Perfeccionismo

Síndrome de Solomon: Callar para encajar (o por qué tenemos miedo a destacar)

Síndrome de Solomon: Callar para encajar (o por qué tenemos miedo a destacar) 1536 1024 BELÉN PICADO

¿Sueles morderte la lengua en las reuniones por no llevar la contraria? ¿Has llegado a dudar de lo que pensabas, solo porque el resto del grupo opinaba otra cosa? ¿Te sientes incómodo/a al recibir elogios, o has minimizado tus propios logros para no sobresalir? Si te reconoces en alguna de estas situaciones, es posible que hayas experimentado lo que en psicología se denomina síndrome de Solomon.

Adaptarnos al grupo por cortesía, prudencia o simple conveniencia es una respuesta totalmente natural, e incluso una muestra de inteligencia emocional. El problema surge cuando esta actitud se convierte en algo habitual, y la necesidad de encajar se impone sistemáticamente sobre la autenticidad.

El síndrome de Solomon, aunque no constituye un diagnóstico clínico en sí mismo, describe una tendencia muy extendida: priorizar la aprobación externa frente a las propias convicciones, capacidades o deseos. A menudo, ni siquiera somos del todo conscientes; simplemente, nos adaptamos. Nos alineamos con lo que se espera, aunque eso suponga alejarnos de nosotros mismos.

Evitamos discrepar, brillar o mostrarnos tal como somos, no solo por temor a la crítica o la exclusión, sino también porque, en el fondo, todos necesitamos sentir que pertenecemos.

Síndrome de Solomon

El experimento de Solomon Asch y la fuerza del grupo

En 1951, el psicólogo Solomon Asch diseñó un experimento que reveló hasta qué punto la presión del grupo puede moldear nuestras decisiones. La prueba era aparentemente sencilla: se mostraba a varios estudiantes cuatro líneas dibujadas —una sola en una tarjeta y tres en otra— y se les pedía que dijeran en voz alta cuál de las tres coincidía en longitud con la línea modelo.

La respuesta era evidente, pero lo que uno de los participantes no sabía era que todos los demás eran cómplices del investigador y habían acordado dar una respuesta claramente incorrecta. En cada ronda, el sujeto real de la investigación respondía siempre al final, tras escuchar al resto del grupo.

Al revisar los resultados, se comprobó que más del 75 % de los participantes «engañados» se habían dejado influir por la mayoría al menos una vez, y un 37 % lo hizo de forma sistemática. Muchos reconocieron después que sabían que la respuesta era errónea, pero prefirieron callar antes que ser los únicos en discrepar.

Este experimento evidenció cómo el deseo de encajar puede llevarnos a dudar incluso de lo que vemos con nuestros propios ojos.

¿Qué nos lleva a actuar así?

El comportamiento que caracteriza al síndrome de Solomon responde a múltiples factores, tanto individuales como sociales y evolutivos:

  • Necesidad de pertenecer. Desde que nacemos, estamos biológicamente programados para priorizar la pertenencia al grupo. La supervivencia de nuestros antepasados dependía, en gran medida, de ser aceptados por la tribu. Y aunque hoy nuestras necesidades básicas estén cubiertas de otras formas, seguimos necesitando de la comunidad para sentirnos seguros, validados y sostenidos. Por eso, encajar puede parecernos más seguro que mostrarnos tal como somos. Callar una opinión, disimular un talento o minimizar un logro se convierte, muchas veces, en una estrategia automática para evitar el juicio, la crítica o el aislamiento.
  • Deseabilidad social. Buscamos gustar, ser bien vistos, caer bien. Este deseo, natural en cierta medida, puede convertirse en un freno cuando empezamos a adaptar nuestra conducta de forma sistemática para satisfacer las expectativas del entorno. Cuando la deseabilidad social se vuelve un patrón rígido, dejamos de ser quienes somos para ajustarnos a lo que creemos que los demás esperan. Así, lo que comienza como una respuesta adaptativa puede acabar silenciando nuestra propia voz.
  • Inseguridad y baja autoestima. Cuando tenemos una autoestima frágil, tendemos a dudar de nuestro juicio y a buscar validación constante en los demás. El miedo a equivocarnos o a ser juzgados actúa como una barrera que nos frena a la hora de expresar lo que pensamos o deseamos. Cuanto más cedemos llevados por la inseguridad, más se debilita nuestra confianza interna. El resultado es que entramos en un círculo vicioso difícil de desactivar: el silencio alimenta la autoimagen negativa, y esa autoimagen debilitada refuerza la necesidad de seguir la corriente.
  • Experiencias tempranas. Muchos de estos patrones se gestan en la infancia o la adolescencia. Comentarios como «Mejor no destacar», «No te creas más que nadie» o «Pasa desapercibido» dejan una huella emocional difícil de borrar. Si en etapas clave de nuestro desarrollo nuestras ideas o capacidades fueron ridiculizadas, ignoradas o castigadas, es probable que hayamos aprendido a escondernos para evitar el dolor. Estas experiencias no solo condicionan la forma en que nos relacionamos con los demás, sino también el modo en que nos valoramos y nos vemos a nosotros mismos.
  • Miedo al conflicto. Para muchas personas, discrepar es sinónimo de meterse en problemas. Si en el pasado expresar una opinión distinta trajo consigo gritos, rechazo o humillación, es comprensible que en el presente se prefiera callar antes que arriesgarse a revivir ese malestar. Pero evitar el conflicto no lo hace desaparecer: solo lo desplaza hacia dentro, donde acaba transformándose en frustración, ansiedad o desconexión.
  • Envidia y juicio ajeno. En ciertos ambientes el éxito ajeno puede generar envidias o provocar críticas sutiles que condicionan nuestra conducta sin que apenas nos demos cuenta. Es posible que empecemos a minimizar nuestras propias habilidades por miedo a incomodar o a suscitar recelos. Esto puede llevarnos al autosabotaje: rechazamos oportunidades, ocultamos nuestras capacidades, huimos del reconocimiento… todo con tal de no parecer «demasiado». Sin embargo, ese camuflaje nos aleja de lo que somos y limita lo que podríamos llegar a ser.
  • Entornos que penalizan la diferencia. En contextos familiares, escolares o laborales donde cualquier forma de diferencia se sanciona —aunque sea de forma sutil—, sobresalir puede vivirse como un riesgo. En estos entornos, la uniformidad no es una elección, sino una estrategia aprendida para mantenerse a salvo. Además, hay culturas en las que se valora más la obediencia y la armonía aparente que la individualidad. En ellas, lo correcto es parecerse a los demás, incluso en contra del propio criterio.

Síndrome de Solomon

Perfil de las personas con síndrome de Solomon

Aunque cada historia es única, quienes quedan atrapados en el síndrome de Solomon suelen compartir una serie de rasgos emocionales y relacionales que refuerzan la necesidad de encajar:

  • Autoexigencia unida a inseguridad. Se esfuerzan mucho por hacerlo todo bien, pero dudan constantemente de sí mismas. Esta combinación las hace especialmente sensibles al juicio ajeno y refuerza su inclinación a seguir la corriente.
  • Baja autoestima. Les cuesta valorar sus propias ideas, talentos o decisiones. Suelen creer que los otros saben más o valen más, lo que las lleva a buscar validación externa.
  • Ansiedad social. Temen ser juzgadas o quedar en evidencia, ya sea al opinar en público, proponer algo distinto o simplemente mostrarse como son. Este miedo las lleva a callar, adaptarse o pasar inadvertidas.
  • Necesidad constante de agradar. Buscan gustar y ser aceptadas, incluso a costa de su espontaneidad o sus preferencias. Este anhelo de aprobación condiciona muchas de sus elecciones.
  • Hipersensibilidad al juicio. Cualquier señal de desaprobación —aunque sea sutil— puede crearles un gran malestar. Viven en alerta, anticipando rechazos o malentendidos.
  • Aversión al conflicto. Les incomoda discrepar, incluso cuando tienen razones válidas para hacerlo. Prefieren ceder o guardar silencio antes que crear tensiones
  • Dificultad para decidir. Les resulta complicado tomar decisiones sin consultar y las posponen o las delegan. En muchos casos, temen más la responsabilidad que el error en sí.
  • Dependencia emocional. Necesitan que otros validen lo que sienten, piensan o hacen para sentirse seguras. Confían más en el criterio ajeno que en el propio.
  • Autosabotaje. Con frecuencia abandonan proyectos, boicotean sus propios avances o se frenan cuando empiezan a destacar. En el fondo, sienten que sobresalir puede ser peligroso.
  • Camuflaje social. Ajustan su forma de hablar, vestir o pensar a lo que predomina en el grupo. Poco a poco, su identidad se va diluyendo en lo que se espera de ellas.
  • Dificultades para expresar lo que necesitan o sienten. Temen incomodar o parecer una carga, y prefieren adaptarse incluso cuando algo les duele o les molesta.

Consecuencias del síndrome de Solomon o lo que perdemos cuando dejamos de ser nosotros mismos

Como señalábamos al principio, adaptarse de forma puntual es una señal de inteligencia emocional. Pero cuando esto se convierte en nuestra forma habitual de relacionarnos, corremos el riesgo de desconectarnos de quienes somos en realidad.

En lo personal, la autoanulación progresiva puede desembocar en una frustración crónica, una sensación de vivir en piloto automático y un profundo desgaste emocional. Vivir desde la adaptación continua debilita la conexión con nuestros deseos, ideas y capacidades, y nos instala en un estado de duda e insatisfacción permanente.

Esta desconexión también impacta en nuestras relaciones. Cuando no nos mostramos tal como somos, los lazos que construimos se vuelven superficiales. La necesidad de agradar limita nuestra autenticidad, y sin autenticidad no puede haber intimidad verdadera.

A nivel colectivo, los grupos en los que no se discrepa o donde no se aportan miradas distintas —simplemente porque nadie se atreve a cuestionar lo que «siempre se ha hecho así»— están destinados a empobrecerse. Se genera una falsa sensación de consenso, se repiten errores, se bloquean las ideas nuevas y se dificulta cualquier posibilidad de cambio. A menudo, lo que mantiene las cosas estancadas no es la falta de talento, sino el exceso de conformismo.

En definitiva, cuando dejamos de ser nosotros mismos para no desentonar, todos salimos perdiendo: nosotros, porque nos alejamos de nuestra esencia, y el grupo, porque pierde riqueza, diversidad y verdad.

Síndrome de Solomon

Qué hacer para perder el miedo a decir lo que pensamos

Superar el síndrome de Solomon no consiste en llevar la contraria por sistema, sino en aprender a ser fieles a lo que pensamos, sentimos y deseamos, sin miedo a destacar ni culpa por pensar diferente. A continuación, te propongo algunas pautas para avanzar en ese camino:

  • Toma conciencia. El primer paso es reconocer cuándo se actúa por miedo y no por convicción. Pregúntate: ¿Esto lo digo porque lo creo, o porque es lo que los demás esperan de mí? ¿Qué pasaría si expresara lo que realmente pienso o siento? A veces, por no quedar mal con otros, acabamos quedando mal con nosotros mismos.
  • Fortalece tu autoestima. Un autoconcepto sólido permite sostener una opinión propia sin depender de la de los demás. Aunque incomode. Aprender a valorarte más allá del juicio ajeno te dará la confianza necesaria para expresarte con libertad, incluso cuando el resto piense de otro modo.
  • Entrena la asertividad. La asertividad no es agresividad: es la capacidad de expresar tus ideas, emociones y necesidades de forma clara y respetuosa. Decir «no», disentir o comunicar tu punto de vista son habilidades esenciales para salir de la complacencia.
  • Aprende a convivir con el conflicto. Discrepar no es atacar. El conflicto, bien gestionado, puede enriquecer los vínculos en lugar de dañarlos. Aceptar que no siempre estaremos de acuerdo con los demás —y que eso está bien— es clave para expresarnos con libertad.
  • Elige entornos seguros. Busca espacios donde la diferencia se valore, donde la honestidad no se castigue y donde puedas mostrarte sin miedo. Del mismo modo, detectar los vínculos que refuerzan tu inseguridad o minimizan tu valor y alejarte de ellos es una forma necesaria de autocuidado.
  • Transforma la envidia en admiración. La envidia también puede ayudarnos a explorar talentos dormidos y cumplir deseos insatisfechos. Pregúntate: ¿Qué admiro de esa persona? ¿Qué parte de eso también vive en mí? En lugar de juzgarte solo desde la carencia, reconoce también tu potencial.
  • Acepta la diferencia como un valor. Ser distinto no es un defecto, es una aportación. Lo que te hace único puede ser lo que otros necesitan.
  • Da ejemplo. Atrévete a decir en voz alta lo que posiblemente muchos piensen en silencio. Cuando alguien se lanza a mostrarse, suele inspirar a otros a hacer lo mismo. Tal vez animes a quienes aún no se atreven.
  • Revisa tus creencias limitantes. Muchas veces actuamos desde ideas heredadas que nunca hemos cuestionado: «Si destaco, me envidiarán», «Mejor no decir nada”, «Hablar mucho es de arrogantes». Identificarlas es el primer paso para liberarte de ellas.
  • Toma tus propias decisiones, aunque te equivoques. Equivocarse no es un fracaso: es parte del camino. Confiar en tu criterio —aunque no siempre aciertes— es esencial para tu autonomía. Nadie mejor que tú sabe lo que necesitas.
  • Busca ayuda profesional. Si el miedo a expresarte está afectando a tu bienestar, iniciar un proceso terapéutico puede ayudarte a reforzar tu autoestima y desactivar esos patrones que hoy te hacen daño.
    (Si lo deseas, puedes ponerte en contacto conmigo y te acompañaré en tu proceso)

En definitiva, vivir de forma auténtica implica un riesgo: el de no agradar a todos. Pero también es el camino hacia una vida más plena, coherente y libre. Superar el síndrome de Solomon no significa volverse rebelde o egocéntrico, sino aprender a respetarse sin necesidad de traicionarse. En un mundo que muchas veces premia la uniformidad, atreverse a ser diferente es un gesto necesario. Es probable que nunca seamos del todo inmunes a la presión del grupo, pero siempre podremos elegir cómo respondemos ante ella.

Ansiedad por separación: Por qué me angustia tanto estar lejos de las personas que amo

Ansiedad por separación: ¿Por qué me angustia tanto estar lejos de las personas que amo?

Ansiedad por separación: ¿Por qué me angustia tanto estar lejos de las personas que amo? 1792 1024 BELÉN PICADO

Sentir malestar al alejarnos de nuestros seres queridos es algo normal, e incluso adaptativo, ya que tendemos a buscar el contacto humano para sentirnos seguros y calmados. Sin embargo, hay personas que sienten una angustia realmente severa con solo imaginar que su pareja o cualquier ser querido se aleje o sufra algún daño. A este miedo desproporcionado a estar lejos de personas significativas se le conoce como ansiedad por separación.

