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10 cosas (fáciles) que puedes hacer para mantener un cerebro sano.

10 cosas (fáciles) que puedes hacer para mantener un cerebro sano

10 cosas (fáciles) que puedes hacer para mantener un cerebro sano 1122 935 BELÉN PICADO

Con sus 1300-1400 gramos, el cerebro de los seres humanos es más grande que el de cualquier especie en relación con las dimensiones del resto del cuerpo. Pero no solo es el órgano que nos permite pensar, razonar o recordar, sino que también tiene una relación directa y bidireccional con el modo en que experimentamos amor, odio, ira, compasión, angustia y todas las emociones propias de nuestra especie. En pocas palabras, el cerebro humano es una verdadera maravilla de la naturaleza, un órgano fascinante y complejo que desempeña un papel crucial en cómo sentimos, cómo pensamos y cómo vivimos nuestras experiencias del día a día. Y, precisamente por todo esto es tan importante cuidarlo y mantenerlo en las mejores condiciones posibles. ¿Cómo? Hay muchas formas mantener nuestro cerebro sano y estas son solo algunas de ellas:

1. Cuida tu alimentación

El aparato digestivo y el cerebro están directamente conectados a través de lo que se conoce como eje intestino-cerebro. Nuestro intestino alberga trillones de microorganismos (microbiota) que juegan un papel crucial en la salud en general y en la salud mental y emocional en particular. Algunos de ellos tienen la capacidad de producir neurotransmisores como la serotonina, involucrada en la regulación del estado de ánimo (se estima que alrededor del 90% de la serotonina de nuestro organismo se produce en el intestino). Además, una microbiota intestinal saludable está relacionada con una mejor función cognitiva y memoria, mientras que la disbiosis (desequilibrio microbiano) se ha asociado con trastornos como la depresión y la ansiedad.

Muchos estudios sugieren que una dieta rica en prebióticos, probióticos y ácidos omega-3 ayuda a mantener nuestra microbiota saludable, lo cual a su vez influye en la química cerebral y en el estado de ánimo.

  • Los prebióticos son tipos de fibra no digeribles que sirven de alimento a las bacterias beneficiosas del intestino. Los encontramos en el ajo, la cebolla, los espárragos, los plátanos, las lentejas y la avena, entre otros alimentos.
  • Los probióticos son microorganismos vivos que, cuando se consumen en cantidades adecuadas, resultan beneficiosos para la salud. Están en el yogur, kéfir, chucrut y otros alimentos fermentados.
  • En cuanto a los ácidos grasos omega-3, cruciales para la función cerebral y la estructura de las membranas celulares neuronales, se encuentran sobre todo en pescados grasos como el salmón, en las nueces y en las semillas de lino.

Como veis, el dicho popular «Somos lo que comemos» no va tan desencaminado…

Cuidar la alimentación es esencial para mantener un cerebro sano.

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2. Muévete

No es necesario machacarse en el gimnasio para tener un cerebro saludable. Según la Organización Mundial de la Salud bastan al menos 150 minutos a la semana de ejercicio de intensidad moderada (por ejemplo, caminar a paso ligero) para mantenerlo en forma. Y es que cuando nos animamos a realizar algún tipo de deporte o de actividad física en nuestro cerebro empiezan a pasar cosas buenas, entre ellas un aumento en la producción de:

  • Factor neurotrófico del cerebro (BDNF). Es una proteína que favorece la neuroplasticidad del cerebro, ayudándolo a adaptarse mejor a las situaciones y mejorando su capacidad cognitiva. Actividades como nadar, correr o bailar aumentan su producción.
  • Endorfinas. Entre otros beneficios, son un poderoso analgésico natural, mejoran el estado de ánimo, ayudan a reducir la ansiedad y los síntomas depresivos y también mejoran la calidad del sueño.
  • Serotonina. Además de regular el estado de ánimo, facilita la relajación y también ayuda a conciliar mejor el sueño.
  • Dopamina. A nivel cognitivo, regula funciones como el aprendizaje y la memoria y tiene un papel fundamental en la toma de decisiones.

Además de mejorar nuestra neuroplasticidad y ayudarnos a regularnos emocionalmente, hacer ejercicio alivia los síntomas de la depresión y la ansiedad, interviene en la prevención de enfermedades neurodegenerativas como el Alzheimer y favorece la consolidación de la memoria. En 2016 un grupo de neurocientíficos holandeses comprobaron que hacer ejercicio aeróbico cuatro horas después de aprender algo ayuda a consolidar los conocimientos adquiridos.

(Si te interesa, puedes leer en este blog el artículo «Deporte y salud mental: Beneficios psicológicos de hacer ejercicio«)

3. Duerme lo que necesites

Entre otras funciones, el cerebro utiliza el descanso nocturno para procesar y consolidar la información adquirida a lo largo del día, fortaleciendo las conexiones neuronales y mejorando la memoria. Y es que nuestro cerebro recoge durante la jornada información a una velocidad superior a la que puede procesarla, así que aprovecha las horas de sueño para archivar todos esos datos.

Investigadores de la Universidad alemana de Lübeck encontraron que este proceso de consolidación de la memoria se extiende también al aprendizaje de tipo académico. A través de pruebas realizadas a 106 voluntarios descubrieron que los que dormían ocho horas triplicaban las posibilidades de resolver ecuaciones matemáticas, frente a los que habían pasado la noche en vela. La investigación pudo determinar, además, que los cambios cerebrales que mejoran la creatividad y la capacidad de resolver problemas se producen durante las cuatro primeras horas del ciclo del sueño.

Algunas cosas que puedes hacer para mejorar la calidad del sueño:

  • Seguir una rutina de sueño regular. Ir a la cama y despertarse a la misma hora todos los días.
  • Mantener un ambiente adecuado. Un dormitorio oscuro, fresco y tranquilo favorece el sueño profundo.
  • Reducir la exposición a pantallas. Evitar dispositivos electrónicos al menos una hora antes de acostarse.
  • Evitar la cafeína y otras sustancias excitantes.
  • No le robes horas a tu descanso. Aunque las necesidades varían de una persona a otra, el tiempo óptimo de sueño en adultos está entre las siete y las nueve horas.

(Si te interesa, puedes leer en este blog el artículo «¿Qué ocurre en nuestro cerebro mientras dormimos?»)

4. Cuida tus relaciones

Necesitamos contacto físico, intimidad y pertenencia al grupo y no solo a nivel social. Al activar áreas cerebrales relacionadas con la emoción y la cognición, las relaciones sociales ayudan, por ejemplo, a prevenir el deterioro cognitivo y retrasar así la aparición de enfermedades como el alzhéimer.

Que las relaciones sociales contribuyen al incremento de la reserva cognitiva se ha comprobado ya en diversos estudios. Una de estas investigaciones, llevada a cabo por el neurólogo David A. Bennet y varios colaboradores, encontró que el tamaño de la red social con la que se cuenta influye en el rendimiento cognitivo en enfermedades como el alzhéimer. Es decir, los investigadores observaron que, aun sufriendo esta patología, las personas con más relaciones sociales mostraban un mejor funcionamiento cognitivo.

Igualmente, interactuar con otros mejora el bienestar emocional, al reducir los sentimientos de soledad y depresión, protege en tiempos de mucho estrés, estimula el cerebro y promueve el desarrollo de habilidades sociales, emocionales y cognitivas.

Algunas formas de fortalecer las conexiones sociales:

  • Participar en actividades comunitarias. Únete a actividades que se organicen en tu barrio, a grupos con tus mismas aficiones, a algún voluntariado….
  • Mantén el contacto con tus seres queridos (y no solo por Whatsapp). Llama o visita a amigos y familiares con regularidad.
  • Cultiva y trabaja en tus relaciones. Invierte tiempo y energía en construir y mantener vínculos profundos y significativos.

5. Fomenta tu curiosidad y no dejes de aprender

La curiosidad pone al cerebro en modo aprendizaje. Según un estudio publicado en la revista Neuron, la expectación que nos genera un tema que nos atrae coloca al cerebro en un estado que nos permite aprender y retener cualquier clase de información relacionada o no con aquella que nos interesa. Los autores de la investigación encontraron también que cuando se estimula la curiosidad, aumenta la actividad en el circuito cerebral relacionado con la recompensa y en el hipocampo (región del cerebro importante para la formación de nuevos recuerdos), además de un aumento de las interacciones entre ambas estructuras.

Cómo fomentar la curiosidad:

  • Crea entornos estimulantes y ricos en estímulos novedosos y variados. Esto puede incluir leer libros, visitar museos, o participar en actividades culturales y educativas.
  • Haz preguntas. Fomentar el hábito de hacer preguntas y buscar respuestas promueve un enfoque activo hacia el aprendizaje. Las preguntas abiertas que invitan a la reflexión y la exploración son especialmente efectivas.
  • Adopta una mentalidad de crecimiento. Creer que nuestras habilidades y conocimientos pueden mejorar con el esfuerzo y la práctica (mentalidad de crecimiento) fomenta la curiosidad y la disposición a enfrentar desafíos.
Si quieres tener un cerebro sano, fomenta la curiosidad y no dejes de aprender.

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6. Desafía a tu cerebro

Aprender cosas nuevas y atreverse con actividades cognitivamente estimulantes mantiene el cerebro en forma. Por un lado, se favorece que se establezcan nuevas conexiones neuronales y que las que ya hay se fortalezcan, algo que permitirá afrontar mejor los cambios que lleguen con el envejecimiento. Por otra parte, mejora la memoria, ya que el aprendizaje continuo mantiene la mente aguda e incrementa la capacidad de retención de información. Y, además, fomenta la creatividad.

Son muchos los modos en que puedes desafiar a tu cerebro:

  • Cambiar cosas en las rutinas de tu día a día, por ejemplo elige un camino distinto al habitual para ir a trabajar.
  • Aprender un nuevo idioma. Mejora la memoria, la atención y la capacidad multitarea.
  • Tocar un instrumento musical. Estimula múltiples áreas del cerebro relacionadas con la coordinación motora, la percepción sensorial y la memoria.
  • Practicar juegos de estrategia. Actividades como el ajedrez y los juegos de estrategia fomentan el pensamiento crítico y la planificación.

7. Aprende a respirar… conscientemente

La respiración no solo mantiene nuestras funciones fisiológicas básicas; también tiene un impacto significativo en el cerebro y la salud mental. En su libro Neurociencia del cuerpo: Cómo el organismo esculpe el cerebro, la neurocientífica Nazareth Castellanos incide en la necesidad de saber respirar, fundamentalmente por la nariz, porque «la respiración influye en la capacidad de memorizar, recordar y aprender porque impacta en el hipocampo e influye en la dinámica neuronal y la nariz prepara el aire para que pueda penetrar de forma saludable en el cuerpo».

La oxigenación adecuada del cerebro es fundamental para mantener una capacidad cognitiva y una función cerebral óptima. Al respirar de manera consciente y profunda, aumentamos la cantidad de oxígeno que llega al cerebro y mejoramos su rendimiento.

Algunos beneficios que aporta la respiración al cerebro:

  • Reduce el estrés y la ansiedad. Técnicas como la respiración diafragmática pueden reducir la activación del sistema nervioso simpático y promover la activación del sistema nervioso parasimpático. Esto resulta en una disminución de la liberación de hormonas del estrés como el cortisol y una reducción de los síntomas de ansiedad.
  • Aumenta la atención y la concentración. Al calmar la mente y reducir el ruido mental, las técnicas de respiración permiten enfocar los pensamientos y mejorar el rendimiento cognitivo.
  • Mejora el estado de ánimo. La respiración profunda puede aumentar los niveles de neurotransmisores como la serotonina y las endorfinas. Esto, a su vez, ayuda a combatir la depresión y mejorar la sensación general de bienestar.
  • Favorece la regulación emocional. Al reducir la activación del sistema nervioso simpático y promover un estado de calma, es más fácil manejar emociones intensas y mejorar nuestra estabilidad emocional.

8. Pon música en tu vida

Todo nuestro cerebro se moviliza cuando escuchamos una canción o tocamos un instrumento. El ritmo se procesa en la zona sensorial y motriz, que es la encargada de estimular el movimiento. En la amígdala, situada en el sistema límbico que es el responsable de la regulación emocional, se procesan las emociones que experimentamos ante una melodía. Y el hipocampo se activa para recordar una canción, evocar situaciones vividas o traer a la memoria a personas con quienes nos gustaría estar.

Asimismo, la música es una poderosa fuente de placer. Cuando escuchamos una canción que nos gusta se dispara la producción de dopamina y de otras sustancias que nos ayudan a sentirnos mejor: serotonina, epinefrina, oxitocina y prolactina.

Tras analizar 400 estudios científicos, los psicólogos Daniel Levitin y Mona Lisa Chanda asociaron los beneficios de la música con la salud mental y física. Concretamente, identificaron cuatro procesos en los que puede intervenir: en el estrés, disminuyendo la ansiedad; en la inmunidad, fortaleciendo las defensas; en la afiliación social, favoreciendo los lazos afectivos y la cooperación; y en el área de recompensa, reforzando la motivación, la gratificación y el placer. Y no solo eso. La música también mejora los síntomas depresivos y ayuda en situaciones traumáticas.

Si quieres un cerebro sano, pon música en tu vida.

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9. Da las gracias

La gratitud transforma nuestro cerebro e induce cambios positivos en su estructura y funciones. ¿Cómo? Por ejemplo, activando el sistema de recompensa. Cuando experimentamos gratitud, el cerebro libera dopamina lo que nos hace sentir bien y refuerza este comportamiento. A la vez, se producen un aumento de los niveles de serotonina y se activan el sistema límbico y la corteza prefrontal, áreas relacionadas con las emociones y la toma de decisiones.

Según apunta el doctor en Psicofisiología Manuel Vázquez-Marrufo en este artículo, muchas de las personas que experimentan altos grados de agradecimiento tienden a regular a la baja la actividad de la amígdala (parte del sistema límbico a cargo de la respuesta del miedo) y por tanto hay «una menor liberación de factores inflamatorios que están detrás de muchas enfermedades».

Si quieres practicar…

  • Escribe un diario de gratitud. Dedica unos minutos cada día a escribir tres cosas por las que estás agradecido/a. Esto te ayudará a enfocar tu mente en los aspectos positivos de tu vida.
  • Simplemente, di «gracias». Si sientes que tienes que dar las gracias a alguien, hazlo verbalmente y si lo haces mirándole a los ojos, mucho mejor. Verás cómo se fortalecen tus relaciones y aumenta tu propio sentido de bienestar.
  • Cartas de agradecimiento. Escribe cartas de gratitud a personas que han tenido un impacto positivo en tu vida. Incluso si no las envías, te ayudarán a sentirte más conectado/a y satisfecho/a.

10. No hagas nada

La inactividad es esencial para que nuestro cerebro se tome un descanso y recupere la energía perdida. Pero cuando nos dedicamos a no hacer nada no solo nos estamos dando tiempo para recargar pilas. También favorecemos la conexión con nosotros mismos, la creatividad y la memoria.

