «Hablar mucho es de arrogantes». Identificarlas es el primer paso para liberarte de ellas.
  • Toma tus propias decisiones, aunque te equivoques. Equivocarse no es un fracaso: es parte del camino. Confiar en tu criterio —aunque no siempre aciertes— es esencial para tu autonomía. Nadie mejor que tú sabe lo que necesitas.
  • Busca ayuda profesional. Si el miedo a expresarte está afectando a tu bienestar, iniciar un proceso terapéutico puede ayudarte a reforzar tu autoestima y desactivar esos patrones que hoy te hacen daño.
    (Si lo deseas, puedes ponerte en contacto conmigo y te acompañaré en tu proceso)

En definitiva, vivir de forma auténtica implica un riesgo: el de no agradar a todos. Pero también es el camino hacia una vida más plena, coherente y libre. Superar el síndrome de Solomon no significa volverse rebelde o egocéntrico, sino aprender a respetarse sin necesidad de traicionarse. En un mundo que muchas veces premia la uniformidad, atreverse a ser diferente es un gesto necesario. Es probable que nunca seamos del todo inmunes a la presión del grupo, pero siempre podremos elegir cómo respondemos ante ella.

¿Te comunicas de modo pasivo-agresivo? Así puedes cambiarlo y mejorar tus relaciones

¿Te comunicas de modo pasivo-agresivo? Así puedes cambiarlo y mejorar tus relaciones 1500 844 BELÉN PICADO

Casi todos, en algún momento, hemos sido pasivo-agresivos. Decimos «sí» cuando en realidad queremos decir «no», evitamos hablar de lo que nos molesta o respondemos con un seco «nada» cuando nos preguntan qué nos sucede. Optamos por disfrazar nuestro enfado en lugar de expresarlo abiertamente, creyendo que al callar o disimular evitamos el conflicto. Sin embargo, la realidad es que la emoción no desaparece, solo que encuentra una vía más sutil —y muchas veces más dañina— para manifestarse. Y el comportamiento pasivo-agresivo es precisamente eso: una forma indirecta de expresar frustración, ira o resentimiento.

Aunque puede parecer inofensivo en un principio, con el tiempo esta conducta deteriora las relaciones, genera confusión y alimenta el malestar, tanto en quien la ejerce como en quien la recibe. Lo complicado es que, al tratarse de un patrón de comportamiento encubierto, no siempre es fácil de identificar, y mucho menos de corregir.

(Te invito a leer, en este blog, el artículo «Comportamiento pasivo-agresivo: Cómo identificarlo (en ti también)«)

A continuación, te cuento qué puedes hacer si crees, o has notado, que podrías estar actuando de manera pasivo-agresiva. Con un poco de conciencia y práctica, verás que es posible transformar la forma en que te comunicas y mejorar tus relaciones.

Identifica y reconoce tu comportamiento y tus emociones

El primer paso para cambiar cualquier patrón de conducta es tomar conciencia de él. La pasivo-agresividad suele manifestarse de manera automática, como una forma de manejar el malestar sin enfrentar directamente el conflicto. Para romper con este hábito, es fundamental identificar cuándo y cómo te comportas así y, sobre todo, las emociones que están detrás de tu actitud. Este tipo de comportamiento suele encubrir sentimientos con los que no nos sentimos del todo cómodos, como la ira, la frustración o el resentimiento. Sin embargo, como habrás notado, ignorar una emoción solo hace que se vuelva más intensa y difícil de gestionar.

Algunas señales de que podrías estar acumulando enfado:

  • En situaciones que te molestan, en lugar de expresar tu desacuerdo, recurres al sarcasmo o a la ironía.
  • Sientes irritación o resentimiento con frecuencia, aunque no siempre identificas una razón clara.
  • Saboteas, postergas o incluso olvidas tareas y compromisos en vez de decir abiertamente que no quieres hacer algo.
  • Te sientes culpable por enfadarte y evitas reconocerlo y expresarlo.
  • Te cuesta decir «no» y, en su lugar, buscas formas indirectas de resistirte a las peticiones de los demás.

Además, la pasivo-agresividad no siempre es un reflejo del enojo reprimido; en muchos casos, encubre emociones como miedo, tristeza o inseguridad, que pueden estar relacionadas con el temor al rechazo, la confrontación o el juicio de los demás. En estas situaciones, en lugar de expresar el malestar abiertamente, se recurre a actitudes evasivas o indirectas como mecanismo de protección. Reconocer estas emociones ocultas ayuda a comprender mejor el propio comportamiento y a gestionarlo de manera más saludable.

Cambiar el comportamiento pasivo-agresivo para mejorar las relaciones

Reconcíliate con tu ira

Uno de los mitos más comunes sobre la ira es la creencia de que reconocerla nos llevará inevitablemente a explotar o a dañar a los demás, por lo que lo mejor sería evitarla o ignorarla. Sin embargo, ni es una emoción negativa ni desaparece simplemente por reprimirla. Al contrario, es una señal interna que nos informa de que algo no está bien, como una necesidad no satisfecha, una injusticia percibida o un límite que ha sido sobrepasado. Por ello, es fundamental reconocerla y entender su mensaje.

Cuando notes que algo te irrita, en lugar de reprimirlo o reaccionar con pasivo-agresividad, haz una pausa y reflexiona:

  • ¿Qué es exactamente lo que te está molestando?
  • ¿Cuál es la necesidad insatisfecha detrás de ese malestar?
  • ¿Estás evitando enfrentar un conflicto por miedo al rechazo o a la confrontación?

Permítete sentir la emoción sin juzgarla ni actuar impulsivamente. Puedes escribir en un diario sobre lo que te molesta, practicar la respiración profunda para calmarte antes de reaccionar o verbalizar lo que sientes en un entorno seguro. Aceptar tu ira y gestionarla de forma consciente es clave para dejar atrás la pasivo-agresividad y construir una comunicación más clara y honesta.

(En este blog puedes leer el artículo «Emociones incomprendidas: Cómo gestionar la ira para mejorar tu autoestima«)

Escucha tu cuerpo

Cuerpo y emociones están estrechamente conectados. Si prestas atención, notarás que cuando alguien traspasa tus límites o cuando una situación te genera malestar, tu cuerpo responde de inmediato con sensaciones físicas como opresión en el pecho, un nudo en la garganta o el estómago o rigidez muscular. Sin embargo, quienes tienen un patrón pasivo-agresivo suelen ignorar estas señales, justificando sus reacciones o minimizando su malestar físico.

Sintonizarte con las señales de tu cuerpo te ayudará a reconocer lo que realmente sientes antes de que se manifieste en forma de pasivo-agresividad. Algunas estrategias útiles:

  • Escaneo corporal. Cierra los ojos y recorre mentalmente tu cuerpo, desde la cabeza hasta los pies, identificando zonas de tensión o incomodidad. Pregúntate: ¿Qué emoción puede estar relacionada con esta sensación?
  • Atención a los cambios físicos. Observa si ciertos eventos o personas generan reacciones como un aumento en la frecuencia cardíaca, respiración entrecortada o rigidez en el cuello.
  • Mindfulness. Practicar la atención plena te ayuda a ser consciente de tus emociones sin juzgarlas ni reprimirlas. Notar cómo tu cuerpo reacciona ante diferentes situaciones te permitirá reconocer y gestionar tus emociones antes de que se transformen en actitudes pasivo-agresivas.

A medida que aprendas a escuchar a tu cuerpo con mayor atención, descubrirás que te proporciona información valiosa sobre lo que necesitas. Si notas una reacción física ante ciertas personas o situaciones, tu cuerpo te está enviando una señal de que algo no está bien. Escúchalo: puede ser el momento de establecer un límite o expresar tu malestar de forma asertiva.

Explora el origen de este comportamiento

El comportamiento pasivo-agresivo no surge de la nada. En la mayoría de los casos, es una estrategia de afrontamiento aprendida en la infancia o en experiencias pasadas, especialmente en entornos donde expresar ciertas emociones de manera directa no era permitido o era castigado.

Si creciste en un hogar donde uno o ambos progenitores utilizaban la agresión pasiva, es posible que ahora te cueste reconocer que esta forma de comunicación no es la única ni la más saludable. O tal vez aprendiste que expresar ira o frustración traía consecuencias negativas, como rechazo, desaprobación o castigo, lo que te llevó a buscar maneras indirectas de manifestar tu descontento.

Asimismo, si pasaste mucho tiempo intentando agradar a tus padres, cumpliendo expectativas inalcanzables o buscando su aprobación sin éxito, es probable que este patrón se haya trasladado a tus relaciones actuales. Esto puede generar frustración cuando no obtienes el reconocimiento que esperas, reforzando la pasivo-agresividad como mecanismo para gestionar esa insatisfacción.

La clave para romper este ciclo es cuestionar las creencias aprendidas y reflexionar sobre su impacto en tu vida actual:

  • ¿Dónde aprendiste que expresar tus emociones no era seguro o aceptable?
  • ¿Cómo se manejaban los conflictos en tu hogar?
  • ¿Intentas complacer a los demás en exceso y te frustras cuando no recibes lo mismo a cambio?
  • ¿Reprimes tus sentimientos por miedo al rechazo o al juicio de los demás?

Explorar el origen de tu comportamiento pasivo-agresivo no significa culpar a tu pasado, sino entenderlo para poder cambiar.

Establece límites sanos

Los límites son las fronteras que establecemos en nuestras relaciones para proteger nuestro bienestar emocional, físico y mental. Nos ayudan a definir qué estamos dispuestos a aceptar y qué no, permitiéndonos mantener interacciones más equilibradas y respetuosas.

Sin embargo, para alguien con tendencia a la pasivo-agresividad poner límites puede ser sumamente difícil. Es posible que sus fronteras sean difusas o inexistentes, lo que le dificulta diferenciar entre sus propias necesidades y las de los demás. También puede existir el miedo a que, si pone un límite, la otra persona se aleje o reaccione negativamente. Como resultado, se evita la confrontación y se expresa el descontento de manera indirecta.

Cómo empezar a poner límites sin culpa:

  • Identifica qué te incomoda. Muchas veces, la pasivo-agresividad surge cuando accedemos a cosas que realmente no queremos hacer.
  • Define lo que estás dispuesto a aceptar y lo que no. Reflexiona sobre tus necesidades y establece reglas claras para ti mismo.
  • Exprésate con claridad. En lugar de ignorar tu malestar o reaccionar con evasivas, comunica tu límite de forma directa. Por ejemplo, si un amigo insiste en pedirte favores constantemente, en lugar de acceder con resentimiento, puedes decir: «Hoy no puedo ayudarte, pero espero que encuentres una solución».
  • Sé consistente. Un límite solo funciona si lo sostienes en el tiempo. No temas reafirmarlo si la otra persona no lo respeta de inmediato.
  • Recuerda que poner límites no significa ser egoísta. Decir «no» cuando es necesario y priorizar tu bienestar no es egoísmo, sino un acto de respeto hacia ti mismo.

Cuando comienzas a establecer límites, notarás que disminuyen la ansiedad y el resentimiento, y que la comunicación se vuelve más clara. Además, cuanto más definidos estén, mejor te sentirás contigo mismo y más saludables serán tus relaciones.

Poner límites sanos ayuda a dejar atrás el comportamiento pasivo-agresivo

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Practica la asertividad

La pasivo-agresividad es lo opuesto a la asertividad. Mientras que la primera se basa en la evasión, la falta de claridad y la expresión indirecta del malestar, la comunicación asertiva implica expresar lo que sientes, piensas y necesitas de manera clara, directa y respetuosa. No se trata de imponer tu voluntad, sino de comunicarte con honestidad, sin agresividad ni sumisión.

Cómo desarrollar la comunicación asertiva:

  • Exprésate abiertamente en lugar de esperar que los demás adivinen lo que necesitas. Por ejemplo, en vez de suspirar o poner mala cara cuando alguien no hace lo que esperabas, di con claridad: «Me gustaría que lo hiciéramos de esta manera».
  • Habla en primera persona. Comunica cómo te sientes sin culpar ni atacar. Es más efectivo decir «Me siento frustrada cuando llegas tarde porque valoro mucho nuestro tiempo juntos» que «Siempre llegas tarde y eso me irrita mucho».
  • Olvídate del sarcasmo y las indirectas. Evita responder con frases como «No te preocupes, ya lo hago yo… como siempre» y prueba con expresiones más directas: «Me gustaría que compartiéramos esta tarea para que no recaiga solo en mí».
  • Practica la escucha activa. La asertividad también implica saber escuchar. Presta atención a los sentimientos y necesidades de los demás y demuestra interés en su perspectiva.
  • Aprende a decir «no» sin culpa. No siempre es posible complacer a los demás sin descuidarte. A veces, es necesario priorizarte. Es válido decir: «Ahora mismo no puedo ayudarte con esto».

El objetivo de la comunicación asertiva no es ganar una discusión o tener la razón, sino construir acuerdos donde ambas partes se sientan escuchadas y respetadas. Además, la asertividad ayuda a que los demás comprendan exactamente qué necesitas o esperas, reduce la frustración y los malentendidos, y fomenta vínculos más equilibrados y satisfactorios.

Reformula los conflictos

Para muchas personas con un patrón pasivo-agresivo, el conflicto es una fuente de ansiedad, ya que lo perciben como una amenaza a la armonía en sus relaciones o, peor aún, como un riesgo de perderlas. Como resultado, evitan la confrontación a toda costa, lo que solo conduce a la acumulación de resentimiento.

Al igual que la ira, el conflicto tiene una inmerecida mala fama. Crecer en un entorno donde los desacuerdos se evitaban o, por el contrario, se resolvían de manera agresiva puede hacer que lo veamos como algo negativo o peligroso. Sin embargo, cuando aprendemos a reformular el conflicto como una oportunidad de crecimiento en lugar de como una amenaza, nuestra forma de afrontarlo cambia por completo. Antes de dar por hecho que un desacuerdo llevará inevitablemente a una discusión destructiva, pregúntate qué puedes aprender de la situación y de la otra persona o cómo podéis llegar a una solución beneficiosa para ambos.

Cómo transformar los conflictos:

  • Normaliza las diferencias. Es imposible estar siempre de acuerdo en todo. Un conflicto no significa que una relación esté en peligro, sino que puede ser una oportunidad para dialogar y encontrar soluciones de manera constructiva.
  • Exprésate con asertividad. En lugar de acumular malestar y expresarlo de modo pasivo-agresivo, verbaliza tu punto de vista con claridad y respeto, tal como mencioné en el anterior apartado.
  • Practica la empatía. No se trata solo de dar a conocer tu posición, sino también de comprender la perspectiva de la otra persona. Haz preguntas abiertas y muestra interés genuino por sus sentimientos.
  • Evita las excusas y ponerte a la defensiva. Si has cometido un error, reconócelo sin justificarte. Eso sí, recuerda que una disculpa sincera no solo consiste en decir «Lo siento», sino en demostrar con hechos que te importa cómo se siente la otra persona y que estás dispuesto a mejorar.
  • Sustituye la evitación por el afrontamiento. En vez de huir del conflicto o responder con sarcasmo y resentimiento, céntrate en encontrar soluciones. Puedes probar con «¿Cómo podemos resolver esto de una manera que funcione para ambos?».

Si se gestiona bien, el conflicto no es una amenaza, sino una oportunidad para mejorar la comunicación, reforzar la confianza y fortalecer nuestras relaciones.

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Busca apoyo profesional si es necesario

Cambiar un patrón de comportamiento arraigado como el pasivo-agresivo no siempre es fácil y en ocasiones es necesario buscar apoyo profesional. A veces, el simple hecho de reconocer que actuamos de este modo no es suficiente para cambiarlo.

Un/a psicólogo/a te ayudará a…

  • Comprender el origen de tu conducta pasivo-agresiva y a explorar cómo las experiencias que viviste moldearon tu forma de interactuar con los demás.
  • Identificar los desencadenantes. Es posible que ciertos eventos o personas activen tu tendencia a la pasivo-agresividad sin que seas plenamente consciente.
  • Aprender nuevas formas de comunicación y adquirir recursos para expresar tus necesidades y emociones de forma clara y asertiva, sin necesidad de recurrir a la manipulación o la evasión.
  • Canalizar sentimientos como la ira y el resentimiento de una manera más adaptativa.
  • Sanar tus heridas del pasado. Si tu comportamiento pasivo-agresivo tiene raíces en tu infancia, la terapia te ayudará a comprender y procesar esas experiencias para que dejen de condicionar tu presente.