Pero, ¿cuándo se convierte en un problema esa preocupación que todos sentimos ante la posibilidad de separarnos de alguien importante para nosotros (padres, hijos, pareja, amigos muy cercanos, etc), o incluso de lugares con los que sentimos un vínculo emocional significativo? Esta respuesta emocional se vuelve disfuncional y desadaptativa cuando la angustia se vuelve extrema y persistente. Cuando empezamos a experimentar un miedo irracional y una ansiedad desproporcionada incluso ante separaciones breves o cotidianas. Además, dependiendo de la intensidad, puede llegar a interferir muy seriamente en el funcionamiento diario, limitar la propia capacidad para ser autónomo y generar relaciones dependientes y conflictivas.

El Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM-5) incluye el Trastorno de Ansiedad por Separación dentro del grupo de trastornos de ansiedad y lo define como «el miedo o ansiedad, intenso y persistente, causado por la separación, probable o real, de una persona con la que se tiene un vínculo psicológico estrecho».

Por ejemplo, una persona adulta con este trastorno puede evitar salir de casa si eso implica estar lejos de su pareja o de su familia. En muchos casos, es posible que aparezca, incluso, un temor irracional a que ocurra una desgracia en ausencia de esa figura significativa. Y esto lleva a patrones de comportamiento de evitación y sobreprotección.

Aunque es común que cuando escuchamos hablar de este trastorno pensemos enseguida en los más pequeños, no es solo cosa de niños. De hecho, un estudio realizado por profesionales de la psicología, en el que participaron 38.993 adultos de 18 países, concluyó que el 43,1% de los casos de ansiedad por separación suelen manifestarse a partir de los 18 años.

Ansiedad por separación

Factores que contribuyen a la ansiedad por separación en adultos

En realidad, no hay una única causa que explique por qué algunas personas desarrollan este trastorno, sino que se trata de una combinación de factores genéticos, biológicos, psicológicos y ambientales. Algunos de los más importantes:

1. Experiencias traumáticas y pérdidas significativas

La exposición a eventos traumáticos durante la infancia, como la muerte de una de las figuras de apego, el abandono por parte de estas o pasar por separaciones abruptas y/o prolongadas, puede llegar a suponer un profundo impacto en el desarrollo emocional del niño y generar en él un miedo intenso al abandono, que puede mantenerse en la edad adulta.

Este podría ser el caso de una persona que perdió a un cuidador durante su infancia podría experimentar un miedo extremo a perder a una pareja en su vida adulta, desencadenando una intensa necesidad de cercanía y validación y facilitando que se cree una dependencia emocional.

2. Factores genéticos y biológicos

Algunos estudios han demostrado que ciertos desequilibrios en los neurotransmisores relacionados con el estrés y la ansiedad, como la serotonina y la dopamina, pueden aumentar la sensibilidad a la separación y dificultar la regulación emocional.

Además, las personas con antecedentes familiares de trastornos de ansiedad tienen un mayor riesgo de desarrollar esta psicopatología. Aunque la genética no es determinante, sí establece una predisposición que, combinada con factores ambientales y psicológicos, puede potenciar la aparición del trastorno de ansiedad por separación.

3. Estilo de apego inseguro

La teoría del apego, desarrollada por John Bowlby, establece que los vínculos emocionales tempranos con los cuidadores no solo son esenciales para la supervivencia durante la infancia, sino que también influyen profundamente en la forma en que los adultos nos manejamos emocionalmente y en nuestras relaciones. Según este psicólogo británico, esas primeras interacciones van a predecir cómo buscaremos seguridad, cómo nos regularemos emocionalmente y también cómo vamos a enfrentarnos a la separación.

De este modo, cuando un niño se siente seguro con sus cuidadores, desarrollará un estilo de apego seguro que le permitirá explorar el mundo con confianza, sabiendo que puede regresar a una base segura cuando sea necesario. Sin embargo, si los cuidadores son inconsistentes o negligentes, el niño desarrollará un estilo de apego inseguro. Y esas experiencias tempranas de inseguridad le van a predisponer en etapas posteriores de su vida a sufrir diversos trastornos, entre ellos el trastorno de ansiedad por separación.

Por ejemplo, si mis padres que alternaron la atención excesiva con la indiferencia generarán en mí un estilo de apego preocupado (también denominado ansioso o ambivalente). Esto se reflejará, más tarde, en una dependencia emocional constante y un temor irracional al abandono. En este caso, mi ansiedad por separación no solo se traducirá en el miedo a perder a alguien físicamente, sino también en la inseguridad sobre si esa persona podrá satisfacer mis necesidades emocionales básicas de amor, seguridad y apoyo. Este miedo, además, puede llevar a comportamientos extremos, como la necesidad de contacto constante, sacrificios personales por la relación y una incapacidad severa para gestionar la distancia física y emocional.

Por otro lado, los estilos de apego evitativo y desorganizado también pueden contribuir al desarrollo de este trastorno, aunque de formas diferentes. En el primer caso, la ansiedad de separación se manifestará como una negación de las propias necesidades emocionales o en forma de dificultades para establecer vínculos significativos («Si no me implico demasiado, no me dolerá cuando te vayas»). En el estilo de apego desorganizado, la persona teme tanto el rechazo que acaba evitando establecer relaciones profundas para protegerse de la posible pérdida («Te busco, pero en cuanto me siento vulnerable, levanto un muro»).

Ansiedad por separación

«Separation Anxiety», de George Hughes.

4. Entornos familiares sobreprotectores o controladores

Crecer en un entorno sobreprotector, donde los cuidadores restringen la autonomía del niño para «protegerlo» de todo tipo de fracasos o peligros, va a generar en este la percepción de que el mundo es un lugar inseguro y peligroso.

En algunas familias, conocidas como familias aglutinadas, donde los vínculos son excesivamente estrechos, se limita el desarrollo de la autonomía física y emocional, fomentando una dependencia excesiva hacia las figuras de apego. La consecuencia es que en la adultez este patrón se manifestará como un miedo persistente a la separación y dificultades para afrontar los desafíos sin el apoyo constante de los demás.

Si crecí en un entorno donde siempre me recordaban «No puedes hacer esto sola» es muy probable que al llegar a adulta tenga dificultades para tomar decisiones o manejar la distancia emocional en relaciones importantes para mí, reforzando así la ansiedad por separación.

5. Parentalización durante la infancia

La ansiedad por separación también puede estar vinculada a casos de parentalización o inversión de roles. Por ejemplo, es muy posible que una madre que en su infancia sufrió abandono, institucionalización o una carencia extrema de atención y cuidados, llegue a desarrollar un patrón de apego ansioso que la lleve, al convertirse en madre, a retener a su hijo de manera excesiva. Por miedo a la separación, limitará la independencia de su hijo y demandará constantemente sus cuidados como estrategia para evitar cualquier tipo de distanciamiento, incluso a costa de su desarrollo social y personal.

(En este blog puedes leer el artículo «Parentalización: Niños que ejercen de padres (y sus consecuencias)«)

6. Eventos vitales estresantes

Cambios importantes como la muerte de un ser querido, mudanzas, rupturas amorosas, independizarse de los padres o la paternidad/maternidad pueden actuar como disparadores. Esto ocurre porque, a menudo, dichos cambios activan recuerdos emocionales no resueltos en la infancia (la pérdida de una figura de apego, por ejemplo). Y es más frecuente si hay dificultades para adaptarse a los cambios. O también si existe un patrón de dependencia emocional o se ha estado expuesto a otros factores predisponentes.

7. Factores psicológicos y de personalidad

Las características individuales también juegan un papel importante en la aparición de la ansiedad por separación. Personas con baja autoestima, alta sensibilidad a la ansiedad o una baja tolerancia a la incertidumbre tienden a buscar apoyo externo constante para sentirse valoradas y seguras.

Asimismo, el perfeccionismo y la necesidad de control pueden intensificar los síntomas ante la incapacidad para manejar la separación de manera adecuada.

8. Presencia de otros trastornos mentales

Es habitual que el trastorno de ansiedad por separación coexista con otras psicopatologías. Es el caso del trastorno obsesivo-compulsivo, la fobia social, el trastorno de pánico, la depresión mayor o el trastorno bipolar, entre otros.

Estas condiciones no solo exacerban la angustia por separación, sino que también dificultan su tratamiento, ya que los síntomas se entrelazan y refuerzan mutuamente. De este modo, una persona con trastorno de pánico puede experimentar ataques de ansiedad intensos ante la anticipación de una separación. Por su parte, alguien con depresión puede percibir la distancia emocional como una confirmación de sus temores de rechazo o abandono.

¿Con qué síntomas se manifiesta la ansiedad por separación?

El trastorno de ansiedad por separación en adultos se caracteriza por una combinación de síntomas emocionales, conductuales y físicos:

  • Preocupación excesiva y persistente por la seguridad y el bienestar de los seres queridos. Este tipo de pensamientos son intrusivos, difíciles de controlar y pueden incluir anticipaciones catastróficas, como accidentes, enfermedades o agresiones. Además, es una preocupación que no disminuye por mucho que se asegure a la persona afectada que no existe un peligro real.
  • Angustia ante la separación. El solo hecho de anticipar una separación, por pequeña que sea, provoca episodios de ansiedad intensa. Durante la separación real, además, esta angustia se intensifica llegando a generar reacciones emocionales desproporcionadas (llanto, ataques de pánico…).
  • Miedo irracional a la pérdida y totalmente desproporcionado en relación con el contexto. Puede manifestarse en situaciones cotidianas, como cuando un ser querido se ausenta por unas horas para ir a trabajar. El temor abrumador a que esa separación sea definitiva refuerza la dependencia emocional.
  • Sentimientos de soledad o vacío. La separación de la figura de apego puede generar una sensación de abandono y desamparo, acompañada de un vacío emocional profundo. Esto, a su vez, lleva a evitar la soledad y a buscar compañía constante para calmar esta angustia.
  • Evitación de actividades independientes. Se evitan situaciones que impliquen estar lejos de la persona con quien se tenga un vínculo significativo.
  • Búsqueda constante de contacto. Necesidad de estar en contacto permanente con el ser querido mediante llamadas, mensajes o visitas frecuentes. Esto puede percibirse como algo invasivo y agobiante y generar conflictos serios en la relación.
  • Resistencia a separarse de la figura de apego. El afectado puede negarse a salir de casa sin la compañía de la persona con quien mantiene un vínculo estrecho o evitar cualquier actividad autónoma.
  • Manifestaciones psicosomáticas. Antes o durante la separación, suelen aparecer dolores de cabeza, mareos, tensión muscular, molestias gastrointestinales como náuseas o vómitos…
  • Alteraciones del sueño. Es habitual la dificultad para dormir lejos de la figura de apego o tener pesadillas recurrentes relacionadas con la separación.
  • Reacciones fisiológicas asociadas a la ansiedad. Durante episodios de separación o mientras se anticipan, pueden aparecer taquicardia, sudoración excesiva, sensación de opresión en el pecho, dificultad para respirar o, incluso, ataques de pánico.
  • Dificultades de concentración. La preocupación constante por la seguridad de la figura de apego interfiere con la capacidad de concentrarse en el trabajo, los estudios u otras actividades.
  • Deterioro de las relaciones interpersonales. La necesidad excesiva de atención y contacto suele generar muchos conflictos en las relaciones, especialmente cuando las conductas son percibidas como exigentes o desproporcionadas.

Ansiedad por separación

¿Cómo puede ayudarte la psicoterapia?

Como os decía al principio, es normal sentir malestar cuando nos separamos de alguien importante para nosotros. Pero si ese malestar se convierte en un miedo desproporcionado, persistente y que comienza a interferir con tu vida diaria, no dudes en buscar ayuda profesional. En terapia, encontrarás un espacio seguro donde abordar las causas de tu ansiedad, entender tus patrones emocionales y trabajar hacia una mayor autonomía. ¿Cómo?

  • Identificando las causas subyacentes de tu angustia y comprendiendo su origen emocional .
  • Reconociendo y modificando tus patrones de pensamiento negativo.
  • Aportándote estrategias para manejar la ansiedad (técnicas de relajación y respiración, exposición gradual, habilidades de afrontamiento, etc.)
  • Fortaleciendo tu autonomía emocional y reforzando la confianza en tus habilidades.
  • Mejorando tus vínculos. Aprenderás a identificar dinámicas problemáticas en tus relaciones, a comunicarte de una forma asertiva para expresar tus necesidades y a establecer límites saludables, así como a aceptar los que te pongan a ti.
  • Reprocesando experiencias traumáticas. Si tu ansiedad de separación está relacionada con eventos traumáticos del pasado, la terapia EMDR (Desensibilización y Reprocesamiento por Movimientos Oculares) puede ayudarte a integrar esas vivencias de manera saludable, reduciendo su impacto en tu presente.
  • Reparando tu estilo de apego. En el caso de que tu ansiedad de separación esté vinculada a un estilo de apego inseguro, en terapia tendrás la oportunidad de identificar cómo ha influido tu estilo de crianza en tus relaciones actuales y de fomentar un apego más seguro, basado en la confianza, la autonomía y el equilibrio emocional. Y, de paso, aprenderás a regular tus emociones de manera independiente y a fortalecer tu autoestima.

(Si lo deseas, puedes ponerte en contacto conmigo y estaré encantada de acompañarte en tu proceso)

Referencias bibliográficas

Bowlby, J. (1985). La separación afectiva. Barcelona: Paidós.

Lafuente, M. J. y Cantero, M. J. (2010). Vinculaciones afectivas. Apego, amistad y amor. Madrid: Pirámide

Silove, D., Alonso, J., Bromet, E., Gruber, M., Sampson, N., Scott, K., Andrade, L., Benjet, C., Caldas de Almeida, J. M., De Girolamo, G., de Jonge, P., Demyttenaere, K., Fiestas, F., Florescu, S., Gureje, O., He, Y., Karam, E., Lepine, J. P., Murphy, S., Villa-Posada, J., … Kessler, R. C. (2015). Pediatric-Onset and Adult-Onset Separation Anxiety Disorder Across Countries in the World Mental Health Survey. The American Journal of Psychiatry, 172(7), 647–656.