El científico y escritor Andrew J. Smart explica que durante los periodos de inactividad nuestro cerebro está activo, aunque de una forma diferente. Al igual que un avión tiene un piloto automático, nosotros entramos en un estado similar cuando descansamos y renunciamos al control manual: «El piloto automático tiene claro adónde quieres ir y qué quieres hacer y la única forma de averiguar lo que sabe es dejar de pilotar manualmente el avión y permitir que tu piloto automático te guíe».

Y si, además de no hacer nada, estamos en silencio, mucho mejor. Un estudio llevado a cabo por investigadores alemanes concluyó que dos horas de silencio al día bastan para estimular la creación de nuevas neuronas en el hipocampo (zona del cerebro implicada en la memoria, las emociones y el aprendizaje). Así que aprovecha tan valiosos momentos para darte un relajante baño de silencio.

Referencias bibliográficas

Bennett D.A., Schneider J.A., Tang Y., Arnold S.E. & Wilson R.S. (2006). The effect of social networks on the relation between Alzheimer’s disease pathology and level of cognitive function in old people: a longitudinal cohort study. Lancet Neurology, 5(5):406-12.

Castellanos, N. (2022). Neurociencia del cuerpo: cómo el organismo esculpe el cerebro. Barcelona: Kairós.

Chanda, M. L., & Levitin, D. J. (2013). The neurochemistry of music. Trends in cognitive sciences, 17(4), 179–193.

Gruber, M. J., Gelman, B. D. & Ranganath, C. (2014). States of curiosity modulate hippocampus-dependent learning via the dopaminergic circuit. Neuron, 84(2), pp. 486-496.

Kirste, I., Nicola, Z., Kronenberg, G., Walker, T. L., Liu, R. C., & Kempermann, G. (2015). Is silence golden? Effects of auditory stimuli and their absence on adult hippocampal neurogenesis. Brain structure & function, 220(2), 1221–1228.

Smart, A.J. (2015). El arte y la ciencia de no hacer nada. El piloto automático del cerebro. Madrid: Clave Intelectual.

Salir del triángulo del drama

Triángulo dramático (II): Cómo salir de él y mejorar nuestras relaciones

Triángulo dramático (II): Cómo salir de él y mejorar nuestras relaciones 1500 996 BELÉN PICADO

Uno de los motivos por los que nuestras relaciones no funcionan es el modo en que nos comunicamos. Cuando no hemos aprendido a expresar nuestras necesidades con asertividad, a validarnos nosotros mismos o a aceptar nuestra propia responsabilidad emocional y personal, es fácil que acabemos involucrándonos en juegos psicológicos que nunca terminan bien. Uno de estos juegos es el que iniciamos cuando nos colocamos en el rol de perseguidor, en el de salvador o en el de víctima. Desde ahí y de modo casi siempre inconsciente, vamos pasando de uno a otro, una y otra vez, hasta quedar ‘prisioneros’ dentro de un triángulo dramático, también conocido como triángulo del drama o triángulo de Karpman.

En el anterior artículo sobre el triángulo dramático de Karpman os hablé de los patrones de comportamiento que a menudo adoptamos en nuestras interacciones, sobre todo en situaciones de conflicto,  y también me detuve en las características de cada uno de esos roles (salvador, perseguidor y víctima) con objeto de poder identificarlos mejor. Esta vez me centraré en qué podemos hacer para salir de estas dinámicas disfuncionales de comunicación según el vértice del triángulo en el que nos situemos.

Pero antes vamos a ver de qué modos tendemos a movernos de un rol a otro cuando estamos dentro de este bucle disfuncional y desadaptativo. Los movimientos más habituales que se producen son:

  • De salvador a perseguidor. El salvador, harto de rescatar a la víctima, en algún momento se convertirá en su perseguidor.
  • De salvador a víctima. El salvador, al no sentirse recompensado en su sacrificio, puede pasar a ocupar el rol de víctima.
  • De víctima a perseguidor. Es habitual que, en determinado momento, la víctima sienta que tiene el derecho de transformarse en perseguidor de su salvador (la ayuda recibida puede hacer que se sienta inferior o desvalorizada) o de su perseguidor (responsabilizando a este del daño causado). La víctima también puede convertirse en perseguidor cuando percibe que los demás no son capaces de ayudarla.
  • De perseguidor a salvador. Puede ocurrir que el perseguidor se mueva a la posición de salvador si contacta con la culpa por haber hecho daño.
Salir del triángulo dramático es posible

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La importancia de tomar conciencia

Reconocer nuestros propios patrones de comportamiento y las emociones subyacentes que los impulsan es el primer paso para poder cambiar. Tomarnos el tiempo necesario para reflexionar sobre nuestras reacciones en situaciones de conflicto nos ayudará a identificar cuándo estamos asumiendo un rol determinado en el triángulo de Karpman. De este modo, una vez que hayamos reconocido dónde nos situamos y cómo pasamos de un lugar a otro, podremos asumir nuestra parte de responsabilidad y hacer frente a aquello que tratábamos de evitar de forma inconsciente.

Igualmente es necesario aprender a escuchar nuestras emociones y responsabilizarnos de de ellas porque nos darán una información esencial a la hora de reconocer el papel que representamos. Por ejemplo, cuando nos colocamos en la situación de víctima, es habitual que experimentemos miedo, indefensión y tristeza. Desde el salvador, suele sentirse sobre todo decepción, cansancio, tristeza, impotencia y culpa. Mientras que el enfado es lo más recalcable desde el rol del perseguidor.

También puede ayudar preguntarnos cuál es nuestro mayor miedo. ¿Qué es lo que más tememos? ¿Que se cuestione nuestra autoridad? ¿Que no nos ayuden a salir adelante? ¿O tememos, sobre todo, que no nos necesiten?

Cómo salir del triángulo

Una vez que hemos identificado en qué momentos y circunstancias adoptamos un determinado rol dentro del triángulo del drama, toca asumir la responsabilidad de nuestro propio bienestar en vez de ‘endosársela’ a los demás. Y esto pasa por dejar de criticar a los otros por ser como son, por renunciar a salvarles la vida y también por esperar que otros nos salven a nosotros y nos resuelva nuestros problemas.

Para lograr el cambio y conseguir que nuestras relaciones sean más sanas y auténticas, cada uno necesitaremos desarrollar determinadas competencias y/o habilidades según la posición que ocupemos.

Triángulo dramático: Cómo salir de él y mejorar nuestras relaciones

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Salir del rol de salvador: Puedo acompañar sin rescatar
  • Puedo escuchar al otro sin necesidad de hacerme cargo de sus problemas, comprendiendo que a todos nos toca afrontar situaciones complicadas en algún momento y está bien que cada uno las afronte por sí mismo para aprender de ellas.
  • Cambio el salvar por acompañar y facilitar. Una vez que acepto que no es mi misión salvar a nadie, me centro en acompañar, escuchar activamente y estar presente cuando quiero ayudar a alguien. En vez de solucionarte tu problema, te explico cómo salir de él.
  • Si ofrezco ayuda, lo hago desde la humildad y desde el reconocimiento de las capacidades de la otra persona. Nunca poniéndome por encima de ella.
  • Practico la introspección para estar más en mí y no tanto en los demás. Esto me permite aceptar y ocuparme de mis propias carencias y mis necesidades en lugar de estar pendiente de lo que necesita o le falta al resto del mundo.
  • Aprendo a no anticiparme y a no ofrecer ayuda, a menos que me la pidan. Y siempre analizando en qué medida es necesaria.
  • Entreno mi capacidad para poner límites y soy capaz de comprender que el hecho de negarme a alguna petición no me convierte en mala persona ni me va a condenar al abandono.
  • Puedo expresar mis propios deseos con sinceridad y de forma directa y también permitir que otros me puedan ayudar.
  • Aprendo a confiar en los demás y en sus capacidades. Puedo delegar y dejar a un lado las ganas de de ayudar continuamente.
Salir del rol de perseguidor: Aprendo empatía y asertividad
  • Practico la asertividad. Dejo de acusar y erigirme en juez para empezar a adoptar una forma de comunicación más asertiva. Sustituyo expresiones como «Tú haces», «Tú deberías…» por «Cuando dices/haces esto yo me siento…». Defiendo mis derechos sin pasar por encima de los del otro.
  • Dejo de criticar y de comparar mis conocimientos o habilidades con los de los demás. Entiendo que cada persona se encuentra en un momento vital distinto al mío y cuenta con recursos propios (que difieren de los míos, pero son igualmente válidos).
  • Aprendo a reconocer mis necesidades y a aceptar mis carencias, en lugar de dedicarme a señalarlas en el otro.
  • Acepto mi parte de responsabilidad en los conflictos. Dejo de estar a la defensiva, entreno la empatía y me sitúo en una posición más dialogante y colaborativa.
  • Pierdo el miedo a reconocer y a aceptar mi vulnerabilidad.
  • Puedo mirar debajo del enfado y aceptar la tristeza y el dolor que se ocultan tras él. Asumo y acepto la responsabilidad sobre todas mis emociones, incluidas las más incómodas para mí.
  • Si quiero o necesito algo, negocio y dialogo en vez de imponer. Tampoco utilizo los puntos débiles de los demás para salirme con la mía.
  • Soy capaz de poner límites razonables y también de respetar los que me ponen a mí.
  • Cultivo la paciencia y la tolerancia. Comprendo que cada persona tiene su ritmo y que, quizás, esté pasando por circunstancias que desconozco.
  • Acepto que no siempre tengo la razón, que también cometo errores y que lo que hago no siempre está bien.
  • Puedo hacer autocrítica y valorar también lo que los otros hacen.
  • Si tengo personas a mi cargo y quiero que los objetivos se cumplan, en lugar de avasallar con mis críticas y exigencias, les propongo retos, confiando en sus habilidades y capacidades.
Triángulo dramático: Cómo salir de él y mejorar nuestras relaciones

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Salir del rol de víctima: Me hago responsable
  • Trabajo en mi autonomía.
  • No solo veo el daño que me hace el resto; también soy capaz de hacer autocrítica en cuanto a mi modo de responder frente a ese daño.
  • La queja deja de ser mi principal forma de expresión. A veces me quejo, pero la queja ya no me paraliza ni me engancho a ella.
  • Puedo tomar mis propias decisiones, aunque no sean acertadas.
  • Utilizo mi vulnerabilidad como punto de partida para crecer y desarrollarme como persona y no como excusa para manipular y salirme con la mía.
  • Me enfoco en mi capacidad para aprender y en desarrollar mis habilidades. No me quedo esperando que otros me digan lo que tengo que hacer o que me resuelvan mis dificultades.
  • Adopto una actitud proactiva a la hora de resolver conflictos, en vez de recurrir a los demás como primera opción.
  • Dejo a un lado la imagen de niño/a indefenso/a para relacionarme desde una postura adulta, asumiendo las responsabilidades que ello implica. Me comprometo a buscar soluciones, a recurrir a mis propios recursos para afrontar los retos que me traiga la vida.
  • Si necesito ayuda la pido de forma directa y asertiva, en vez de utilizar la manipulación y el victimismo. Y no pongo todo el peso en la otra persona esperando a «ser salvado/a». Además, asumo que pedir ayuda no implica que esta sea ilimitada e incondicional.
  • Aprendo a sostener mi propio sufrimiento y a confiar en mis recursos como adulto para hacerlo.
  • Afronto y me responsabilizo de mis decisiones, sin dejarlas en manos de otros para poder echarles la culpa si las cosas salen mal.

(En este mismo blog puedes leer el artículo «La trampa del victimismo (II): Así puedes salir de la queja constante»)

(Si lo deseas, puedes ponerte en contacto conmigo y te ayudaré en lo que necesites)

Referencias

Karpman, S. (1968). Fairy tales and script drama analysis. Transactional Analysis Bulletin, 7(26), 39-43.

Noriega Gayol, G. (2013). El guion de la codependencia en las relaciones de pareja: diagnóstico y tratamiento. México: Manual Moderno.

Orihuela, A. (2018). Sana tus heridas en pareja: Lo que no reparas con tus padres, lo repites con tu pareja. Madrid: Aguilar.

Comportamiento pasivo-agresivo: Cómo identificarlo (en ti también)

Comportamiento pasivo-agresivo: Cómo identificarlo (en ti también)

Comportamiento pasivo-agresivo: Cómo identificarlo (en ti también) 2063 1453 BELÉN PICADO

¿Alguna vez tu pareja te ha asegurado que todo estaba bien entre vosotros y que no le pasaba nada, pero sus comentarios sarcásticos te indicaban lo contrario? ¿Tu madre no te reprocha abiertamente que no la visites tanto como le gustaría, pero deja caer frases del tipo «Un día me va a pasar cualquier cosa y nadie se va a enterar»? O, quizás, eres tú quien actúa así… Estas y otras situaciones similares tienen en común un comportamiento pasivo-agresivo que, sin conllevar una violencia directa, puede hacer mucho daño. Se trata de un tipo de agresividad silenciosa, de hostilidad encubierta, que puede afectar muy negativamente a las relaciones interpersonales, ya sea en el ámbito laboral, familiar, de amistad o de pareja.

En general, quienes adoptan estas actitudes suelen tener dificultades para comunicar de forma efectiva sus sentimientos de impotencia, resentimiento o frustración y, en lugar de expresar abiertamente su malestar, recurren a estrategias pasivas e indirectas que lo único que hacen es dificultar la resolución de los problemas y la construcción de vínculos saludables.

La mayoría de nosotros hemos caído en este tipo de conductas en alguna ocasión. Por ejemplo, cuando estamos muy enfadados con un amigo, y, al mismo tiempo, no nos atrevemos a confrontarlo de forma directa por miedo a crear un conflicto que dé al traste con el vínculo que nos une. O cuando en el trabajo empezamos a ‘escaquearnos’ o a ‘olvidamos’ de realizar determinadas tareas para hacer notar nuestro descontento, pero sin arriesgarnos a hablar con nuestro jefe (por si se le ocurre despedirnos). Cuando se trata de episodios puntuales, respuestas como estas son una manera de protegernos o de salir del paso de un conflicto que nos genera temor.

Los problemas llegan cuando estas actitudes dejan de ser esporádicas para convertirse, consciente o inconscientemente, en un patrón persistente que se aplica de forma rígida y ante cualquier situación hasta el punto de no ser capaces de afrontar ningún conflicto de manera clara y directa.

Entre el deseo de agradar y el rechazo a lo que percibo como una exigencia externa

El origen del comportamiento pasivo-agresivo puede estar relacionado con distintas experiencias tempranas, como haber estado expuesto a un estilo de crianza excesivamente rígido, inconsistente o sobreprotector. En ocasiones, surge como una estrategia de afrontamiento aprendida, cuando en la infancia la expresión abierta de la ira estaba prohibida o mal vista. Si he aprendido a esconder y a negar mi enfado, me resultará difícil manejarme en los conflictos y evitaré las confrontaciones directas por miedo al rechazo o a la pérdida de aprobación.