(Si lo deseas, puedes ponerte en contacto conmigo y te acompañaré en tu proceso)

10 aprendizajes sobre la vida que nos deja la serie Yo, Adicto

10 aprendizajes sobre la vida que nos deja la serie «Yo, adicto»

10 aprendizajes sobre la vida que nos deja la serie «Yo, adicto» 1800 1734 BELÉN PICADO

Hablar de adicciones sigue siendo un tema tabú en muchos contextos y reconocer públicamente que se es adicto conlleva enfrentarse al juicio, al estigma y al rechazo social. Por esto es tan importante la serie Yo, adicto (Disney+), una historia real que se atreve a afrontar esta realidad con una honestidad brutal y contundente. Pero, ante todo, se trata de un relato sobre esas heridas invisibles que muchos cargamos, independientemente de que estén relacionadas o no con una adicción. Porque esta historia, en realidad, «no va de drogas», sino de «aprender a vivir».

Javier Giner, autor y el verdadero protagonista de todo lo que se cuenta en la serie, ha recorrido a lo largo de su vida un camino profundamente transformador desde la autodestrucción al autocuidado y el crecimiento personal. Tras años de adicción al alcohol, las drogas y el sexo, en 2009 tocó fondo y, con 30 años, decidió ingresar en una clínica de rehabilitación. Fruto de aquel proceso, en 2021, publicó el libro Yo, adicto, que tres años después se ha convertido en una serie, con Oriol Pla interpretando su historia en pantalla.

Yo, adicto nos recuerda que el ser humano no está definido por sus errores o sus fracasos, sino por su capacidad de enfrentarlos, aprender y transformarlos. En el fondo, esta serie no habla solo de Javier Giner, sino de todos nosotros, de nuestras batallas internas, de nuestras inseguridades y de nuestra búsqueda de sentido.

Ya publiqué una reseña sobre esta serie en las redes sociales, pero creo que deja tantas y tan valiosas lecciones de vida que no me he resistido a escribir este artículo para explayarme a gusto. He aquí algunas de esas reflexiones. (Aviso para quienes no hayáis visto la serie: a lo largo del texto hay spoilers)

1. La adicción como síntoma, no como el problema en sí

La adicción es un síntoma, la punta del iceberg. Pero debajo hay mucho más de lo que se ve a simple vista. Una de las reflexiones más importantes de Yo, adicto es que las adicciones no surgen en el vacío. No es tan importante a qué soy adicto como qué función tiene eso de lo que no puedo prescindir.

Cuando no se ha aprendido a lidiar con la angustia emocional, las drogas, el juego, las compras o el sexo compulsivo se convierten en la vía más rápida para huir del dolor. Y, de paso, para evitar conectar con un mundo interno demasiado caótico. Javi no sabe cómo calmar su angustia, así que comienza a buscar ‘parches’ que tapen un vacío que no deja de crecer y que continuamente le pone frente a su soledad, a sus miedos y a su sufrimiento.

Así que cuando deje de drogarse y el parche desaparezca todas esas emociones que ha estado evitando irrumpirán como un tsunami. «Ahora que no tienes las drogas para escaparte, vuelven a aparecer las emociones con más fuerza», le explica el psicólogo a Giner cuando este admite estar «desquiciado».

10 aprendizajes sobre la vida que nos deja la serie Yo, Adicto

Oriol Pla en «Yo, adicto» (Disney+)

2. No solo heredamos genes

«No podría explicar mi adicción sin hablar de mis padres. La enfermedad de un toxicómano empieza siempre en la familia, aunque esta habitualmente lo niega», dice Giner. Esta afirmación plantea hasta qué punto las dinámicas familiares influyen en nuestro desarrollo emocional. Y no se trata de buscar culpables, sino de comprender que, como hijos, no solo heredamos genes, sino también formas de amar, miedos y carencias.

«¿Cómo podrían mis padres aplicar una educación emocional sana, constructiva, con empatía, respeto y cuidados, si a ellos nadie se la enseñó. Si por el contrario crecieron en el silencio, en las apariencias, en la doble moral, en la imposición. (…)  Nos pasa a todos. Aprendemos matemáticas y geografía, pero nadie nos enseña a querer y cuidar de manera sana, ni a los demás, ni a nosotros mismos», continúa Giner.

Entre esas dinámicas que pueden hacer más mal que bien está la sobreprotección, tan perjudicial y dañina como el abandono, o el condicionar el amor paterno al comportamiento del niño. Es normal que no confiemos en nosotros mismos cuando nadie nos enseñó cómo hacerlo.

3. Pero si mi familia es normal…

Hay estructuras familiares que no parecen disfuncionales, pero que lo son. Cuando el protagonista,  muestra su sentimiento de culpa calificándose a sí mismo de «niñato» por haber caído en las adicciones teniendo una familia normal, su psicólogo le pide que lea un pasaje del libro Querer no es poder, que os facilito a continuación y con el que seguro muchos de vosotros os sentiréis identificados como le ocurre a Javi.

«¿Pero qué hay del adicto que proviene de una «buena» familia, de una familia intacta «normal», que funciona en forma apropiada y está bien considerada en la comunidad? Nos preguntamos: «¿Cómo puede suceder esto?» Sucede porque aún en una familia que a todas luces parece ser cariñosa y atenta, la individualidad del hijo puede ignorarse tanto como en una familia visiblemente caótica; sólo que en este caso, la situación queda oculta tras una apariencia de corrección social. En este tipo de familia, lo que el hijo recibe puede ser una especie de aplastante «seudoamor».

Y cuando el rechazo, abuso o descuido emocional está presente pero encubierto, puede ser aún más difícil para el hijo (y más adelante el adulto-niño) llegar a afrontarlo. Este individuo se siente profundamente herido, pero no tiene pruebas de haberlo sido. Atrapado en un dilema en el que el rechazo se mantiene oculto e incluso es negado, desarrolla intensos sentimientos de culpa. Como su progenitor está cumpliendo el rol exterior de un «buen padre», el hijo sólo puede sacar en conclusión que él mismo está equivocado al sentirse enojado y rencoroso. El hijo percibe que «el individuo que él es» tiene algún efecto destructivo sobre el progenitor, por lo que se esfuerza por refrenar su verdadero yo».

4. Protegerse también es autocuidado

A veces sentimos que debemos abrirnos en canal, que la honestidad es contarlo todo. Sin embargo, tenemos el derecho y también el deber de protegernos. Hay un personaje que se lo dice así de claro a Javi y que todos deberíamos integrar: «Lo que te puedo decir es que con el tiempo he ido comprendiendo con quién vale la pena compartirlo todo de mí. Tu intimidad es cosa tuya. (…) Tu vida es tuya. Y tú decides cómo, cuándo y con quién la compartes».

Si alguien nos hace una pregunta, no estamos obligados a dar siempre una respuesta. Podemos decidir cuándo y cómo contestar e, incluso, no hacerlo si ese es nuestro deseo.

Hay un derecho asertivo que dice «Tengo derecho a responder o a no hacerlo». Esto significa que:

  • Defender nuestra capacidad de elegir cuándo, cómo y si queremos participar en una conversación o responder a una solicitud favorece nuestra autonomía personal.
  • No todas las preguntas, comentarios o peticiones merecen una respuesta inmediata o incluso una respuesta en absoluto.
  • Tenemos el poder de priorizar nuestras necesidades y no sentirnos culpables por decir «no» o por guardar silencio cuando algo no se alinea con nuestros valores o no estamos disponibles para ello.
  • Elegir cuándo, con quién y hasta qué punto hablar de algo que nos afecta es una forma de autocuidado. Igual que optar por no hacerlo.

Ante preguntas que nos resultan invasivas o incómodas, podemos elegir no responder o expresar claramente: «No me siento cómodo hablando de eso».

Porque protegiéndonos también nos cuidamos.

5. Abrazar la vulnerabilidad

Después de toda una vida ocultándose detrás de una máscara para que nadie pueda ver esa parte que él sentía «defectuosa», por fin el protagonista será capaz de empezar a quitarse las múltiples capas que ha ido superponiendo a lo largo de su vida. El trabajo terapéutico le ayudará a descubrir, a mirar y a sanar sus heridas y, desde la aceptación de su propia vulnerabilidad, empezará a crear relaciones más auténticas y profundas.

Para Brené Brown, socióloga e investigadora estadounidense, ser vulnerable es «atreverse a arriesgarse». Arriesgarnos a dejar de fingir que somos los más fuertes y no nos afecta nada; a decir «te quiero» primero, sin saber cuál va a ser la respuesta de la otra persona; a involucrarnos en una relación (de cualquier tipo) que puede funcionar… o no. En resumen, ser vulnerable es atrevernos a quitarnos la máscara y mostrarnos como somos, con nuestros miedos, nuestra vergüenza y nuestras inseguridades.

Nuestra vulnerabilidad no nos debilita, sino que nos humaniza.

Yo, adicto

Oriol Pla y Nora Navas (Disney+)

6. Detrás del disfraz de la furia en realidad está escondida la tristeza

Más allá de la furia que invade a Javi cuando sus emociones empiezan a emerger, su psicólogo puede ver con claridad qué se oculta detrás: «Detrás de la ira siempre se esconde la tristeza. ¿Sabes lo que yo veo? Veo una persona muy, muy triste».

En realidad, muchas de nuestras emociones aparentemente destructivas son defensas frente a un dolor mucho más profundo. La ira, el resentimiento o el odio son a menudo expresiones de heridas que no están sanadas.

A veces, camuflamos ciertas emociones que nos cuesta mostrar detrás de otra con la que nos sentimos más cómodos. Por ejemplo, el niño en cuyo hogar la tristeza no tiene cabida y lo más habitual es escuchar frases como «llorar es de débiles» o «los hombres no lloran», aprenderá a utilizar la rabia en sustitución de su tristeza. Y ya como adulto, reaccionará con ira cada vez que algo le haga daño o le decepcione.

Tomar más contacto con lo que nos está ocurriendo es el primer paso para poder relacionarnos de un modo más saludable con nosotros mismos y con nuestro entorno.

7. «Los vínculos son vida y a veces salvan»

«¿Te imaginas una vida sin cuidados hacia los demás o hacia ti mismo? Los vínculos son vida y a veces salvan». En un mundo en el que se exalta el individualismo y la independencia como virtudes supremas, está bien recordar cuánto necesitamos establecer vínculos sanos.

Los vínculos nos construyen. Nos brindan un lugar seguro donde expresar nuestras emociones, incertidumbres y luchas. Son un ancla en momentos de tormenta, una red que nos sostiene cuando parece que vamos a caer. A veces, la simple presencia de alguien que nos escucha o nos mira con compasión puede marcar la diferencia entre hundirnos o salir a flote.

Pero no siempre sabemos cuidarnos ni dejar que nos cuiden. El miedo al rechazo, el orgullo o el peso de nuestras heridas pueden sabotear nuestra capacidad de conectar. Y aquí es donde Yo, adicto lanza un mensaje claro: los vínculos no solo son vida, también son parte del proceso de sanación. Al aceptar que somos vulnerables, que necesitamos y merecemos cuidado, comenzamos a abrirnos al mundo y a nosotros mismos.

Y para que este cuidado sea genuino, debe ser tanto hacia afuera como hacia adentro. Es imposible ofrecer lo mejor de nosotros si descuidamos nuestras propias necesidades emocionales y físicas.

8. Todos merecemos ser amados

En el ser humano existe una dualidad constante entre el deseo ferviente de que nuestros vínculos funcionen y el temor a que no sea así. Y precisamente es este miedo a sufrir, al abandono o a la falta de reciprocidad el que puede llevarnos a sabotear nuestras relaciones. Cuando no nos queremos a nosotros mismos solemos apartar a quienes nos quieren bien. Y, al hacerlo, encontramos la excusa perfecta para confirmar lo que tememos profundamente: «No merezco ser amado».

En Yo, adicto, el diálogo entre el psicólogo y Javi que transcribo a continuación refleja claramente esa dinámica:

“- Psicólogo: ¿Y no mereces que te quiera? ¿Por eso revientas o huyes de cualquier cosa que tenga continuidad? Tienes pavor a que te quiten la careta y descubran que tienes la cara quemada, que eres imperfecto, que eres defectuoso. Si mantienes una relación, una vida normal van a descubrir que no vales, que eres un monstruo. Tú mismo lo has dicho, los apartas, haces que huyan de ti.

– Javi: Llevo toda la vida mendigando amor en cualquier sitio. Y si no es amor, admiración. Pero me aterra el rechazo. Y me pierdo. Consumo cuerpos, por eso salgo a buscar más, porque nunca es… Nada me sirve, nunca es suficiente.

– Psicólogo: ¿Y tú?

–  Javi: ¿Y yo qué?

– Psicólogo: ¿Tú eres suficiente? ¿Alguna vez te han dicho que tal como eres, con tus fracasos, tus errores, eres suficiente? ¿Alguien te ha dicho que sin necesidad de hacer nada mereces que te quieran, que mereces ser feliz?”

Reconocer que somos suficientes tal como somos, con nuestros fracasos y defectos, no es tarea sencilla. Es un proceso que requiere desmontar creencias aprendidas, mirar con compasión nuestras heridas y aceptar que la perfección no es un requisito para ser querido. Merecemos amor, no porque seamos perfectos, sino porque somos humanos.

9. Aceptar el dolor como parte de la vida

Yo, adicto nos recuerda también que el dolor no es un castigo ni experimentarlo significa que haya algo «mal» en nosotros. Sencillamente, es parte de la vida y, como tal, es inevitable. Da igual si lo reprimimos, lo enterramos bajo distracciones o anestesias temporales como las adicciones. Tarde o temprano reaparecerá y, seguramente, lo hará con más fuerza. En lugar de verlo como un enemigo, aprender a convivir con él nos permitirá empezar a comprenderlo y desactivar su poder destructivo.

Es, precisamente, en el acto de aceptar el dolor donde radica nuestra capacidad de transformarlo. Como escuchamos en la serie, no se trata de evitarlo, sino de «sentirlo para poder gestionarlo sobrios».

Además, si entendemos que sentir dolor no nos hace débiles ni defectuosos, también seremos capaces de mirar a quienes nos rodean con más empatía.

Yo, adicto

10. Hacer las paces con la incertidumbre: «No saber está bien»

El miedo al cambio está directamente ligado al miedo a la incertidumbre. Nos aferramos a lo conocido, incluso cuando nos causa sufrimiento, porque lo desconocido nos aterra. Ese espacio donde no hay certezas, donde no controlamos el desenlace, puede resultar tan abrumador que preferimos quedarnos inmóviles, atrapados en una zona de confort que no siempre nos conforta.

Vivimos en un mundo obsesionado con las certezas y con tener control sobre todo. Y esta expectativa constante de tenerlo todo atado y bien atado no solo es irreal, sino también agotador. Nos roba la capacidad de estar presentes y nos encierra en un círculo de ansiedad por lo que fue y lo que podría ser.

En este sentido, la serie nos invita a cambiar de perspectiva y nos propone no solo aceptar la incomodidad, la incertidumbre e, incluso, el dolor, como parte inevitable de la vida, sino también encontrar en ello una oportunidad de crecer. No saber qué viene después nos da libertad para explorar, para equivocarnos, para aprender. Al soltar la necesidad de controlarlo todo, abrimos espacio para que lo nuevo, lo inesperado, nos sorprenda.

Quizás el cambio no sea tan aterrador si dejamos de verlo como una amenaza y lo entendemos como una transición natural, un paso hacia lo que todavía no sabemos, pero que tiene el potencial de transformarnos. Porque, «no saber también está bien».

Vivir duele y a veces es una puta salvajada, pero merece mucho la pena (Javier Giner)

Referencias

Gabilondo, A., Giner, J. y Rubirola Sala, L. (Productores ejecutivos) (2024). Yo, adicto [serie de televisión]. Alea Media

Washton, A. M. y Boundy, D. (1991). Querer no es poder: Cómo comprender y superar las adicciones. Barcelona: Paidós

10 cosas (fáciles) que puedes hacer para mantener un cerebro sano.