El poder de la introyección o por qué adoptamos creencias ajenas sin cuestionarlas

El poder de la introyección o por qué adoptamos creencias ajenas sin cuestionarlas

El poder de la introyección o por qué adoptamos creencias ajenas sin cuestionarlas 1500 1000 BELÉN PICADO

Las personas que nos rodean y el entorno en el que vivimos influyen profundamente en la construcción de nuestra identidad. Es normal adoptar ideas, valores y creencias de aquellos con quienes mantenemos un contacto cercano, a quienes admiramos o con quienes compartimos una visión de la vida similar. El problema surge cuando adoptamos de manera inconsciente valores o actitudes de otras personas sin cuestionar si realmente se alinean con nuestras propias necesidades y deseos. Este mecanismo de defensa denominado introyección puede llevarnos a vivir según creencias que ni siquiera nos pertenecen y a entrar en una dinámica que condicionará nuestra forma de relacionarnos con el mundo.

Al no cuestionar los introyecto,  asumimos que forman parte de nuestra propia identidad cuando en realidad son creencias impuestas por el entorno. Por ejemplo, aceptar como verdad absoluta que «llorar en público es una muestra de debilidad» sin darme cuenta de que esta idea proviene de mi entorno familiar o social y no de una reflexión personal.

La introyección como parte del desarrollo

De niños somos como esponjas y absorbemos, sin ningún filtro, creencias, valores y comportamientos de nuestros padres o cuidadores principales. Y eso no es negativo. Al contrario, se trata de un proceso fundamental tanto para nuestra socialización como para el desarrollo de nuestra personalidad.

En este sentido, los introyectos nos proporcionan un ‘mapa’ para poder entender el mundo y aprender a relacionarnos con los demás. Sin embargo, aunque nos ayudan a ubicarnos, nos aportan seguridad y contribuyen a que comprendamos las expectativas del entorno, también es crucial que desarrollemos nuestro propio criterio y aprendamos a diferenciar entre lo que hemos adoptado de otros y lo que realmente resuena con nuestra verdadera identidad. Es lo que hacemos al llegar a la adolescencia. Empezamos a cuestionarnos valores y normas adquiridos en la infancia y a decidir por nosotros mismos cuáles tienen que ver realmente con nosotros.

Ahora bien, puede ocurrir que ciertos introyectos, como valores familiares profundamente arraigados o expectativas sociales demasiado rígidas, se mantengan sin llegar a ser desafiados, lo que puede llevarnos a conflictos internos que seguiremos cargando en la edad adulta. Esto suele ocurrir cuando hay una excesiva dependencia emocional de los padres o cuidadores o cuando se busca continuamente la aprobación externa. Si sentimos que no tenemos control sobre nuestro entorno o tendemos a buscar seguridad fuera de nosotros, es fácil que acabemos adoptando creencias o comportamientos ajenos para sentirnos aceptados y evitar el rechazo. De este modo, quienes crecen en ambientes inestables o inseguros tienden a desarrollar más introyectos como forma de encontrar sentido o estructura en su vida.

El poder de la introyección o por qué adoptamos creencias ajenas sin cuestionarlas

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La introyección como mecanismo de defensa

Los mecanismos de defensa son estrategias psicológicas inconscientes cuyo objetivo es ayudarnos a mantener nuestro equilibrio interior. Nos ayudan a defendernos de pensamientos y sentimientos negativos que pueden amenazar nuestra autoimagen y generarnos mucho dolor y angustia.

Cuando adoptamos una idea o un comportamiento sin cuestionarlo y sin una reflexión crítica previa, ya sea porque lo percibimos como nuestro deber, como una forma de no decepcionar o llevados por la necesidad de agradar al otro, el proceso de la introyección pasa de ser parte de nuestro crecimiento a convertirse en un mecanismo de defensa que puede acabar causándonos mucho malestar e impidiendo que desarrollemos nuestra propia personalidad.

El propósito de la introyección como mecanismo de defensa es protegernos ante situaciones que nos generan ansiedad y en momentos en los que nos enfrentamos a algo especialmente doloroso, amenazante o que no encaja en nuestro conjunto de creencias. También es una forma de intentar tener algo de control en situaciones que percibimos como incontrolables. Y es posible que temporalmente funcione y nos permita sentirnos más seguros o protegidos en un contexto emocional difícil. Pero, a largo plazo, acabaremos perdiendo la capacidad de diferenciar entre nuestras propias emociones y las de los demás, desarrollando una identidad basada en mandatos o expectativas externas, en lugar de en lo que nosotros necesitamos.

Tragar sin masticar

Fritz Perls, fundador de la terapia Gestalt, utiliza una poderosa analogía relacionada con el proceso de digestión para explicar el concepto de introyección como mecanismo de defensa. Al igual que nuestro sistema digestivo procesa y asimila los alimentos, nuestro «yo» psíquico debería hacer lo mismo con las ideas, creencias y valores que recibimos del entorno. Este proceso natural implica tomar lo externo, descomponerlo, asimilar lo útil y desechar lo que no nos sirve. Sin embargo, en la introyección, este proceso no se completa correctamente.

Del mismo modo que no llegamos a descomponer y digerir la comida cuando no la masticamos y nos la tragamos entera, cuando introyectamos estamos absorbiendo ideas, valores o creencias externas sin cuestionarlas, sin filtrarlas ni evaluarlas críticamente. Como resultado, esas ideas no digeridas permanecen dentro de nosotros, afectando a nuestras decisiones, comportamientos y emociones sin ser realmente parte de nuestro propio ser. Esto puede generar conflictos internos, ya que a veces estas creencias introyectadas no se corresponden con nuestras verdaderas necesidades o deseos. En consecuencia, para vivir de manera auténtica, necesitamos revisar y procesar estas influencias externas, integrando lo que resuena con nosotros y desechando lo que no.

El poder de la introyección o por qué adoptamos creencias ajenas sin cuestionarlas

Algunos ejemplos

Para entender aún mejor hasta qué punto nos influye la introyección y cómo nos afectan todas esas creencias culturales o familiares que adoptamos sin cuestionar vamos a ver algunos ejemplos:

  • Un niño adopta los valores o comportamientos de su padre maltratador para evitar su rechazo y desaprobación y hacer más tolerable la convivencia. En situaciones de vulnerabilidad o dependencia (infancia, relaciones desiguales) la introyección permite que la persona internalice características de figuras poderosas o significativas para mitigar su malestar. Además, al introyectar los aspectos abusivos y amenazantes, se crea la falsa percepción de tener un mayor control sobre ellos.
  • «Los hombres no lloran», «Las niñas buenas no se enfadan» Hay ciertos estereotipos de género que nos ‘tragamos’ desde una edad muy temprana generando creencias sobre cómo ‘deberíamos’ comportarnos en función de nuestro género. Al aceptar estas ideas sin pasarlas por ningún filtro las convertimos en introyectos que limitan nuestra capacidad para expresarnos emocionalmente en la vida adulta y condicionan la manera en que hombres y mujeres nos relacionamos.
  • «El trabajo dignifica», «Lo que cuenta no es lo que eres sino lo que haces», «Tienes que ser perfecto en lo que hagas». En sociedades donde se da una gran importancia al éxito es común interiorizar la idea de que el valor de una persona depende de lo duro que trabaje o de lo productivo que sea. Una persona que ha crecido en un entorno donde se repite continuamente que «el trabajo dignifica», puede internalizarla sin cuestionarla y hacerla parte de su identidad. Asumirá que trabajar es lo que le otorga valor personal, sin importar las condiciones en las que lo haga o la satisfacción que le proporcione la actividad que realiza. El resultado es el agotamiento y un acusado sentimiento de insuficiencia cuando no se cumplen esas expectativas.
  • Creencias sobre las relaciones afectivas. Convertir en una verdad absoluta la idea de que «es necesario encontrar a tu media naranja para ser feliz», sin siquiera cuestionarla, nos lleva directos a la dependencia emocional. Este introyecto puede generar en la persona la sensación constante de que su felicidad depende de que encuentre a su «pareja ideal». Se obsesionará con la idea de estar en una relación y una vez que encuentre pareja, es probable que desarrolle una dependencia emocional. Otros introyectos similares: «Una pareja debe ser para toda la vida», «Cuando seas mayor debes casarte y tener hijos».
  • Una persona que está atrapada en una relación abusiva puede introyectar los mensajes despectivos del abusador, llegando a creer que realmente es «inútil» o «no merece ser amada». Este proceso permite a la persona soportar la situación, pero a costa de su autoestima.
  • Síndrome de Estocolmo. Se da en contextos extremos: secuestros, relaciones abusivas o de maltrato, entornos de privación extrema de libertad (prisiones, campos de concentración), sectas o situaciones de explotación laboral. La víctima, en una situación de gran vulnerabilidad y peligro, adopta las ideas, actitudes o creencias del agresor como un mecanismo de defensa para sobrellevar la experiencia traumática, poder sobrevivir emocionalmente y tener una mayor percepción de control sobre una situación que, en realidad, es incontrolable. Este proceso de internalización puede llevar a justificar o minimizar el daño recibido, creyendo que el comportamiento del agresor es de alguna manera legítimo y asumiendo que el abuso o la violencia que sufre es «por su bien» o «merecido». En lugar de rechazar al agresor, la víctima adopta sus valores o justificaciones, ya que confrontar la realidad podría ser demasiado doloroso o aterrador.
  • Adoptar comportamientos y decisiones que no están alineados con nuestras necesidades o deseos individuales. A Raquel nunca le ha interesado la natación, pero empieza a practicarla al saber que su jefa, por quien siente un gran respeto, tiene esta afición. En lugar de evaluar si realmente disfruta con este deporte, ha asumido automáticamente que, al ser algo que le gusta a alguien a quien admira tanto, será perfecto para ella también. Y así, de paso, evita un posible conflicto interno entre lo que hace y lo que siente, convenciendo a su mente de que es una buena elección simplemente porque viene de una persona que tiene como referente. En este caso, Raquel no está considerando sus propios gustos o preferencias y antepone la opinión de su jefa por encima de sus propios sentimientos.
  • «Eres una inútil», «No vales para nada», «Qué torpe», «Eres un perdedor» Cuando figuras importantes para nosotros nos repiten frases como estas durante la infancia, lo más seguro es que las internalicemos sin cuestionarlas. Al hacerlas nuestras, empezaremos a vernos a través de ese filtro negativo dañando profundamente nuestra autoestima. Por ejemplo, si hago mío el mensaje de «No puedes», desarrollaré una sensación de incapacidad generalizada que me impedirá asumir retos o creer en mis propias capacidades.
  • «La vida es un valle de lágrimas», «El sacrificio es la base del éxito», «Sin dolor no hay recompensa» Estos introyectos normalizan el sufrimiento y la idea de que el dolor es un requisito necesario para alcanzar cualquier éxito o recompensa. Algo que puede llevar a una justificación inconsciente del sacrificio extremo o a la hiperexigencia en diferentes áreas de la vida (trabajo, relaciones personales…). También se desvaloriza el bienestar, dando por hecho que la felicidad o el éxito conseguidos sin sufrimiento carecen de valor o no son legítimos. Y como solo se puede alcanzar algo bueno a través del dolor, nos prohibiremos disfrutar de los logros que hayamos alcanzado sin grandes sacrificios.
  • «Hay que perdonar siempre», «El perdón os hará libres», «Hay que perdonar y olvidar» Expresiones como estas se convierten en introyectos cuando se adoptan sin reflexión crítica. Frecuentemente promovidas por enseñanzas religiosas, culturales o familiares, pueden llevar a perdonar en todas las circunstancias. Incluso cuando no se ha procesado adecuadamente el daño recibido o cuando el perdón podría no ser saludable. Si se internaliza sin cuestionar, la persona puede sentir que está obligada a perdonar, aunque eso le cause malestar emocional o le impida poner límites sanos. En este caso, el introyecto de que el perdón es la única opción correcta puede generar conflictos internos. Sobre todo, si se siguen disculpando comportamientos o situaciones que hacen daño, en lugar de procesar lo que se siente y tomar decisiones más alineadas con el propio bienestar emocional.
    (En este blog puedes leer el artículo “Perdonar no es olvidar ni justificar (Qué es y qué no es el perdón»)
El poder de la introyección o por qué adoptamos creencias ajenas sin cuestionarlas

Imagen de Małgorzata Tomczak en Pixabay

¿Cómo identificar tus propios introyectos?

Reconocer nuestros introyectos no es tarea fácil. Sin embargo, si queremos romper patrones disfuncionales, salvaguardar nuestra autoestima y responder a nuestras verdaderas necesidades es necesario hacerlo. A continuación, os doy algunas pautas para iniciar este proceso de autoexploración:

  • Presta atención a los pensamientos recurrentes. Especialmente aquellos que surgen en situaciones emocionales intensas, como ante el miedo al rechazo o ante la necesidad de aprobación. Pregúntate: ¿De dónde provienen esas creencias? ¿Desde cuándo las tienes? ¿Realmente coinciden con lo que tú piensas? ¿O más bien pertenecen a otras personas, como tus padres o tu entorno?
  • Explora tus patrones de conducta. Observa comportamientos que parecen surgir de manera automática. Puede ser la autocrítica constante o la tendencia a evitar conflictos a toda costa («Las personas buenas no causan problemas», «Debo ser perfecto para ser aceptado», etc.). ¿Puedes recordar momentos de tu vida en los que no hiciste lo que querías por miedo a no encajar o a ser rechazado? ¿Qué creencias o valores sientes que te representan más, aunque aún no puedas vivir de acuerdo con ellos?
  • Piensa en personas significativas de tu infancia o adolescencia. ¿Qué valores, expectativas o actitudes te transmitieron? ¿Sigues adoptando esos valores, aunque ya no coincidan con tu forma de ver el mundo? ¿Cuánto peso tienen para ti las expectativas de tus padres, tus amigos cercanos o tu pareja? ¿Hasta qué punto te cuesta hacer algo que contradiga lo que ellos creen que es mejor?
  • Haz una lista de creencias sobre ti mismo/a y sobre el mundo, especialmente aquellas que te causan malestar. Luego, analiza cuáles resuenan como tuyas y cuáles parecen haber sido impuestas desde el exterior. En este último caso, ¿de dónde crees que vienen? ¿Cómo han afectado a tu vida? ¿En qué ocasiones han influido en tus decisiones, pensamientos o sentimientos?
  • Considera si esas ideas te están beneficiando, necesitan una revisión o, por el contrario, te están perjudicando. En el caso de que te estén haciendo daño, pregúntate cómo te sentirías sin ellas. Si sientes alivio o liberación al visualizar tu vida sin esos pensamientos, es probable que sean introyectos negativos y no partes auténticas de tu identidad.

Estos pasos pueden ayudarte a identificar algunos introyectos y a darte cuenta de cómo te han afectado en tu vida. Sin embargo, si deseas ir más allá, un abordaje terapéutico te ayudará a trabajarlos con más profundidad. Y también a traer a la superficie aquellos que todavía permanecen ocultos y de los cuales no eres consciente.