De este modo, cuando estas personas sienten que se les está sometiendo a algún tipo de exigencia externa, se enfrentan a un dilema. Por un lado, están deseando agradar, complacer y ser elogiados por sus acciones. Pero, al mismo tiempo, perciben los requerimientos de los demás como un intento de dominarlas. Desde esta ambivalencia, desarrollarán una actitud cambiante e imprevisible en las relaciones, alternando episodios de auto afirmación e independencia hostil con otros de sumisión y de dependencia absoluta ante el temor de que se rompa el vínculo afectivo.

El comportamiento pasivo-agresivo dificulta las relaciones interpersonales

15 Pistas para identificar un comportamiento pasivo-agresivo

Al tratarse de una hostilidad indirecta y a menudo muy sutil, es normal que haya ocasiones en las que estas conductas lleguen a confundirnos y dudemos de lo que estamos percibiendo. Los personajes que voy a presentaros a continuación ejemplifican algunas de las formas en que se pueden manifestar actitudes y conductas pasivo-agresivas en situaciones cotidianas. De este modo, podréis identificarlas más fácilmente, ya sea en otras personas o en vosotros mismos.

1. Lucía, procrastinadora

Lucía a menudo se muestra cooperativa y acepta realizar tareas para su equipo de trabajo. Sin embargo, a la hora de la verdad siempre encuentra excusas para postergarlas y nunca hace lo que se le ha pedido. Parece muy ocupada en ello, pero la tarea nunca avanza. Y si le preguntan al respecto, responde con evasivas y justificaciones.

La procrastinación intencionada es una forma muy sutil de sabotear. Es decir, posponer o dilatar la ejecución de tareas o responsabilidades, sabiendo que esto puede afectar negativamente a otros o al proyecto en general.

2. Ana, la resentida. «Todos tienen más suerte que yo»

Ana está obsesionado por la aparente falta de justicia del mundo que la rodea. No es capaz de ver que muchas veces su propia actitud le impide conseguir logros significativos en los diferentes ámbitos de su vida. Vive con envidia constante los éxitos de los demás (a quienes, según ella, todo les resulta más fácil). Y, siempre que puede, disfruta socavando la felicidad de aquellos que considera más afortunados, haciéndoles partícipes de lo injusta y mezquina que es la vida.

3. Luis, especialista en echar balones fuera

Experto en eludir situaciones incómodas, Luis no solo niega a menudo lo que ha dicho o hecho, sino que, incluso, se ofende si percibe que los demás dudan de él (aun sabiendo que esas dudas tienen una base sólida). Suele defenderse con frases del tipo «Yo nunca dije eso, lo habrás soñado».

Otra manera en la que personas como Luis echan balones fuera es no asumir su responsabilidad y desviarla en otras direcciones: «Son imaginaciones tuyas, yo no estoy enfadado», «Yo tenía pensado hacerlo, pero ella me dijo que…», «Entendí que ibas a ocuparte tú». Con tal de no hacerse cargo de sus palabras, con su actitud y conducta culparán, de forma más o menos clara, a otros o a las circunstancias.

4. Marta, la pesimista escéptica. «Piensa mal y acertarás»

Escéptica e incapaz de ver el lado positivo de las cosas, Marta vive envuelta por una nube de pesimismo persistente. Su visión negativa del mundo la lleva a reaccionar con sarcasmo y mordacidad ante los «inmerecidos» éxitos de todos los que, en apariencia, tienen más suerte que ella. Desconfía de todo el mundo y está convencida de que las personas, en general, son malas y egoístas. Su lema: «Piensa mal y acertarás».

La actitud distante y huraña de estas personas tiene como principal objetivo provocar malestar en quienes las rodean.

5. Óscar, el oyente hostil

Óscar siempre parece dispuesto a escuchar los problemas de sus amigos. Sin embargo, su atención pronto se convierte en una crítica disfrazada. Aunque sus consejos parecen amables, el tono de sarcasmo y desdén con que los ofrece transmite que no está de acuerdo con las decisiones de quien está depositando su confianza en él.

Debido a esta discordancia entre el lenguaje verbal y el no verbal, es normal que quienes escuchan a alguien como Óscar acaben dudando de lo que están percibiendo. Por ejemplo, hay personas que pueden preguntarte cómo te encuentras o, aparentemente, se muestran interesadas en lo que quieres contarles. Sin embargo, cuando empiezas a hablar, apenas te miran, muestran una actitud desganada o responden con monosílabos. En estas condiciones, es fácil deducir que una buena comunicación es imposible. Cuando ocurre esto se está produciendo una dinámica que se conoce como doble vínculo y que puede provocar una gran inseguridad y confusión.

Comportamiento pasivo-agresivo.

6. Raquel, maestra de la queja y el victimismo

No hay día en que Raquel no se lamente de la poca atención que le prestan su familia, su pareja o sus amigos y se queje de que no la valoran lo suficiente. Sin embargo, si alguien se interesa y le pregunta qué le ocurre su respuesta siempre es la misma: «Estoy bien. No me pasa nada».

Además, por sistema, siempre se posiciona en contra de los deseos y peticiones de los demás. Siempre tiene preparada una objeción para rechazar cualquier alternativa o sugerencia que le ofrezcan. Eso sí, ella tampoco ofrece otras opciones. Esta actitud crea un ambiente negativo a su alrededor y hace que las interacciones con ella resulten frustrantes y agotadoras.

(En este mismo blog puedes leer el artículo «La trampa de victimismo (I): Cómo saber si soy una persona victimista»)

7. Santiago, irritable e impulsivo

Santiago casi siempre está de mal humor y, aunque no suele expresar abiertamente su enfado o disgusto, suele dejarlo patente a través de quejas, protestas o comentarios aparentemente triviales, pero que aterrizan como dardos en quien los recibe. Esta conducta hace que la otra persona se sienta incómoda, frustrada y a disgusto sin saber muy bien por qué.

Es posible que, al principio, personas como Santiago se muestren amables, especialmente si desean conseguir algo. Pero cuando los conocemos de verdad nos damos cuenta de que la mayor parte del tiempo están malhumorados e irascibles por algo que la mayoría de las veces no nos dirán.

8. Germán, el olvidadizo oportuno

Los olvidos son una de las estrategias más utilizadas por personas con un estilo pasivo-agresivo. Para Germán son un modo sutil e indirecto de expresar su descontento, su frustración o, sus necesidades. Por ejemplo, tiene la habilidad de recordar selectivamente compromisos según su nivel de interés. Puede ‘olvidar’ una reunión o evento que no le entusiasma, pero recordará claramente aquellos que considera más importantes o beneficiosos para él.

Lo mismo le ocurre con citas o conversaciones que ha mantenido con personas con quienes está molesto por algún motivo (que en ningún caso abordará de forma directa).

9. Eva: «Ni contigo ni sin ti»

La ambivalencia en las relaciones es una característica del comportamiento pasivo-agresivo que se manifiesta en la dificultad para mantener una posición clara o coherente ante los demás. En el caso de Eva, la necesidad de agradar a su pareja la lleva a posicionarse continuamente en el no conflicto. Como sabe lo que su pareja quiere, ella juega con eso hasta que se cansa o se frustra cuando se da cuenta de que, en realidad, se ha comprometido a hacer, o está haciendo, algo que no quería. Entonces, de repente, le muestra su enfado y su hostilidad, pero no abiertamente, sino a través de estrategias indirectas y más o menos sutiles: deja de hablar, no responde a los mensajes, no cumple algo con lo que se había comprometido…

Estas personas pueden decir a su pareja que la aman profundamente y al poco tiempo se muestran indiferentes o hacen comentarios despectivos que contradicen sus declaraciones anteriores.

También puede suceder que se sientan a gusto cuando les cuidan o cuando otros toman la iniciativa y al poco tiempo, se rebelen porque no quieren ‘perder’ su independencia ni que les den órdenes. Este «Ni contigo ni sin ti»  oculta una dependencia emocional que no son capaces de aceptar.

La ambivalencia en las relaciones es una característica del comportamiento pasivo-agresivo.

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10. Samuel, alérgico a la autoridad

Samuel manifiesta su desprecio a la autoridad de múltiples formas. Una de ellas es hacer lo mínimo que su jefe le pide, como una forma de transmitir que está siguiendo las órdenes solo porque es necesario y no porque valore la autoridad de su superior. Del mismo modo, si se le da un plazo para completar un proyecto, demora intencionadamente la entrega hasta el último momento.

En personas como Samuel suele haber un conflicto interno que no saben cómo afrontar y que los lleva a moverse entre el deseo de obtener las ventajas que puede proporcionarles el acatar las órdenes y el empeño en conservar la autonomía. Primero tratan de mantener la relación siendo pasivos y sumisos, pero en cuanto sienten que están ‘renunciando’ a su autonomía se sublevan contra la autoridad.

11. Sara, madre manipuladora

A las personas pasivo-agresivas les cuesta pedir lo que quieren y recurren a tácticas manipuladoras para satisfacer sus necesidades. Sara, por ejemplo, siempre se ha comunicado con sus hijos desde este rol para conseguir su atención y para que hagan lo que ella quiere sin solicitarlo explícitamente. Por ejemplo, en lugar de pedir a su hijo que la ayude, le dirá: «Seguro que me voy a hacer daño en la espalda, pero no quiero molestarte».

O, sin criticar abiertamente la falta de atención de sus hijos, Sara les hace llegar su enfado y su disgusto lamentándose y dejando caer frases hirientes o, incluso, enviando mensajes contradictorios (te digo que no me pasa nada, pero mi cara y mis gestos dicen todo lo contrario).

(En este mismo blog puedes leer el artículo «Madres narcisistas, sobreprotectoras, ausentes… 25 pistas para identificarlas»)

12. Rocío: pagar la frustración con quien menos lo merece

La incapacidad para mostrar pública y abiertamente su enfado o frustración lleva con frecuencia a Rocío a recurrir a un mecanismo de defensa inconsciente: el desplazamiento. Por ejemplo, un día que recibe una crítica injusta de su jefe en el trabajo, como no se atreve a abordarlo directamente con su superior, opta por no expresar su malestar. Sin embargo, al regresar a casa, desplaza sus emociones negativas hacia su familia mostrándose de mal humor, respondiendo de manera cortante, etc.

El desplazamiento me permite redirigir hacia un objetivo menos amenazante los pensamientos, emociones o impulsos negativos que me despierta alguien con quien no puedo permitirme romper el vínculo. En concreto, desplazo ese resentimiento hacia otras personas o situaciones cotidianas de menor significación emocional o jerárquica.

13. Roberto o la vida en blanco y negro

Para Roberto, no existen los matices. Idealiza a quien admira y desprecia a aquellos que no cumplen con sus expectativas. ‘Poseído’ por esta mentalidad de «todo o nada», si un amigo no le muestra su apoyo incondicional o cuestiona alguna de sus decisiones, puede empezar a verlo como alguien completamente despreciable, sin detenerse a reconocer sus virtudes o a intentar comprender sus motivaciones.

El pensamiento dicotómico, también conocido como pensamiento en blanco y negro o polarizado, se manifiesta en la tendencia a ver las situaciones y a las personas en términos extremos, sin reconocer matices o posiciones intermedias. Esta incapacidad para tolerar la incertidumbre lleva a realizar juicios rápidos y categóricos en los que no hay espacio para la ambigüedad ni para apreciar los matices de las situaciones y las personas.

14. Gustavo, el grosero enmascarado

Algunas personas recurren a insultos muy sutiles para expresar su descontento, su disgusto o sus emociones negativas sin abordar abiertamente el conflicto. Gustavo es experto en disfrazar sus insultos y groserías. Cuando alguien se ofende por sus palabras, él simplemente dice que estaba bromeando o que no era su intención. Algunas de sus especialidades:

  • Cumplidos envenenados. Elogios que envuelven una crítica o una insinuación negativa: «Admiro tu valentía. ¡Yo no me atrevería a salir así a la calle!».
  • Comentarios despectivos disfrazados de bromas. «¡Tu presentación sería perfecta para la hora de la siesta!».
  • Sarcasmo encubierto. «No todo el mundo puede ser tan inteligente como tú».
  • Desvalorización disfrazada de preocupación. «Te convendría bajar de peso» (a alguien que tiene problemas con la aceptación de su cuerpo). Y a continuación, añadir algo como «Solo lo digo por tu bien, porque me preocupa tu salud».
15. David tiene en el silencio su mejor arma

En el catálogo de estrategias para hacer sentir mal a alguien sin recurrir al confrontamiento directo, el silencio es una de las preferidas de David. Cuando está molesto por algo, deja de responder a las llamadas e ignora mensajes y correos electrónicos. Puede pasarse días así y luego actuar como si no hubiera ocurrido nada. En vez de abordar y expresar los motivos de su disgusto o de su enfado recurre al silencio y a la ley del hielo.

Personas como David te ignorarán de un modo más o menos evidente y durante un periodo de tiempo más o menos prolongado. Pueden no darse por aludidas cuando les hablas y luego justificarse diciendo que no te habían escuchado. O, directamente, mirar hacia otro lado cuando te los encuentras y les saludas. Y si les preguntas qué les ocurre, te dirán que no les pasa nada.

Si te has visto reflejado/a en alguna de estas conductas y actitudes, te invito a leer el artículo ¿Te comunicas de modo pasivo-agresivo? Así puedes cambiarlo y mejorar tus relaciones.

Tener al otro en un pedestal: Cuando la idealización me impide ver la realidad

Poner al otro en un pedestal: Cuando la idealización me impide ver la realidad

Poner al otro en un pedestal: Cuando la idealización me impide ver la realidad 2121 1414 BELÉN PICADO

Todos somos, en general, bastante aficionados a idealizar. Y no solo a otras personas, sino también situaciones, creencias… En realidad, la idealización no es positiva ni negativa. Todo depende de la intensidad y de la frecuencia con que recurramos a ella. Es normal, por ejemplo, que un niño idealice a sus padres o a sus maestros. O que idealicemos a la persona con quien estamos empezando a salir (la idealización forma parte del proceso de enamorarse). El problema aparece cuando esa perfección que creemos ver en el otro nos deslumbra y no nos permite ver su cara B.

Cuando nos ponemos las gafas con cristales de color de rosa todo parece maravilloso. Pero lo cierto es que solo estamos viendo una imagen distorsionada e incompleta de la realidad. Necesitamos unas gafas sin filtros que nos permitan ver la paleta completa de colores, incluidos los grises y, a veces, también los negros.

Podríamos definir la idealización como un proceso por el que atribuimos a una persona, situación, etc. valores o cualidades que nosotros creemos no poseer o, al menos, no en la medida en que los proyectamos fuera. Nos enfocamos solo en lo positivo y si acaso llegamos a ver alguna sombra inmediatamente la apartamos de nuestra consciencia y la pasamos por alto o la justificamos. ¿Significa esto que el objeto idealizado no posee las características que vemos en él? No necesariamente. Claro que puede tenerlas, pero son solo una parte de un conjunto mucho más amplio. Además, en muchas ocasiones, esta visión irreal puede acabar convirtiéndose en una pesada carga para aquel a quien idealizamos y, en consecuencia, en un obstáculo para cualquier relación honesta y real.