10 cosas (fáciles) que puedes hacer para mantener un cerebro sano

10 cosas (fáciles) que puedes hacer para mantener un cerebro sano 1122 935 BELÉN PICADO

Con sus 1300-1400 gramos, el cerebro de los seres humanos es más grande que el de cualquier especie en relación con las dimensiones del resto del cuerpo. Pero no solo es el órgano que nos permite pensar, razonar o recordar, sino que también tiene una relación directa y bidireccional con el modo en que experimentamos amor, odio, ira, compasión, angustia y todas las emociones propias de nuestra especie. En pocas palabras, el cerebro humano es una verdadera maravilla de la naturaleza, un órgano fascinante y complejo que desempeña un papel crucial en cómo sentimos, cómo pensamos y cómo vivimos nuestras experiencias del día a día. Y, precisamente por todo esto es tan importante cuidarlo y mantenerlo en las mejores condiciones posibles. ¿Cómo? Hay muchas formas mantener nuestro cerebro sano y estas son solo algunas de ellas:

1. Cuida tu alimentación

El aparato digestivo y el cerebro están directamente conectados a través de lo que se conoce como eje intestino-cerebro. Nuestro intestino alberga trillones de microorganismos (microbiota) que juegan un papel crucial en la salud en general y en la salud mental y emocional en particular. Algunos de ellos tienen la capacidad de producir neurotransmisores como la serotonina, involucrada en la regulación del estado de ánimo (se estima que alrededor del 90% de la serotonina de nuestro organismo se produce en el intestino). Además, una microbiota intestinal saludable está relacionada con una mejor función cognitiva y memoria, mientras que la disbiosis (desequilibrio microbiano) se ha asociado con trastornos como la depresión y la ansiedad.

Muchos estudios sugieren que una dieta rica en prebióticos, probióticos y ácidos omega-3 ayuda a mantener nuestra microbiota saludable, lo cual a su vez influye en la química cerebral y en el estado de ánimo.

  • Los prebióticos son tipos de fibra no digeribles que sirven de alimento a las bacterias beneficiosas del intestino. Los encontramos en el ajo, la cebolla, los espárragos, los plátanos, las lentejas y la avena, entre otros alimentos.
  • Los probióticos son microorganismos vivos que, cuando se consumen en cantidades adecuadas, resultan beneficiosos para la salud. Están en el yogur, kéfir, chucrut y otros alimentos fermentados.
  • En cuanto a los ácidos grasos omega-3, cruciales para la función cerebral y la estructura de las membranas celulares neuronales, se encuentran sobre todo en pescados grasos como el salmón, en las nueces y en las semillas de lino.

Como veis, el dicho popular «Somos lo que comemos» no va tan desencaminado…

Cuidar la alimentación es esencial para mantener un cerebro sano.

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2. Muévete

No es necesario machacarse en el gimnasio para tener un cerebro saludable. Según la Organización Mundial de la Salud bastan al menos 150 minutos a la semana de ejercicio de intensidad moderada (por ejemplo, caminar a paso ligero) para mantenerlo en forma. Y es que cuando nos animamos a realizar algún tipo de deporte o de actividad física en nuestro cerebro empiezan a pasar cosas buenas, entre ellas un aumento en la producción de:

  • Factor neurotrófico del cerebro (BDNF). Es una proteína que favorece la neuroplasticidad del cerebro, ayudándolo a adaptarse mejor a las situaciones y mejorando su capacidad cognitiva. Actividades como nadar, correr o bailar aumentan su producción.
  • Endorfinas. Entre otros beneficios, son un poderoso analgésico natural, mejoran el estado de ánimo, ayudan a reducir la ansiedad y los síntomas depresivos y también mejoran la calidad del sueño.
  • Serotonina. Además de regular el estado de ánimo, facilita la relajación y también ayuda a conciliar mejor el sueño.
  • Dopamina. A nivel cognitivo, regula funciones como el aprendizaje y la memoria y tiene un papel fundamental en la toma de decisiones.

Además de mejorar nuestra neuroplasticidad y ayudarnos a regularnos emocionalmente, hacer ejercicio alivia los síntomas de la depresión y la ansiedad, interviene en la prevención de enfermedades neurodegenerativas como el Alzheimer y favorece la consolidación de la memoria. En 2016 un grupo de neurocientíficos holandeses comprobaron que hacer ejercicio aeróbico cuatro horas después de aprender algo ayuda a consolidar los conocimientos adquiridos.

(Si te interesa, puedes leer en este blog el artículo «Deporte y salud mental: Beneficios psicológicos de hacer ejercicio«)

3. Duerme lo que necesites

Entre otras funciones, el cerebro utiliza el descanso nocturno para procesar y consolidar la información adquirida a lo largo del día, fortaleciendo las conexiones neuronales y mejorando la memoria. Y es que nuestro cerebro recoge durante la jornada información a una velocidad superior a la que puede procesarla, así que aprovecha las horas de sueño para archivar todos esos datos.

Investigadores de la Universidad alemana de Lübeck encontraron que este proceso de consolidación de la memoria se extiende también al aprendizaje de tipo académico. A través de pruebas realizadas a 106 voluntarios descubrieron que los que dormían ocho horas triplicaban las posibilidades de resolver ecuaciones matemáticas, frente a los que habían pasado la noche en vela. La investigación pudo determinar, además, que los cambios cerebrales que mejoran la creatividad y la capacidad de resolver problemas se producen durante las cuatro primeras horas del ciclo del sueño.

Algunas cosas que puedes hacer para mejorar la calidad del sueño:

  • Seguir una rutina de sueño regular. Ir a la cama y despertarse a la misma hora todos los días.
  • Mantener un ambiente adecuado. Un dormitorio oscuro, fresco y tranquilo favorece el sueño profundo.
  • Reducir la exposición a pantallas. Evitar dispositivos electrónicos al menos una hora antes de acostarse.
  • Evitar la cafeína y otras sustancias excitantes.
  • No le robes horas a tu descanso. Aunque las necesidades varían de una persona a otra, el tiempo óptimo de sueño en adultos está entre las siete y las nueve horas.

(Si te interesa, puedes leer en este blog el artículo «¿Qué ocurre en nuestro cerebro mientras dormimos?»)

4. Cuida tus relaciones

Necesitamos contacto físico, intimidad y pertenencia al grupo y no solo a nivel social. Al activar áreas cerebrales relacionadas con la emoción y la cognición, las relaciones sociales ayudan, por ejemplo, a prevenir el deterioro cognitivo y retrasar así la aparición de enfermedades como el alzhéimer.

Que las relaciones sociales contribuyen al incremento de la reserva cognitiva se ha comprobado ya en diversos estudios. Una de estas investigaciones, llevada a cabo por el neurólogo David A. Bennet y varios colaboradores, encontró que el tamaño de la red social con la que se cuenta influye en el rendimiento cognitivo en enfermedades como el alzhéimer. Es decir, los investigadores observaron que, aun sufriendo esta patología, las personas con más relaciones sociales mostraban un mejor funcionamiento cognitivo.

Igualmente, interactuar con otros mejora el bienestar emocional, al reducir los sentimientos de soledad y depresión, protege en tiempos de mucho estrés, estimula el cerebro y promueve el desarrollo de habilidades sociales, emocionales y cognitivas.

Algunas formas de fortalecer las conexiones sociales:

  • Participar en actividades comunitarias. Únete a actividades que se organicen en tu barrio, a grupos con tus mismas aficiones, a algún voluntariado….
  • Mantén el contacto con tus seres queridos (y no solo por Whatsapp). Llama o visita a amigos y familiares con regularidad.
  • Cultiva y trabaja en tus relaciones. Invierte tiempo y energía en construir y mantener vínculos profundos y significativos.

5. Fomenta tu curiosidad y no dejes de aprender

La curiosidad pone al cerebro en modo aprendizaje. Según un estudio publicado en la revista Neuron, la expectación que nos genera un tema que nos atrae coloca al cerebro en un estado que nos permite aprender y retener cualquier clase de información relacionada o no con aquella que nos interesa. Los autores de la investigación encontraron también que cuando se estimula la curiosidad, aumenta la actividad en el circuito cerebral relacionado con la recompensa y en el hipocampo (región del cerebro importante para la formación de nuevos recuerdos), además de un aumento de las interacciones entre ambas estructuras.

Cómo fomentar la curiosidad:

  • Crea entornos estimulantes y ricos en estímulos novedosos y variados. Esto puede incluir leer libros, visitar museos, o participar en actividades culturales y educativas.
  • Haz preguntas. Fomentar el hábito de hacer preguntas y buscar respuestas promueve un enfoque activo hacia el aprendizaje. Las preguntas abiertas que invitan a la reflexión y la exploración son especialmente efectivas.
  • Adopta una mentalidad de crecimiento. Creer que nuestras habilidades y conocimientos pueden mejorar con el esfuerzo y la práctica (mentalidad de crecimiento) fomenta la curiosidad y la disposición a enfrentar desafíos.
Si quieres tener un cerebro sano, fomenta la curiosidad y no dejes de aprender.

Imagen de Freepik.funció

6. Desafía a tu cerebro

Aprender cosas nuevas y atreverse con actividades cognitivamente estimulantes mantiene el cerebro en forma. Por un lado, se favorece que se establezcan nuevas conexiones neuronales y que las que ya hay se fortalezcan, algo que permitirá afrontar mejor los cambios que lleguen con el envejecimiento. Por otra parte, mejora la memoria, ya que el aprendizaje continuo mantiene la mente aguda e incrementa la capacidad de retención de información. Y, además, fomenta la creatividad.

Son muchos los modos en que puedes desafiar a tu cerebro:

  • Cambiar cosas en las rutinas de tu día a día, por ejemplo elige un camino distinto al habitual para ir a trabajar.
  • Aprender un nuevo idioma. Mejora la memoria, la atención y la capacidad multitarea.
  • Tocar un instrumento musical. Estimula múltiples áreas del cerebro relacionadas con la coordinación motora, la percepción sensorial y la memoria.
  • Practicar juegos de estrategia. Actividades como el ajedrez y los juegos de estrategia fomentan el pensamiento crítico y la planificación.

7. Aprende a respirar… conscientemente

La respiración no solo mantiene nuestras funciones fisiológicas básicas; también tiene un impacto significativo en el cerebro y la salud mental. En su libro Neurociencia del cuerpo: Cómo el organismo esculpe el cerebro, la neurocientífica Nazareth Castellanos incide en la necesidad de saber respirar, fundamentalmente por la nariz, porque «la respiración influye en la capacidad de memorizar, recordar y aprender porque impacta en el hipocampo e influye en la dinámica neuronal y la nariz prepara el aire para que pueda penetrar de forma saludable en el cuerpo».

La oxigenación adecuada del cerebro es fundamental para mantener una capacidad cognitiva y una función cerebral óptima. Al respirar de manera consciente y profunda, aumentamos la cantidad de oxígeno que llega al cerebro y mejoramos su rendimiento.

Algunos beneficios que aporta la respiración al cerebro:

  • Reduce el estrés y la ansiedad. Técnicas como la respiración diafragmática pueden reducir la activación del sistema nervioso simpático y promover la activación del sistema nervioso parasimpático. Esto resulta en una disminución de la liberación de hormonas del estrés como el cortisol y una reducción de los síntomas de ansiedad.
  • Aumenta la atención y la concentración. Al calmar la mente y reducir el ruido mental, las técnicas de respiración permiten enfocar los pensamientos y mejorar el rendimiento cognitivo.
  • Mejora el estado de ánimo. La respiración profunda puede aumentar los niveles de neurotransmisores como la serotonina y las endorfinas. Esto, a su vez, ayuda a combatir la depresión y mejorar la sensación general de bienestar.
  • Favorece la regulación emocional. Al reducir la activación del sistema nervioso simpático y promover un estado de calma, es más fácil manejar emociones intensas y mejorar nuestra estabilidad emocional.

8. Pon música en tu vida

Todo nuestro cerebro se moviliza cuando escuchamos una canción o tocamos un instrumento. El ritmo se procesa en la zona sensorial y motriz, que es la encargada de estimular el movimiento. En la amígdala, situada en el sistema límbico que es el responsable de la regulación emocional, se procesan las emociones que experimentamos ante una melodía. Y el hipocampo se activa para recordar una canción, evocar situaciones vividas o traer a la memoria a personas con quienes nos gustaría estar.

Asimismo, la música es una poderosa fuente de placer. Cuando escuchamos una canción que nos gusta se dispara la producción de dopamina y de otras sustancias que nos ayudan a sentirnos mejor: serotonina, epinefrina, oxitocina y prolactina.

Tras analizar 400 estudios científicos, los psicólogos Daniel Levitin y Mona Lisa Chanda asociaron los beneficios de la música con la salud mental y física. Concretamente, identificaron cuatro procesos en los que puede intervenir: en el estrés, disminuyendo la ansiedad; en la inmunidad, fortaleciendo las defensas; en la afiliación social, favoreciendo los lazos afectivos y la cooperación; y en el área de recompensa, reforzando la motivación, la gratificación y el placer. Y no solo eso. La música también mejora los síntomas depresivos y ayuda en situaciones traumáticas.

Si quieres un cerebro sano, pon música en tu vida.

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9. Da las gracias

La gratitud transforma nuestro cerebro e induce cambios positivos en su estructura y funciones. ¿Cómo? Por ejemplo, activando el sistema de recompensa. Cuando experimentamos gratitud, el cerebro libera dopamina lo que nos hace sentir bien y refuerza este comportamiento. A la vez, se producen un aumento de los niveles de serotonina y se activan el sistema límbico y la corteza prefrontal, áreas relacionadas con las emociones y la toma de decisiones.

Según apunta el doctor en Psicofisiología Manuel Vázquez-Marrufo en este artículo, muchas de las personas que experimentan altos grados de agradecimiento tienden a regular a la baja la actividad de la amígdala (parte del sistema límbico a cargo de la respuesta del miedo) y por tanto hay «una menor liberación de factores inflamatorios que están detrás de muchas enfermedades».

Si quieres practicar…

  • Escribe un diario de gratitud. Dedica unos minutos cada día a escribir tres cosas por las que estás agradecido/a. Esto te ayudará a enfocar tu mente en los aspectos positivos de tu vida.
  • Simplemente, di «gracias». Si sientes que tienes que dar las gracias a alguien, hazlo verbalmente y si lo haces mirándole a los ojos, mucho mejor. Verás cómo se fortalecen tus relaciones y aumenta tu propio sentido de bienestar.
  • Cartas de agradecimiento. Escribe cartas de gratitud a personas que han tenido un impacto positivo en tu vida. Incluso si no las envías, te ayudarán a sentirte más conectado/a y satisfecho/a.

10. No hagas nada

La inactividad es esencial para que nuestro cerebro se tome un descanso y recupere la energía perdida. Pero cuando nos dedicamos a no hacer nada no solo nos estamos dando tiempo para recargar pilas. También favorecemos la conexión con nosotros mismos, la creatividad y la memoria.

El científico y escritor Andrew J. Smart explica que durante los periodos de inactividad nuestro cerebro está activo, aunque de una forma diferente. Al igual que un avión tiene un piloto automático, nosotros entramos en un estado similar cuando descansamos y renunciamos al control manual: «El piloto automático tiene claro adónde quieres ir y qué quieres hacer y la única forma de averiguar lo que sabe es dejar de pilotar manualmente el avión y permitir que tu piloto automático te guíe».

Y si, además de no hacer nada, estamos en silencio, mucho mejor. Un estudio llevado a cabo por investigadores alemanes concluyó que dos horas de silencio al día bastan para estimular la creación de nuevas neuronas en el hipocampo (zona del cerebro implicada en la memoria, las emociones y el aprendizaje). Así que aprovecha tan valiosos momentos para darte un relajante baño de silencio.

Referencias bibliográficas

Bennett D.A., Schneider J.A., Tang Y., Arnold S.E. & Wilson R.S. (2006). The effect of social networks on the relation between Alzheimer’s disease pathology and level of cognitive function in old people: a longitudinal cohort study. Lancet Neurology, 5(5):406-12.

Castellanos, N. (2022). Neurociencia del cuerpo: cómo el organismo esculpe el cerebro. Barcelona: Kairós.

Chanda, M. L., & Levitin, D. J. (2013). The neurochemistry of music. Trends in cognitive sciences, 17(4), 179–193.

Gruber, M. J., Gelman, B. D. & Ranganath, C. (2014). States of curiosity modulate hippocampus-dependent learning via the dopaminergic circuit. Neuron, 84(2), pp. 486-496.

Kirste, I., Nicola, Z., Kronenberg, G., Walker, T. L., Liu, R. C., & Kempermann, G. (2015). Is silence golden? Effects of auditory stimuli and their absence on adult hippocampal neurogenesis. Brain structure & function, 220(2), 1221–1228.