(Si lo deseas, puedes ponerte en contacto conmigo y te acompañaré en tu proceso)

Referencias

Peñarrubia, F. (1998). Terapia Gestalt. La vía del vacío fértil. Madrid: Alianza Editorial.

Perls, F. (1976). El enfoque guestáltico. Testimonios de terapia. Santiago de Chile: Cuatro Vientos.

Pinillos, I. y Fuster, A. (2012). Guerreros de la mente. Claves para superar las amenazas de nuestro mundo interior. Grijalbo.

 

Paradoja de la elección: Cuantas más opciones, más insatisfechos

Paradoja de la elección: Cuantas más opciones para elegir, más insatisfechos

Paradoja de la elección: Cuantas más opciones para elegir, más insatisfechos 1500 1200 BELÉN PICADO

Uno de los pilares en los que se sustenta nuestra sociedad es la libertad de elección. Se supone que cuanto más haya donde elegir, mayor será nuestro grado de libertad, nuestro nivel de satisfacción y más felices seremos. Sin embargo, la realidad es que a menudo nos ocurre justo lo contrario, cuantas más opciones tenemos ante nosotros, más nos agobiamos. A veces, tanto, que somos incapaces de elegir. A esta situación se le llama paradoja de la elección y es la responsable de que acabemos pidiendo siempre lo mismo cuando la carta de un restaurante es excesivamente larga. O de que elegir qué película o serie ver en Netflix pase de ser un momento de ocio y relax a convertirse en una experiencia estresante y desagradable.

A medida que aumenta el número de opciones también lo hace la dificultad de saber cuál es la mejor. Da igual si se trata de una decisión aparentemente sencilla, como reservar mesa en un restaurante, comprar un móvil o elegir dónde me voy de vacaciones, o si nos toca ocuparnos de cuestiones más importantes, como decidir el colegio de nuestros hijos o, incluso, elegir pareja.

Todo esto tiene mucho sentido si pensamos que cuanta más información tengamos que evaluar y procesar, más va a tener que trabajar nuestro cerebro. Es algo así como lo que pasa con los ordenadores. Cuantas más instrucciones, más despacio procesamos.

Vamos, que en lugar de sentirnos empoderados por la libertad de elección de la que hablábamos al principio, al final acabamos insatisfechos, confundidos y, a veces, paralizados. A esto se une el hecho de que comparar constantemente nuestras decisiones con las alternativas que no hemos elegido puede generar arrepentimiento y culpa al pensar que podríamos haber hecho una elección mejor.

El psicólogo estadounidense Barry Schwartz fue quien desarrolló el concepto de «paradoja de la elección». En su libro The Paradox of Choice: Why More Is Less (La paradoja de la elección: Por qué más es menos) hace referencia a la idea de que, aunque en un principio una mayor variedad de opciones disponibles donde elegir podría parecer beneficiosa y producir una mayor satisfacción, lo que suele ocurrir en realidad es que esta situación acabe generando ansiedad, malestar e insatisfacción. Para Schwartz, más opciones complican y dificultan (mucho) las cosas.

A este fenómeno también se le conoce con otros términos, como «sobrecarga de la elección», «parálisis por análisis» o «parálisis de la decisión».

Paradoja de la elección: Cuantas más opciones, más insatisfacción

Foto de Victoriano Izquierdo en Unsplash.

Así puede afectarnos tener demasiadas opciones

A continuación, os cuento qué suele suceder desde el punto de vista psicológico cuando nos encontramos con muchas alternativas disponibles:

  • Insatisfacción. A menudo, el valor que damos a las cosas depende de con qué lo comparamos. Si después de elegir algo me pongo a pensar en los puntos positivos y las características más atractivas de lo que he rechazado, me sentiré menos satisfecha con mi decisión. Aunque la alternativa escogida sea estupenda. Por ejemplo, este año he elegido el sur de España domo destino de mis vacaciones. Si una vez que me he decidido y ya he pagado mi alojamiento, me pongo a pensar en los lugares maravillosos que podría haber visitado si hubiera escogido la costa cantábrica, me sentiré insatisfecha y no disfrutaré plenamente de mi elección, que es fantástica también.
  • Expectativas excesivas. Por lo general, cuantas más posibilidades tenemos a nuestro alcance, más cosas positivas esperamos. Pero al final muchas veces resulta que lo que escogemos no nos parece tan bueno como nos imaginábamos. Y es que unas expectativas demasiado altas suelen ser garantía de que las experiencias se queden cortas.
  • Sensación de culpa. También ocurre que, en lugar de admitir que tener tanto donde elegir puede agobiar a cualquiera, nos culpamos y nos repetimos una y otra vez que podríamos haber elegido mejor, que quizás no evaluamos bien cada alternativa, etc. Al final, la culpa y el arrepentimiento restan satisfacción a una elección que en un primer momento nos pareció la mejor. Además, si este sentimiento se convierte en algo habitual cada vez que nos decidamos por algo, acabará afectando negativamente a nuestra autoestima y a nuestro estado de ánimo.
  • FOMO. Vemos la relación entre el FOMO («Fear of Missing Out») o miedo a perderse algo importante y la paradoja de la elección en las redes sociales. El hecho de que en ellas se muestren constantemente las opciones y experiencias de los demás, contribuye a que uno reste importancia a lo que ha elegido hacer y sienta que está perdiéndose algo mejor. Del mismo modo, cuando utilizo, por ejemplo, alguna aplicación de citas no seré capaz de crear vínculos con nadie al pensar en todo el abanico de posibilidades que tengo ante mis ojos y que podría estar perdiéndome. Y siempre que exista la posibilidad de llegar a algo más serio con alguien me invadirá el miedo a estar equivocándome.
    (En este blog puedes leer el artículo “FOMO (I): Qué es y cómo saber si me está amargando la vida”)
  • Parálisis. Otro consecuencia de tener demasiadas opciones es que nos abrumamos tanto que acabamos ‘congelándonos’ y sin tomar ninguna decisión. Algunos estudios han mostrado como, al sobrecargar el cerebro con demasiadas opciones, se reduce la eficiencia en la toma de decisiones, lo que puede resultar en la incapacidad de decidir y en una mayor insatisfacción.
La paradoja de la elección está relacionada con el uso de las aplicaciones de citas.

Imagen de Freepik.

Maximizadores y satisfactores

La paradoja de la elección no nos afecta a todos por igual. Barry Schwartz diferencia entre «maximizadores» y «satisfactores», términos que tomó prestados de Herbert A. Simon, científico social y premio Nobel que en la década de los 50 del siglo pasado se dedicó a analizar los procesos de toma de decisión.

Los maximizadores buscan hacer la mejor elección posible evaluando exhaustivamente todas las opciones disponibles antes de elegir. Se esfuerzan por encontrar la opción óptima que maximice sus beneficios y les produzca la mayor satisfacción. Se caracterizan por:

  • Exhaustiva búsqueda de información: Son muy rigurosos investigando todas las alternativas disponibles.
  • Evaluación minuciosa: Comparan meticulosamente las características, pros y contras de cada opción.
  • Perfeccionismo: No les basta una opción que sea adecuada. Buscan la opción perfecta.
  • Tendencia al arrepentimiento: Una vez se han decidido por una opción, les preocupa la posibilidad de que alguna de las que rechazaron fuese mejor.

Un maximizador que quiera comprar un coche, por ejemplo, pasará semanas o meses investigando diferentes modelos, leyendo reseñas, probando varios vehículos y comparando precios antes de tomar una decisión.

Los satisfactores, por su parte, buscan una opción que sea lo suficientemente buena para sus necesidades y que cumpla con sus criterios y expectativas mínimas, sin preocuparse si es la opción óptima. Es decir, eligen haya o no mejores alternativas. Sus características:

  • Criterios claros: Tienen una lista de criterios que deben cumplirse para considerar una opción aceptable.
  • Búsqueda razonable de información: Investigan lo suficiente para encontrar una opción que cumpla con sus estándares, pero no buscan exhaustivamente.
  • Rapidez en la decisión: Tienden a decidirse más rápidamente porque no se obsesionan con cada detalle.
  • Satisfacción: Generalmente, están más satisfechos con sus decisiones, ya que sus expectativas son más manejables.

Siguiendo el mismo ejemplo del coche, un satisfactor podría identificar algunas características clave que para él son necesarias (consumo, precio, espacio interior…) y elegir el primer modelo que cumpla con estos criterios, sin revisar minuciosamente todas las opciones disponibles.

Obviamente, los maximizadores van a tener más ‘papeletas’ para caer en la paradoja de la elección y que la gran cantidad de opciones disponibles les abrume y se sientan menos satisfechos con sus decisiones al pensar que podrían haber elegido mejor. Los satisfactores, en cambio, al establecer criterios claros y conformarse con una opción que sea suficientemente buena, evitarán la parálisis por análisis y experimentarán menos arrepentimiento y estrés.

Asimismo, los primeros tendrán más probabilidades de que su salud mental se vea afectada. Precisamente la presión que se ponen ellos mismos para encontrar esa opción perfecta es la que les lleva a experimentar altos niveles de ansiedad.

Paradoja de la elección.

Foto de Anastasya Badun en Unsplash.

¿Es posible librarse de los efectos de la paradoja de la elección?

A continuación, te doy algunas pautas que pueden ayudarte a reducir la sensación de sobrecarga y mejorar tu satisfacción con las decisiones que tomes:

  • Establece criterios claros y define prioridades. Antes de enfrentarte a una decisión, identifica los criterios que te parecen más importantes y céntrate en ellos. Si vas a comprar un coche, decide de antemano qué características son imprescindibles (la eficiencia del combustible, el precio, la seguridad) y enfócate en esos aspectos.
  • Limita las opciones. Reduce la cantidad de alternativas a un número que puedas manejar sin excesivo esfuerzo mental. En lugar de revisar 50 modelos de teléfonos móviles, selecciona los 5 que mejor se ajusten a tus criterios principales y compáralos. Si compras online, puede ayudarte utilizar los filtros de búsqueda para acotar opciones según tus preferencias. Una vez que hayas acotado las alternativas, también puede ayudarte escribir una lista de pros y contras para cada una de las alternativas.
  • Satisfacer en lugar de maximizar. Adopta mentalidad de satisfactor y, en vez de agotar toda tu energía en dar mil vueltas para encontrar la opción perfecta y así no tener remordimientos después, acostúmbrate a decidirte por una alternativa lo suficientemente buena. En lugar de intentar encontrar el restaurante perfecto, elige uno que cumpla con tus criterios básicos y disfrútalo.
  • Divide y vencerás. Desglosa la decisión en etapas que te resulten más manejables. Si estás planeando unas vacaciones, primero decide el destino, luego el alojamiento, y finalmente las actividades a realizar.
  • Consulta e infórmate. Pedir recomendaciones a amigos, familiares o expertos puede ayudarte a reducir las opciones y a obtener perspectivas valiosas en las que no habías reparado.
  • Fíjate plazos. Establecer un tiempo límite para tomar una decisión te ayudará a evitar la parálisis por análisis.
  • Aprende a vivir con la incertidumbre. Acepta que la incertidumbre es una parte inevitable de la toma de decisiones, que no se pueden controlar cada variable y que no puedes predecir todos los resultados posibles. Piensa que, si las diferencias entre tus dos o tres opciones finales son tan pequeñas que te cuesta decirte por una, lo más seguro es que las diferencias entre sus resultados o consecuencias también serán insignificantes. Así que tampoco merecerá la pena invertir tanto tiempo y energía en seguir analizándolas indefinidamente.
  • Practica la autocompasión y acepta que la perfección no existe. No somos perfectos y, por tanto, nuestras decisiones tampoco, ya que siempre habrá pros y contras. Permítete cometer errores sin machacarte. Si después de un buen rato revisando la carta de un restaurante, eliges un plato que no resulta ser de tu agrado, recuérdate que no pasa nada y que la próxima vez podrás probar algo diferente.
  • Entrena tu tolerancia a la frustración. Elegir implica enfrentarnos a la frustración, bien porque lo que escogimos no cumple todas las expectativas que habíamos puesto en ello o porque empezamos a dar vueltas a la duda de si nos habremos equivocado en nuestra elección. Al fin y al cabo, tomes la decisión que tomes nunca podrás saber qué habría pasado si hubieses escogido otra opción.
  • Reflexiona y aprende. Revisa tus decisiones pasadas para identificar patrones y mejorar las que tomes en el futuro.

Y si, pese a todo, tener demasiadas opciones a la hora de elegir afecta a tu bienestar hasta el punto de angustiarte o, incluso, paralizarte, no dudes en buscar ayuda profesional. (Si lo deseas, puedes ponerte en contacto conmigo y te acompañaré en tu proceso)

«Aprender a elegir es difícil. Aprender a elegir bien es más difícil. Y aprender a elegir bien en un mundo de posibilidades ilimitadas es aún más difícil, quizá demasiado». (Barry Schwartz, psicólogo estadounidense)

Referencias bibliográficas

Reutskaja, E., Lindner, A., Nagel, R. & al. (2018). Choice overload reduces neural signatures of choice set value in dorsal striatum and anterior cingulate cortex. Nature Human Behaviour, 2, 925–935.

Schwartz, B. (2004). The Paradox of Choice: Why More Is Less, New York: HarperCollins.

Miedo a no hacer nada: Cuando las vacaciones se convierten en un castigo

Ociofobia: Cuando las vacaciones se convierten en un castigo

Ociofobia: Cuando las vacaciones se convierten en un castigo 1500 1000 BELÉN PICADO

¿Cómo suelen ser tus vacaciones? ¿Te permites desconectar y descansar? ¿O más bien necesitas tener un programa de actividades preciso y organizado que no deje nada al azar? ¿Eres capaz de quedarte sentado y sin hacer nada durante diez minutos? ¿O aguantas, como mucho, un minuto antes de levantarte y correr en busca de algo ‘productivo’ que hacer (o del móvil)? En pocas palabras, ¿te ha alcanzado la ociofobia?

Aunque muchos esperamos impacientes las vacaciones para permitirnos disfrutar del dolce far niente, a la hora de la verdad no es tan fácil como parece. Cuando llega el momento de desconectar, resulta que nos agobiamos si tenemos dos horas sin un plan, sin una actividad o sin un compromiso social. Algunos lo llaman ociofobia o, lo que es lo mismo, miedo irracional a tener tiempo libre. Otros, simplemente, a lo que tienen verdadera fobia es a la idea de «perder el tiempo».

Sin embargo, lejos de ser una pérdida de tiempo, «parar motores» de vez en cuando es una necesidad. Da igual si nos quedamos un rato mirando por la ventana, si damos un paseo solos y sin un destino prefijado o, simplemente, nos tendemos en la cama a mirar el techo. En cualquiera de estos casos, nuestro cerebro nos lo agradecerá (mucho). A veces, lo que muchos consideran perder el tiempo no solo no es negativo, sino que es necesario para mantener nuestro equilibrio físico y mental.