La idealización como parte de nuestro proceso de desarrollo

Durante la infancia, es normal que el niño idealice a sus figuras de apego e incluso que les dote de poderes mágicos y los convierta en superhéroes. De hecho, uno de los aspectos centrales para un correcto desarrollo de la identidad adulta es el tener la posibilidad de poder elaborar e internalizar esas representaciones positivas tanto de lo materno como de lo paterno.

Lo adecuado sería aprender de nuestras primeras relaciones, generalmente con los padres, el significado de sentirnos queridos, cuidados, seguros y validados incondicionalmente. Pero, lamentablemente, no siempre es así. Cuando ese amor, esa seguridad o esa aprobación no existen o se ofrecen de manera condicional el niño necesita desarrollar mecanismos de protección que le ayuden a seguir adelante.

En el caso de la idealización, puede aparecer, por ejemplo, cuando el niño maltratado o abusado aprende a eludir los aspectos más negativos de la figura maltratadora o abusadora como un modo de mantener un vínculo que necesita para sobrevivir.

Muy posiblemente, en la edad adulta la persona recurrirá a este mecanismo de defensa para seguir buscando la seguridad, el reconocimiento y el amor que no tuvo. Por ejemplo, fantaseando cada vez que conoce a alguien con establecer una relación diferente a las que ha tenido en el pasado. Una relación en la que no le lastimen, ni le traicionen. Este podría ser el caso de Manuel, un chico con dificultades en el terreno de las relaciones personales. Cuando conoce a alguien que parece encajar con su ideal de amigo, automáticamente lo sube a un pedestal altísimo, ensalzando sus cualidades positivas e ignorando las que se alejan de ese ideal. Sin embargo, basta que su nuevo amigo cometa un solo fallo, por mínimo que sea, para que Manuel se sienta traicionado e, incapaz de lidiar con esta realidad, lo traslade directamente a su lista de enemigos.

Idealizar a las figuras de apego es parte del desarrollo del niño.

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Un mecanismo de defensa que nos aleja de la realidad

Como hemos dicho al principio, todos idealizamos en algún momento, entre otras razones porque es un modo de mantener la esperanza en que las cosas irán bien. Y esto es positivo y adaptativo porque, si solo pensáramos en las dificultades que vamos a encontrar al iniciar una relación o al afrontar un nuevo proyecto, posiblemente ni lo intentaríamos.

Ahora bien, este proceso interno, en principio adaptativo, puede convertirse en un mecanismo de defensa rígido y automático.

Los mecanismos de defensa son estrategias psicológicas inconscientes cuyo objetivo es ayudarnos a mantener nuestro equilibrio interior. Nos ayudan a defendernos de pensamientos y sentimientos negativos que pueden generarnos dolor y angustia y amenazar nuestra autoimagen. Serían algo así como esas aplicaciones que siguen ejecutándose en segundo plano en nuestro móvil y que van a agotando la batería sin que nos demos cuenta.

En el caso de la idealización, nuestro sistema busca ese equilibrio interno a costa de negar la realidad. Resaltamos lo bueno del objeto idealizado y lo rodeamos de un halo de perfección, a la vez que eliminamos cualquier defecto, fallo o cualidad negativa que nos estorbe en esta creación de nuestra idea perfecta.

Inconscientemente, nos alejamos de la angustia y del conflicto interno que supondría enfrentarnos con la imagen real y sin filtros. Siguiendo con el ejemplo de las aplicaciones del móvil, Imagina que tienes una de esas que ofrecen filtros super favorecedores. Una cosa es que te entretengas con ella de vez en cuando y otra, muy diferente, es que siga ejecutándose sin que tú seas consciente y modifique cualquier foto que recibas o quieras ver. Las imágenes serán fantásticas y preciosas, pero no estarás viendo la realidad sino un falso reflejo.

En su libro No soy yo, Anabel Gonzalez habla de la idealización como uno de nuestros sistemas de protección: «Idealizo. Me formo una imagen muy positiva de los demás, de mis capacidades para solucionar problemas o de cómo soy yo. Veo las cosas o la gente, o a mí mismo como me gustaría que fueran. Con determinadas figuras de mi vida se me hace difícil reconocer que puedan tener fallos o defectos. Soluciono la realidad cambiándola por mi propia versión. A veces vivo en mi propio planeta donde todo es como debe ser. En ese lugar habitan versiones de las personas, pero tal como querría que se comportaran conmigo. En ese planeta vive la familia que hubiera deseado tener, el trabajo de mis sueños, mi media naranja y los amigos de verdad. Me paso el día comparando la realidad con esta referencia».

¿Por qué colocamos a los otros en un pedestal?

Hay varias razones por las que idealizamos a otras personas, entre ellas:

  • Evitar la frustración y neutralizar nuestra angustia. Necesitamos pensar que aquel en quien depositamos nuestra confianza y a quien mostramos nuestra vulnerabilidad no nos va a decepcionar nunca, especialmente si no nos sentimos capacitados para afrontar determinadas situaciones. Si doy por hecho que alguien es tan maravilloso que nunca podría hacerme daño, me estoy protegiendo de un hipotético sufrimiento. A través de la idealización, estoy convirtiéndole en una figura protectora y atribuyéndole unas cualidades, a veces irreales, en las que apoyar mi esperanza de que todo irá bien.
  • Necesidad de protección. Hay personas que necesitan tener cerca figuras que consideran fuertes y poderosas, a quienes admirar y valorar. La atribución de esos poderes hace que se sientan protegidas. En este caso el objetivo de la idealización es asegurarnos de que hay alguien que va a poder ayudarnos cuando lo necesitemos. Esto nos permitirá sentirnos acompañados y seguros ya que, aunque nosotros no seamos fuertes, el otro sí lo es.
  • Mejorar nuestra autoestima. Si tengo baja autoestima, sobredimensionaré en los demás aquellas cualidades que siento que a mí me faltan. El peligro es que el hecho de considerar al otro perfecto e inalcanzable, mientras yo me siento inferior, puede acabar derivando en relaciones de dependencia y en comportamientos sumisos y complacientes.
  • Búsqueda de la perfección. Para quienes son muy perfeccionistas no hay escala de grises, todo es blanco o negro. Y las personas, igualmente, se dividen entre fantásticas u horribles. Así que, para poder relacionarse, necesitan recurrir a la idealización, ensalzando virtudes y negando cualidades que no cuadren con su sistema de valores.
  • Proyectar en el otro esa imagen idealizada que nos gustaría ver en nosotros mismos y que sentimos que no podemos alcanzar. Esta visión tiene que ver con todo lo que queremos ser y con cómo queremos que nos vean. Ocurre, por ejemplo, cuando convertimos en poco menos que dioses a personas de carne y hueso que han destacado por algún motivo, ya sean cantantes, políticos, futbolistas, influencers y personajes famosos en general.
  • Intentar que otros cubran nuestras propias carencias. Imaginaos a una madre que lleva a su hijo a terapia y aprovecha cualquier ocasión para resaltar la profesionalidad y alabar los conocimientos del psicólogo, pidiéndole consejo continuamente en cada paso que da respecto a la crianza de su hijo. Al idealizar al terapeuta, lo que esta mujer está haciendo inconscientemente es buscar una solución a través del trabajo casi exclusivo del profesional, depositando en él cualquier responsabilidad y eludiendo la que ella tiene como madre.

Cuando idealizamos al otro proyectamos en él la imagen idealizada que nos gustaría ver en nosotros mismos.

Idealización y narcisismo

La idealización está estrechamente ligada al narcisismo, tanto al propio como al de los demás.

El narcisista se identifica con una visión idealizada de sí mismo porque la imagen que tiene de su yo real le resulta inaceptable. Sin embargo, para mantener esta aparente perfección necesita un público que lo admire y alimente su ilusión de grandeza. El modo de conseguir esto es, unas veces, subirse al trono de la superioridad, haciendo sentir al otro afortunado por haberse fijado en él. Y otras, disfrazar ese narcisismo de vulnerabilidad despertando en la persona elegida la necesidad de cuidarle y rescatarle.

A su vez, lo que buscan a menudo quienes idealizan a este tipo de personas es identificarse con lo que esta figura supone para ellos. Si tú, que eres especial y único, te fijas en mí, de algún modo yo también seré especial y único.

Ahora bien, el peligro de adorar a un narcisista es que en cualquier momento podemos pasar de ser los elegidos a ser unos ‘apestados’. Entre frases como «Eres perfecto» o «Eres la mujer de mi vida» y «Eres despreciable» hay una línea finísima. Un narcisista seductor capaz de convertirte en la persona más especial del mundo, también te hará sentir la más insignificante cuando se canse de ti.

Algo parecido ocurre en familias con progenitores narcisistas en las que se otorga a uno de los hijos el papel de favorito o ‘niño dorado’. Este hijo, idealizado por el padre o la madre narcisista, cumple todo lo que se le pide, mostrando obediencia ciega y a la vez aislándose de los demás miembros de la familia, que lo ven como el niñito mimado. Sin embargo, también lleva una pesada carga sobre sus espaldas, ya que el más mínimo fracaso, decepción o cualquier ápice de pensamiento crítico harán que pase de ser el preferido a convertirse en chivo expiatorio.

El alto precio de idealizar a los demás

Convertir a los demás en modelos de perfección puede traernos algunas consecuencias no deseadas. Vamos a ver algunas:

  • De la idealización a la devaluación. Como nadie es perfecto y antes o después todos cometemos errores, cuando la venda se nos caiga de los ojos hay bastantes probabilidades de que pasemos de la idealización a la decepción, la frustración e, incluso, a la sensación de sentirnos traicionados. María puso a Beatriz la etiqueta de «la más amable y generosa» desde que le echó una mano con una tarea en el trabajo. Pero todo cambió cuando volvió a pedirle ayuda y Beatriz le explicó que esta vez no podía sentarse con ella porque tenía algunos encargos que terminar. Automáticamente, María pasó de adorarla a odiarla y a considerarla la peor compañera del mundo.
  • Vivir en una falsa realidad. Siguiendo con el ejemplo anterior, también puede ocurrir lo contrario. Para poder salvaguardar su equilibrio psicológico, María necesita mantener a toda costa las creencias que ha desarrollado sobre Beatriz. Así que, da igual que esta le hable mal, la ningunee o se las ingenie para endosarle siempre los encargos más complicados. María lo justificará todo, ignorará las pruebas y la información que contradigan «su» realidad y buscará activamente aquello que apoye su creencia distorsionada.
  • Desplazar hacia otras personas emociones desagradables que no nos permitimos sentir por la figura idealizada. El padre de Rosa la abandonó cuando era muy pequeña. Ella, incapaz de admitir el dolor que ese comportamiento le había causado, idealizó la figura paterna hasta el punto de crear en su mente todo tipo de justificaciones a aquella conducta. Sin embargo, lo que había detrás era mucha rabia y desconfianza, algo de lo que no era consciente. Esta hostilidad que en realidad sentía hacia su padre la descargaba sobre los hombres que conocía. En respuesta a ello, sus parejas siempre acababan dejándola y ella, incapaz de ver la realidad, insistía en que su ira estaba más que justificada por el hecho de que ellos siempre la dejaban.
  • Evitar emociones como la culpa y la vergüenza. Algo similar a lo anterior ocurre con la culpa y la vergüenza, que también se ocultan detrás de la idealización. Mi madre no me protegió del maltrato de mi padre ni estuvo disponible emocionalmente para mí cuando la necesité. Pero odiarla o sentir rabia hacia ella me produce mucha culpa y vergüenza. Así que encuentro en la idealización el modo de neutralizar, o al menos suavizar, esas emociones tan desestabilizadoras. A fuerza de enfocarme en las cualidades positivas de mi madre y ensalzarlas, transformaré su figura en objeto de idealización en vez de en blanco de desprecio y de reproches. En pocas palabras, ocultaré sus defectos y carencias para poder quererla. Pero lo cierto es que esos sentimientos siguen ahí y por mucho que se oculten acabarán pasando factura. ¿Cómo? Generando malestar, somatizaciones o psicopatologías, como depresión, ansiedad, etc.

No solo convertimos a las personas en modelos de perfección

La idealización puede tener lugar en el ámbito de la pareja, de la amistad, la familia, las relaciones laborales o en otros entornos donde haya implicado algún tipo de vínculo. Sin embargo, también se produce más allá de las relaciones personales. Idealizamos animales, objetos, lugares, ideologías o momentos en los que depositamos o hemos depositado nuestras vinculaciones afectivas.

En la costumbre de idealizar el pasado, por ejemplo, hay cierto sesgo cognitivo. Como cuenta Francisco J. Rubia en su libro El cerebro nos engaña, «cuando una persona intenta recordar un hecho del pasado, muy a menudo el recuerdo está formado e influenciado por la «actitud» hacia lo ocurrido. Es decir, que las expectativas y deseos de esa persona de lo que debería haber ocurrido tienen mucha más importancia que lo que ocurrió en realidad. (…) En este proceso de reconstrucción, llenamos huecos, redondeamos aristas y hacemos lógico lo que no lo es».

En cuanto a la idealización de sistemas de creencias e ideologías, el filósofo colombiano Estanislao Zuleta habla de «demanda y oferta de idealización» en su ensayo Sobre la idealización en la vida personal y colectiva. Detrás de la demanda o, lo que es lo mismo, de la búsqueda de ser idealizado, puede ocultarse la necesidad de exteriorizar una convicción y que los demás la compartan con el mismo entusiasmo. En el caso de la «oferta de idealización», proyectamos en un grupo, una persona o una ideología un «yo ideal del cual se espera una protección absoluta, una identidad garantizada, y una respuesta a todos los interrogantes» para los que nosotros no hemos encontrado respuesta.

Idealizamos el pasado cuando solo somos capaces de ver lo positivo y olvidamos lo negativo.

Cómo puede ayudar la terapia

En caso de que tu tendencia a la idealización esté causándote demasiados problemas, no dudes en buscar apoyo profesional. La terapia te ayudará a:

  • Identificar esos mecanismos que están conduciéndote a relaciones idealizadas e irreales.
  • Localizar creencias irracionales que te llevan a buscar la perfección en ti y en los demás.
  • Comprender que es posible experimentar un sentimiento hacia otra persona y también el contrario.
  • Acoger y validar cada una de tus emociones (por ‘feas’ o desagradables que te parezcan), en vez de reprimirlas y acabar haciéndote daño o haciéndoselo a los demás.
  • Trabajar en tu autoestima. Así no dependerás de la aceptación de los otros o de que te cuiden o cubran tus carencias.
  • Repasar tu historia de vida y entender dónde y cómo aprendiste a recurrir al mecanismo de la idealización.