Smart, A.J. (2015). El arte y la ciencia de no hacer nada. El piloto automático del cerebro. Madrid: Clave Intelectual.

Depresión de verano.

Depresión de verano: Cuando el buen tiempo nos amarga la vida

Depresión de verano: Cuando el buen tiempo nos amarga la vida 1920 1280 BELÉN PICADO

«La gente me ve como un bicho raro o creen que bromeo cuando digo que odio el verano. Nadie lo entiende», me decía hace poco Marisa en una sesión. Cuando pensamos en el verano, lo habitual es que se nos dibuje una sonrisa y que enseguida nos vengan a la mente conceptos como vacaciones, descanso, viajes, chiringuitos, encuentros con amigos, diversión, sensación de alegría… Sin embargo, también hay quienes viven esta época del año con tristeza, apatía, falta de motivación y angustia. Y es que hay personas para las que variables como el exceso de luz solar, las altas temperaturas, los cambios en la rutina e, incluso, la presión social de tener que estar siempre dispuesto para la diversión, van asociadas a un cuadro de síntomas emocionales y físicos que se conocen con varios nombres. Depresión de verano, trastorno afectivo estacional inverso o depresión veraniega son algunos de ellos.

Este trastorno afecta al estado de ánimo cuando las temperaturas son más cálidas. El trastorno afectivo estacional de verano es mucho menos común que su homólogo, el trastorno afectivo estacional (TAE) que se produce en otoño e invierno, pero igualmente debilitante para quienes lo sufren. Además, se cree que la incidencia podría aumentar en las próximas décadas, debido a que se espera que el calentamiento global traiga temperaturas más altas y posiblemente más humedad.

Algunas de sus características:

  • Según los criterios establecidos en el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM-5) para diagnosticar depresión con un patrón estacional debe comenzar y terminar durante una temporada específica del año (con remisiones completas durante otras temporadas) y aparecer durante, al menos, dos años consecutivos. En el caso del trastorno afectivo inverso o con patrón de verano, reaparece todos los años más o menos en primavera o al comienzo del verano y desaparece en la época otoñal e invernal, mejorando el estado de ánimo en los cortos y fríos días del invierno.
  • Es más frecuente en personas con otros trastornos mentales, como depresión mayor o trastorno bipolar, sobre todo trastorno bipolar tipo II (lo más habitual es tener fases de manía o hipomanía en primavera y verano y fases de depresión en otoño e invierno)
  • Las personas con trastorno afectivo estacional inverso son más propensas a las tentativas de suicidio que las que sufren la versión invernal. De hecho, son ya varios los estudios que relacionan el progresivo aumento de las temperaturas con una mayor tasa de muertes por suicidio.
  • Afecta más a las mujeres que a los hombres.
La depresión de verano o trastorno afectivo estacional inverso afecta más a las mujeres.

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Tristeza estival, depresión de verano y depresión mayor

Summertime Sadness, es una canción de Lana Del Rey que nos habla de la tristeza o melancolía veraniega, ese pequeño bajón anímico o de energía que a veces tenemos en el cambio de estación, pero no debemos confundirlo con el trastorno afectivo estacional inverso, más limitante y con síntomas más parecidos a los de la depresión mayor.

En cuanto a las diferencias entre el TAE de verano y la depresión mayor, esta suele mantenerse durante largas temporadas y deberse a circunstancias vitales adversas o a desajustes neuroquímicos que requieren medicación, mientras que en el caso del la depresión de verano los síntomas desaparecen con el cambio de estación, repitiéndose habitualmente en la misma época cada año.

Síntomas de la depresión de verano

Tanto las personas que padecen TAE en verano como las que lo padecen en invierno comparten ciertos síntomas: fatiga excesiva, falta de interés en actividades del día a día, poca o nula interacción social, apatía, estado de ánimo deprimido, desesperanza y sentimientos de inutilidad, dificultad de concentración… Sin embargo, hay algunos síntomas propios de la versión estival:

  • Ansiedad, a menudo acompañada de nerviosismo o irritabilidad.
    (En este blog puedes leer el artículo «¿Ansiedad en vacaciones? Cómo evitar que la angustia nos amargue el verano«)
  • Hiperactividad y agitación psicomotora. Hay un aumento en la actividad física y mental, a veces con dificultad para mantenerse quieto o concentrado. También puede experimentarse sensación de inquietud y dificultad para relajarse.
  • Pérdida de apetito. Reducción significativa del deseo de comer que puede acompañarse de pérdida de peso.
  • Sensación de aislamiento. El hecho de casi todo el mundo parezca estar pasándolo genial y disfrutando de su tiempo libre, hace que la persona afectada se sienta aún más sola e incomprendida.
  • Insomnio. Problemas para conciliar el sueño o para mantenerlo durante la noche.
  • Mayor irritabilidad y comportamiento violento ocasional. Está demostrado que el clima y las condiciones meteorológicas influyen en el estado de ánimo y en el comportamiento. El calor, en particular, favorece el aumento de agresividad y la irritabilidad.
    (En este blog puedes leer el artículo «El calor influye en el mal humor y aumenta la agresividad«)
Depresión de verano

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Por qué se produce

Aunque las causas exactas no están claras, hay algunos factores que pueden contribuir a la aparición de la depresión de verano. Entre ellos:

  • Desregulación del reloj biológico. La exposición prolongada a la luz solar durante los meses de primavera y verano puede alterar el reloj biológico interno y los ritmos circadianos que regulan los ciclos de sueño-vigilia y otros procesos fisiológicos. Este desequilibrio afecta a la calidad del sueño e influye en los cambios en el estado de ánimo.
  • Variaciones en los niveles de ciertos neurotransmisores. Los cambios estacionales influyen en la producción y regulación de serotonina y dopamina, neurotransmisores que juegan un papel crucial en el estado de ánimo y la energía. Un desequilibrio en estos neurotransmisores durante los meses más luminosos puede contribuir a los síntomas del trastorno afectivo estacional inverso.
  • Aumento de la temperatura. Las altas temperaturas pueden provocar malestar físico y estrés, lo que a menudo exacerba los síntomas de ansiedad y agitación, característicos del trastorno. Además, es habitual que el calor interfiera con el sueño, agravando aún más los síntomas.
  • Cambios en los niveles de melatonina. La melatonina, una hormona que regula el sueño, se produce en respuesta a la oscuridad. Los días más largos y las noches más cortas reducen su producción, lo que contribuye a problemas de sueño y alteraciones anímicas.
  • Ruptura de la rutina. En verano nuestros días suelen ser mucho menos estructurados y las rutinas del resto del año desaparecen. Hay personas a quienes les afecta más esta situación, ya que la rutina les aporta cierta estructura mental y estabilidad emocional.
  • La época en la que hayamos nacido importa. Un equipo de investigadores identificó una región en el cerebro relacionada con el desarrollo del trastorno: el núcleo del rafe dorsal (precisamente aquí se encuentran muchas de las neuronas que controlan los niveles de serotonina). En el estudio, realizado con ratones, se observó que los animales nacidos en condiciones que replicaban las condiciones veraniegas eran menos propensos a la depresión que los nacidos en invierno. Por tanto, cumplir años en verano podría protegerte mientras que cumplirlos en invierno podría hacerte más propenso a sufrir trastornos afectivo estacional inverso.
  • Geografía. Las personas que viven en regiones con climas extremos, donde las variaciones estacionales en luz y temperatura son más pronunciadas, parecen ser más vulnerables a la depresión de verano. Un estudio realizado con personas de Italia e India encontró que este trastorno era más habitual en India, posiblemente debido a las temperaturas más altas del verano en comparación con las del país europeo.
  • Polen. Igualmente, se han propuesto como factor de riesgo para desarrollar TAE de verano la existencia de concentraciones elevadas de polen.
  • Predisposición genética. Hay investigaciones que sugieren que el TAE de verano tiene un componente genético, es decir, que tienen más riesgo de sufrirlo quienes tienen antecedentes familiares de depresión o algún tipo de trastorno del estado de ánimo.
  • Presión social. Llegada la temporada estival, ser feliz, pasarlo bien y multiplicar el número de actividades de ocio se convierte casi en una obligación.
  • Nuestro cerebro va más lento. Se ha observado que a partir de los 36ºC nuestro cerebro funciona más lentamente y su rendimiento se reduce.

Qué podemos hacer

Si cada año la depresión de verano llama a tu puerta, estas pautas pueden ayudarte:

  • Establece una rutina y cúmplela. La estructura que te aporta una rutina constante te proporcionará una sensación de estabilidad y una mayor percepción de control. Además, te ayudará a sentirte más motivado y organizado. Incluye en esa rutina, tanto tus tareas básicas como dedicar tiempo a las cosas importantes de la vida, como la familia, la vida social (hasta donde te sientes a gusto), el autocuidado, el ejercicio y las actividades creativas.
  • Mantén una adecuada higiene del sueño. Procura mantener una regularidad tanto en la hora de acostarte como en la de levantarte y trata de que tu dormitorio esté oscuro y fresco. Evita también siestas largas durante el día para no alterar el ciclo de sueño nocturno.
  • La actividad física regular y moderada mejorará tu estado de ánimo, al estimular la producción de endorfinas y reducir las hormonas relacionadas con el estrés. Eso sí, en caso de actividades al aire libre, evita las horas de más calor o los días de mayor concentración de polen.
  • Presta atención a tus propias necesidades. Cuando salir o participar en actividades al aire libre y en grupo empieza a convertirse en una obligación, es el momento de detenerte por un instante y observar qué necesitas realmente.
  • A la fresca. Si las altas temperaturas y la luz solar te afectan, busca lugares frescos y con sombra o espacios interiores con una adecuada temperatura durante los picos de calor o humedad. Así evitarás bajones en tu estado de ánimo.

  • Apoyo social. Compartir cómo te sientes con personas de tu confianza te ayudará a mitigar la sensación de aislamiento y de soledad. No es necesario que te apuntes a actividades o reuniones multitudinarias, tú eliges cuándo, cómo y con quién compartir tu tiempo.
  • Dedícate tiempo de calidad. Resérvate tiempo para realizar actividades relajantes o que te resulten placenteras: leer un libro, practicar yoga, escuchar música o cualquier otra cosa que te ayude a desconectar y a aliviar el estrés.
  • Pide ayuda profesional. En el caso de que los síntomas no remitan, te causen una angustia significativa o interfieran con tu funcionamiento diario, no dudes en buscar apoyo. Un profesional de la salud mental te ayudará a evitar que tus síntomas se conviertan en un problema de salud mental más grave. (Si lo deseas, puedes ponerte en contacto conmigo y te acompañaré en tu proceso)
Referencias bibliográficas

Akram, F., Jennings, T. B., Stiller, J. W., Lowry, C. A., & Postolache, T. T. (2019). Mood Worsening on Days with High Pollen Counts is associated with a Summer Pattern of Seasonality. Pteridines, 30(1), 133–141.

American Psychiatric Association. (2013). DSM-5. Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales. (5ª ed.). Madrid: Editorial Médica Panamericana.

Florido Ngu, F., Kelman, I., Chambers, J., & Ayeb-Karlsson, S. (2021).  Correlating Heatwaves and Relative Humidity with Suicide (Fatal Intentional Self-harm). Scientific Reports, 11(1), 22175.

Green, N. H., Jackson, C. R., Iwamoto, H., Tackenberg, M. C., & McMahon, D. G. (2015). Photoperiod Programs Dorsal Raphe Serotonergic Neurons and Affective Behaviors. Current Biology : CB, 25(10), 1389–1394.

Tonetti, L., Sahu, S. & Natale, V. (2012). Cross-national Survey of Winter and Summer Patterns of Mood Seasonality: a Comparison Between Italy and India. Comprehensive Psychiatry, 53(6), 837-842.

Qué es y cómo nos afecta el conflicto de lealtades en la familia

Qué es y cómo nos afecta el conflicto de lealtades en la familia

Qué es y cómo nos afecta el conflicto de lealtades en la familia 2000 1641 BELÉN PICADO

El conflicto de lealtades es bastante habitual en contextos donde las relaciones interpersonales son especialmente complejas, como en familias con vínculos tóxicos, entornos laborales con dinámicas de poder complicadas o situaciones de amistad conflictivas. Si nos centramos en las relaciones familiares, donde este fenómeno es más frecuente, podríamos definirlo como el estado de tensión o estrés que una persona experimenta cuando se siente atrapada entre sus necesidades individuales y las expectativas de su sistema familiar, cuando debe elegir entre diferentes miembros de dicho sistema, etc. Este tipo de conflicto, además, puede resultar especialmente doloroso cuando esa lealtad está profundamente enraizada en una historia familiar que ha ido tejiéndose de generación en generación.

En cuanto a las formas en que suele adoptar, no siempre son fáciles de identificar. Puede aparecer de una forma clara, como cuando nos vemos obligados a elegir bando durante una crisis familiar o cuando nos presionan para que ejerzamos de mediadores. Pero también hay modos mucho más sutiles. Si mis padres nunca fueron felices o recuerdo a mi madre siempre deprimida, es posible que viva como una deslealtad o como una traición buscar mi propia felicidad. Por eso, muchas personas se sienten culpables por estar bien sin saber explicarse por qué les ocurre.

Lealtad familiar mal entendida

La lealtad en el marco de la familia ayuda a que el sistema se mantenga en el tiempo. De hecho, cierto grado de adaptación a las leyes familiares contribuye a nuestro bienestar psicológico. Ahora bien, cuando se exige la adhesión ‘incondicional’ de la persona al sistema, se está obstaculizando su proceso de diferenciación, con los consiguientes problemas que esto tiene para su salud mental y emocional.

(En este blog puedes leer el artículo «Qué es la diferenciación y cómo influye para establecer relaciones sanas»)

Como explican Susan Forward y Craig Buck en su libro Padres que odian, obedecemos ciegamente las reglas familiares porque desobedecerlas equivaldría a una traición: «Todos tenemos estas lealtades que nos atan al sistema familiar, a nuestros padres y a sus creencias. Nos mueven a obedecer las reglas de la familia. Y si estas reglas son razonables, pueden proporcionar una estructura ética y moral a la evolución de un niño. Pero también hay familias donde las reglas se basan en deformaciones del rol de la familia y en percepciones grotescas o delirantes de la realidad. Obedecer ciegamente estas reglas conduce a comportamientos destructivos y contraproducentes».

Conflicto de lealtades en la familia

Cómo nos afecta psicológicamente el conflicto de lealtad

La presión emocional y la tensión que se sufre cuando uno se encuentra atrapado en un conflicto de lealtades puede tener un enorme impacto en nuestro bienestar:

  • Ansiedad al sentirnos divididos y constantemente preocupados por decepcionar a unos o a otros, por tomar la decisión ‘correcta’ o por temer las posibles consecuencias de nuestra elección.
  • Depresión. La angustia al encontrarse en una tesitura a la que no se encuentra salida ni solución puede desembocar en una depresión si dicha situación se prolonga mucho en el tiempo.
  • Culpa por no poder cumplir plenamente con las expectativas de todas las partes involucradas. Este sentimiento suele ir acompañado de vergüenza, especialmente si sentimos que estamos defraudando, lastimando o traicionando a alguien cercano.
  • Dificultades en la toma de decisiones al sentir que cualquier opción que elijamos supone sacrificar una lealtad para favorecer otra.
  • Baja autoestima. Esforzarnos continuamente por satisfacer demandas que suelen proceder de partes opuestas y vernos en el dilema de elegir entre personas que nos importan irá erosionando la confianza en nosotros mismos y nuestra autoestima. Independientemente de la opción que acabemos eligiendo.
  • Aislamiento social. Quienes se encuentran en medio de un conflicto de lealtades pueden llegar a sentirse muy solos. Además del miedo a que les juzguen o no les comprendan, sienten que no tienen a nadie con quien hablar sobre sus sentimientos y preocupaciones sin ‘traicionar’ a los suyos.
  • Patrones disfuncionales de comportamiento. A veces, para poder manejar este conflicto interno, se acaban desarrollando modos de conducta sumamente desadaptativos, como la evitación, el resentimiento o la sumisión.
  • Somatizaciones. El estrés emocional asociado con el conflicto de lealtades puede manifestarse en síntomas físicos, como dolores de cabeza, problemas gastrointestinales, tensión muscular o trastornos del sueño, entre otros.
  • Confusión identitaria. A veces, la situación llega a ser tan dolorosa que acaba afectando a nuestro sentido de la identidad y a nuestro sentimiento de pertenencia dentro del sistema.
  • Dudas respecto a los propios valores. Es fácil que empecemos preguntándonos si estamos tomando la decisión correcta y, al final, acabemos cuestionando no solo nuestra conducta sino también nuestra propia ética e integridad.
  • Dificultades en las relaciones: El conflicto de lealtades puede generar muchos malentendidos, distanciamiento entre los diferentes miembros del sistema y, además, obstaculizar la creación y mantenimiento de otros vínculos (crear una familia propia, por ejemplo).