Por supuesto, esto no significa que tengamos que pasarnos todo el verano en posición horizontal y sin mover una pestaña, pero sí encontrar un equilibrio entre momentos de actividad y de desconexión.

Imagen de wayhomestudio en Freepik

Miedo a no hacer nada

En la era de las prisas y de la productividad, el miedo a no tener algo que hacer, a no estar ocupado con alguna actividad en la que enfocar toda la atención puede llegar a suponer una fuente de estrés.

Hay personas, sobre todo las que tienen rasgos más perfeccionistas, a quienes ocupar su tiempo permanentemente sin dejar un minuto libre les hace sentir más válidas. Además, el estar siempre ocupadas y haciendo algo ‘importante’ les aporta la sensación de estar cumpliendo con las expectativas que los demás y que ellas mismas tienen sobre su eficiencia y su valía.

En otros muchos casos, esa necesidad constante de llenar el tiempo es un modo de evitar quedarse a solas con los propios pensamientos. Sin embargo, recurrir a la evitación no hará que esas emociones y esos pensamientos desaparezcan. Antes o después, acabarán saliendo a flote y, a menudo, lo harán de modo descontrolado. Por ejemplo, en forma de ansiedad.

Soledad, culpa y ansiedad

Esta aversión a la inactividad puede manifestarse de múltiples formas:

  • Sentimiento de culpa ante un tiempo libre que no creemos merecido o que nos vemos en la obligación de ocupar con múltiples y variadas actividades productivas para no sentirnos vagos y ‘flojos’.
  • Sensación de nerviosismo o incapacidad para descansar y relajarse, a menudo favorecida por una tendencia a la hiperexigencia y el perfeccionismo.
  • Ansiedad. Quizás este sea el síntoma más visible y no solo mientras la persona está en pleno momento de ocio. Los síntomas ansiosos también pueden aparecer días, e incluso semanas antes, cuando empieza ya a anticipar y a preocuparse por lo mal que lo va a pasar sin nada que hacer.
    (Si te interesa, puedes leer en este mismo blog el artículo ¿Ansiedad en vacaciones? Cómo evitar que la angustia nos amargue el verano)
  • FOMO (Miedo a perderse algo). En un mundo hiperconectado, resulta muy complicado dedicarse a no hacer nada sin sentirse culpable o sin experimentar esa desagradable sensación de estar perdiéndonos algo importante.
  • Sentimiento de soledad y de vacío ante la falta de planes o de actividades con que llenar las horas libres. Tener el tiempo ocupado se convierte en una prioridad para no sentir el temible vacío que aparece cuando no tenemos a la vista alguna tarea que realizar.

Office in Small City, Edward Hopper

Por qué tenemos tanta aversión a estar ociosos

Hay varios factores que influyen en el miedo a no hacer nada, entre ellos:

  • Si me detengo y dejo de hacer, me daré cuenta de lo que estoy sintiendo y me tocará escuchar a mis pensamientos. Y no todos estamos preparados para conectar con nosotros mismos sin distracciones o elementos que nos permitan evadirnos. A veces el vacío interior que percibimos es demasiado profundo para atrevernos a explorarlo.
  • Sobrevaloración de la eficacia y la productividad. En la sociedad actual se da una excesiva importancia a ser el más productivo y eficiente en todo aquello que se hace, a la vez que se pone el foco en el logro más que en el proceso.
  • Creencias inculcadas en la infancia, según las cuales aburrirse es algo malo y la inactividad una señal de pereza y vaguería. A menudo no nos damos cuenta, por ejemplo, de que matriculando a nuestros hijos en todos los cursos que a nosotros nos parecen importantes y apuntándoles a un sinfín de actividades extraescolares, lejos de prepararlos para la sociedad, lo que estamos haciendo es comprar todos los boletos para que desarrolle un trastorno de ansiedad, como mínimo.

La importancia de tomarse una pausa

Algunos ejemplos de lo beneficioso que es practicar el arte de no hacer nada, los tenemos en personajes de sobra conocidos. Isaac Newton, por ejemplo, descubrió la ley de la gravedad cuando vio caer una manzana mientras se encontraba descansando bajo un árbol. El filósofo Friedrich Nietzsche acostumbraba a caminar varias horas todos los días porque consideraba que era en esos paseos entre árboles cuando mejores ideas tenía y más fácil le resultaba ordenarlas. Charles Darwin, por su parte, tenía su «camino para pensar», que recorría siempre que necesitaba reflexionar con calma.

Y es que, cuando nos dedicamos a no hacer nada, en realidad estamos haciendo mucho:

  • Recargamos pilas. La inactividad es un recurso esencial para que nuestro cerebro se tome un descanso y recupere la energía perdida. Esta ‘recarga de combustible’ es mucho más fácil y efectiva cuando, además de parar, cambiamos de escenario. Por ejemplo, saliendo a dar un paseo por un parque, sentándonos en la playa simplemente a mirar el horizonte… Ser una persona activa no es incompatible con descansar cuando lo necesitemos. Todos y todas necesitamos descansar para reponer fuerzas, físicas y mentales.
  • Liberamos nuestra creatividad. Cuando dejamos de hacer y nos quedamos a solas con nosotros mismos, en silencio y sin tener un nuevo objetivo en el que enfocar nuestra atención, estimulamos el ingenio y la llegada de nuevas ideas. También es más fácil encontrar soluciones a problemas que nos abruman y en las que ni siquiera habíamos reparado. Según explica Sandi Mann en su libro El arte de saber aburrirse, «el acto de soñar despierto puede proporcionar a las personas la oportunidad de volver a examinar un problema o situación que les preocupa tantas veces como lo deseen, de diversas maneras e incorporando cada vez nueva información y posibles soluciones. se pueden explorar ideas aparentemente ilógicas de una manera que no es factible en la práctica y a través de esta exploración pueden encontrarse soluciones nuevas o más adecuadas a los problemas o situaciones no resueltos».
  • Ayuda a trazar un plan para el futuro. Cuando nos permitimos soñar despiertos y dejamos a nuestra mente divagar es más fácil anticiparnos, planear nuestros próximos pasos y empezar a trazar el camino hacia lo que queremos en nuestra vida.
  • Favorecemos la introspección. De vez en cuando es necesario parar y conectar con uno mismo. No hace falta hacer nada, excepto quedarnos quietos y, por ejemplo, fijarnos únicamente en cómo entra y sale el aire de nuestros pulmones. Este estado nos facilitará, por un lado, ser conscientes de nuestras emociones y nuestras sensaciones; y, por otro, reflexionar sobre dónde estamos y qué necesitamos. Básicamente, es una oportunidad de lujo para conocernos mejor.
  • Ayudamos a nuestro cerebro. Según el científico y escritor Andrew J. Smart, durante los periodos de inactividad nuestro cerebro está muy activo, aunque de una forma diferente. Al igual que un avión tiene un piloto automático, nosotros entramos en un estado similar cuando descansamos y renunciamos al control manual: «El piloto automático tiene claro adónde quieres ir y qué quieres hacer y la única forma de averiguar lo que sabe es dejar de pilotar manualmente el avión y permitir que tu piloto automático te guíe».

(En este blog puedes leer el artículo «Por qué soñar despierto te ayuda a conocerte mejor«)

Nuestro cerebro y nuestro cuerpo necesitan descansar y resetearse

Así puedes entrenar el arte de no hacer nada

Nuestro cerebro y nuestro cuerpo necesitan descansar y resetearse y algunos de nosotros necesitamos aprender a tolerar la incomodidad que eso supone. Saber no hacer nada es un arte y una forma fantástica de autocuidado.

  • Obsérvate. Si te sientes mal cada vez que decides darte un descanso, en vez de evitar la emoción o la sensación que aparece, acéptala y préstale un poco de atención. ¿Te resulta familiar? ¿Cuánto la has sentido antes? Identificar de dónde viene te ayudará a entender mejor qué está ocurriendo y te facilitará el establecer pautas para manejar ese malestar.
  • Paso a paso. En el caso de que parar por completo te resulte demasiado complicado, o incluso te genere ansiedad solo pensar en no hacer nada, ve poco a poco. Reduce el ritmo y descárgate de tus actividades de forma escalonada. Es mejor reducir la velocidad gradualmente que pisar el freno de repente. De todos modos, si aparece el malestar no te rindas. Como el ejercicio, es cuestión de práctica.
  • Entrena. Empieza con ratitos cortos. 5 minutos poniendo la atención únicamente en tu respiración, 10 minutos mirando de manera consciente un paisaje u observando una pared o el techo… y a medida que te sientas cómodo amplía el tiempo. También puedes aprovechar las oportunidades que te ofrece el día a día. Por ejemplo, alarga el tiempo de desayuno. O, mientras esperas en la fila para pagar en la caja del supermercado, dedícate a observar el entorno en vez de sacar el móvil.
  • Ni útil, ni productivo. Además de lo anterior, puedes ir intercalando actividades que te gusten y que no sean útiles ni productivas. Sal a pasear sin rumbo, siéntate en una terraza y tómate un café…
  • Siempre en tu agenda. Sigue practicando el arte de no hacer nada también cuando se terminen las vacaciones. Incluye tiempos de descanso e inactividad en tus jornadas y verás cómo mejora tu eficacia y tu productividad. Dedica al menos una hora al día al a no hacer nada.
  • No tengas miedo a aburrirte. Está demostrado que este estado estimula la creatividad. Cuando tú crees que no haces nada, tu cerebro está procesando información que te permitirá ser creativo y encontrar soluciones a situaciones complicadas. Aprovecha también el aburrimiento como una ocasión para la auto-observación y para reencontrarte contigo. La cantante Miley Cyrus contaba en una entrevista que durante mucho tiempo odió estar aburrida: «Sentía que eso significaba que no estaba haciendo suficiente o que estaba siendo perezosa. Pero ahora me he dado cuenta de que cuando estamos aburridos suele ser cuando nuestra imaginación se libera. Así que no me preocupo tanto de llenar mi tiempo con cosas sin sentido».
  • Entra en contacto con la naturaleza. Un parque, un bosque, una poza, la montaña… Cualquier lugar es válido para reconciliarnos con la naturaleza y dedicarnos, simplemente, a estar para nosotros. Basta con que te tiendas sobre una toalla o sobre el suelo y dejes que tus sentidos se abran al entorno: observa las nubes, escucha el canto de los pájaros, siente la brisa en tu piel, aspira los olores que llegan a tu nariz…
  • Apúntate al niksen. Aprovecha el verano para empezar a practicar el niksen, término holandés que significa, literalmente, «no hacer nada» y que viene a ser lo mismo que el dolce far niente italiano. Aunque el idioma cambia, el concepto es el mismo: poder permanecer en la inactividad sin que la culpa venga a buscarnos. Como explica Annette Lavrijsen, en su libro Niksen, el arte neerlandés de no hacer nada, se trata de desconectar como un modo de autocuidado. Dejamos de intentar optimizar nuestro tiempo a todas horas para dedicar un rato a simplemente ser, y no a hacer.

«Todos los males del hombre proceden de su incapacidad para sentarse en la silla de una habitación y no hacer nada» (Blaise Pascal)

Referencias bibliográficas

Lavrijsen, A. (2021). Niksen, el arte neerlandés de no hacer nada. Barcelona: Libros Cúpula

Mann, S. (2017). El arte de saber aburrirse. Barcelona: Plataforma editorial

Smart, A.J. (2015). El arte y la ciencia de no hacer nada. El piloto automático del cerebro. Madrid: Clave Intelectual

Autolesiones: ¿Por qué algunas personas se hacen daño a sí mismas?

Autolesiones: ¿Por qué algunas personas se hacen daño a sí mismas?

Autolesiones: ¿Por qué algunas personas se hacen daño a sí mismas? 1857 1615 BELÉN PICADO

Cuando experimentamos dolor físico lo habitual es hacer lo posible por eliminarlo. Para la mayoría de las personas se trata de una sensación desagradable, una señal que nuestro sistema nervioso nos envía para alejarnos de un peligro.  Si acerco mi mano al fuego o me pillo el dedo con una puerta, la sensación de dolor hará que inmediatamente retire la mano. Por esto a veces resulta tan difícil comprender el porqué de las autolesiones y las razones que pueden llevar a alguien a hacerse daño, ya sea a través de cortes, quemaduras, golpearse, rascarse hasta hacerse heridas, etc.

Lo primero para poder entender este comportamiento es saber que las personas que lo llevan a cabo arrastran una enorme carga de sufrimiento. Sufrimiento que no saben gestionar de otro modo y que, en muchos casos, se ha prolongado durante un largo periodo de tiempo. En segundo lugar, más que al dolor que puede provocar una autolesión, debemos prestar atención a la función que cumple esta conducta, ya sea calmarse, castigarse, «sentirse vivo», anestesiarse…

En cuanto a la edad, aunque la mayoría de los afectados son jóvenes, cada vez son más los estudios que confirman que los adultos recurren a esta conducta más de lo que se cree.

¿Qué es una autolesión?

En su libro Vivir con disociación traumática, Onno Van de Hart define la autolesión o autoagresión como «un daño deliberado al propio cuerpo con el fin de afrontar el estrés, el conflicto interior y el dolor. Puede entenderse como acción sustitutiva de un afrontamiento más adaptativo a problemas abrumadores, muchos de los cuales llevan aparejadas demasiadas emociones y sensaciones (soledad, abandono, pánico, conflictos internos, recuerdos traumáticos) o muy pocas (insensibilidad, despersonalización, vacío, sentirse muerto)”.

En ocasiones, puede surgir de manera impulsiva e inesperada, incluso para la persona que la está realizando. Sin embargo, también puede haberse planificado o ser la consecuencia de un aprendizaje que se ha ido reforzando con el tiempo hasta hacerse automático.

La autolesión es un daño deliberado al propio cuerpo con el fin de afrontar el estrés, el conflicto interior y el dolor.

La autolesión no implica necesariamente un intento de suicidio

Es importante distinguir entre comportamiento autolesivo e intento de suicidio. En el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM-5) se especifica que la persona que lleva a cabo una autolesión no suicida lo hace con «la expectativa de que la lesión solo conllevará un daño físico leve o moderado (es decir, no hay intención suicida)».

Judith Hermann, por su parte, habla en su libro Trauma y recuperación de la relación entre autolesiones e intento de suicidio en el caso de las víctimas de abusos: «Es cierto que muchos supervivientes de abusos infantiles intentan suicidarse, pero hay una clara distinción entre las repetidas autolesiones y los intentos de suicidio. Autolesionarse está pensado no para morir, sino para aliviar un dolor emocional insoportable, y paradójicamente muchos supervivientes las consideran una forma de auto preservación».