(Si necesitas ayuda puedes ponerte en contacto conmigo y te acompañaré en tu proceso)

Claves para mejorar nuestra responsabilidad afectiva

13 claves para mejorar nuestra responsabilidad afectiva

13 claves para mejorar nuestra responsabilidad afectiva 1920 1283 BELÉN PICADO

Últimamente se habla mucho de responsabilidad afectiva. Pero, ¿realmente nos hemos parado a pensar en qué consiste o qué implica? En primer lugar, y aunque se utilice sobre todo para hablar de relaciones de pareja, es un término aplicable a cualquier tipo de vínculo, ya sea familiar, de amistad o, incluso, laboral… Ser responsable afectivamente es tomar conciencia de que nuestras actitudes, conductas y palabras influyen y tienen consecuencias en los demás. Es tener en cuenta las emociones del otro sin olvidarnos de las nuestras. Ser responsable afectivamente no significa eludir cualquier palabra o acción que genere dolor porque, a veces, es inevitable. Pero sí evitar provocar un sufrimiento innecesario

Sin responsabilidad afectiva no podemos establecer relaciones sanas. Aquí os dejo 13 claves para mejorarla.

1. Lo primero, aprendo a identificar mis propias emociones

Si no reconozco cómo me siento o qué necesito, difícilmente voy a poder transmitírselo a otra persona. Así que, para empezar a practicar mi responsabilidad afectiva, es esencial aprender a reconocer mis propias emociones. Esta capacidad, junto a una adecuada mentalización, me facilitará poder comprender cómo me siento yo y diferenciarlo de cómo se siente el otro. La mentalización nos permite suponer o interpretar los pensamientos, actitudes, sentimientos, valores, motivaciones o intenciones que subyacen a la conducta de otras personas y a la nuestra propia.

2. Entrenar la empatía

Sin duda, la empatía es uno de los elementos más importantes de la responsabilidad afectiva. Esta habilidad para ponernos en el lugar del otro repercute directamente en la calidad de nuestras relaciones. Si hay conexión emocional, nuestra relación será más fácil y menos conflictiva. Alguien responsable afectiva y emocionalmente es capaz de dejar a un lado su propia perspectiva e imaginar cómo se siente el otro  o cuáles son sus razones para haber actuado de una determinada manera.

Dos puntualizaciones. La primera, cuidado con el exceso de empatía, especialmente con narcisistas y similares.

La segunda, no caigamos en el error de preguntarnos solamente cómo nos sentiríamos nosotros en el lugar del otro. Hagámonos otra pregunta más: ¿Cómo se sentirá el otro en esta situación, teniendo en cuenta las circunstancias y su propia historia de vida? En el primer caso, si me planteo qué haría yo en el lugar de mi pareja, lo más seguro es que acabe invalidando su forma de sentir con frases como «No entiendo por qué te pones así por una broma, a mí no me ofendería». Al fin y al cabo, no hay dos personas con las mismas historias vitales, los mismos aprendizajes o las mismas experiencias. Ni siquiera los hermanos que han vivido bajo el mismo techo.

La empatía es uno de los elementos más importantes de la responsabilidad afectiva.

3. Mostrar respeto a la relación, sin importar el tipo de vínculo o su duración

Da igual que estemos ante una relación que acaba de empezar, que se trate de algo fugaz o puntual o que sea un vínculo firmemente establecido. Lo que importa no es la duración, sino el hecho de que los demás son personas como nosotros y sus emociones importan tanto como las nuestras. Y esto es ampliable al tipo de relación. Poliamor, sexo ocasional, relaciones abiertas o monogamia… La responsabilidad afectiva nunca debe faltar.

Es importante señalar también que, aunque este concepto se utiliza sobre todo en el ámbito de los vínculos sentimentales, es igualmente aplicable a relaciones familiares, de amistad o en el ámbito laboral. Responsabilidad afectiva es preguntar a nuestros amigos cómo están y mostrarnos dispuestos a escuchar lo que tengan que contarnos. Y también explicar al candidato a un puesto de trabajo que no cumple el perfil que buscamos, en vez de dedicarle toda suerte de alabanzas y luego no llamarle nunca más. O pedir perdón a un familiar por haber hecho una broma que le ha molestado, aun cuando para nosotros no tenga importancia.

4. No me hago cargo de tus emociones

Tener responsabilidad afectiva no significa que tenga que hacerme cargo de las emociones de los demás o de cómo las gestionan, pero tampoco que me desentienda por completo. En las relaciones hay momentos en los que decidimos dar prioridad al otro y está bien. Lo que puede llegar a enturbiar el vínculo es que se convierta en un comportamiento habitual o que nos sintamos obligados o presionados a poner siempre las necesidades de la otra persona por delante. Por ejemplo, mantener una relación con alguien a quien ya no queremos por no hacerle daño.

Ser responsables en nuestros vínculos no es sinónimo de sobreproteger. Una cosa es tener en cuenta cómo afecta a los demás lo que hacemos o decimos y otra, muy diferente, es estar permanentemente pendiente de cómo se siente ante cada paso que demos o pretender no frustrar, decepcionar o herir nunca a nadie.

De las emociones que sí tengo que responsabilizarme es de las mías. Y eso implica no culpar al otro de lo que yo estoy sintiendo. Cuando hacemos esto muchas veces no nos damos cuenta de que estamos depositando en él o en ella lo que no estamos preparados para asumir en nosotros.

(Si te interesa, puedes leer en este mismo blog el artículo Solo yo soy responsable de mis emociones (y de mi vida))

5. Comunicación asertiva (Sinceridad sí; sincericidio, no)

La comunicación es la base sobre la que se sustenta cualquier tipo de vínculo. Para que una relación funcione es esencial expresar qué queremos, qué nos molesta o qué necesitamos. Y hemos de hacerlo de manera asertiva: desde la honestidad, de manera clara y sincera, pero también cuidando cómo transmitimos el mensaje.

Cuando estamos en una relación, la otra persona merece saber qué esperamos, qué estamos dispuestos a dar, cuáles son nuestros límites o cómo nos sentimos ante determinadas actitudes o circunstancias. Y, viceversa, nosotros también tenemos derecho a preguntar y a conocer qué espera la otra persona de la relación. Ser cuidadosos con lo que decimos también es una forma de ser responsables emocional y afectivamente. No debemos olvidar que la sinceridad sin empatía es, simplemente, crueldad.

Asimismo, es importante no dar nada por hecho. Si deseamos que el otro se comporte con nosotros de determinada manera o deje de hacer algo que nos molesta, la solución no es jugar a las adivinanzas. Si quieres que tu pareja sea más cariñosa contigo, es mejor pedírselo que actuar como si te diese igual y luego lanzar toda tu artillería pesada a la menor ocasión.

6. Trazar límites

Poner límites favorece que las relaciones sean sanas y que cada una de las personas que las integran sepan hasta dónde llegar y hasta dónde no. Muchas veces sentimos que el poner límites es una señal de rechazo hacia el otro, pero nada más lejos de la realidad. En realidad, es un signo de madurez emocional.

También es cierto que es imposible tenerlo todo previsto y que esos límites pueden ir cambiando a lo largo de la relación. Al fin y al cabo, las relaciones son dinámicas y van transformándose con el tiempo. Lo importante es no dejar de escucharse y respetar en todo momento las necesidades de cada uno. A partir de ahí, será mucho más fácil dejarse llevar.

7. Validar las emociones del otro

Ser responsables a nivel afectivo implica validar las emociones del otro. Comprender que en una relación, sea del tipo que sea, ninguna persona es más importante que la otra. Legitimar lo que siente nuestra pareja, aunque diste mucho de cómo nos sentimos nosotros, va a contribuir a mantener ese equilibrio que hace que un vínculo sea más sano. Evitemos frases del tipo «Qué susceptible eres, si solo era una broma», «No es para tanto», «Eres una histérica, a ver si te calmas», etc.

Pero la validación no debería limitarse solo a las emociones, sino también a los comportamientos. Estamos habituados a señalar las faltas del prójimo, pero no tanto a reconocer sus aciertos. Así que, no nos olvidemos de dar valor a los esfuerzos de las personas que están junto a nosotros.

8. Asumir que va a haber conflictos y que las conversaciones incómodas son necesarias

Los conflictos no solo resultan inevitables, sino que son necesarios en una relación. Asumir que va a haber momentos complicados forma parte de una adecuada responsabilidad afectiva. Mantener conversaciones incómodas afianza el vínculo, nos permite conocer mejor a la otra persona y también nos ayuda a crecer como personas.

Por el contrario, huir al mínimo conato de conflicto nos impedirá profundizar en lo que necesita la relación y conocer la visión de la realidad que tiene nuestra pareja, amigo o familiar. Ojo, que tampoco se trata de estar permanentemente a la defensiva y preparados para discutir a la mínima oportunidad.

Ser responsable afectivamente pasa por afrontar los momentos difíciles a través de la comunicación y el establecimiento de acuerdos, aceptar que todos cometemos errores, asumir la responsabilidad que nos corresponda, ser capaces de pedir perdón y de perdonar al otro.

9. Establecer acuerdos

Teniendo en cuenta que cada uno tenemos nuestra propia forma de percibir la realidad, trazar límites o gestionar emociones, no podemos ir por la vida en modo «Esto es así porque lo digo yo». Da igual si estamos ante una relación sentimental, familiar, de amistad o laboral. Necesitamos dialogar, llegar a acuerdos e ir estableciendo qué está permitido y qué no. Exponer cómo queremos que sea nuestro vínculo y determinar qué temas son negociables, y cuáles no, sin pretender imponer nuestro propio criterio.

Obviamente, va a haber discusiones y desacuerdos. Pero si sabemos a qué atenernos será mucho más fácil solucionar los obstáculos que vayamos encontrando en el camino. Quizás hoy te toque ceder un poquito más a ti, quizás mañana sea él o ella quien transija… Y si no hay consenso acerca de algún asunto, tratemos de dejar de lado nuestro ego, dar valor a la opinión del otro y tratar de buscar un punto de encuentro.

Lo importante es entender que una relación no es una lucha de poderes ni una pelea de gallos. O, al menos, no debería serlo.

10. Entender que lo que decimos y hacemos tiene un efecto en los demás

Disculparnos cuando nos equivocamos o no hemos estado acertados en determinadas situaciones no nos hace más débiles. Todos tenemos derecho a cometer errores. Y si somos responsables afectivamente asumiremos la responsabilidad de nuestros actos y no se nos caerán los anillos por pedir perdón. Ni tampoco por ser capaces de perdonar al otro.

No existen las relaciones perfectas. Vamos a equivocarnos y no una, sino muchas veces. La responsabilidad afectiva no va de actuar siempre de la forma correcta, sino de saber reparar cuando hemos metido la pata. Va de comprender que nuestras palabras, silencios o conductas generan un efecto en la otra persona. Va de ser responsables y de estar dispuestos a disculparnos y asumir las consecuencias de lo que hacemos o, a veces, de lo que dejamos de hacer.

11. No engañar

Ser responsable afectivamente implica mostrarnos como realmente somos desde el principio, sin cambiar nuestro modo de ser o de comportarnos para agradar o impresionar al otro. Estoy engañando cuando:

  • Busco generar un sentimiento en otra persona sin tener la más mínima intención de corresponderla. O, lo que es lo mismo, le genero falsas ilusiones.
  • No expreso lo que siento o pienso realmente para que mi pareja, mi amigo o mi madre no se sientan mal.
  • Finjo unas emociones que estoy lejos de sentir.
  • Soy infiel pese a haber establecido con mi pareja que en nuestra relación no caben terceras personas.

Las mentiras no traen nada bueno. Nunca.

12. Practicar y alimentar el cuidado mutuo

El grado de responsabilidad afectiva en una relación es directamente proporcional al grado de cuidado mutuo que haya entre quienes la constituyen. Este cuidado se traduce en asumir las consecuencias de nuestros actos, admitir cuando uno se ha equivocado y reparar el error en lo posible, validar las emociones del otro o comunicamos de forma asertiva. Por otra parte, debemos tener en cuenta que el concepto de cuidar puede diferir mucho de unos a otros. Para mí puede ser que me preguntes cómo me fue el día y para ti que te sorprenda con un plan de fin de semana.

Cuidar del otro también es ser honestos cuando nuestros sentimientos han cambiado o deseamos dar por finalizada una relación, da igual el tipo de vínculo que haya.

Sin cuidado mutuo no hay responsabilidad afectiva.

13. Ser coherente

Para evitar confundir y provocar un daño innecesario a la otra persona, debemos procurar que haya coherencia entre lo que sentimos, lo que pensamos, lo que decimos y lo que hacemos.

Yo puedo ir de honesta y decirle a alguien a quien acabo de conocer que no busco nada serio y luego ser totalmente incoherente con mis acciones. Es decir, le llamo todos los días, nos vemos a menudo, le invito a una fiesta familiar… Y cuando la otra persona empieza a ilusionarse, yo le espeto un «No te confundas, yo ya te dije que no quería nada serio». Esto, desde luego, no es responsabilidad afectiva (y honestidad tampoco).

Es importante aclarar que cambiar de opinión no está reñido con ser coherente. Los sentimientos cambian y las personas también. Esto es un hecho. Lo que hablamos o los acuerdos a los que llegamos no quedan escritos en piedra. Pero, si las circunstancias o nosotros cambiamos, lo coherente y responsable es comunicárselo a la otra persona.

Los beneficios de ser responsables afectivamente

Cuidar nuestras relaciones y mejorar nuestro grado de responsabilidad afectiva nos ayudará a:

  • Afrontar mejor los conflictos. Las discusiones y los desencuentros no van a dejar de producirse, pero la responsabilidad afectiva nos permitirá aprender de ellos y gestionarlos mucho mejor.
  • Reforzar la autoestima. Hacernos cargo de nuestras emociones y cuidar el modo en que nos comunicamos mejorará el concepto que tenemos de nosotros mismos.
  • Gestionar y regular mejor nuestras emociones.
  • Mejorar la asertividad y la empatía, sin caer en falsas promesas, engaños ni manipulaciones.
  • Construir las relaciones desde la honestidad y el respeto y sin que nos sintamos ‘atrapados’ en ellas. La responsabilidad afectiva favorece la creación de espacios sanos y seguros donde podemos escuchar al otro y también a nosotros mismos. Donde tenemos la libertad de hablar con claridad acerca de nuestras necesidades o de lo que esperamos de la relación.
  • Reducir la posibilidad de establecer relaciones abusivas.
  • Dejar de idealizar el concepto de «amor romántico». Al bajar del pedestal a la persona con la que hemos establecido un vínculo dejamos de depositar en ella nuestras expectativas. No esperamos ya que se haga cargo de nuestras carencias afectivas, ni tampoco nos sentimos en deuda con ella por el mero hecho de que esté con nosotros. La relación se vuelve mucho más real y menos ideal.

(Si necesitas ayuda puedes ponerte en contacto conmigo y te acompañaré en tu proceso)

La escucha activa exige concentración, empatía y mucha práctica.