Por qué se produce

Algunas de los factores que intervienen en el origen de esta dolorosa situación:

1. Roles y expectativas familiares

Muchos sistemas familiares tienen roles muy definidos, de modo que cada miembro tiene un papel específico que le ha sido asignado consciente o inconscientemente. Lo que ocurre es que, a menudo, estos roles van acompañados de expectativas y responsabilidades muy difíciles de sostener. En este entorno, el conflicto de lealtades surge cuando la persona siente que debe cumplir con el papel que le han adjudicado, pero a la vez también quiere satisfacer sus propios deseos y necesidades.

Imaginad una familia en la que al hijo mayor le han adjudicado el rol de protector o cuidador, lo que implica que se espera que cuide de sus hermanos menores y medie en los conflictos familiares. Es posible que este joven quiera seguir sus propios intereses, como mudarse a otra ciudad para estudiar o trabajar. Pero, por un lado, siente una presión muy intensa para cumplir con las expectativas familiares y, por otro, experimenta un fuerte sentimiento de culpa por no poder equilibrar sus deseos personales con el papel que le han dado y que se siente obligado a cumplir.

2. Lealtades invisibles

Este concepto lo introdujo Ivan Boszormenyi-Nagy, uno de los pioneros de la terapia familiar sistémica. Las lealtades invisibles son vínculos afectivos y obligaciones hacia nuestra familia de origen que suelen surgir de mensajes y normas que se han ido internalizando a lo largo del tiempo y transmitiendo a través de generaciones. Son «invisibles» porque, al ser implícitas y no habladas, no siempre son evidentes o conscientes para la persona. Sin embargo, tienen un impacto significativo en cómo nos comportamos, tomamos decisiones y nos relacionamos.

Un adulto que ha crecido en una familia donde se valora el trabajo por encima de todo puede sentirse empujado a seguir el mismo camino, incluso si esto repercute negativamente en su salud o en sus relaciones. En este caso experimentará un conflicto de lealtades entre su deseo de ser un padre presente y su compromiso no consciente de repetir el patrón familiar de trabajo excesivo.

3. Triangulación

La triangulación se produce cuando una persona que está en conflicto con otra involucra a un tercero para conseguir mayor respaldo o disminuir su propio malestar. Ocurre, por ejemplo, cuando, durante un proceso de divorcio, cada uno de los miembros de la pareja trata de poner a sus hijos de su lado. Estos se ven entonces en medio de un conflicto de lealtades. Se sienten forzados a tomar partido o a equilibrar sus lealtades entre ambos progenitores, lo que puede generarles desde ansiedad y sentimientos de culpa a una gran confusión acerca del rol que deben cumplir en el sistema familiar.

(En este blog puedes leer el artículo “Triangulación narcisista, una técnica de manipulación tan sutil como cruel”)

El conflicto de lealtades es habitual en los procesos de divorcio.

Imagen de Freepik

4. Doble vinculación

La doble vinculación o doble vínculo ocurre cuando un individuo recibe mensajes contradictorios de diferentes miembros del sistema familiar, provocando una situación en la que cualquier decisión que se tome parece ser incorrecta. Se crea así una paradoja insostenible y sin una opción clara de resolución. El resultado: confusión, bloqueo en la toma de decisiones, tensiones en la familia y conflictos profundos, especialmente en términos de lealtades.

Además, en la medida en que mi relación con quien está emitiendo este mensaje contradictorio sea importante para mí, complicará aún más mi capacidad para manejar el conflicto de lealtad que se me está presentando.

Este podría ser el caso de Pablo, un adolescente a quien su padre le recuerda cada día que debe ser independiente y aprender a seguir su propio camino, mientras que su madre insiste en controlar todas sus actividades y cada una de sus decisiones. En estas circunstancias, el muchacho siente que cualquier cosa que haga será percibida como incorrecta por uno de los padres. Esto le provoca una gran confusión y mucha ansiedad, al no puede cumplir con las expectativas de ambos padres simultáneamente.

(En este blog puedes leer los artículos «Doble vínculo (I): La trampa emocional de los mensajes contradictorios» y «Doble vínculo (II): Cómo evitar sufrirlo y generarlo«)

5. Secretos familiares

Muchas lealtades patológicas se acogen a la ley del silencio para encubrir secretos familiares y traumas transgeneracionales (un hijo ilegítimo, una infidelidad de la bisabuela, un aborto clandestino, una tía que estaba «loca», etc.). Y bajo esta norma no escrita, los secretos y traumas van pasando a los descendientes. A menudo sin que estos sepan lo que pasó, pero sintiendo el peso y la presión de lo no dicho. El problema es que también van transmitiéndose el dolor y las secuelas emocionales de aquello de lo que no se habla y que llegado un momento ni siquiera se conoce.

Forward y Buck, explican cómo ciertos secretos pueden generar en sus miembros conflictos de lealtades difíciles de gestionar, sobre todo en los más pequeños. Y ponen el ejemplo de una familia que trata de mantener oculto el alcoholismo del padre:

«El niño debe estar siempre en guardia. Vive en el temor constante de que, por accidente, traicione a su familia y la ponga en evidencia. A fin de evitarlo, es frecuente que estos niños eviten hacer amigos y se conviertan en seres aislados y solitarios. Esta soledad los va hundiendo cada vez más en el pantano familiar. Y los lleva a cultivar un enorme y deformado sentido de la lealtad hacia las únicas personas que comparten su secreto: sus compañeros en la conspiración familiar. Una intensa y totalmente acrítica lealtad hacia sus padres llega a convertirse en su segunda naturaleza. Cuando llegan a la edad adulta, esa lealtad ciega sigue siendo en su vida un elemento destructivo, que los controla».

(En este blog puedes leer el artículo «¿Cómo afectan los secretos familiares a la salud mental y emocional?«)

6. Necesidad de pertenencia y de vinculación

Tanto biológica como psicológicamente, desde que nacemos necesitamos estar dentro de un grupo. No estarlo supone desprotección,  aislamiento o, incluso, la muerte. En este aspecto, la necesidad de pertenencia está indisolublemente ligada al concepto de lealtad familiar. Para mantenernos dentro del grupo tenemos que asegurar nuestra lealtad al sistema y esto es sano en la medida en la que nos ayuda a fortalecer nuestro sentido de pertenencia y nuestra seguridad. Sin embargo, puede convertirse en una dinámica muy tóxica cuando estas lealtades o mandatos son tan intransigentes y rígidos que entran en conflicto con nuestras necesidades individuales.

Esta necesidad de vinculación es lo que hace, por ejemplo, que muchas víctimas de un abuso sexual infantil opten por guarden silencio. En este caso, el conflicto de lealtades se produce cuando el agresor es un adulto del que el niño depende para su seguridad y protección. Si revela el abuso, traiciona y hace daño al adulto, pero ocultándolo aumentará su propia culpabilidad y vulnerabilidad.

7. Idealización del sistema familiar

A menudo el conflicto de lealtades va asociado a una idealización del sistema familiar. De manera consciente, la persona puede pensar que su familia «es perfecta». Sin embargo, a nivel inconsciente, es posible que sienta una gran confusión emocional y marcados conflictos internos relacionados con su lealtad al sistema. No son pocas las ocasiones en las que un hijo experimenta tal ansiedad y angustia a la hora de buscar su propio camino que opta por postergar o renunciar a sus sueños por temor a decepcionar a sus padres y a poner en peligro la «unión» familiar. O que los padres vean a las parejas de sus hijos como el enemigo y, de forma directa o indirecta, les presionen para que elijan. Es lo que ocurre en las familias aglutinadas.

(En este blog puedes leer el artículo «Familias aglutinadas: Cuando la lealtad familiar se vuelve tóxica«)

8. Patrones transgeneracionales

Las lealtades y los modelos de comportamiento van instalándose en la historia familiar  generación tras generación. A lo largo del tiempo va creándose una ‘herencia’ emocional y psicológica que influirá en las decisiones y comportamientos de los individuos dentro de la familia, aun cuando estos no se den cuenta de ello. Por ejemplo, conductas que se aprendieron en la familia de origen tienden a replicarse en generaciones posteriores, en las nuevas familias que van creándose. Esto puede incluir patrones de comunicación, formas de resolver conflictos, estilos de crianza, etc.

Igualmente se transmiten las creencias y valores familiares que, a menudo de manera implícita, dictan lo que se considera aceptable o inaceptable.

"Mis abuelos, mis padres y yo", Frida Kahlo

«Mis abuelos, mis padres y yo», Frida Kahlo

9. Necesidades parentales no satisfechas

La lealtad hacia la familia a menudo está vinculada a carencias, heridas y necesidades no satisfechas de los padres. Una baja autoestima o el miedo a quedarse solas lleva a algunas madres, por ejemplo, a aferrarse a sus hijos como a una tabla de salvación. O a hacer todo lo posible por mantenerlos cerca, aunque esto suponga recurrir a toda suerte de manipulaciones y enredos. Y esos hijos se sentirán obligados a cubrir las necesidades no satisfechas de sus progenitoras, incluso si va en contra de sus necesidades personales.

Porque si ‘traiciono’ a mamá o a papá lo que posiblemente se despertaría sería, por un lado, el sentimiento de culpa y, por otro, el miedo a perderlos o a que ocurra algo malo por no haber cedido a sus demandas.

Comunicación abierta, límites y ayuda profesional

Si te encuentras en un conflicto de lealtades, en primer lugar es importante que des a tus emociones la importancia que tienen. Ser leal a tu familia y a tus orígenes no implica que tengas que perder tu libertad o abandonar tus sueños.  Y mucho menos que no prestes atención a tus necesidades. En un conflicto de lealtades nunca hay una única solución correcta. Lo importante es tratar de ser fieles a nosotros mismos, así que pregúntate: «¿Qué necesito yo?».

Fomentar una comunicación abierta y honesta también te ayudará a aliviar la tensión. Si aprendemos a expresar nuestros sentimientos y preocupaciones contribuiremos a aclarar posibles malentendidos y también será más fácil encontrar soluciones que sean aceptables para todos.

Igualmente esencial es aprender a poner límites claros. Esto no significa que estemos rechazando al otro, sino que nos estamos cuidando. Debemos saber cuándo decir «no» y ser capaces de priorizar nuestras propias necesidades y bienestar.

Y si se te hace demasiado difícil sobrellevar la situación, no dudes en pedir ayuda profesional. A veces es necesario iniciar un proceso terapéutico donde aprender a navegar por esos sentimientos contradictorios que tanto malestar provocan y donde alcanzar una adecuada diferenciación que nos ayude a tomar nuestras propias decisiones sin sentir que estamos comprometiendo el amor que sentimos por nuestra familia. En terapia, además, desarrollarás nuevas estrategias para afrontar conflictos y situaciones problemáticas.

(Si lo deseas, puedes ponerte en contacto conmigo y te acompañaré en tu proceso)

Referencias bibliográficas

Boszormenyi-Nagy, I. & Spark, G. (1973). Las lealtades invisibles. Buenos Aires: Amorrortu.

Forward, S., & Buck, C. (1990). Padres que odian. Barcelona: Paidós.

Moreno, A. (Ed.). (2014). Manual de Terapia Sistémica: Principios y herramientas de intervención. Bilbao: Desclée de Brouwer

Salir del triángulo del drama

Triángulo dramático (II): Cómo salir de él y mejorar nuestras relaciones

Triángulo dramático (II): Cómo salir de él y mejorar nuestras relaciones 1500 996 BELÉN PICADO

Uno de los motivos por los que nuestras relaciones no funcionan es el modo en que nos comunicamos. Cuando no hemos aprendido a expresar nuestras necesidades con asertividad, a validarnos nosotros mismos o a aceptar nuestra propia responsabilidad emocional y personal, es fácil que acabemos involucrándonos en juegos psicológicos que nunca terminan bien. Uno de estos juegos es el que iniciamos cuando nos colocamos en el rol de perseguidor, en el de salvador o en el de víctima. Desde ahí y de modo casi siempre inconsciente, vamos pasando de uno a otro, una y otra vez, hasta quedar ‘prisioneros’ dentro de un triángulo dramático, también conocido como triángulo del drama o triángulo de Karpman.

En el anterior artículo sobre el triángulo dramático de Karpman os hablé de los patrones de comportamiento que a menudo adoptamos en nuestras interacciones, sobre todo en situaciones de conflicto,  y también me detuve en las características de cada uno de esos roles (salvador, perseguidor y víctima) con objeto de poder identificarlos mejor. Esta vez me centraré en qué podemos hacer para salir de estas dinámicas disfuncionales de comunicación según el vértice del triángulo en el que nos situemos.

Pero antes vamos a ver de qué modos tendemos a movernos de un rol a otro cuando estamos dentro de este bucle disfuncional y desadaptativo. Los movimientos más habituales que se producen son:

  • De salvador a perseguidor. El salvador, harto de rescatar a la víctima, en algún momento se convertirá en su perseguidor.
  • De salvador a víctima. El salvador, al no sentirse recompensado en su sacrificio, puede pasar a ocupar el rol de víctima.
  • De víctima a perseguidor. Es habitual que, en determinado momento, la víctima sienta que tiene el derecho de transformarse en perseguidor de su salvador (la ayuda recibida puede hacer que se sienta inferior o desvalorizada) o de su perseguidor (responsabilizando a este del daño causado). La víctima también puede convertirse en perseguidor cuando percibe que los demás no son capaces de ayudarla.
  • De perseguidor a salvador. Puede ocurrir que el perseguidor se mueva a la posición de salvador si contacta con la culpa por haber hecho daño.
Salir del triángulo dramático es posible

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La importancia de tomar conciencia

Reconocer nuestros propios patrones de comportamiento y las emociones subyacentes que los impulsan es el primer paso para poder cambiar. Tomarnos el tiempo necesario para reflexionar sobre nuestras reacciones en situaciones de conflicto nos ayudará a identificar cuándo estamos asumiendo un rol determinado en el triángulo de Karpman. De este modo, una vez que hayamos reconocido dónde nos situamos y cómo pasamos de un lugar a otro, podremos asumir nuestra parte de responsabilidad y hacer frente a aquello que tratábamos de evitar de forma inconsciente.

Igualmente es necesario aprender a escuchar nuestras emociones y responsabilizarnos de de ellas porque nos darán una información esencial a la hora de reconocer el papel que representamos. Por ejemplo, cuando nos colocamos en la situación de víctima, es habitual que experimentemos miedo, indefensión y tristeza. Desde el salvador, suele sentirse sobre todo decepción, cansancio, tristeza, impotencia y culpa. Mientras que el enfado es lo más recalcable desde el rol del perseguidor.

También puede ayudar preguntarnos cuál es nuestro mayor miedo. ¿Qué es lo que más tememos? ¿Que se cuestione nuestra autoridad? ¿Que no nos ayuden a salir adelante? ¿O tememos, sobre todo, que no nos necesiten?

Cómo salir del triángulo

Una vez que hemos identificado en qué momentos y circunstancias adoptamos un determinado rol dentro del triángulo del drama, toca asumir la responsabilidad de nuestro propio bienestar en vez de ‘endosársela’ a los demás. Y esto pasa por dejar de criticar a los otros por ser como son, por renunciar a salvarles la vida y también por esperar que otros nos salven a nosotros y nos resuelva nuestros problemas.

Para lograr el cambio y conseguir que nuestras relaciones sean más sanas y auténticas, cada uno necesitaremos desarrollar determinadas competencias y/o habilidades según la posición que ocupemos.