Sin embargo, y aunque el objetivo de quien se autolesiona no es acabar con su vida, sí es cierto que hacerlo de forma repetida podría ser un predictor de posibles intentos de suicidio en el futuro. Al fin y al cabo, detrás de este comportamiento hay un malestar y un sufrimiento que en ciertas ocasiones puede llegar a hacerse intolerable.

Factores que influyen en la posibilidad de autolesionarse

Hay diversos factores que aumentan la posibilidad de que una persona recurra a las autolesiones:

  • Dificultad para gestionar y regular las emociones. Problemas para identificar y/o expresar qué se está sintiendo. Sentirse incapaz de manejar ciertos sentimientos cuando son muy intensos o desagradables.
  • Exceso de autocrítica y perfeccionismo. Hay personas excesivamente estrictas y exigentes consigo mismas que encuentran en las autolesiones una forma de dirigir su rabia y enfado hacia ellas mismas.
  • Trastornos mentales. En ocasiones la autolesión forma parte de la sintomatología de ciertos trastornos psiquiátricos. Es el caso del trastorno límite de la personalidad (TLP), depresión mayor, trastorno por estrés postraumático, trastorno bipolar, trastornos de la conducta alimentaria, abuso de sustancias, trastornos disociativos, trastornos de ansiedad, etc.
  • Experiencias estresantes o traumáticas en la infancia o la adolescencia. Enfermedades crónicas, intervenciones quirúrgicas, pérdida de familiares cercanos y, especialmente, haber sufrido maltrato, abuso (físico, sexual, bullying…) o negligencia. Según la investigadora estadounidense Tuppet Yates, hasta un 79% de pacientes con conductas autolesivas ha declarado haber sufrido algún tipo de abuso en la infancia.
  • Ambiente familiar durante la infancia. Algunos padres con una baja capacidad de gestión emocional se desregulan cuando sus hijos expresan ciertas emociones. Al no saber cómo responder o calmar, se enfadan con ellos o los ignoran. En estos casos, es posible que el niño crezca tratando de ignorar sus propios sentimientos y sin atreverse a expresarlos. Sentirá que no tiene derecho a estar triste o enfadado, a emocionarse o a ser vulnerable como cualquier otro niño. Y uno de los mecanismos a los que podría recurrir en el futuro, en un intento desesperado por manejar un estado de ánimo que se le hace insoportable y que no sabe, o no puede, verbalizar o afrontar, es la autolesión.
  • Ganancias secundarias. Cuando alguien que acaba de autolesionarse llama a un amigo o a un familiar y este se preocupa, le cura las heridas o va a visitarle, sin darse cuenta está favoreciendo que esa persona repita la conducta. Como explica Dolores Mosquera en su libro La autolesión. El lenguaje del dolor, «se incrementa la posibilidad de que la persona lo asocie a una respuesta de preocupación inmediata por parte de los demás, cuando una simple llamada diciendo ‘me siento sola’ no tendría los mismos resultados». Esto no significa, por supuesto, que haya que ignorar a la persona que se ha autolesionado, sino que deberíamos escucharla antes de que llegue a ese momento.
  • Redes sociales. En internet circulan miles de vídeos e imágenes de autolesiones y esto puede incitar a los más jóvenes a llevar a cabo esta conducta. Por un lado, por el fenómeno de la imitación y aprendizaje vicario. Por otro, porque les aporta un sentido de identidad, de pertenencia a un grupo de iguales.

Detrás de las autolesiones hay una gran carga de sufrimiento.

Qué función cumple la autolesión

Al principio del artículo, señalaba la necesidad de prestar más atención a los motivos que llevan a una persona a hacerse daño que al dolor en sí. Cuando alguien recurre a la autolesión puede buscar varias cosas:

1. Sentirse vivo

Hay quienes sienten un enorme vacío emocional y esa ausencia de emociones les provoca a la vez la sensación de no ser reales, de estar soñando. En este caso, encuentran en la autolesión una forma de volver a la realidad, de poder sentir, aunque sea dolor. «Al menos así, sé que estoy viva, que no soy un robot. Es un alivio poder sentir algo más que ansiedad, vacío o esta profunda soledad», confesaba una paciente.

Esto ocurre, sobre todo, en casos de estados disociativos en los que hay despersonalización, es decir, cuando la persona se siente desconectada de su cuerpo. De algún modo, la autolesión ayuda a volver a la realidad y a acabar con esa sensación de extrañeza.

(En este mismo blog puedes leer el artículo «Despersonalización: ¿Por qué me siento desconectado de mi cuerpo?»)

2. Anestesiarse para no sentir

Cuando no hay estrategias suficientes para afrontar situaciones difíciles que provocan ansiedad o estados emocionales muy intensos, hacerse daño se convierte en una especie de ‘anestesia’ similar a la que busca el adicto, que consume para olvidarse de su malestar. «Cuando me corto me relajo inmediatamente, es como si todo el agobio desapareciera».

Entre otras cosas, lo que está ocurriendo es que cuando los receptores del dolor se activan y envían una señal al cerebro de que se está produciendo un daño, este inmediatamente pondrá el foco en ello y se ‘olvidará’, al menos de momento, de otras preocupaciones, pensamientos o emociones que estén desbordando a la persona. Además, debido a las endorfinas que se liberan, cuando el dolor desaparezca quedará una sensación de calma y relajación que es justo lo que se buscaba con la autolesión. El problema está en que, como ocurre también en las adicciones, ese alivio es temporal y no tardará en presentarse de nuevo la necesidad de volver a autolesionarse para recuperar esa relajación.

3. Autocastigarse o castigar a otros

Pensar mal de un ser querido; sentirse responsable de haber sufrido abusos o algún tipo de agresión; ingerir más comida de la deseada; sentir que se ha fallado a otra persona… El sentimiento de culpa por haber hecho o dejado de hacer o por haber dicho o dejado de decir algo puede ser tan abrumador que el castigo a través de la autolesión se convierte en el único medio de ‘redimirse’.

Da igual si eso que se cree haber hecho mal es real o no. En algunas personas que recurren a las autolesiones hay tal hipersensibilidad a las reacciones de los demás que cualquier gesto, palabra o tono puede llevarles a sentir que no son merecedores de amor o que hay algo inadecuado en ellos.

En una formación sobre trauma, el psiquiatra argentino Adrián Cillo explicaba que las heridas auto infligidas también son, a veces, ejemplos de un patrón invertido de autocuidado: «Si los pacientes han sido castigados al expresar o sentir una emoción determinada, tenderán a hacer lo mismo cuando sean adultos. El malestar no es aceptable, con lo cual se castigan a sí mismos por ser malos causándose incluso más daño».

Pero la autolesión no solo tiene la función de castigarse a sí mismo. A veces, una persona puede hacerse daño para castigar a otros.

4. Sentir que se tiene el control sobre uno mismo

Probablemente, la mayoría de nosotros hemos pasado por experiencias que nos superaban y nos hicieron sentir que no teníamos el control sobre nuestra vida. Esa sensación que para muchos resulta más o menos desagradable, en el caso de algunas personas puede llegar a ser realmente desestabilizadora. Hasta el punto de recurrir a la autolesión como una manera de sentir que se puede controlar algo, aunque solo sea el dolor físico. Sin embargo, se trata de una percepción tan irreal como ineficaz que, además, impide aprender y adoptar conductas alternativas más adaptativas.

A menudo, estas personas crecieron en un entorno desorganizado y caótico donde ni su intimidad, ni sus sentimientos y necesidades fueron validados y respetados. Y aprendieron que lo único que sí podían controlar era su propio cuerpo («No puedo controlar el daño que me hacen otros, pero sí el que me hago yo»).

5. Pedir ayuda

Muchos creen que quienes se autolesionan lo hacen para llamar la atención. Y en cierta medida es cierto si no nos quedamos en lo superficial y somos capaces de interpretar esa llamada de atención como una petición de ayuda de alguien que no sabe expresarse de otra forma. Hay personas que no se sienten vistas o que tienen dificultades para mostrar su malestar emocional y encuentran en la autolesión el único modo de que se ocupen de ellas, les pregunten o las cuiden.

Y en el caso de que alguien se haga daño para llamar la atención (una adolescente que amenaza a su madre con hacerse daño si le quita el móvil), quizás sea necesario ir más allá y preguntarse qué hay debajo de esa estrategia, qué está ocurriendo en el mundo interno de esa persona.

6. Sentirse cuidado y protegido

Entre las funciones que tiene la autolesión está la de sentirse cuidado por los demás, pero también la de cuidarse a sí mismo. En el primer caso, algunas personas creen, erróneamente, que los demás les quieren y se preocupan por ellos solo si les cuidan e impiden que se hagan daño. Es el caso de Rosa. Siempre está pensando que nadie la quiere ni se preocupa por ella y recurre a conductas autodestructivas esperando, de forma inconsciente, que los demás la detengan. Cree que si alguien la quiere de verdad se dará cuenta y no dejará que se haga daño. Esta fantasía de ser cuidada impide que tome conciencia de su dependencia y que comprenda que ella es la única que puede rescatarse a sí misma.

En el segundo caso, cuando alguien se hace un corte o una herida, luego va a tener que curarse y ocuparse de esas lesiones. En estos casos la autolesión puede representar una forma de cuidado que quizás no tenga en su vida.

7. Comunicar y expresar el propio malestar o sufrimiento

A veces, la persona no tiene la capacidad necesaria para poder verbalizar su malestar emocional o la intensidad de su sufrimiento. La autolesión se convierte entonces en forma de comunicar aquello que no sabe expresar en palabras. Un modo de transmitir y hacer visible lo que se siente, no solo para los demás, sino, a veces, también para uno mismo («Me hago daño para que entiendan cómo me siento»).

Como explica Dolores Mosquera, «la acción conlleva alivio, mientras que verbalizar y compartir requiere un esfuerzo tremendo y un repertorio de habilidades de las que carece la persona, que recurre a la acción como forma de comunicación».

La autolesión puede ser un modo de expresión emocional.

8. Regularse emocionalmente

La carencia de recursos internos hace que se sienta la emoción como algo desbordante que no puede controlarse o frenar. Ira, frustración, culpa, tristeza o vergüenza pueden llegar a ser sumamente desestabilizadoras cuando uno siente que no puede regularlas o salir de ellas, o que nadie puede ayudarle a calmarlas. En estas situaciones, la herida auto infligida aparece como un mecanismo eficaz (aunque patológico) a corto plazo para detener esa emoción que angustia y desestabiliza.

Algunas personas que se lesionan tienen mucho miedo a ‘explotar’ y descargar su ira sobre otros. Cuando la emoción no es muy fuerte, pueden arrojar un objeto o romper algo y quedarse tranquilas. Pero si esa rabia se hace demasiado intensa es posible que opten por hacerse daño. Si esto hace que uno se sienta más tranquilo y menos tenso, la probabilidad de que repita la conducta se incrementará. El problema radica en que este alivio inmediato, lejos de ser una solución, reforzará esta conducta desadaptativa y no permitirá que se adquieran recursos que funcionen a largo plazo.

La importancia de pedir ayuda profesional

Teniendo en cuenta que la autolesión es un mecanismo desadaptativo de afrontamiento al que se recurre cuando no hay unos recursos internos adecuados, la ayuda profesional resulta imprescindible y no solo para acabar con estas conductas. También es necesario que la persona encuentre otras herramientas para no tener que volver a hacerse daño. En terapia aprenderá, entre otras cosas, a:

  • Tolerar mejor la angustia y la frustración.
  • Identificar, expresar y regular sus emociones de un modo adaptativo.
  • Controla la impulsividad.
  • Mejorar la autoestima.
  • Establecer relaciones sanas con los demás.

(Si lo deseas, puedes ponerte en contacto conmigo y estaré encantada de ayudarte)

Referencias bibliográficas

Herman, J. (2004). Trauma y recuperación: Cómo superar las consecuencias de la violencia. Madrid: Espasa Calpe

Mosquera, D. (2008). La autolesión. El lenguaje del dolor. Madrid: Pléyades

Yates, T. M. (2009). Developmental pathways from child maltreatment to nonsuicidal self-injury. En M. K. Nock. (Ed.), Understanding Nonsuicidal Self-Injury: Origins, Assessment and Treatment (pp. 117-137). Washington DC, Estados Unidos: American Psychological Association

FOMO o el miedo a perderse algo importante

FOMO (I): Qué es y cómo saber si me está amargando la vida

FOMO (I): Qué es y cómo saber si me está amargando la vida 2120 1414 BELÉN PICADO

¿Estás convencido de que los demás tienen una vida mucho más interesante que la tuya? ¿Piensas que te estás perdiendo algo que podría ser crucial para tu felicidad?  Probablemente estés experimentando el síndrome o efecto FOMO. El término viene del acrónimo de la expresión inglesa «Fear of Missing Out», que significa «Temor a dejar pasar» o «Miedo a perderse algo». Se trata un tipo de ansiedad social que, aunque no está considerado un trastorno como tal según los sistemas de diagnóstico psiquiátrico, puede afectar seriamente a la salud mental.

No hay duda de que, debido a la omnipresencia de los smartphones y desde que las redes sociales llegaron a nuestras vidas, se ha intensificado no solo el miedo a estar perdiéndonos algo importante, sino también la idealización de cómo viven los demás. Sin embargo, la realidad es que esta incómoda y a veces agobiante sensación siempre ha estado ahí (¿te suena el dicho «Querer estar en misa y repicando»?).

Ya estaba cuando de niños odiábamos quedarnos dormidos y perdernos la conversación de nuestros hermanos o nuestros padres. O en la adolescencia cuando no nos dejaban salir y nos angustiábamos pensando que nuestros amigos estaban pasando la mejor tarde de sus vidas y nosotros nos lo estábamos perdiendo. Está también cuando somos padres y mientras trabajamos pensamos en el tiempo que nos estamos perdiendo de estar con nuestros hijos, pero si estamos con ellos nos preocupa el tiempo que no estamos dedicando a esa tarea que tenemos pendiente.

Como el tema es amplio, en este artículo veremos cómo identificar si el efecto FOMO ha llegado a nuestra vida, quienes tienen más posibilidades de experimentarlo y qué factores influyen en su aparición. Para saber cómo prevenirlo y superarlo os invito a leer, en este mismo blog, el artículo FOMO (II): 12 pautas para afrontar el miedo a perderse algo importante.

El FOMO afecta negativamente a nuestra salud mental.