Escucha activa o por qué tenemos dos orejas y una sola boca

Escucha activa o por qué tenemos dos orejas y una sola boca 1920 1166 BELÉN PICADO

Recordad por un momento vuestra última conversación con vuestra pareja, un compañero de trabajo o un amigo. ¿Diríais que realmente le escuchasteis? ¿O estabais más pendientes de la respuesta o el consejo que ibais a dar a continuación? ¿Sois de lo que escucháis hasta el final o interrumpís con frecuencia para dar vuestra opinión? Escuchar con conciencia plena y centrados en lo que nos cuenta el otro no es tarea fácil. La escucha activa exige concentración, empatía y un alto grado de compromiso con la persona que está hablando. Y práctica, mucha práctica.

Cuando escuchamos a alguien de manera activa y consciente estamos prestando atención a lo que está diciendo y, a la vez, conectando con las emociones y los pensamientos que subyacen a su mensaje para conocer realmente cómo se siente. Pero la escucha activa también es:

  • Dejar claro a a la persona que nos está comunicando algo que realmente le estamos atendiendo y comprendiendo.
  • Esforzarnos por centrar toda nuestra atención en aquello que nos está comunicando.
  • Mostrar disponibilidad y verdadero interés por quien habla.
  • Practicar la empatía y ser capaces de ponernos en el lugar de nuestro interlocutor.
  • Recibir sus palabras sin juzgar y haciéndole ver que hemos entendido lo que pretendía comunicarnos (estemos, o no, de acuerdo).
  • Uno de los ingredientes básicos de la inteligencia emocional y del crecimiento personal.

¿Por qué nos cuesta tanto?

La falta de comunicación de la que nos quejamos tan a menudo se debe en gran parte a que no sabemos escuchar. Cuántas veces hacemos como que escuchamos cuando en realidad estamos pensando en otra cosa. O hablamos con alguien a la vez que miramos el móvil o la pantalla del ordenador. Y así la comunicación es imposible.

Escuchar requiere, en muchas ocasiones, más esfuerzo del que hacemos al hablar. Y no siempre estamos dispuestos a ello. De hecho, a nivel cerebral estamos programados para hablar. Es más, hay estudios que demuestran que obtenemos mayor placer cuando hablamos que cuando escuchamos. Una de estas investigaciones se llevó a cabo en la Universidad de Harvard y los responsables de la misma encontraron que cuando hablamos de nosotros mismos se activan zonas cerebrales relacionadas con las sensaciones placenteras y los estados motivacionales asociados a estímulos como el sexo y la buena comida.

A menudo estamos más pendientes de lo que queremos decir nosotros que de lo que el otro desea compartir. O pensamos que como nosotros estamos en posesión de la verdad absoluta y el otro está equivocado no merece la pena prestarle demasiada atención.

Otras veces creemos, equivocadamente, que hablando vamos a ejercer más influencia que escuchando. Por ejemplo, damos por hecho que, para caer bien, tenemos que ser interesantes e impresionar al otro. Esto, a menudo, nos lleva a hablar de nosotros sin parar cuando, en realidad, lo que deberíamos hacer es escuchar más. Si quieres causar buena impresión, interésate por lo que el otro tiene que contarte, consigue que se sienta especial. ¿Alguna vez os ha pasado que habéis tenido una primera cita y la otra persona se ha dedicado todo el tiempo a enumerar sus virtudes sin haceros una sola pregunta sobre vosotros? A mí me ha ocurrido más de una vez y nunca he querido repetir.

Tampoco facilita la escucha elegir un mal momento para hablar. Por ejemplo, intentar mantener una conversación en un lugar donde otros pueden interrumpirnos, o cuando no hay tiempo suficiente para profundizar en lo que nos queremos decir.

En su libro El arte de saber escuchar, el filósofo Francesc Torrealba explica: «Escuchar es olvidarse de las propias preocupaciones para dar protagonismo al otro. Es un acto de generosidad y humildad que requiere trascender el ego. Estamos tan apegados a nuestro ego, que el otro se convierte en un ser extraño, un ente que habita en un universo paralelo».

A menudo estamos más pendientes de lo que queremos decir nosotros que de lo que el otro desea compartir.

Diferencias entre oír y escuchar

¿Te ha pasado alguna vez que alguien te está contando algo y de repente notas que pierdes el hilo y que tu pensamiento se va a otro lado? Sin embargo, sigues oyendo la voz de esa persona… Para que la comunicación sea efectiva, no basta solo con oír; también tenemos que escuchar. El diccionario de la Real Academia Española ya nos da una pista:

  • Oír: «Percibir con el oído los sonidos».
  • Escuchar: «Prestar atención a lo que se oye».

La diferencia entre ambos términos está, básicamente, en la intencionalidad y en el poner conciencia y atención. Escuchar es un acto intencional que tiene por objetivo comprender al otro. Por otro lado, escuchar implica un esfuerzo que no es necesario para oír y tiene una connotación activa al contrario que oír, que es un acto pasivo.

Beneficios de la escucha activa

  • Contribuye a evitar malentendidos y, por tanto, facilita la resolución de conflictos.
  • Mejora la autoestima de quien habla al sentirse valorado y percibir que lo que dice es importante para el oyente.
  • Aumenta el nivel de empatía que se tiene hacia las demás personas.
  • Fortalece las relaciones. La corriente de confianza que se crea con la escucha activa ayuda a crear nuevos vínculos y a fortalecer los que ya están establecidos. En este sentido, lo que damos repercutirá en nosotros.
  • Mejora el nivel de inteligencia emocional. Según el psicólogo estadounidense Daniel Goleman saber escuchar es una de las principales habilidades de las personas con altos niveles de inteligencia emocional.

Escuchar con todo el cuerpo

Para una buena escucha activa no basta con aguzar el oído, hay que poner todo el cuerpo al servicio del proceso. El lenguaje no verbal es tan importante como el verbal.

  • Establece contacto visual. Mirar a tu interlocutor le transmitirá que estás prestándole atención y te interesa lo que te está contando.
  • Sonríe. Una leve sonrisa en determinados momentos favorecerá la empatía y que la otra persona interprete que su mensaje está siendo bien recibido. Esto, a su vez, le dará confianza y la animará a proseguir. Además, crearás un clima distendido entre ambos.
  • Presta atención a tu postura corporal. Por lo general, cuando escuchamos activamente tendemos a inclinarnos ligeramente hacia adelante. Procura también mantener una postura abierta, evitando cruzar los brazos.
  • Actúa de espejo. El reflejo automático o ‘mirroring’ consiste en imitar los gestos y expresiones de quien habla e indica que estamos en sintonía con sus sentimientos y atentos a lo que nos explica. Además, favorece la empatía. Eso sí, siempre y cuando se realice con discreción y de forma muy sutil. De hecho, si realmente estás escuchando lo más probable es que ya lo estés haciendo de forma inconsciente.

La importancia de las emociones

La escucha activa requiere que no nos conformemos con lo que nuestro interlocutor está expresando explícitamente. Si queremos captar en profundidad lo que intenta transmitirnos tenemos que prestar atención a la emoción que hay detrás de lo que está diciendo y validarla. Esa será una de las mayores demostraciones de empatía e implicación.

Del mismo modo, debemos acoger sus emociones si las expresa abiertamente o se siente invadido por ellas, por ejemplo, a través del llanto. En estos casos, evitemos frases como «No es para tanto», «Mejor, vamos a cambiar de tema» o «No llores, anímate». En numerosas ocasiones, este tipo de expresiones no van destinadas a aliviar al otro sino a librarnos de nuestra propia incomodidad. Simplemente, escuchemos y aceptemos sus emociones, como hace el personaje de Tristeza en esta escena de la película Inside Out (Del Revés).

Cómo ser un buen escuchador

La escucha activa es una habilidad que requiere práctica y, sobre todo, estar dispuestos a aceptar otras opiniones y otras formas de pensar con empatía y humildad.

  • Ponte en su lugar. Mientras tu interlocutor habla, intenta ponerte en su lugar y entender su postura. Esto no supone necesariamente compartir sus opiniones ni justificar o aprobar su comportamiento. Simplemente, acéptalo sin juicios y trata de comprender qué motivaciones, necesidades y expectativas le han llevado a pensar y a hacer las cosas como las hace.
  • Apaga el móvil. Evita las distracciones y busca un tiempo y espacio adecuados para mantener una conversación. Si no se dan las condiciones idóneas o tú no te sientes con la disposición mental adecuada es mejor que te sinceres con la otra persona y pospongáis vuestra charla.
  • Utiliza palabras de refuerzo. Alguna palabra o frase positiva pueden afianzar a quien habla al transmitirle que estamos dedicándole toda nuestra atención y validando su punto de vista. Pero tampoco hay que utilizarlas en exceso o perderán su efecto. Si, además, asentimos mientras el otro habla mucho mejor.
  • Parafrasea. Cuando verificamos o repetimos con nuestras propias palabras lo que nuestro interlocutor acaba de decir conseguimos dos cosas: transmitirle que estamos atentos y asegurarnos de que hemos entendido bien. No podemos obviar que, a veces, nuestras creencias personales o ciertas suposiciones y juicios pueden distorsionar lo que escuchamos. Igualmente útil es preguntar para clarificar la información y resumir de vez en cuando lo que hemos escuchado.
  • No tengas miedo a los silencios. Los silencios dan tiempo a pensar y a encontrar las palabras precisas, así que no niegues ese derecho a tu interlocutor y frena tus ganas de intervenir antes de tiempo. Del mismo modo, si no sabes qué decir, antes de hablar por hablar es preferible que permanezcas callado. Lejos de ser incómodo, bien utilizado el silencio anima a seguir hablando.
  • Si te distraes, admítelo. Todos podemos distraernos un momento, así que no te preocupes si pierdes el hilo de la conversación. Simplemente, admítelo y pide a tu interlocutor que repita lo que estaba diciendo.
  • Evita juzgar. Cuando alguien nos habla acerca de lo que piensa o siente, su modo de percibir la realidad no necesariamente tiene que coincidir con el nuestro. Por ello es tan importante evitar cualquier juicio. Menospreciar, reprochar o minusvalorar las palabras de nuestro interlocutor solo nos llevará a perder la objetividad y a que la otra persona opte por no decir nada por miedo a ser juzgada. Seamos tolerantes, flexibles y aceptemos plenamente lo que dice el otro.
  • Resiste la tentación de dar consejos. La mayoría de las veces cuando una persona nos está contando algo que le ha ocurrido o que le preocupa, no está buscando consejo ni opinión. Lo hace, sobre todo, para desahogarse y porque necesita sentir que hay alguien a su lado para escucharla. Si no te lo pide expresamente, evita esos consejos que, probablemente, estarán basados en tu propia experiencia y no en la suya. A menudo creemos que no ofrecer nuestros consejos es sinónimo de desinterés o de falta de implicación. Y no es así. Al escuchar al otro, estamos favoreciendo que pueda escucharse a sí mismo, reflexionar y extraer sus propias conclusiones.
  • No interrumpas. Es tremendamente molesto que te interrumpan y no te dejen terminar de decir lo que quieres, pero por desgracia también es algo que cada vez está más normalizado (no hay más que ver algunos debates y tertulias en radio o televisión). La escucha activa implica no interrumpir a la otra persona mientras habla a menos que sea absolutamente necesario. Por ejemplo, si lo que le vas a decir es sumamente importante o necesitas pedir que te repita algo porque no entendiste bien. Cuando interrumpimos a alguien, implícitamente le estamos mostrando que no nos interesa lo que nos está contando y que lo que nosotros tenemos que decir es más importante que lo suyo.

La escucha activa implica resistir la tentación de dar consejos y de juzgar al otro.

Si has llegado hasta aquí, seguro que ya tienes la respuesta a la pregunta del título. En caso de que no sea así, te dejo con esta sabia frase de Epícteto:

«Nacemos con dos oídos y una boca por una razón: para escuchar el doble de lo que hablamos»

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Un libro

Momo. La protagonista de este libro de Michael Ende es una niña con un don muy especial: saber escuchar. El autor define así a este entrañable personaje: «Momo sabía escuchar de tal manera que a la gente tonta se le ocurrían, de repente, ideas muy inteligentes. No porque dijera o preguntara algo que llevara a los demás a pensar esas ideas, no; simplemente estaba allí y escuchaba con toda su atención y toda simpatía. Mientras tanto miraba al otro con sus grandes ojos negros y el otro en cuestión notaba de inmediato cómo se le ocurrían pensamientos que nunca hubiera creído que estaban en él.  Sabía escuchar de tal manera que la gente perpleja o indecisa sabía muy bien, de repente, qué era lo que quería. O los tímidos se sentían de súbito muy libres y valerosos. O los desgraciados y agobiados se volvían confiados y alegres…».

Detrás de la generosidad mal entendida hay un profundo anhelo de recibir.

Dar sin límites o la generosidad mal entendida

Dar sin límites o la generosidad mal entendida 2560 2314 BELÉN PICADO

Seguro que muchos conocéis a alguien que siempre es el primero en sacar la cartera para invitaros a una ronda de cañas, que cada vez que salís juntos se ofrece a llevaros en coche, que os agasaja con regalazos el día de vuestro cumpleaños o cualquier otro día del año o que se presta voluntariamente a todo. Quizás tú mismo o tú misma seas esa persona que siempre está dispuesta a dar sin recibir nada a cambio. Es verdad que la generosidad es una de esas virtudes que nos hacen ser mejores seres humanos, pero llevada al extremo también puede hacernos mucho daño. Porque la generosidad mal entendida lleva a quien la practica a acabar sintiéndose solo, triste y eternamente insatisfecho.

Nos han educado a base de repetirnos que, para ser un buen hijo, una buena amiga, esposa, compañero o vecino tenemos que dar, dar y volver a dar; incluso cuando estamos cansados, no tenemos tiempo, dinero o ganas. Es más, cuanto mayor sea nuestro sacrificio, más ‘valor’ tendrá nuestra generosidad. Sin embargo, lo cierto es que cuando damos sin límites y sin permitirnos recibir acabamos mental, física y emocionalmente exhaustos y también vacíos. Quizás sea el momento de sustituir la expresión «Es mejor dar que recibir» por «Es mejor dar y recibir».

Dar para que me quieran

Desde muy pequeña, Marta aprendió a hacer amigos a través de regalos materiales, de dejar copiar a sus compañeros en los exámenes o de hacer los favores que hicieran falta dejando a un lado sus propias necesidades. Tenía tanto miedo de no caer bien y de quedarse sola que estaba segura de que así la aceptarían. Hasta que se dio cuenta de que su generosidad no estaba dando los frutos que ella esperaba.

La ira y el resentimiento empezaron a acumularse en su interior, pero incapaz de aceptar que ella pudiera sentir esas emociones tan ‘negativas’, trató de enterrarlas. En lugar de reflejar su enfado, a menudo se mostraba dolida y triste por no recibir afecto y agradecimiento a cambio de todo lo que estaba dando. Hasta que no pudo más y estalló, echando en cara a sus amigos todos los sacrificios que había hecho y seguía haciendo por ellos y lo poco que estaba recibiendo a cambio.