Triángulo dramático: Cómo salir de él y mejorar nuestras relaciones

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Salir del rol de salvador: Puedo acompañar sin rescatar
  • Puedo escuchar al otro sin necesidad de hacerme cargo de sus problemas, comprendiendo que a todos nos toca afrontar situaciones complicadas en algún momento y está bien que cada uno las afronte por sí mismo para aprender de ellas.
  • Cambio el salvar por acompañar y facilitar. Una vez que acepto que no es mi misión salvar a nadie, me centro en acompañar, escuchar activamente y estar presente cuando quiero ayudar a alguien. En vez de solucionarte tu problema, te explico cómo salir de él.
  • Si ofrezco ayuda, lo hago desde la humildad y desde el reconocimiento de las capacidades de la otra persona. Nunca poniéndome por encima de ella.
  • Practico la introspección para estar más en mí y no tanto en los demás. Esto me permite aceptar y ocuparme de mis propias carencias y mis necesidades en lugar de estar pendiente de lo que necesita o le falta al resto del mundo.
  • Aprendo a no anticiparme y a no ofrecer ayuda, a menos que me la pidan. Y siempre analizando en qué medida es necesaria.
  • Entreno mi capacidad para poner límites y soy capaz de comprender que el hecho de negarme a alguna petición no me convierte en mala persona ni me va a condenar al abandono.
  • Puedo expresar mis propios deseos con sinceridad y de forma directa y también permitir que otros me puedan ayudar.
  • Aprendo a confiar en los demás y en sus capacidades. Puedo delegar y dejar a un lado las ganas de de ayudar continuamente.
Salir del rol de perseguidor: Aprendo empatía y asertividad
  • Practico la asertividad. Dejo de acusar y erigirme en juez para empezar a adoptar una forma de comunicación más asertiva. Sustituyo expresiones como «Tú haces», «Tú deberías…» por «Cuando dices/haces esto yo me siento…». Defiendo mis derechos sin pasar por encima de los del otro.
  • Dejo de criticar y de comparar mis conocimientos o habilidades con los de los demás. Entiendo que cada persona se encuentra en un momento vital distinto al mío y cuenta con recursos propios (que difieren de los míos, pero son igualmente válidos).
  • Aprendo a reconocer mis necesidades y a aceptar mis carencias, en lugar de dedicarme a señalarlas en el otro.
  • Acepto mi parte de responsabilidad en los conflictos. Dejo de estar a la defensiva, entreno la empatía y me sitúo en una posición más dialogante y colaborativa.
  • Pierdo el miedo a reconocer y a aceptar mi vulnerabilidad.
  • Puedo mirar debajo del enfado y aceptar la tristeza y el dolor que se ocultan tras él. Asumo y acepto la responsabilidad sobre todas mis emociones, incluidas las más incómodas para mí.
  • Si quiero o necesito algo, negocio y dialogo en vez de imponer. Tampoco utilizo los puntos débiles de los demás para salirme con la mía.
  • Soy capaz de poner límites razonables y también de respetar los que me ponen a mí.
  • Cultivo la paciencia y la tolerancia. Comprendo que cada persona tiene su ritmo y que, quizás, esté pasando por circunstancias que desconozco.
  • Acepto que no siempre tengo la razón, que también cometo errores y que lo que hago no siempre está bien.
  • Puedo hacer autocrítica y valorar también lo que los otros hacen.
  • Si tengo personas a mi cargo y quiero que los objetivos se cumplan, en lugar de avasallar con mis críticas y exigencias, les propongo retos, confiando en sus habilidades y capacidades.
Triángulo dramático: Cómo salir de él y mejorar nuestras relaciones

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Salir del rol de víctima: Me hago responsable
  • Trabajo en mi autonomía.
  • No solo veo el daño que me hace el resto; también soy capaz de hacer autocrítica en cuanto a mi modo de responder frente a ese daño.
  • La queja deja de ser mi principal forma de expresión. A veces me quejo, pero la queja ya no me paraliza ni me engancho a ella.
  • Puedo tomar mis propias decisiones, aunque no sean acertadas.
  • Utilizo mi vulnerabilidad como punto de partida para crecer y desarrollarme como persona y no como excusa para manipular y salirme con la mía.
  • Me enfoco en mi capacidad para aprender y en desarrollar mis habilidades. No me quedo esperando que otros me digan lo que tengo que hacer o que me resuelvan mis dificultades.
  • Adopto una actitud proactiva a la hora de resolver conflictos, en vez de recurrir a los demás como primera opción.
  • Dejo a un lado la imagen de niño/a indefenso/a para relacionarme desde una postura adulta, asumiendo las responsabilidades que ello implica. Me comprometo a buscar soluciones, a recurrir a mis propios recursos para afrontar los retos que me traiga la vida.
  • Si necesito ayuda la pido de forma directa y asertiva, en vez de utilizar la manipulación y el victimismo. Y no pongo todo el peso en la otra persona esperando a «ser salvado/a». Además, asumo que pedir ayuda no implica que esta sea ilimitada e incondicional.
  • Aprendo a sostener mi propio sufrimiento y a confiar en mis recursos como adulto para hacerlo.
  • Afronto y me responsabilizo de mis decisiones, sin dejarlas en manos de otros para poder echarles la culpa si las cosas salen mal.

(En este mismo blog puedes leer el artículo «La trampa del victimismo (II): Así puedes salir de la queja constante»)

(Si lo deseas, puedes ponerte en contacto conmigo y te ayudaré en lo que necesites)

Referencias

Karpman, S. (1968). Fairy tales and script drama analysis. Transactional Analysis Bulletin, 7(26), 39-43.

Noriega Gayol, G. (2013). El guion de la codependencia en las relaciones de pareja: diagnóstico y tratamiento. México: Manual Moderno.

Orihuela, A. (2018). Sana tus heridas en pareja: Lo que no reparas con tus padres, lo repites con tu pareja. Madrid: Aguilar.

Despersonalización: ¿Por qué me siento desconectado de mi cuerpo?

Despersonalización: ¿Por qué me siento desconectado de mi cuerpo?

Despersonalización: ¿Por qué me siento desconectado de mi cuerpo? 1500 1000 BELÉN PICADO

¿Alguna vez te has sentido como si no estuvieras dentro de tu cuerpo, como si lo estuvieses mirando desde fuera? ¿Te has mirado en el espejo y no has reconocido la imagen que te devolvía? ¿Te has sentido una extraña en tu propio cuerpo? Esta sensación de extrañeza o desconexión con uno mismo se llama despersonalización. Es más frecuente de lo que parece y hace que nos sintamos distanciados tanto del cuerpo, como de las emociones, los pensamientos y las acciones. Como si estuviéramos siendo espectadores de nuestra propia vida. Puede darse, por ejemplo, cuando estamos expuestos a un estrés intenso, a una privación prolongada de sueño o ante ciertas vivencias traumáticas. En cualquier caso, no significa en absoluto que estemos perdiendo la cabeza.

Según la definición que aparece en el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM-5), llamamos despersonalización a la “experiencia de sentirse separado del propio cuerpo, de las propias acciones o de los propios procesos mentales, como si se tratara de un observador externo (p. ej., sensación de que uno está en un sueño, sensación de irrealidad del yo, alteraciones en la percepción, emoción y/o entumecimiento físico, distorsiones temporales, sensación de irrealidad)».

Puede aparecer de forma independiente o como síntoma de otras patologías. Este es el caso de ciertas enfermedades médicas (migrañas, epilepsia del lóbulo temporal) o de algunos trastornos, como trastornos de ansiedad, depresión, esquizofrenia, trastorno obsesivo-compulsivo (TOC), trastorno límite de la personalidad (TLP), etc. Además, es uno de los principales síntomas de los trastornos disociativos.

Despersonalización.

Así se percibe…

Algunas de las personas que han experimentado esta alteración de la percepción la describen así:

«Es como si los pensamientos que aparecen en mi cabeza no me perteneciesen, como si fuesen de otra persona».

«Parece que estoy observando mi vida desde fuera de mi cuerpo».

«Me siento como un autómata, como un robot».

«Miro mis manos y sé que son mías, pero a la vez me parecen ajenas».

«Estoy desconectado de mí mismo».

«A veces cuando me miro en el espejo siento que no soy yo, no me reconozco».

«Me asusté al verme en el espejo y no reconocerme. ¡Veía a mi madre! Menos mal que luego me toqué la cara y ya vi que era yo».

«Me veo desde fuera, como si me desdoblase».

«Estaba llorando, pero realmente no sentía tristeza».

«Tengo que tocarme para sentir que soy real».

«Sé que tengo el control y, sin embargo, no siento que lo tenga».

El músico británico Joe Perkins relata su propia experiencia en su libro Life on autopilot. A guide to living with depersonalization disorder (La vida en piloto automático. Una guía para vivir con trastorno de despersonalización): «Me miro en el espejo y no siento que me esté mirando a mí mismo. Es como si estuviera flotando, sin experimentar el mundo y desvaneciéndome lentamente en la nada. Es como si estuviera en piloto automático en el cuerpo de otra persona».

Desconexión del cuerpo y embotamiento afectivo y cognitivo

Estos son algunos de los síntomas que pueden acompañar a la despersonalización:

  • Desconexión afectiva. Este embotamiento emocional afecta tanto a la conexión afectiva con los demás como a la percepción de las propias emociones, pero no influye en la expresión de las mismas. Esto quiere decir que la persona puede llorar, reír o tener un arranque de ira, sin experimentar conscientemente tristeza, alegría o enfado. Igualmente, esta desconexión aparece cuando se produce una respuesta demasiado ‘tibia’ a situaciones que en condiciones normales generarían una alta intensidad emocional. Es el caso de personas que relatan experiencias altamente perturbadoras sin exteriorizar ninguna emoción.
  • Alteración de la experiencia corporal. Hay una sensación de extrañeza respecto al propio cuerpo o a ciertas partes de él. Aunque la persona sabe que es suyo, lo siente como si estuviera distorsionado (por ejemplo, ver alterado el tamaño de manos y/o pies) o como si perteneciese a otra persona. A veces, incluso, deja de sentirlo. También es común que se vea alterada la percepción de la propia gestualidad, de la voz o de las funciones motoras (sentirse especialmente ligero, pesado o inestable sin que haya un cambio objetivo en el equilibrio o la coordinación).
  • Alteración en la percepción del tiempo. Además de favorecer la aparición de experiencias de déjà vu, esta distorsión puede generar la sensación de que el tiempo pasa más lenta o rápidamente o de que algunos eventos recientes parezcan lejanos en el tiempo mientras que otros antiguos se evoquen como si hubiesen ocurrido solo unos días atrás.
  • Embotamiento cognitivo y distorsión de la memoria. Dificultad tanto para concentrarse como para recordar con claridad. La despersonalización puede acompañarse de pérdidas de memoria o de la desconexión de los propios recuerdos como una forma de apartar vivencias dolorosas y sin que haya evidencia de déficit cognitivo. Sería el caso de una persona que, al recordar un hecho importante de su vida (su boda por ejemplo), tiene la sensación de no haber estado presente cuando ocurrió.
  • Desrealización. A menudo, la despersonalización aparece acompañada de episodios de desrealización, caracterizados por la percepción alterada del mundo externo. Las personas afectadas tienen la sensación de estar desconectadas del entorno y de que las cosas que les rodean no parecen reales («Me siento como si hubiera un muro de cristal delante de mí y solo pudiera ver el mundo a través de él»).
El embotamiento cognitivo es uno de los síntomas que acompaña a la despersonalización.

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Factores que favorecen su aparición

Hay circunstancias en las que es más posible que se produzca un episodio de despersonalización:

  • Estar expuesto a un estrés muy intenso. Por ejemplo, la pérdida de un ser querido.
  • Experiencias traumáticas. En su libro El cuerpo lleva la cuenta, el psiquiatra holandés especializado en trauma Bessel van der Kolk relata un episodio de despersonalización vivido por él mismo durante una agresión: «En una ocasión, me atracaron por la noche en un parque cerca de mi casa y, flotando sobre la escena, me vi a mí mismo echado sobre la nieve con una pequeña herida en la cabeza, rodeado por tres adolescentes armados con cuchillos. Disocié el dolor de sus puñaladas en las manos y no sentí el menor miedo mientras negociaba tranquilamente para que me devolvieran la cartera vacía». En el caso de situaciones traumáticas vividas en la infancia, como el maltrato o cualquier tipo de abuso (físico, emocional o sexual), disociarse (la despersonalización es uno de los síntomas de la disociación) representa un mecanismo de supervivencia necesario ante una realidad que al niño o la niña le resulta intolerable: le está pasando al cuerpo, pero no a él.
  • Privación de sueño o de estimulación sensorial. Podemos tener experiencias de despersonalización cuando hemos estado mucho tiempo sin dormir o cuando hay una falta de estimulación sensorial (enfermo que está en un hospital en la unidad de cuidados intensivos, un preso encerrado en una celda de aislamiento, etc.).
  • Consumo de determinados fármacos.
  • Agotamiento o fatiga excesiva mantenida en el tiempo.
  • Consumo de sustancias. La despersonalización puede aparecer asociada al consumo de ciertas drogas (alcohol, alucinógenos, cannabis, ketamina, etc.) o también durante el síndrome de abstinencia.

Por qué ocurre

No es infrecuente pasar por algún episodio de despersonalización en determinadas circunstancias. De hecho,  en algunos estudios, como el realizado por Burón, Jódar y Corominas,  se estima que hasta el 70% de la población general puede experimentarlo alguna vez en la vida.

Cuando estamos sometidos a un alto nivel de estrés o nos encontramos en situaciones en las que nuestro sistema nervioso se ve sobrepasado, nuestro cerebro recurre a la despersonalización como una especie de ‘solución de emergencia’ para poder seguir siendo funcionales. De este modo, desconectarnos del cuerpo y de las emociones nos ayuda a reducir el volumen emocional de lo que nos está llegando y a establecer una distancia de seguridad respecto a aquello que nos supera.

Estamos ante una despersonalización adaptativa, por ejemplo, cuando ante la pérdida de un ser querido el hecho de distanciarnos de la emoción o de crear una especie de burbuja a nuestro alrededor nos ayuda en un primer momento a ocuparnos de determinadas gestiones o a ir retomando las actividades cotidianas. O en el caso de una persona que intenta salvar a otra en medio de un incendio o un terremoto, poniendo en riesgo su propia vida y actuando como un autómata, sin sentir miedo o sensaciones dolorosas en su cuerpo.

Sin embargo, este mecanismo de protección se vuelve desadaptativo cuando, en vez de suponer una solución temporal, se hace recurrente y se prolonga en el tiempo. Entonces, ese escudo que hemos levantado para protegernos del miedo, la tristeza o la angustia también acaba impidiendo que sintamos otras emociones como la alegría, la compasión o, incluso, el amor, y que podamos conectar con otras personas.

Cuando la despersonalización deja de ser algo puntual para convertirse en un trastorno en sí mismo es cuando hablamos de trastorno de despersonalización-desrealización, psicopatología incluida en el DSM-5 y que se engloba dentro de los trastornos disociativos. (Sobre este trastorno os hablo de forma más extendida en el artículo «Desrealización: Cuando tienes la sensación de estar viviendo en un sueño»)

En cualquier caso, el juicio de realidad permanece conservado. Es decir, la persona sabe que lo que está percibiendo no es real y solo está en su mente. En esto se diferencia del brote psicótico, en el que uno está convencido de que algo es como lo ve o lo cree, aunque la evidencia le esté demostrando lo contrario.

Qué hacer

Si estás experimentando episodios de despersonalización, aquí tienes algunas pautas que podrían ayudarte:

  • Practica técnicas de manejo del estrés. Hay muchas técnicas que pueden ayudar a relajarte, pero no a todos nos sirven las mismas, así que busca cuál es la que mejor te va a ti. Puede ser la meditación, el yoga, el mindfulness o diversos ejercicios de respiración. Por supuesto, siempre que estas actividades no te desconecten más de tu cuerpo.
  • Mantén un estilo de vida saludable. Asegúrate de cuidar tu salud física y mental. Esto incluye dormir lo suficiente, hacer ejercicio regularmente, seguir una alimentación saludable y evitar el consumo de alcohol y otras sustancias psicoactivas.