Imagen de Freepik

Así se produce el efecto FOMO

Como seres sociales que somos, necesitamos establecer conexiones y relacionarnos con otras personas. Sin dichos vínculos nuestra supervivencia como especie estaría en peligro, así que parece lógico que percibamos como una amenaza la posibilidad de perder esas conexiones. Y así es como el cerebro interpreta el FOMO. Al tratarse de una sensación muy ligada a la emoción de miedo, nuestro sistema nervioso se pondrá en alerta, no tanto por no estar presente en una reunión de amigos o porque nadie le ha dado «Me gusta» a nuestra publicación, como por el peligro de quedar fuera de esa comunidad que necesitamos para sobrevivir.

La dopamina, conocida también como hormona del placer, está también implicada. Recibir respuestas positivas a nuestras publicaciones en las redes sociales o a nuestras intervenciones en grupos de whatsapp, por ejemplo, hace que aumente la liberación de dopamina y se ponga en marcha el sistema de recompensa. Y como se trata de algo muy gratificante para el cerebro, tenderemos a buscar ese refuerzo positivo una y otra vez. Este es uno de los motivos por los que el uso de las redes sociales o del móvil llega a ser tan adictivo.

¿Cómo sé que me está afectando?

El ansia por vivir lo más intensamente posible y el convencimiento de que los demás lo están logrando y nosotros no (o no tanto como ellos) impide que seamos conscientes de los buenos momentos y nos lleva derechitos a la insatisfacción permanente y al FOMO. Estas son algunas señales que nos avisan de que esta desagradable sensación podría estar interfiriendo en nuestro bienestar mental y emocional más de lo que creemos:

  • Me agobio cuando entro en Instagram o en Facebook y veo que mi amigo acaba de colgar una imagen de sus vacaciones o que mis compañeros de trabajo se lo están pasado en grande tomándose unas cañas, mientras yo estoy en casa en pijama y haciéndome un maratón de Netflix.
  • Estoy permanentemente conectado y enganchado al móvil o a cualquier dispositivo, comprobando si tengo nuevos mensajes, notificaciones, ‘likes’ o comentarios en mis redes sociales.
  • Entro compulsivamente en los perfiles de mis conocidos para ver qué han colgado, si tienen más ‘likes’ que yo o si tienen nuevos seguidores. En todo momento estoy al tanto de lo que hacen aquellas personas a las que sigo y que me siguen.
  • Chequeo y participo en todas las conversaciones que tienen lugar en mis grupos de whatsapp, aunque no me interesen o me quiten tiempo para otras actividades. Me genera angustia la sensación de que, si no estoy atento o no respondo de forma inmediata, podría perderme algo importante y quedarme fuera.
  • Si me coinciden varios eventos hago lo posible por acudir a todos, aunque solo sea un rato y a costa de no profundizar en las relaciones con personas que me importan. A veces, no me apetece nada estar en una de esas reuniones, pero el miedo a perdérmelo o, incluso, a que se olviden de mí y no vuelvan a contar conmigo es superior a mis pocas ganas.
  • Lo paso mal cuando mis amigos hablan sobre algún lugar al que han ido o acerca de algo que han hecho juntos y en lo que yo no he participado.
  • Voy a los conciertos y me paso más tiempo grabando con el móvil para compartirlo en redes sociales que disfrutando de la música. Por muy satisfactorias que sean mis experiencias, si no las comparto públicamente me da la sensación de que no son tan buenas.
  • Llego tarde siempre a todos los sitios. No quiero malgastar ni un segundo de mi vida e intento hacer tantas cosas antes de salir de casa que, por muy deprisa que vaya, nunca llego a tiempo.
  • Desde que teletrabajo, me siento más inseguro y tengo la sensación de que si no estoy presente físicamente en mi lugar de trabajo me estoy perdiendo algo importante que podría afectarme a nivel laboral.
  • Cuando utilizo alguna aplicación de citas no soy capaz de crear vínculos con nadie porque no puedo evitar pensar en todo el abanico de posibilidades que tengo ante mis ojos y que podría estar perdiéndome. Siempre que existe la posibilidad de llegar a algo más serio con alguien me invade el miedo a estar equivocándome.

Síntomas físicos y mentales

Si bien, y como señalaba al principio del artículo, el síndrome FOMO no está reconocido como trastorno, a menudo va asociado a numerosos síntomas, tanto físicos como mentales. Entre ellos:

  • Cansancio físico y sensación de agotamiento mental y emocional.
  • Falta de concentración en tareas cotidianas.
  • Dificultad para dormir.
  • Sentimientos de tristeza y síntomas depresivos.
  • Aumento de estrés y frustración.
  • Cefaleas tensionales.
  • Insatisfacción causada por la idealización de otras personas y otras formas de vida.
  • Aislamiento. Paradójicamente, al intentar no perderse nada y estar en permanente contacto (virtual) con otras personas, quienes sufren este problema pasan cada vez más tiempo en el mundo online que en la vida real y en consecuencia cada vez se aíslan más.
  • Ansiedad cuando no se tiene ocasión de responder inmediatamente a cualquier mensaje o comentario que se recibe vía móvil o a través de las redes sociales.
  • Sonidos ilusorios. Este fenómeno se conoce también como síndrome de la llamada o alerta fantasma. Se refiere a sonidos que la persona cree escuchar en forma de notificación, mensaje, etc. y que no son reales.
  • Sensaciones de soledad, abandono y exclusión por no participar en eventos o experiencias.

La necesidad de pertenencia y el miedo a la exclusión social

La necesidad de pertenencia y de estar conectados socialmente a otros es mucho anterior a internet. Es innata al ser humano y una necesidad básica desde la infancia. Necesitamos sentirnos parte de un grupo, ya sea de nuestra familia, de los amigos o los compañeros de trabajo. Cuando percibimos que formamos parte de una comunidad y que los demás nos aprueban, nos sentimos mejor con nosotros mismos.

Lo que ocurre es que, mientras que antes se afianzaba ese sentido de pertenencia en la calle, el parque o el colegio, ahora la mayoría de los jóvenes lo hacen en mayor medida interactuando en el mundo virtual. Lo que lleva a que la socialización en vivo y en directo sea menos habitual y más complicada.

Por otra parte, esta necesidad de pertenencia y de encajar está íntimamente vinculada al miedo al abandono y a la exclusión. Precisamente, el miedo a la exclusión social también favorece la aparición del FOMO, que en este caso funciona como un mecanismo de defensa inconsciente. Si estoy siempre en todas las conversaciones, en todas las reuniones o en todos los eventos no me van a abandonar, no se van a olvidar de mí, no me van a excluir. Si estoy siempre ahí seré importante para los demás.

La necesidad de pertenencia y el miedo a la exclusión social están detrás del FOMO o miedo a perderse algo.

El FOMO como mecanismo de autorregulación

La teoría de la autodeterminación, surgida del trabajo de los investigadores Edward L. Deci y Richard M. Ryan puede ayudarnos a comprender mejor las causas del FOMO. Según esta teoría, para lograr una autorregulación eficaz y alcanzar el bienestar psicológico debemos tener cubiertas tres necesidades psicológicas básicas:

  • Competencia. Sentir que tengo la capacidad de actuar eficazmente y que poseo el control sobre los resultados de esa acción. Básicamente, tener confianza en mis propias habilidades.
  • Autonomía. Sentir que tengo capacidad de elección y que yo decido y controlo mis objetivos y mi comportamiento.
  • Relación. Sentirme conectado con los demás, sentir que pertenezco a una comunidad.

Cuando estas necesidades se satisfacen, nuestra automotivación y nuestra salud mental mejoran. Pero si no se cubren, aparecerá el malestar psicológico y junto a él el FOMO. En este sentido, el FOMO puede entenderse como un mecanismo de autorregulación que se pone en marcha cuando percibo que mis necesidades de competencia, autonomía y de relación no están siendo satisfechas.

El peligro de tener demasiadas opciones donde elegir

Tener muchas opciones parece algo bueno, hasta que empezamos a preguntarnos de forma obsesiva si hemos tomado la decisión correcta. Uno de los factores que influye en que tengamos la sensación de que la vida pasa y quizá no la estamos aprovechando como deberíamos es la ingente cantidad de oportunidades con las que nos topamos en nuestro día a día. Viajes, eventos sociales, infinitas posibilidades de ocio, un amplio abanico de potenciales parejas ofrecido por las aplicaciones de citas… hasta los catálogos de las plataformas de streaming parecen inabarcables. Tenemos muchas más opciones de las que podemos procesar.

En su libro The Paradox of Choice: Why More is Less (La paradoja de la elección: Por qué más es menos), Barry Schwartz afirma: «Aprender a elegir es difícil. Aprender a elegir bien es más difícil. Y aprender a elegir bien en un mundo de posibilidades ilimitadas es aún más difícil, quizá demasiado». Según este psicólogo estadounidense, el aumento de opciones que nos ofrece la sociedad de consumo nos aleja de la felicidad en lugar de acercarnos a ella. Estos son algunos de los motivos por los que tener mucho donde elegir puede aumentar nuestra frustración e intensificar el FOMO:

  • Necesitamos más tiempo para elegir entre las mil y una posibilidades que se muestran ante nosotros. Cuando las opciones son pocas, podemos comparar antes y decidir más rápido.
  • Las opciones que hemos descartado siguen ocupando un espacio mental en nuestra mente.
  • El valor que damos a las cosas depende a menudo de con qué las comparamos. Cuando hay muchas alternativas, es fácil fijarse en las características atractivas de las que se han rechazado. Esto hace, a su vez, que nos sintamos insatisfechos con la opción elegida, aunque sea estupenda.
  • Con muchas opciones disponibles aumentan las expectativas sobre qué hace bueno a un determinado producto.
  • También es fácil tener remordimientos y creer que podríamos haber hecho una elección diferente con un resultado mejor. Este arrepentimiento neutraliza la satisfacción que podríamos haber tenido aun en el caso de haber tomado la mejor decisión. Si esto ocurre nos culparemos a nosotros mismos por tomar malas decisiones, lo que en algunas personas repercutirá en su autoestima y en su estado de ánimo.

(En este blog puedes leer el artículo «Paradoja de la elección: Cuantas más opciones, más insatisfacción»)

Tener demasiadas opciones a la hora de elegir favorece la aparición del efecto FOMO.

Otros factores que nos hace más vulnerables al FOMO

Los más jóvenes corren más riesgo de experimentar FOMO debido a la mayor cantidad de tiempo que pasan en ‘modo online’ y a una mayor sensibilidad y necesidad de aprobación social y pertenencia. Sin embargo, cualquiera puede sufrirlo. Hay determinadas características que favorecen su aparición.

  • Tendencia al perfeccionismo y a la autoexigencia. Las personas que tienen estos rasgos de personalidad siempre tienen la sensación de que les falta algo, da igual lo que hagan. Viven con una permanente sensación interna de satisfacción.
  • Problemas para relacionarse socialmente. Muchas personas que sufren ansiedad social y tienen dificultades a la hora de comunicarse recurren a las redes sociales para cubrir sus necesidades de relación y disminuir el sentimiento de soledad. Sin embargo, esta conducta acaba reforzando la evitación del cara a cara y, en consecuencia, aumentando la ansiedad social.
    (En este blog puedes leer el artículo «Ansiedad social: Mucho más que timidez»)
  • Baja autoestima. Tener un bajo nivel de satisfacción con la propia vida y una autoestima débil favorece que dependamos de los refuerzos positivos que vengan de otros.
  • Experiencias traumáticas. Haber sufrido pérdidas importantes en la infancia o haber vivido situaciones dolorosas en las que uno se ha sentido excluido o no aceptado puede sensibilizar a una persona y hacerla más vulnerable al FOMO. En estos casos la necesidad de estar siempre presente en cualquier situación puede constituir una respuesta frente a esas inseguridades.
Referencias bibliográficas

Dempsey, A. E., O’Brien, K. D., Tiamiyu, M. F. & Elhai, J. D. (2019). Fear of missing out (FoMO) and rumination mediate relations between social anxiety and problematic Facebook use. Addictive Behaviors Reports, 9, 100150

Gupta, M. & Sharma, A. (2021) Fear of Missing Out: a brief overview of origin, theoretical underpinnings and relationship with mental health. World Journal of Clinical Cases, 9 (19):4881-4889

Hunt, M.G., Marx, R. Lipson, C. & Young J. (2018). No more FoMO: Limiting Social Media Decreases Loneliness and Depression. Journal of Social and Clinical Psychology, 37 (10): 751-768

Przybylski, Andrew K.; Murayama, Kou; DeHaan, Cody R.; Gladwell, Valerie (2013). Motivational, emotional, and behavioral correlates of fear of missing out. Computers in Human Behavior 29 (4): 1841-1848.

Sultan Ibrahim, S. A., Dahlan, A. ., Nur Wahida Mahmud Pauzi, & Vetrayan, J. . (2022). Fear of Missing Out (FoMO) and its relation with Depression and Anxiety among University Students. Environment-Behaviour Proceedings Journal, 7(20), 233-238

Schwartz, B. (2016). The Paradox of Choice: Why More Is Less. New York: Harper Collins

Tener al otro en un pedestal: Cuando la idealización me impide ver la realidad

Poner al otro en un pedestal: Cuando la idealización me impide ver la realidad

Poner al otro en un pedestal: Cuando la idealización me impide ver la realidad 2121 1414 BELÉN PICADO

Todos somos, en general, bastante aficionados a idealizar. Y no solo a otras personas, sino también situaciones, creencias… En realidad, la idealización no es positiva ni negativa. Todo depende de la intensidad y de la frecuencia con que recurramos a ella. Es normal, por ejemplo, que un niño idealice a sus padres o a sus maestros. O que idealicemos a la persona con quien estamos empezando a salir (la idealización forma parte del proceso de enamorarse). El problema aparece cuando esa perfección que creemos ver en el otro nos deslumbra y no nos permite ver su cara B.

Cuando nos ponemos las gafas con cristales de color de rosa todo parece maravilloso. Pero lo cierto es que solo estamos viendo una imagen distorsionada e incompleta de la realidad. Necesitamos unas gafas sin filtros que nos permitan ver la paleta completa de colores, incluidos los grises y, a veces, también los negros.

Podríamos definir la idealización como un proceso por el que atribuimos a una persona, situación, etc. valores o cualidades que nosotros creemos no poseer o, al menos, no en la medida en que los proyectamos fuera. Nos enfocamos solo en lo positivo y si acaso llegamos a ver alguna sombra inmediatamente la apartamos de nuestra consciencia y la pasamos por alto o la justificamos. ¿Significa esto que el objeto idealizado no posee las características que vemos en él? No necesariamente. Claro que puede tenerlas, pero son solo una parte de un conjunto mucho más amplio. Además, en muchas ocasiones, esta visión irreal puede acabar convirtiéndose en una pesada carga para aquel a quien idealizamos y, en consecuencia, en un obstáculo para cualquier relación honesta y real.