Ella esperaba que así cambiarían de actitud y la valorarían más, pero consiguió lo contrario. Le reprocharon que ahora les ‘pasase la factura’ de todo lo que había hecho, ya que había sido ella quien había elegido estar siempre disponible. Los amigos de Marta se aprovecharon de su inseguridad, pero también ella tuvo parte de responsabilidad en la situación.

El generoso compulsivo está convencido de que el único modo de recibir afecto es dar sin límite.

Qué hay detrás del generoso compulsivo

Detrás de un generoso compulsivo se esconde un anhelo profundo de recibir, del que no suele ser consciente. Al no reconocer esta carencia y, además, ser incapaz de pedir lo que necesita, la persona se convence de que la única manera de recibir el amor o la aceptación de los demás es dando sin límite. Y no recibir la respuesta esperada puede llevar a pedir, incluso a exigir a los otros, que respondan como mínimo en la misma proporción a esa generosidad que muchas veces incluso resulta abrumadora. De aquí al victimismo, al resentimiento y al reproche solo hay un paso.

Además, es muy habitual que en este dar sin límites vaya incluida una necesidad casi impulsiva de ayudar a los demás en un intento desesperado por sentirse imprescindible y valorado. A este comportamiento se le conoce como síndrome del salvador.

Con su dadivosidad, la persona intenta evitar el rechazo y busca constantemente la validación que ella misma no se da y el amor que ella misma no se tiene. «Si hago todo esto por ti y no espero nada a cambio, pensarás que soy una persona maravillosa y no me rechazarás. Si nuestra relación estuviera basada en un dar por igual, podrías verme más objetivamente y reconocer lo inferior o lo imperfecto que soy».

En ocasiones, en el fondo hay cierto grado de manipulación. Esto ocurre cuando alguien es demasiado generoso y, al mismo tiempo, se queja de serlo. Expresa constantemente su desilusión y decepción porque los demás no actúan como él (o como ella) y no agradecen lo suficiente su entrega.

Por otra parte, algunas de estas personas no solo viven para dar, sino que rechazan sistemáticamente lo que les ofrecen a ellos. Por ejemplo, cuando alguien quiere invitarles a cenar, insisten siempre en pagar. Esto también ocurre con los gestos no materiales. Si les decimos «Me gusta ese abrigo», la respuesta será: «¿En serio? Pero si es muy viejo». O si les decimos: «¡Qué bien te sienta ese corte de pelo!», una respuesta probable será: «¡Qué va, si estoy horrible». De este modo, con el paso del tiempo la persona va enseñando a los que le rodean a no regalarle jamás ningún cumplido. A fin de cuentas, un cumplido es un regalo, ¿y a quién le gusta que rechacen sus regalos una vez y otra vez?

Lo malo de ser demasiado desprendido

Elizabeth Gilbert, escritora estadounidense y autora del best seller Come, Reza, Ama, escribió un artículo en el que hablaba sobre su propia tendencia al exceso de generosidad: «Mi política general de actuación siempre ha sido: ‘Si es mío, no te preocupes: ¡Puedes quedártelo!’. A lo largo de los años, he regalado en exceso mi dinero, mis posesiones, mis opiniones, mi tiempo, mi cuerpo, mis emociones; lo que sea, lo he regalado. Daba todo lo que era capaz de dar, independientemente de que los destinatarios se sintieran cómodos recibiendo».

Pero lo que consiguió Gilbert fue lo contrario de lo que buscaba: «Regalar dinero a mis amigos era muy divertido. Hasta que dejó de serlo cuando, de repente, empecé a perder a algunos. Utilicé el poder de dar imprudentemente. Me metí en sus vidas con mi gran chequera y borré años de obstáculos de la noche a la mañana, pero en el proceso también borré sin quererlo años de dignidad. A veces, al interrumpir su vida de forma tan brusca, negaba a un amigo la oportunidad de aprender sus propias lecciones vitales a su propio ritmo. Y lo que es peor, a veces mi exceso de entrega hacía que los amigos se sintieran avergonzados y desnudos».

Aunque a todos nos gusta recibir regalos llega un momento en que puede resultar verdaderamente incómodo. Puede ocurrir que no pueda permitirme corresponder al mismo nivel de los regalos que recibo y en vez de gratitud experimente culpa. O, simplemente, no me apetece sentirme continuamente en la obligación de corresponder a un gesto de generosidad que no he pedido. Y es que muchas veces el generoso compulsivo da más de lo que el otro quiere recibir.

Ser demasiado generoso puede provocar incomodidad en quien recibe.

Generosidad y egoísmo, dos caras de la misma moneda

Se nos ha hecho creer que ponerse uno mismo en primer lugar es señal de egoísmo e, incluso, de ser mala persona. Pero es justo cuando nos ponemos en primer lugar cuando podemos ser más generosos. Porque no podemos dar lo que no tenemos. Si me permito cubrir mis necesidades y procurarme mi propio bienestar, estaré mucho más capacitado para dar al otro. Solo si somos generosos con nosotros mismos, sabremos serlo con los demás.

Ser generoso no significa dar sin parar y a cualquier precio. Ser generoso implica estar para los otros, pero estando primero para uno mismo desde un sano egoísmo. Y para conseguirlo hay que trabajar en el propio crecimiento personal, aprender a distinguir la verdadera generosidad del dar para recibir afecto, para evitar el rechazo o para huir de la sensación de soledad.

Mientras Marta, nuestra chica generosa del principio del artículo, siga convencida de que la única forma de ser feliz es que los demás la acepten y la quieran, seguirá dando de forma compulsiva. Y, en consecuencia, continuará atrayendo a su vida a personas que estarán con ella por interés y no por un cariño honesto y genuino. Los generosos compulsivos suelen tener especial facilidad para atraer a personas que solo saben recibir y que salen corriendo cuando quien tanto les ha dado empieza a pedir de vuelta.

Sin embargo, las personas en quienes la capacidad de dar están equilibrada con la de recibir no se sentirán atraídas por gente en exceso desprendida (como Marta), que no les permite desarrollar su parte más generosa.

Si somos lo suficientemente egoístas como para pensar primero en nosotros y cubrir nuestras propias necesidades de amor y aceptación, nos sentiremos plenos. Así, tendremos más para dar a otros y lo haremos de una manera más despreocupada, sin el ansia de que nos devuelvan nada.

Más que emociones contrarias, egoísmo y generosidad son dos caras de una misma moneda. Solo aceptando ambos sentimientos y eliminando la etiqueta de ‘negativo’ o ‘positiva’ podremos elegir cuál poner en marcha en cada momento. Practicar la generosidad aumentará nuestro bienestar siempre y cuando hacerlo sea nuestra elección y no una obligación.

La generosidad y el egoísmo son dos caras de la misma moneda.

Aprende a pedir y a recibir

Si eres de los que das sin límite, estas pautas pueden ayudarte:

  • Sé sincero contigo mismo. Pregúntate: ¿Por qué das tanto? ¿Para qué lo haces? ¿Qué esperas ganar? ¿Están satisfechas tus necesidades emocionales? ¿Regalas desde un corazón pleno? ¿O das para conservar tus amistades y ganarte el cariño de quienes te rodean? ¿Eres de los que haces donaciones a una ONG o prefieres que los destinatarios de tu generosidad sean personas conocidas que puedan expresarte su gratitud? Recuerda que el acto de dar porque quieres, eligiendo qué, cuándo, a quién y cómo hacerlo, es totalmente diferente a dar porque lo necesitas o sientes que debes hacerlo.
  • Primero tú. La primera persona con la que debes practicar la generosidad eres tú. Una vez que hayas cubierto tus necesidades, podrás dar sin sentir que el otro es responsable de llenar tu vacío a cambio de lo que le estás ofreciendo.
  • Pon límites e incluye el «no» en tu repertorio de respuestas. El hecho de dejar de dar a manos llenas no va a convertirte en una mala persona. Posiblemente cuando empieces a poner límites, algunos de los beneficiarios de tu exceso de generosidad se molestarán y desaparecerán. No dejes que eso te haga dudar de que estás haciendo lo correcto porque las personas que realmente te aprecian y te valoran seguirán a tu lado.
  • Aprende a pedir. Una buena forma de equilibrar la balanza entre el dar y el recibir es aprender a pedir. La generosidad no solo es dar; también es dejar espacio para recibir. Colmar de regalos a alguien o invitar siempre tú a cenar causa un desequilibrio en la relación que solo podrás volver a reajustar cuando dejes que los demás hagan también algo por ti.

Cáncer de mama: Tu feminidad está dentro de ti, no en tus senos

Cáncer de mama: Tu feminidad está dentro de ti, no en tus senos 1280 853 BELÉN PICADO

Recibir un diagnóstico de cáncer de mama es uno de los momentos más angustiosos que pueda experimentar una mujer y también el inicio de un proceso largo, complicado y doloroso que, si no se maneja adecuadamente, traerá aparejados otros problemas, como ansiedad o depresión. Una característica específica de este tipo de cáncer es que afecta a un órgano que tiene una relación muy estrecha con la sexualidad, la feminidad y la propia identidad de la mujer, lo que hace que el daño o la pérdida de una o de ambas mamas tenga importantes secuelas psicológicas. Dependiendo de la gravedad del tumor, la personalidad de quien lo sufre, sus recursos personales y la disponibilidad y percepción de apoyo de su entorno, la mujer experimentará alteraciones más o menos significativas en su calidad de vida.

Perder un pecho conlleva mucho más que una mutilación física. Mientras que algunas mujeres atraviesan su duelo y siguen adelante con su proceso tras haber aceptado lo que les ha tocado vivir, otras ven tambalear su propia esencia: se siente menos mujeres, menos atractivas, menos personas… Y es que el cáncer de mama afecta a su autoestima global, amenazando no solo el concepto que tienen de sí mismas sino también los vínculos que las unen a personas significativas para ellas. Y todo ello sin olvidar la gran conmoción que supone padecer una enfermedad que, potencialmente, es una amenaza para la vida.

Muchas mujeres sienten que lo primero que las define como tales son sus senos y su extirpación equivale a la pérdida de la misma feminidad.

Impacto físico, emocional y social

Al no ser el cáncer algo puntual sino un proceso que se extiende a lo largo del tiempo, la mujer tiene que enfrentarse a numerosas situaciones estresantes. Estas situaciones van desde los primeros síntomas y el miedo a que el diagnóstico se confirme hasta la disminución de la calidad de vida que conlleva el tratamiento, pasando por el malestar añadido que conlleva la incapacidad para la comunicación y la falta de empatía de algunos médicos.

El impacto de la enfermedad afecta a distintos ámbitos:

  • En lo somático, y debido a los diversos tratamientos, la mujer ve alterada su función reproductora y su simetría corporal, lo que le lleva a mantener un estado de alerta continuo acerca de su aspecto. También le afecta la caída temporal del cabello y la fatiga debido a la quimioterapia, así como las consecuencias de una menopausia prematura provocada (sofocos, irritabilidad, cambios de humor, ausencia de deseo, sequedad vaginal…).
  • Emocionalmente, el cáncer genera ansiedad, tristeza y depresión, ira, temor y preocupación ante la posibilidad de una recaída o, incluso, de morir. En la montaña rusa de emociones, es habitual que la mujer que se somete a una mastectomía tenga la sensación de «haber perdido una parte de ella misma». También puede producirse una pérdida de la confianza en sí misma y en el propio cuerpo e incluso aparecer sentimientos de culpa.
  • Socialmente, las relaciones personales, y especialmente las de pareja, pueden verse muy afectadas, sobre todo debido a la falta de comunicación. En ocasiones surgen sentimientos de vergüenza por padecer una enfermedad oncológica; en otras, esa vergüenza se siente por la ausencia de la mama; o por los cambios sufridos en el aspecto físico (cicatrices, cambios en el volumen).

Un proceso largo y complejo

El momento del diagnóstico es uno de los momentos de mayor tensión y más difícil emocionalmente. Las primeras reacciones de shock, confusión, negación e incredulidad pronto dejan paso a la incertidumbre, la tristeza, la rabia o el desamparo. En realidad, estas emociones son una reacción adaptativa normal, que ayudan a asimilar el diagnóstico, afrontar la situación, tomar conciencia de las propias necesidades, movilizar energía para el afrontamiento y comunicar a otros esas necesidades.

Incluso aunque el tratamiento haya concluido con éxito, las pacientes seguirán sintiéndose vulnerables ante el temor a una recaída y más cuando tienen que acudir a las revisiones.

La intensidad, la frecuencia o la duración de la respuesta emocional dependen en gran parte del grado de vulnerabilidad personal. En esta vulnerabilidad, a su vez, influyen varios factores: el deterioro de la condición física, la edad (a menor edad mayor malestar), una historia familiar o personal de morbilidad psiquiátrica, baja capacidad de afrontamiento ante problemas previos a la patología, experiencia previa indirecta con la enfermedad, escaso grado de asimilación de la información médica proporcionada, insatisfacción con el apoyo familiar, sanitario y social recibido; y menor percepción de control sobre los acontecimientos.

Vida afectiva y sexual: comunicación y mucho, mucho cariño

En la mayoría de los casos, la pareja suele estar dispuesta a ayudar. Es posible que, al principio, se encuentre un poco desorientado, reaccione de manera inesperada porque no sabe cómo actuar o, incluso, tenga miedo a tratar ciertos temas. La comunicación es esencial siempre, pero en esta situación lo es mucho más. Por ejemplo, puedes creer que tu pareja siente rechazo hacia la cicatriz que ha dejado la cirugía, cuando en realidad lo que le ocurre es que teme hacerte daño y no sabe cómo decírtelo. Una comunicación abierta, clara y cuidadosa evitará este y otros malentendidos.

La vida sexual es una de las esferas que va a verse seriamente afectada por la quimioterapia, el tratamiento hormonal o el propio estado de ánimo. De hecho, muchas mujeres con cáncer de mama rechazan el contacto físico. Sin embargo, el sexo no debe convertirse en otra preocupación añadida; sino en un tema más que abordar cuándo y cómo tú y tu pareja consideréis oportuno. Y si lo creéis conveniente, siempre podéis recurrir a la ayuda de un profesional.

Si bien es cierto que la preocupación por el cáncer y su tratamiento suele disminuir el interés por el sexo, es importante recordar que la intimidad va mucho más allá. Ver una película juntos, disfrutar de una cena romántica o de una sesión de abrazos, caricias y masajes suaves pueden ayudar a que la mujer se sienta amada y cuidada… Al fin y al cabo, el cerebro es el principal órgano sexual.

La comunicación es esencial en la pareja.

«Nunca voy a encontrar pareja»

El temor al rechazo cuando queremos encontrar pareja es normal, pero en el caso de una mujer que tiene o ha tenido cáncer de mama ese miedo puede suponer tal angustia que incluso renuncie a la posibilidad de iniciar una relación sentimental. No nos vamos a engañar. Es posible que haya hombres (y mujeres) que salgan corriendo. Pero posiblemente sean los mismos que huirían por miedo al compromiso o después de confesarles que tienes cuatro hijos o que cuidas de tus padres dependientes.