  • Identifica los desencadenantes. Intenta identificar los factores que desencadenan tus episodios de despersonalización y trata de manejarlos en la medida de lo posible. Esto podría incluir situaciones estresantes, falta de sueño, consumo de cafeína o situaciones que te causen ansiedad.
  • Comparte cómo te sientes. Sincérate sobre tu experiencia con amigos cercanos o familiares de confianza. A veces, hablar sobre lo que estás sintiendo puede ayudarte a sentirte menos solo y más comprendido.
  • Busca el contacto. En su libro, Joe Perkins cuenta lo importante que es para él mantener el contacto con otras personas, sobre todo sin son de confianza, para sentirse presente y conservar el sentido de sí mismo: «Me gusta mucho cuando la gente me rasca o simplemente me toca. Me devuelve a mi cuerpo y me hace sentir cuidado». También hay que tener en cuenta que en algunas personas es justo el contacto físico lo que las disocia, así que cada uno ha de ser consciente de lo que le va mejor.
  • Infórmate. Aprender más sobre la despersonalización y sus mecanismos puede ayudarte a entender lo que estás experimentando y a darte cuenta de que no estás solo/a.
  • Practica el autocuidado. Dedica tiempo a actividades que te ayuden a sentirte bien y a cuidarte. Esto puede incluir desde tomar un baño relajantes, a salir a caminar en la naturaleza, leer un libro que te guste o disfrutar de tus pasatiempos favoritos.
  • Olvídate del control. Es muy posible que, si sufres despersonalización, trates por todos los medios de controlar continuamente lo que te está ocurriendo. Sin embargo, intentar controlar la percepción de tu experiencia, solo contribuirá a desnaturalizarla y a distorsionarla todavía más. Por mucho que te cueste, aceptar los síntomas y desactivar el estado de alerta es fundamental. Paradójicamente, recuperar la sensación de normalidad pasa necesariamente por la renuncia al control. Así que, ¿por qué no pruebas a aceptar lo que te está pasando y a observarlo desde la curiosidad?
  • Sé paciente contigo. Sé amable contigo y permítete experimentar (todas) tus emociones sin juzgarte. Y, sobre todo, recuerda que tus síntomas no definen quién eres como persona.

Cuándo buscar apoyo profesional

Aunque en la mayoría de las ocasiones los momentos de despersonalización aparecen de forma puntual y suelen ser breves, deberías plantearte contactar con un profesional de la salud mental si estos episodios:

  • Aparecen de manera recurrente y no desaparecen por sí solos con el tiempo.
  • Interfieren con tu capacidad para funcionar en la vida diaria (trabajo, estudios, relaciones personales, etc.).
  • Te abruman y te causan un malestar emocional significativo.
  • Comienzas a experimentar pensamientos preocupantes o autodestructivos.

Un profesional puede ayudarte a comprender mejor lo que estás experimentando, a detectar los disparadores o situaciones presentes que provocan la despersonalización y a estabilizar los síntomas. Además, no solo te proporcionará estrategias para regularte, sino que abordará cuando sea necesario los recuerdos o experiencias traumáticas que están en el origen del problema.

(Si lo deseas, puedes ponerte en contacto conmigo y te acompañaré en tu proceso)

«A veces me siento diferente. Camino como todos los demás, pero por dentro me siento como un extraño en mi propia vida» (Franz Kafka, «Diarios»)

Referencias

American Psychiatric Association. (2013). DSM-5. Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales. (5ª ed.). Madrid: Editorial Médica Panamericana.

Burón, E., Jódar, I., y Corominas, A. (2004). Despersonalización del trastorno al síntoma. Actas Españolas de Psiquiatría, 32(2), 107-117.

Cruzado, L., Núñez-Moscoso, P., y Rojas-Rojas, G. (2013). Despersonalización: más que síntoma, un síndrome. Revista de neuro-psiquiatría, 76(2), 120-125.

Perkins, J. (2021). Life on Autopilot. A Guide to Living with Depersonalisation Disorder. Jessica Kingsley Publishers.

Van der Kolk, B. (2014). El cuerpo lleva la cuenta: Cerebro, mente y cuerpo en la superación del trauma. Barcelona: Eleftheria.

 

 

Cómo saber cuándo confiar en la intuición (y cuándo no)

Cómo saber cuándo podemos confiar en la intuición (y cuándo no)

Cómo saber cuándo podemos confiar en la intuición (y cuándo no) 1500 1000 BELÉN PICADO

Aún recuerdo la primera vez que me planteé la posibilidad de tener mi propia casa. Llevaba unas semanas buscando sin mucho convencimiento y un día respondí a un anuncio en un portal inmobiliario. Agendé cita con los propietarios y me presenté esa misma tarde. Nada más entrar, reconocí la sensación. No podía explicar por qué, pero sentía que había encontrado mi hogar. Da igual si se trata de comprar una casa, de aceptar o rechazar una oferta de trabajo o de confiar o desconfiar de alguien… A la hora de tomar decisiones, a menudo las corazonadas nos hablan más alto que nuestra mente racional. Pero, ¿cómo saber cuándo y hasta qué punto podemos confiar en la intuición?

Si bien no existe una definición única, cuando hablamos de intuición generalmente nos referimos a la capacidad para percibir, reconocer y comprender algo de forma clara e inmediata y sin que medie un razonamiento consciente evidente. Se alimenta de nuestras experiencias previas, de nuestros conocimientos y de la capacidad de nuestro cerebro para establecer ciertos patrones a partir de toda esa información almacenada.

Por ejemplo, cuanto más hayamos jugado al ajedrez y mejor hayamos interiorizados posiciones y jugadas, más rápido anticiparemos los movimientos de nuestro oponente y más efectivas serán nuestras intuiciones. Precisamente en relación con esto, el neurocientífico argentino Mariano Sigman y su equipo llevaron a cabo un estudio muy interesante sobre la capacidad intuitiva de los maestros de ajedrez.

Los resultados de la investigación mostraron que estos expertos tenían una capacidad excepcional para reconocer patrones y posiciones en el tablero de manera rápida y precisa. A través de años de práctica, habían desarrollado una intuición sumamente sofisticada que les permitía evaluar situaciones complejas y tomar decisiones efectivas en fracciones de segundo. Además, a través del uso de técnicas de neuroimagen mientras los participantes estaban jugando, los investigadores encontraron que su actividad cerebral durante la toma de decisiones intuitivas mostraba una mayor actividad en regiones cerebrales asociadas con el reconocimiento de patrones y la memoria de trabajo, en comparación con los jugadores menos experimentados.

Desarrollar la capacidad de confiar en la intuición es clave para los expertos en ajedrez.

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Intuición no es lo mismo que instinto

Aunque a menudo los términos ‘intuición’ e ‘instinto’ se utilizan como sinónimos, no tienen el mismo significado. El instinto es una conducta innata que tienen tanto seres humanos como animales, y que, evolutivamente, está dirigida a la supervivencia. La intuición, por su parte, es propia de nuestra especie y la vamos construyendo a partir del aprendizaje y de la acumulación de experiencias. Asimismo, el primero nos empuja a la acción y la segunda a tomar una decisión.

Podemos verlo con un ejemplo. Imagina que estás jugando al tenis y la pelota viene con mucha fuerza. El instinto hará que te apartes para evitar que impacte en tu cara. Sin embargo, si al observar el movimiento de brazo de tu oponente te colocas en un lugar determinado de la pista porque, gracias a tu experiencia y tus años de entrenamiento, anticipas por dónde va a venir la pelota, eso es intuición.

Para qué nos sirve la intuición

Entre otras funciones, ese sexto sentido que todos tenemos…

  • Ayuda a tomar decisiones rápidas y automáticas.
  • Facilita la resolución problemas.
  • Permite aprovechar mejor el potencial del cerebro.
  • Favorece la creatividad.
  • Fomenta la empatía.
  • Puede alertarnos de un peligro.
  • Ayuda a ser más eficaz en nuestras acciones.

Características

A grandes rasgos, la intuición se caracteriza por:

  • Ocurre a nivel subconsciente. Nuestro cerebro procesa constantemente grandes cantidades de información de manera automática y no consciente, utilizando experiencias pasadas, conocimientos almacenados y patrones aprendidos para formar juicios instantáneos sobre una situación dada.
  • Se basa en el reconocimiento de patrones previamente aprendidos. Desde una edad temprana, aprendemos a crear patrones con lo que percibimos en nuestro entorno. Desde algo tan simple como reconocer rostros familiares hasta situaciones más complejas como las dinámicas sociales. Todos esos patrones van almacenándose en nuestra mente y se utilizan como base para tomar decisiones rápidas y eficientes en el futuro. Cuando tenemos una corazonada, lo que realmente está sucediendo es que nuestro cerebro está reconociendo un patrón familiar en una situación dada. basándose en nuestras experiencias pasadas.
  • Las emociones juegan un papel esencial en el proceso intuitivo. Nuestra respuesta emocional a una situación influye en gran medida en nuestras impresiones intuitivas y en cómo interpretamos la información disponible. Cuando nos encontramos ante una decisión o en una situación desconocida, nuestras emociones nos proporcionarán valiosas pistas sobre la respuesta o la acción más adecuada. Por ejemplo, si experimentamos cierta inquietud en un entorno desconocido, nuestra intuición puede interpretar esta respuesta emocional como una señal de peligro potencial, lo que nos llevará a ser más prudentes.
  • Se nutre de la experiencia acumulada y el conocimiento previo. A lo largo de nuestras vidas, vamos acumulando un repertorio de experiencias que van conformando nuestras impresiones intuitivas y nos ayudan a tomar decisiones rápidas y efectivas en situaciones similares en el futuro.
  • Es un proceso muy rápido. Las decisiones intuitivas se formulan en fracciones de segundo, sin requerir un proceso de razonamiento consciente. Este proceso tan rápido es el resultado de una automatización de ciertos procesos mentales a través de la práctica y la experiencia.
La intuición es un proceso muy rápido y ocurre a nivel inconsciente.

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Intuición y marcadores somáticos: La importancia de prestar atención al cuerpo

Cuando tenemos que tomar decisiones complejas o nos enfrentamos a situaciones inciertas, nuestro cerebro no solo procesa la información racional que recibe, sino que también genera respuestas emocionales y físicas. Para referirse a estas sensaciones físicas o emocionales que experimentamos en respuesta a diferentes estímulos y que influyen en nuestras decisiones y juicios, el neurocientífico Antonio Damasio desarrolló el concepto de «marcadores somáticos». Estos marcadores, que pueden aparecer, por ejemplo, en forma de cambios en el ritmo cardíaco, sudoración, sensaciones viscerales o diferentes emociones, nos proporcionarán información sobre la situación y nos ayudarán a evaluar distintas opciones de respuesta.

Imagina que has tenido una experiencia previa negativa asociada con cierta situación o persona. Es muy posible que tu cerebro genere una respuesta emocional negativa o un marcador somático que se reactivará cuando te encuentres en una situación similar en el futuro. Esta respuesta emocional actuará entonces como una señal intuitiva que te advertirá sobre posibles peligros o te guiará hacia una decisión más cauta de una forma rápida y efectiva.

La idea detrás del concepto de marcador somático es que estas sensaciones físicas y emocionales pueden proporcionar información muy valiosa, incluso antes de ser conscientes de ello. Por lo tanto, también podemos entender la intuición como la capacidad para percibir y procesar estos marcadores somáticos, permitiéndonos tomar decisiones adaptativas en situaciones complejas o inciertas.

Enemigos de la intuición: Cuando nuestro sexto sentido se equivoca

Aunque nuestras intuiciones son de gran ayuda a la hora de tomar decisiones, no siempre es así. También pueden llevarnos por el camino equivocado y debemos tenerlo en cuenta. Estos son algunos de los factores que suponen un obstáculo para nuestro sexto sentido:

  • Prejuicios. Los prejuicios pueden llevarnos a caer en sesgos cognitivos que obstaculicen nuestra percepción de una situación, dando lugar a falsas intuiciones y a decisiones equivocadas. Por ejemplo, en una entrevista de trabajo si el entrevistador tiene interiorizados ciertos estereotipos negativos hacia personas de cierta nacionalidad, esos prejuicios pueden distorsionar su intuición y afectar negativamente su capacidad para evaluar objetivamente al candidato.
  • Fatiga mental. Estar mentalmente agotados puede disminuir nuestra capacidad para procesar e integrar información de manera efectiva, lo que nos puede afectar negativamente a la hora de tomar decisiones intuitivas.
  • Falta de experiencia. Como hemos dicho, la intuición se basa en la experiencia acumulada y en la información almacenada en la memoria subconsciente. Si carecemos de experiencia relevante en una determinada situación o ámbito, no tendremos una base sólida sobre la que basar nuestras intuiciones.
  • Sobrecarga de información: Cuando estamos expuestos a una gran cantidad de información, resulta difícil para nuestra intuición filtrar lo relevante de lo irrelevante. La sobrecarga de información puede saturar nuestros sistemas cognitivos y dificultar la toma de decisiones.
  • Estilo de apego inseguro. Un niño o una niña que crece en un entorno donde no se presta atención a sus necesidades emocionales, donde se le obliga a obedecer ciegamente a los adultos o es víctima de cualquier forma de maltrato o abuso, tenderá a ignorar o minimizar sus propias sensaciones internas en favor de lo que cree que los demás esperan de él o de ella, lo que socavará su conexión con su intuición.
La falta de experiencia o la sobrecarga de información son enemigos de la intuición.

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Entonces, ¿cuándo podemos confiar en la intuición?

Pues dependerá mucho de la situación. Si nos vemos ante algo que ya hemos vivido antes, y tenemos la experiencia de que las señales que percibimos en otras ocasiones fueron acertadas, la intuición puede sernos útil. Si, por el contrario, se trata de una situación nueva y con la que no tenemos tanta experiencia, confiar únicamente en una corazonada no será la mejor idea.

Según Daniel Kahneman, psicólogo y autor de Pensar rápido, pensar despacio, para poder confiar en nuestra intuición deben darse tres condiciones:

  • Regularidad. Kahneman sugiere que la intuición es más fiable en situaciones donde existe cierto grado de regularidad o consistencia en los resultados. Por ejemplo, en relaciones interpersonales, donde hay un patrón de comportamiento establecido y conocido, la intuición puede ser útil para predecir las respuestas y reacciones de la otra persona.
  • Experiencia y práctica: Cuanta más experiencia tenga una persona y más haya practicado en un área específica, más acertada será su intuición. Un experto en un campo determinado puede confiar en su intuición para tomar decisiones rápidas y precisas basadas en su conocimiento profundo y su experiencia acumulada a lo largo del tiempo.
  • Feedback inmediato que permita evaluar la precisión de las decisiones intuitivas. Cuando las personas reciben retroalimentación inmediata sobre si su intuición fue acertada o no, esto les permite ajustar y mejorar su capacidad para tomar decisiones intuitivas en el futuro. Este feedback también ayuda a mantener la confianza en la intuición y a evitar sesgos cognitivos o errores de juicio.

Damasio, por su parte, opina que «la calidad de la intuición de cada uno depende de lo bien que hayamos razonado con anterioridad, lo bien que hayamos clasificado los acontecimientos de nuestra experiencia pasada en relación con las emociones que los precedieron y sucedieron, así como de lo bien que hayamos reflexionado sobre los éxitos y fracasos de nuestras intuiciones anteriores».

En cualquier caso, el indudable valor de la intuición en ningún caso debe restar importancia al pensamiento analítico. De hecho, ambas modalidades de procesamiento se complementan y se enriquecen mutuamente. Así, las soluciones o ideas que nos proporciona la intuición deberían ser evaluadas y refinadas mediante un proceso de reflexión más deliberado y analítico.

(Por cierto, si os preguntáis qué ocurrió con mi búsqueda de casa, después de mi corazonada, me di una vuelta por el barrio, pregunté a algunos vecinos, hablé con algunos comerciantes, comprobé la disponibilidad de servicios en la zona e, incluso, visité algún que otro piso más. Finalmente, opté por hacer caso de mi intuición y a día de hoy sigo pensando que acerté de pleno)

“Una intuición afortunada nunca es tan solo cuestión de suerte. Siempre hay algo de talento en ello” (Jane Austen)

Referencias bibliográficas

Damasio, A. (2011). El error de Descartes: La razón, la emoción y el cerebro humano. Barcelona: Destino

García Méndez, I. (2011). Piensa, intuye y acertarás: Aprende a desarrollar tu instinto. Barcelona: Gestión 2000

Gladwell, M. (2017). Inteligencia intuitiva: ¿Por qué sabemos la verdad en dos segundos?. Madrid: Taurus.

Hogarth, R. M. (2002). Educar la intuición: El desarrollo del sexto sentido. Barcelona: Paidós.

Kahneman, D. (2011). Pensar rápido, pensar despacio. Madrid: Debate

Sigman, M., Etchemendy, P., Slezak, D. F., & Cecchi, G. A. (2010). Response time distributions in rapid chess: a large-scale decision making experiment. Frontiers in neuroscience, 4, 60

Comportamiento pasivo-agresivo: Cómo identificarlo (en ti también)

Comportamiento pasivo-agresivo: Cómo identificarlo (en ti también)

Comportamiento pasivo-agresivo: Cómo identificarlo (en ti también) 2063 1453 BELÉN PICADO

¿Alguna vez tu pareja te ha asegurado que todo estaba bien entre vosotros y que no le pasaba nada, pero sus comentarios sarcásticos te indicaban lo contrario? ¿Tu madre no te reprocha abiertamente que no la visites tanto como le gustaría, pero deja caer frases del tipo «Un día me va a pasar cualquier cosa y nadie se va a enterar»? O, quizás, eres tú quien actúa así… Estas y otras situaciones similares tienen en común un comportamiento pasivo-agresivo que, sin conllevar una violencia directa, puede hacer mucho daño. Se trata de un tipo de agresividad silenciosa, de hostilidad encubierta, que puede afectar muy negativamente a las relaciones interpersonales, ya sea en el ámbito laboral, familiar, de amistad o de pareja.

En general, quienes adoptan estas actitudes suelen tener dificultades para comunicar de forma efectiva sus sentimientos de impotencia, resentimiento o frustración y, en lugar de expresar abiertamente su malestar, recurren a estrategias pasivas e indirectas que lo único que hacen es dificultar la resolución de los problemas y la construcción de vínculos saludables.

La mayoría de nosotros hemos caído en este tipo de conductas en alguna ocasión. Por ejemplo, cuando estamos muy enfadados con un amigo, y, al mismo tiempo, no nos atrevemos a confrontarlo de forma directa por miedo a crear un conflicto que dé al traste con el vínculo que nos une. O cuando en el trabajo empezamos a ‘escaquearnos’ o a ‘olvidamos’ de realizar determinadas tareas para hacer notar nuestro descontento, pero sin arriesgarnos a hablar con nuestro jefe (por si se le ocurre despedirnos). Cuando se trata de episodios puntuales, respuestas como estas son una manera de protegernos o de salir del paso de un conflicto que nos genera temor.

Los problemas llegan cuando estas actitudes dejan de ser esporádicas para convertirse, consciente o inconscientemente, en un patrón persistente que se aplica de forma rígida y ante cualquier situación hasta el punto de no ser capaces de afrontar ningún conflicto de manera clara y directa.

Entre el deseo de agradar y el rechazo a lo que percibo como una exigencia externa

El origen del comportamiento pasivo-agresivo puede estar relacionado con distintas experiencias tempranas, como haber estado expuesto a un estilo de crianza excesivamente rígido, inconsistente o sobreprotector. En ocasiones, surge como una estrategia de afrontamiento aprendida, cuando en la infancia la expresión abierta de la ira estaba prohibida o mal vista. Si he aprendido a esconder y a negar mi enfado, me resultará difícil manejarme en los conflictos y evitaré las confrontaciones directas por miedo al rechazo o a la pérdida de aprobación.

De este modo, cuando estas personas sienten que se les está sometiendo a algún tipo de exigencia externa, se enfrentan a un dilema. Por un lado, están deseando agradar, complacer y ser elogiados por sus acciones. Pero, al mismo tiempo, perciben los requerimientos de los demás como un intento de dominarlas. Desde esta ambivalencia, desarrollarán una actitud cambiante e imprevisible en las relaciones, alternando episodios de auto afirmación e independencia hostil con otros de sumisión y de dependencia absoluta ante el temor de que se rompa el vínculo afectivo.

El comportamiento pasivo-agresivo dificulta las relaciones interpersonales

15 Pistas para identificar un comportamiento pasivo-agresivo

Al tratarse de una hostilidad indirecta y a menudo muy sutil, es normal que haya ocasiones en las que estas conductas lleguen a confundirnos y dudemos de lo que estamos percibiendo. Los personajes que voy a presentaros a continuación ejemplifican algunas de las formas en que se pueden manifestar actitudes y conductas pasivo-agresivas en situaciones cotidianas. De este modo, podréis identificarlas más fácilmente, ya sea en otras personas o en vosotros mismos.

1. Lucía, procrastinadora

Lucía a menudo se muestra cooperativa y acepta realizar tareas para su equipo de trabajo. Sin embargo, a la hora de la verdad siempre encuentra excusas para postergarlas y nunca hace lo que se le ha pedido. Parece muy ocupada en ello, pero la tarea nunca avanza. Y si le preguntan al respecto, responde con evasivas y justificaciones.

La procrastinación intencionada es una forma muy sutil de sabotear. Es decir, posponer o dilatar la ejecución de tareas o responsabilidades, sabiendo que esto puede afectar negativamente a otros o al proyecto en general.

2. Ana, la resentida. «Todos tienen más suerte que yo»

Ana está obsesionado por la aparente falta de justicia del mundo que la rodea. No es capaz de ver que muchas veces su propia actitud le impide conseguir logros significativos en los diferentes ámbitos de su vida. Vive con envidia constante los éxitos de los demás (a quienes, según ella, todo les resulta más fácil). Y, siempre que puede, disfruta socavando la felicidad de aquellos que considera más afortunados, haciéndoles partícipes de lo injusta y mezquina que es la vida.

3. Luis, especialista en echar balones fuera

Experto en eludir situaciones incómodas, Luis no solo niega a menudo lo que ha dicho o hecho, sino que, incluso, se ofende si percibe que los demás dudan de él (aun sabiendo que esas dudas tienen una base sólida). Suele defenderse con frases del tipo «Yo nunca dije eso, lo habrás soñado».

Otra manera en la que personas como Luis echan balones fuera es no asumir su responsabilidad y desviarla en otras direcciones: «Son imaginaciones tuyas, yo no estoy enfadado», «Yo tenía pensado hacerlo, pero ella me dijo que…», «Entendí que ibas a ocuparte tú». Con tal de no hacerse cargo de sus palabras, con su actitud y conducta culparán, de forma más o menos clara, a otros o a las circunstancias.

4. Marta, la pesimista escéptica. «Piensa mal y acertarás»

Escéptica e incapaz de ver el lado positivo de las cosas, Marta vive envuelta por una nube de pesimismo persistente. Su visión negativa del mundo la lleva a reaccionar con sarcasmo y mordacidad ante los «inmerecidos» éxitos de todos los que, en apariencia, tienen más suerte que ella. Desconfía de todo el mundo y está convencida de que las personas, en general, son malas y egoístas. Su lema: «Piensa mal y acertarás».

La actitud distante y huraña de estas personas tiene como principal objetivo provocar malestar en quienes las rodean.

5. Óscar, el oyente hostil

Óscar siempre parece dispuesto a escuchar los problemas de sus amigos. Sin embargo, su atención pronto se convierte en una crítica disfrazada. Aunque sus consejos parecen amables, el tono de sarcasmo y desdén con que los ofrece transmite que no está de acuerdo con las decisiones de quien está depositando su confianza en él.

Debido a esta discordancia entre el lenguaje verbal y el no verbal, es normal que quienes escuchan a alguien como Óscar acaben dudando de lo que están percibiendo. Por ejemplo, hay personas que pueden preguntarte cómo te encuentras o, aparentemente, se muestran interesadas en lo que quieres contarles. Sin embargo, cuando empiezas a hablar, apenas te miran, muestran una actitud desganada o responden con monosílabos. En estas condiciones, es fácil deducir que una buena comunicación es imposible. Cuando ocurre esto se está produciendo una dinámica que se conoce como doble vínculo y que puede provocar una gran inseguridad y confusión.

Comportamiento pasivo-agresivo.

6. Raquel, maestra de la queja y el victimismo

No hay día en que Raquel no se lamente de la poca atención que le prestan su familia, su pareja o sus amigos y se queje de que no la valoran lo suficiente. Sin embargo, si alguien se interesa y le pregunta qué le ocurre su respuesta siempre es la misma: «Estoy bien. No me pasa nada».

Además, por sistema, siempre se posiciona en contra de los deseos y peticiones de los demás. Siempre tiene preparada una objeción para rechazar cualquier alternativa o sugerencia que le ofrezcan. Eso sí, ella tampoco ofrece otras opciones. Esta actitud crea un ambiente negativo a su alrededor y hace que las interacciones con ella resulten frustrantes y agotadoras.

(En este mismo blog puedes leer el artículo «La trampa de victimismo (I): Cómo saber si soy una persona victimista»)

7. Santiago, irritable e impulsivo

Santiago casi siempre está de mal humor y, aunque no suele expresar abiertamente su enfado o disgusto, suele dejarlo patente a través de quejas, protestas o comentarios aparentemente triviales, pero que aterrizan como dardos en quien los recibe. Esta conducta hace que la otra persona se sienta incómoda, frustrada y a disgusto sin saber muy bien por qué.

Es posible que, al principio, personas como Santiago se muestren amables, especialmente si desean conseguir algo. Pero cuando los conocemos de verdad nos damos cuenta de que la mayor parte del tiempo están malhumorados e irascibles por algo que la mayoría de las veces no nos dirán.

8. Germán, el olvidadizo oportuno

Los olvidos son una de las estrategias más utilizadas por personas con un estilo pasivo-agresivo. Para Germán son un modo sutil e indirecto de expresar su descontento, su frustración o, sus necesidades. Por ejemplo, tiene la habilidad de recordar selectivamente compromisos según su nivel de interés. Puede ‘olvidar’ una reunión o evento que no le entusiasma, pero recordará claramente aquellos que considera más importantes o beneficiosos para él.

Lo mismo le ocurre con citas o conversaciones que ha mantenido con personas con quienes está molesto por algún motivo (que en ningún caso abordará de forma directa).

9. Eva: «Ni contigo ni sin ti»

La ambivalencia en las relaciones es una característica del comportamiento pasivo-agresivo que se manifiesta en la dificultad para mantener una posición clara o coherente ante los demás. En el caso de Eva, la necesidad de agradar a su pareja la lleva a posicionarse continuamente en el no conflicto. Como sabe lo que su pareja quiere, ella juega con eso hasta que se cansa o se frustra cuando se da cuenta de que, en realidad, se ha comprometido a hacer, o está haciendo, algo que no quería. Entonces, de repente, le muestra su enfado y su hostilidad, pero no abiertamente, sino a través de estrategias indirectas y más o menos sutiles: deja de hablar, no responde a los mensajes, no cumple algo con lo que se había comprometido…

Estas personas pueden decir a su pareja que la aman profundamente y al poco tiempo se muestran indiferentes o hacen comentarios despectivos que contradicen sus declaraciones anteriores.

También puede suceder que se sientan a gusto cuando les cuidan o cuando otros toman la iniciativa y al poco tiempo, se rebelen porque no quieren ‘perder’ su independencia ni que les den órdenes. Este «Ni contigo ni sin ti»  oculta una dependencia emocional que no son capaces de aceptar.

La ambivalencia en las relaciones es una característica del comportamiento pasivo-agresivo.

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10. Samuel, alérgico a la autoridad

Samuel manifiesta su desprecio a la autoridad de múltiples formas. Una de ellas es hacer lo mínimo que su jefe le pide, como una forma de transmitir que está siguiendo las órdenes solo porque es necesario y no porque valore la autoridad de su superior. Del mismo modo, si se le da un plazo para completar un proyecto, demora intencionadamente la entrega hasta el último momento.

En personas como Samuel suele haber un conflicto interno que no saben cómo afrontar y que los lleva a moverse entre el deseo de obtener las ventajas que puede proporcionarles el acatar las órdenes y el empeño en conservar la autonomía. Primero tratan de mantener la relación siendo pasivos y sumisos, pero en cuanto sienten que están ‘renunciando’ a su autonomía se sublevan contra la autoridad.

11. Sara, madre manipuladora

A las personas pasivo-agresivas les cuesta pedir lo que quieren y recurren a tácticas manipuladoras para satisfacer sus necesidades. Sara, por ejemplo, siempre se ha comunicado con sus hijos desde este rol para conseguir su atención y para que hagan lo que ella quiere sin solicitarlo explícitamente. Por ejemplo, en lugar de pedir a su hijo que la ayude, le dirá: «Seguro que me voy a hacer daño en la espalda, pero no quiero molestarte».

O, sin criticar abiertamente la falta de atención de sus hijos, Sara les hace llegar su enfado y su disgusto lamentándose y dejando caer frases hirientes o, incluso, enviando mensajes contradictorios (te digo que no me pasa nada, pero mi cara y mis gestos dicen todo lo contrario).

(En este mismo blog puedes leer el artículo «Madres narcisistas, sobreprotectoras, ausentes… 25 pistas para identificarlas»)

12. Rocío: pagar la frustración con quien menos lo merece

La incapacidad para mostrar pública y abiertamente su enfado o frustración lleva con frecuencia a Rocío a recurrir a un mecanismo de defensa inconsciente: el desplazamiento. Por ejemplo, un día que recibe una crítica injusta de su jefe en el trabajo, como no se atreve a abordarlo directamente con su superior, opta por no expresar su malestar. Sin embargo, al regresar a casa, desplaza sus emociones negativas hacia su familia mostrándose de mal humor, respondiendo de manera cortante, etc.

El desplazamiento me permite redirigir hacia un objetivo menos amenazante los pensamientos, emociones o impulsos negativos que me despierta alguien con quien no puedo permitirme romper el vínculo. En concreto, desplazo ese resentimiento hacia otras personas o situaciones cotidianas de menor significación emocional o jerárquica.

13. Roberto o la vida en blanco y negro

Para Roberto, no existen los matices. Idealiza a quien admira y desprecia a aquellos que no cumplen con sus expectativas. ‘Poseído’ por esta mentalidad de «todo o nada», si un amigo no le muestra su apoyo incondicional o cuestiona alguna de sus decisiones, puede empezar a verlo como alguien completamente despreciable, sin detenerse a reconocer sus virtudes o a intentar comprender sus motivaciones.

El pensamiento dicotómico, también conocido como pensamiento en blanco y negro o polarizado, se manifiesta en la tendencia a ver las situaciones y a las personas en términos extremos, sin reconocer matices o posiciones intermedias. Esta incapacidad para tolerar la incertidumbre lleva a realizar juicios rápidos y categóricos en los que no hay espacio para la ambigüedad ni para apreciar los matices de las situaciones y las personas.

14. Gustavo, el grosero enmascarado

Algunas personas recurren a insultos muy sutiles para expresar su descontento, su disgusto o sus emociones negativas sin abordar abiertamente el conflicto. Gustavo es experto en disfrazar sus insultos y groserías. Cuando alguien se ofende por sus palabras, él simplemente dice que estaba bromeando o que no era su intención. Algunas de sus especialidades:

  • Cumplidos envenenados. Elogios que envuelven una crítica o una insinuación negativa: «Admiro tu valentía. ¡Yo no me atrevería a salir así a la calle!».
  • Comentarios despectivos disfrazados de bromas. «¡Tu presentación sería perfecta para la hora de la siesta!».
  • Sarcasmo encubierto. «No todo el mundo puede ser tan inteligente como tú».
  • Desvalorización disfrazada de preocupación. «Te convendría bajar de peso» (a alguien que tiene problemas con la aceptación de su cuerpo). Y a continuación, añadir algo como «Solo lo digo por tu bien, porque me preocupa tu salud».
15. David tiene en el silencio su mejor arma

En el catálogo de estrategias para hacer sentir mal a alguien sin recurrir al confrontamiento directo, el silencio es una de las preferidas de David. Cuando está molesto por algo, deja de responder a las llamadas e ignora mensajes y correos electrónicos. Puede pasarse días así y luego actuar como si no hubiera ocurrido nada. En vez de abordar y expresar los motivos de su disgusto o de su enfado recurre al silencio y a la ley del hielo.

Personas como David te ignorarán de un modo más o menos evidente y durante un periodo de tiempo más o menos prolongado. Pueden no darse por aludidas cuando les hablas y luego justificarse diciendo que no te habían escuchado. O, directamente, mirar hacia otro lado cuando te los encuentras y les saludas. Y si les preguntas qué les ocurre, te dirán que no les pasa nada.

Si te has visto reflejado/a en alguna de estas conductas y actitudes, te invito a leer el artículo ¿Te comunicas de modo pasivo-agresivo? Así puedes cambiarlo y mejorar tus relaciones.

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