Conocer a un posible candidato o candidata a convertirse en tu pareja no va a ser mucho más difícil que encontrarla sin haber pasado por un cáncer. Hay un estudio en el que se comparó la disposición de 324 personas a tener una cita con gente con y sin historia de cáncer. Se concluyó que el interés por quedar con alguien que ha tenido esta enfermedad es el mismo que hacerlo con alguien que no la ha tenido.

«Entonces, ¿por dónde empiezo a buscar?», te preguntarás. Pues por los mismos sitios que antes de tener la enfermedad: aplicaciones de citas, cursos de baile, grupos de solteros, reuniones organizadas por amigos… Ahora bien, antes de iniciar la búsqueda de otra persona es esencial que pongas el foco en ti. ¿Cómo está tu autoestima? Asegúrate de que también está recuperada. Antes de buscar a alguien que nos acepte y nos quiera tenemos que aceptarnos y querernos nosotras, con cicatrices o sin ellas, con pechos o sin ellos.

Cuidarse y reordenar prioridades

Ya desde que la mujer experimenta los primeros síntomas del cáncer de mama, empieza una auténtica carrera de resistencia que requerirá de todas sus energías, físicas, emocionales y mentales. La realidad es la que es, pero aun así hay cosas que puedes hacer:

  • Llora, grita, enfádate. Reaccionar ante el diagnóstico con incredulidad, miedo, ira o tristeza es totalmente normal. Es una forma adaptativa de adaptarse y encajar la noticia, así que no dudes en darte permiso para dar rienda suelta a tus emociones.
  • Miradas curiosas, preguntas indiscretas… Te tocará hacer frente a preguntas que te hagan sentir incómoda o a las que, simplemente, no te apetece responder. Ten siempre presente que tú decides. Tienes todo el derecho a dar la información que quieras y a quien quieras y a comunicar tus emociones y pensamientos a quien elijas y cuando elijas.
  • Participa de manera activa en el proceso médico y no tengas miedo a preguntar. Pedir a tu oncólogo la información que te interesa e intervenir en la toma de decisiones te ayudará a mantener la sensación de control y eso favorecerá tu recuperación. Y si crees que te vas a poner nerviosa, pide a alguien de confianza que te acompañe (si es necesario que tome notas). Cuatro oídos escuchan más que dos.
  • Reconstrucción mamaria, sí: reconstrucción mamaria, no. Tú, y solo tú, tienes la última palabra. Haz lo que sientas que es mejor para ti. Infórmate, sopesa cada opción y elige sin presiones. Decidas ‘sacar pecho’ o lucir cicatriz, lo realmente importante es que aceptes y ames tu cuerpo tal y como es. Todos los cuerpos son únicos y maravillosamente perfectos en su imperfección.
  • Mantén una comunicación fluida con tus seres queridos. Ellos también necesitarán un periodo de tiempo para aceptar la situación y agradecerán que compartas con ellos tus decisiones. Seguro que os haréis mucho bien mutuamente. Y del mismo modo que habrá momentos en que necesites apoyo y compañía, también habrá ratos en los que prefieras estar sola. Tómate la libertad de pedir en cada momento lo que necesites. En cuanto a los más pequeños de la casa, habla con ellos desde el principio, adaptando el lenguaje y la información a su edad.
  • Déjate ayudar. Probablemente durante una larga temporada no podrás hacer muchas cosas que antes sí podías; acéptalo y no te agobies. Pide ayuda cuando la necesites. Contar con una red de apoyo socio-familiar te facilitará el proceso.
  • El autocuidado es muy, muy importante. Aliméntate adecuadamente, presta mucha atención a los horarios de sueño y, siempre que sea posible, practica algún tipo de ejercicio físico de manera moderada.
  • Recurre a grupos de ayuda mutua. Compartir dudas o temores e intercambiar experiencias con mujeres que estén pasando o hayan pasado por lo mismo que tú te ayudará a recuperar tu autoestima y, de paso, no te sentirás sola.
  • Reordena tus prioridades. Este puede ser un momento para reflexionar sobre las cosas que realmente te importan. Muchas mujeres describen que el cáncer ha supuesto un cambio de prioridades en su vida y en cuanto a las relaciones interpersonales.
  • Presta atención a la enfermedad, pero no dejes que se convierta en el centro de tu vida. Sigue adelante con tus proyectos vitales y con cualquier actividad que te resulte gratificante en la medida en que tu estado físico te lo permita.
  • Busca ayuda psicológica. Entre los objetivos del acompañamiento terapéutico en el cáncer de mama están: reducir los síntomas de ansiedad, depresión y otras reacciones emocionales negativas; favorecer la sensación de control sobre la propia vida; desarrollar estrategias de afrontamiento efectivas; facilitar la comunicación con la pareja y la expresión de sentimientos; ayudar a manejar los miedos relacionados con la enfermedad (recaída, muerte, abandono, desfiguración, etc.); favorecer la expresión de emociones y sentimientos; potenciar la autoestima; y favorecer aceptación de la nueva imagen corporal. Si crees que necesitas este tipo de apoyo, puedes ponerte en contacto conmigo y te acompañaré en todo tu proceso.

Reordena tus prioridades y reflexiona sobre lo que verdaderamente te importa.

Y, sobre todo, recuerda que por perder un pecho, o los dos, no eres menos mujer, menos femenina o menos sensual. Tu feminidad está dentro de ti, no en tus senos. La feminidad de una mujer está en su mirada, en su forma de caminar, en su sensibilidad, en esa risa que tiene encandilados a todos los que la conocen, en su energía, en sus palabras, en su carácter  o en cualquiera de las señas que la hacen única.

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Cortometraje. La vuelta a la tortilla. Dirigido por Paco León 2013, este cortometraje refleja un tema que a preocupa a muchas mujeres: volver a enamorarse después de un cáncer de mama. Enfrentarse a sus propios miedos e inseguridades tiene premio para la protagonista, que recibe una bellísima declaración de amor: «A mí siempre me gustaron las rubias con el pelo largo, pero desde que te conocí me he dado cuenta de que me gustan castañas de media melena. Y anoche me di cuenta de que las que realmente me gustan son las calvas con peluca».

Película. Ma ma. Julio Medem dirigió esta película en 2015. Narra la vida de Marga (Penélope Cruz), una maestra en paro a quien diagnostican cáncer de mama. Al principio no sabrá cómo actuar ni de qué manera la enfermedad cambiará su vida, pero poco a poco sacará toda su energía vital para adaptarse a su nueva situación.

Lectura. En este mismo blog tienes otros artículos relacionados con el tema del cáncer:

Acompañar y apoyar a un familiar que tiene cáncer

Sobrevivir al cáncer, ¿y ahora qué?

El síndrome del salvador: «Necesito que me necesites»

El síndrome del salvador: «Necesito que me necesites» 1920 1280 BELÉN PICADO

Seguro que todos conocemos a alguien sumamente servicial, que asume como suyos los problemas de la gente que le rodea o que siempre está dispuesto a dejar sus intereses en segundo lugar para ocuparse de que otra persona cumpla sus objetivos. Se trata de rescatadores natos que parecen tener un radar para detectar necesidades y problemas ajenos y que tienen una necesidad casi impulsiva de ayudar. Este comportamiento se conoce como síndrome del salvador o también como síndrome del caballero blanco.

Esta actitud de ayuda unilateral suele darse más en las relaciones de pareja, pero también puede verse en otro tipo de relaciones, sobre todo entre padres e hijos. Es el caso de la madre que hace la comida a diario para su hijo porque, si no, va a comer fatal (el muchacho en cuestión tiene 40 años y hace más de diez que ya no vive en casa). Otro ejemplo es el de los hijos que no dejan que sus padres hagan nada solos “porque ya están mayores” (aunque el padre o la madre puedan manejarse por sí mismos perfectamente).

A la mayoría de nosotros nos enseñaron de niños que hay que ayudar a los demás y eso está muy bien, sobre todo a la hora de vivir en sociedad. Sin embargo, también es importante entender que ese altruismo debe basarse siempre en la reciprocidad.

El 'salvador' tiene la urgente necesidad de ocuparse de las necesidades de los demás.

¿Cómo se crea un salvador?

El rol de salvador puede aparecer en la infancia como un mecanismo para equilibrar el sistema familiar.

Es habitual que la persona proceda de un hogar en el que no se atendieron sus necesidades afectivas. Por ejemplo, pudo pasar que el niño se viera obligado a asumir responsabilidades que no le correspondían, como cuidar de alguno de los padres o de sus hermanos (parentalización). Ese niño sintió que si se preocupaba y era solícito con las necesidades de las figuras de apego su amor sería correspondido e, indirectamente, con el paso del tiempo seguirá buscando relaciones que repitan el patrón. Por un lado, tratará de satisfacer su hambre de amor proporcionando afecto a quienes siente que lo necesitan. Por otro, a la hora de relacionarse tenderá a elegir personas emocionalmente inaccesibles (como lo fueron sus figuras de referencia), con la esperanza de que, con su entrega, la otra persona acabe cambiando.

Cuando me ocupo de tus necesidades, desvío la atención de las mías

Muchas de las actitudes disfuncionales que desarrollamos nos aportan una serie de ventajas de las que no somos conscientes, pero que existen. Y el impulso de vivir rescatando a los demás es una de ellas. El síndrome del salvador permite:

  • Ponerse por encima del otro. El síndrome del salvador es consecuencia, en parte, de una generosidad mal entendida. Aunque la persona esté convencida de que solo busca el bien del otro, lo que está haciendo inconscientemente es ponerse por encima. Así se inicia un juego en el que, el rescatador, a medida que ayuda, va engrandeciéndose a la vez que hace pequeños a quienes pretende ‘salvar’, al no dejar que estos salgan adelante por sí mismos. Al mismo tiempo, paradójicamente, su orgullo le impide reconocer sus propias necesidades y pedir ayuda cuando la necesita.
  • Sentirse valorados. Uno de los motivos por los que no es fácil que el salvador renuncie a su rol es porque se resiste a no ser imprescindible. Y tiene su lógica porque para él es el único modo que conoce de sentirse visto y de dar sentido a su vida. El problema es que, al basar su autoestima en la respuesta del otro, si este en algún momento decide prescindir de su ayuda, se sentirá frustrado, poco valorado y muchas veces perdido.
  • Evitar mirar las  propias heridas. El salvador pone toda su energía en solucionar los problemas del otro, para no tener que detenerse a observar su dolor y responsabilizarse de él. A menudo no se atreve a enfrentarse a sus carencias y conflictos internos y prefiere volcarse en los del otro.
  • Tener el control. Los salvadores son excesivamente controladores. Para sentirse seguros necesitan que todo esté controlado, tanto situaciones como personas. Y como no se fían de la capacidad de otros para resolver sus problemas, prefieren encargarse ellos mismos. «Mientras el otro necesite mi protección, lo podré controlar. Además, como he creado en él la necesidad de que le proteja y le cuide no correré el riesgo de que me abandone».

El síndrome del salvador es consecuencia, en parte, de una generosidad malentendida.

Relaciones tóxicas

Hasta ahora hemos hablado de los salvadores, pero para que haya un salvador tiene que haber un salvado. Ambos tienen en común el no hacerse responsables de sus propias emociones, desembocando en relaciones tóxicas en las que hay una gran dependencia emocional y una acusada asimetría. Es decir, siempre se produce una desigualdad de roles.

El salvado suele tener una personalidad dependiente, con baja autoestima y poca seguridad en sí mismo. Una relación tóxica salvador-salvado es la que se establece, por ejemplo, entre el alcohólico y el familiar codependiente (Si te interesa, te invito a leer el artículo Codependencia y alcoholismo: dos caras de la misma adicción en este mismo blog).

Aunque ambos creen que el otro les dará lo que necesitan, esto nunca sucede. El salvador se dará cuenta de que no puede hacer nada por el otro, pues el vacío que intenta cubrir nunca se llena y el salvado siempre reprochará al salvador que nunca le va a dar lo que el necesita.

Con el tiempo, el resentimiento acabará adueñándose del ayudador compulsivo por no recibir afecto y agradecimiento a cambio de los servicios prestados. Y como en muchos casos no se atreve a expresarlo verbalmente, acaba recurriendo al chantaje emocional, al victimismo o a la manipulación con la esperanza de obtener así el amor que cree que merece.

Lo primero, tomar conciencia

Si tu forma de ser se corresponde con las características de un salvador o una salvadora, estas pautas podrían servirte de ayuda:

  • Toma conciencia de este patrón de comportamiento. La capacidad de reflexión y la toma de conciencia es el primer paso para empezar a vivir nuestra vida en vez de dedicarnos a solucionar la de los demás. Pregúntate: ¿Desde cuándo tienes esa necesidad de sentirte indispensable? ¿Qué beneficios has obtenido? ¿Ha habido alguna etapa en tu vida en la que esta característica haya sido más evidente?
  • Aprende a confiar en el otro por mucho que te cueste. Es posible que las cosas no salgan como tú consideras que es lo correcto y que eso te genere cierta frustración. Pero es algo que debes aprender a sostener. El hecho de que otras personas no hagan las cosas como tú no significa que estén mal hechas. Solo que las hacen de modo diferente. Sin más. No pienses por ellas, deja que acierten (o se equivoquen). Y si alguien quiere tu ayuda, ya te la pedirá.

Aprende a confiar en el otro por mucho que te cueste.

  • Acostúmbrate a ocuparte de ti mismo. Ocuparse de uno mismo no es egoísta, como tampoco es un signo de generosidad querer solucionar la vida del otro. Lo único que estás haciendo es distraerte de tus propios problemas. Atrévete a mirar dentro de ti y sincérate: ¿Realmente crees que tu vida está tan resuelta que ya puedes dedicarte a arreglar la de los demás? ¿O en realidad necesitarías que te rescatasen a ti?
  • Aprende a decir “no”. Es muy posible que, si llevas tiempo ejerciendo de salvador o salvadora, la persona salvada se haya acostumbrado y no te ponga fácil renunciar a tu papel. Así que vas a tener que aprender a poner límites y mantenerte firme. Recuerda que tienes todo el derecho a pensar en ti y ponerte por delante.
  • Aprende a diferenciar empatía de simpatía. Suele considerarse al salvador como una persona empática y no es así. La empatía es la capacidad de ponernos en la piel del otro, acompañarlo y ayudarlo a solucionar sus conflictos a su manera, permitiéndole que crezca. La simpatía es la capacidad para solucionar los problemas de los demás desde nuestra propia perspectiva, es decir, desde la forma en que lo haríamos nosotros.
  • Cultiva la flexibilidad y la reciprocidad. Una relación sana siempre es flexible, unas veces apoyarás tú al otro y otras será el otro quien te ayudará a ti. Dice Bert Hellinger: “Eso de amar sin esperar nada a cambio es bonito en los cuentos de hadas. Pero en la vida real, un amor maduro exige un delicado equilibrio entre dar y recibir, porque todo aquello que no es mutuo resulta ser tóxico”.

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