La idealización como parte de nuestro proceso de desarrollo

Durante la infancia, es normal que el niño idealice a sus figuras de apego e incluso que les dote de poderes mágicos y los convierta en superhéroes. De hecho, uno de los aspectos centrales para un correcto desarrollo de la identidad adulta es el tener la posibilidad de poder elaborar e internalizar esas representaciones positivas tanto de lo materno como de lo paterno.

Lo adecuado sería aprender de nuestras primeras relaciones, generalmente con los padres, el significado de sentirnos queridos, cuidados, seguros y validados incondicionalmente. Pero, lamentablemente, no siempre es así. Cuando ese amor, esa seguridad o esa aprobación no existen o se ofrecen de manera condicional el niño necesita desarrollar mecanismos de protección que le ayuden a seguir adelante.

En el caso de la idealización, puede aparecer, por ejemplo, cuando el niño maltratado o abusado aprende a eludir los aspectos más negativos de la figura maltratadora o abusadora como un modo de mantener un vínculo que necesita para sobrevivir.

Muy posiblemente, en la edad adulta la persona recurrirá a este mecanismo de defensa para seguir buscando la seguridad, el reconocimiento y el amor que no tuvo. Por ejemplo, fantaseando cada vez que conoce a alguien con establecer una relación diferente a las que ha tenido en el pasado. Una relación en la que no le lastimen, ni le traicionen. Este podría ser el caso de Manuel, un chico con dificultades en el terreno de las relaciones personales. Cuando conoce a alguien que parece encajar con su ideal de amigo, automáticamente lo sube a un pedestal altísimo, ensalzando sus cualidades positivas e ignorando las que se alejan de ese ideal. Sin embargo, basta que su nuevo amigo cometa un solo fallo, por mínimo que sea, para que Manuel se sienta traicionado e, incapaz de lidiar con esta realidad, lo traslade directamente a su lista de enemigos.

Idealizar a las figuras de apego es parte del desarrollo del niño.

Imagen de wayhomestudio en Freepik

Un mecanismo de defensa que nos aleja de la realidad

Como hemos dicho al principio, todos idealizamos en algún momento, entre otras razones porque es un modo de mantener la esperanza en que las cosas irán bien. Y esto es positivo y adaptativo porque, si solo pensáramos en las dificultades que vamos a encontrar al iniciar una relación o al afrontar un nuevo proyecto, posiblemente ni lo intentaríamos.

Ahora bien, este proceso interno, en principio adaptativo, puede convertirse en un mecanismo de defensa rígido y automático.

Los mecanismos de defensa son estrategias psicológicas inconscientes cuyo objetivo es ayudarnos a mantener nuestro equilibrio interior. Nos ayudan a defendernos de pensamientos y sentimientos negativos que pueden generarnos dolor y angustia y amenazar nuestra autoimagen. Serían algo así como esas aplicaciones que siguen ejecutándose en segundo plano en nuestro móvil y que van a agotando la batería sin que nos demos cuenta.

En el caso de la idealización, nuestro sistema busca ese equilibrio interno a costa de negar la realidad. Resaltamos lo bueno del objeto idealizado y lo rodeamos de un halo de perfección, a la vez que eliminamos cualquier defecto, fallo o cualidad negativa que nos estorbe en esta creación de nuestra idea perfecta.

Inconscientemente, nos alejamos de la angustia y del conflicto interno que supondría enfrentarnos con la imagen real y sin filtros. Siguiendo con el ejemplo de las aplicaciones del móvil, Imagina que tienes una de esas que ofrecen filtros super favorecedores. Una cosa es que te entretengas con ella de vez en cuando y otra, muy diferente, es que siga ejecutándose sin que tú seas consciente y modifique cualquier foto que recibas o quieras ver. Las imágenes serán fantásticas y preciosas, pero no estarás viendo la realidad sino un falso reflejo.

En su libro No soy yo, Anabel Gonzalez habla de la idealización como uno de nuestros sistemas de protección: «Idealizo. Me formo una imagen muy positiva de los demás, de mis capacidades para solucionar problemas o de cómo soy yo. Veo las cosas o la gente, o a mí mismo como me gustaría que fueran. Con determinadas figuras de mi vida se me hace difícil reconocer que puedan tener fallos o defectos. Soluciono la realidad cambiándola por mi propia versión. A veces vivo en mi propio planeta donde todo es como debe ser. En ese lugar habitan versiones de las personas, pero tal como querría que se comportaran conmigo. En ese planeta vive la familia que hubiera deseado tener, el trabajo de mis sueños, mi media naranja y los amigos de verdad. Me paso el día comparando la realidad con esta referencia».

¿Por qué colocamos a los otros en un pedestal?

Hay varias razones por las que idealizamos a otras personas, entre ellas:

  • Evitar la frustración y neutralizar nuestra angustia. Necesitamos pensar que aquel en quien depositamos nuestra confianza y a quien mostramos nuestra vulnerabilidad no nos va a decepcionar nunca, especialmente si no nos sentimos capacitados para afrontar determinadas situaciones. Si doy por hecho que alguien es tan maravilloso que nunca podría hacerme daño, me estoy protegiendo de un hipotético sufrimiento. A través de la idealización, estoy convirtiéndole en una figura protectora y atribuyéndole unas cualidades, a veces irreales, en las que apoyar mi esperanza de que todo irá bien.
  • Necesidad de protección. Hay personas que necesitan tener cerca figuras que consideran fuertes y poderosas, a quienes admirar y valorar. La atribución de esos poderes hace que se sientan protegidas. En este caso el objetivo de la idealización es asegurarnos de que hay alguien que va a poder ayudarnos cuando lo necesitemos. Esto nos permitirá sentirnos acompañados y seguros ya que, aunque nosotros no seamos fuertes, el otro sí lo es.
  • Mejorar nuestra autoestima. Si tengo baja autoestima, sobredimensionaré en los demás aquellas cualidades que siento que a mí me faltan. El peligro es que el hecho de considerar al otro perfecto e inalcanzable, mientras yo me siento inferior, puede acabar derivando en relaciones de dependencia y en comportamientos sumisos y complacientes.
  • Búsqueda de la perfección. Para quienes son muy perfeccionistas no hay escala de grises, todo es blanco o negro. Y las personas, igualmente, se dividen entre fantásticas u horribles. Así que, para poder relacionarse, necesitan recurrir a la idealización, ensalzando virtudes y negando cualidades que no cuadren con su sistema de valores.
  • Proyectar en el otro esa imagen idealizada que nos gustaría ver en nosotros mismos y que sentimos que no podemos alcanzar. Esta visión tiene que ver con todo lo que queremos ser y con cómo queremos que nos vean. Ocurre, por ejemplo, cuando convertimos en poco menos que dioses a personas de carne y hueso que han destacado por algún motivo, ya sean cantantes, políticos, futbolistas, influencers y personajes famosos en general.
  • Intentar que otros cubran nuestras propias carencias. Imaginaos a una madre que lleva a su hijo a terapia y aprovecha cualquier ocasión para resaltar la profesionalidad y alabar los conocimientos del psicólogo, pidiéndole consejo continuamente en cada paso que da respecto a la crianza de su hijo. Al idealizar al terapeuta, lo que esta mujer está haciendo inconscientemente es buscar una solución a través del trabajo casi exclusivo del profesional, depositando en él cualquier responsabilidad y eludiendo la que ella tiene como madre.

Cuando idealizamos al otro proyectamos en él la imagen idealizada que nos gustaría ver en nosotros mismos.

Idealización y narcisismo

La idealización está estrechamente ligada al narcisismo, tanto al propio como al de los demás.

El narcisista se identifica con una visión idealizada de sí mismo porque la imagen que tiene de su yo real le resulta inaceptable. Sin embargo, para mantener esta aparente perfección necesita un público que lo admire y alimente su ilusión de grandeza. El modo de conseguir esto es, unas veces, subirse al trono de la superioridad, haciendo sentir al otro afortunado por haberse fijado en él. Y otras, disfrazar ese narcisismo de vulnerabilidad despertando en la persona elegida la necesidad de cuidarle y rescatarle.

A su vez, lo que buscan a menudo quienes idealizan a este tipo de personas es identificarse con lo que esta figura supone para ellos. Si tú, que eres especial y único, te fijas en mí, de algún modo yo también seré especial y único.

Ahora bien, el peligro de adorar a un narcisista es que en cualquier momento podemos pasar de ser los elegidos a ser unos ‘apestados’. Entre frases como «Eres perfecto» o «Eres la mujer de mi vida» y «Eres despreciable» hay una línea finísima. Un narcisista seductor capaz de convertirte en la persona más especial del mundo, también te hará sentir la más insignificante cuando se canse de ti.

Algo parecido ocurre en familias con progenitores narcisistas en las que se otorga a uno de los hijos el papel de favorito o ‘niño dorado’. Este hijo, idealizado por el padre o la madre narcisista, cumple todo lo que se le pide, mostrando obediencia ciega y a la vez aislándose de los demás miembros de la familia, que lo ven como el niñito mimado. Sin embargo, también lleva una pesada carga sobre sus espaldas, ya que el más mínimo fracaso, decepción o cualquier ápice de pensamiento crítico harán que pase de ser el preferido a convertirse en chivo expiatorio.

El alto precio de idealizar a los demás

Convertir a los demás en modelos de perfección puede traernos algunas consecuencias no deseadas. Vamos a ver algunas:

  • De la idealización a la devaluación. Como nadie es perfecto y antes o después todos cometemos errores, cuando la venda se nos caiga de los ojos hay bastantes probabilidades de que pasemos de la idealización a la decepción, la frustración e, incluso, a la sensación de sentirnos traicionados. María puso a Beatriz la etiqueta de «la más amable y generosa» desde que le echó una mano con una tarea en el trabajo. Pero todo cambió cuando volvió a pedirle ayuda y Beatriz le explicó que esta vez no podía sentarse con ella porque tenía algunos encargos que terminar. Automáticamente, María pasó de adorarla a odiarla y a considerarla la peor compañera del mundo.
  • Vivir en una falsa realidad. Siguiendo con el ejemplo anterior, también puede ocurrir lo contrario. Para poder salvaguardar su equilibrio psicológico, María necesita mantener a toda costa las creencias que ha desarrollado sobre Beatriz. Así que, da igual que esta le hable mal, la ningunee o se las ingenie para endosarle siempre los encargos más complicados. María lo justificará todo, ignorará las pruebas y la información que contradigan «su» realidad y buscará activamente aquello que apoye su creencia distorsionada.
  • Desplazar hacia otras personas emociones desagradables que no nos permitimos sentir por la figura idealizada. El padre de Rosa la abandonó cuando era muy pequeña. Ella, incapaz de admitir el dolor que ese comportamiento le había causado, idealizó la figura paterna hasta el punto de crear en su mente todo tipo de justificaciones a aquella conducta. Sin embargo, lo que había detrás era mucha rabia y desconfianza, algo de lo que no era consciente. Esta hostilidad que en realidad sentía hacia su padre la descargaba sobre los hombres que conocía. En respuesta a ello, sus parejas siempre acababan dejándola y ella, incapaz de ver la realidad, insistía en que su ira estaba más que justificada por el hecho de que ellos siempre la dejaban.
  • Evitar emociones como la culpa y la vergüenza. Algo similar a lo anterior ocurre con la culpa y la vergüenza, que también se ocultan detrás de la idealización. Mi madre no me protegió del maltrato de mi padre ni estuvo disponible emocionalmente para mí cuando la necesité. Pero odiarla o sentir rabia hacia ella me produce mucha culpa y vergüenza. Así que encuentro en la idealización el modo de neutralizar, o al menos suavizar, esas emociones tan desestabilizadoras. A fuerza de enfocarme en las cualidades positivas de mi madre y ensalzarlas, transformaré su figura en objeto de idealización en vez de en blanco de desprecio y de reproches. En pocas palabras, ocultaré sus defectos y carencias para poder quererla. Pero lo cierto es que esos sentimientos siguen ahí y por mucho que se oculten acabarán pasando factura. ¿Cómo? Generando malestar, somatizaciones o psicopatologías, como depresión, ansiedad, etc.

No solo convertimos a las personas en modelos de perfección

La idealización puede tener lugar en el ámbito de la pareja, de la amistad, la familia, las relaciones laborales o en otros entornos donde haya implicado algún tipo de vínculo. Sin embargo, también se produce más allá de las relaciones personales. Idealizamos animales, objetos, lugares, ideologías o momentos en los que depositamos o hemos depositado nuestras vinculaciones afectivas.

En la costumbre de idealizar el pasado, por ejemplo, hay cierto sesgo cognitivo. Como cuenta Francisco J. Rubia en su libro El cerebro nos engaña, «cuando una persona intenta recordar un hecho del pasado, muy a menudo el recuerdo está formado e influenciado por la «actitud» hacia lo ocurrido. Es decir, que las expectativas y deseos de esa persona de lo que debería haber ocurrido tienen mucha más importancia que lo que ocurrió en realidad. (…) En este proceso de reconstrucción, llenamos huecos, redondeamos aristas y hacemos lógico lo que no lo es».

En cuanto a la idealización de sistemas de creencias e ideologías, el filósofo colombiano Estanislao Zuleta habla de «demanda y oferta de idealización» en su ensayo Sobre la idealización en la vida personal y colectiva. Detrás de la demanda o, lo que es lo mismo, de la búsqueda de ser idealizado, puede ocultarse la necesidad de exteriorizar una convicción y que los demás la compartan con el mismo entusiasmo. En el caso de la «oferta de idealización», proyectamos en un grupo, una persona o una ideología un «yo ideal del cual se espera una protección absoluta, una identidad garantizada, y una respuesta a todos los interrogantes» para los que nosotros no hemos encontrado respuesta.

Idealizamos el pasado cuando solo somos capaces de ver lo positivo y olvidamos lo negativo.

Cómo puede ayudar la terapia

En caso de que tu tendencia a la idealización esté causándote demasiados problemas, no dudes en buscar apoyo profesional. La terapia te ayudará a:

  • Identificar esos mecanismos que están conduciéndote a relaciones idealizadas e irreales.
  • Localizar creencias irracionales que te llevan a buscar la perfección en ti y en los demás.
  • Comprender que es posible experimentar un sentimiento hacia otra persona y también el contrario.
  • Acoger y validar cada una de tus emociones (por ‘feas’ o desagradables que te parezcan), en vez de reprimirlas y acabar haciéndote daño o haciéndoselo a los demás.
  • Trabajar en tu autoestima. Así no dependerás de la aceptación de los otros o de que te cuiden o cubran tus carencias.
  • Repasar tu historia de vida y entender dónde y cómo aprendiste a recurrir al mecanismo de la idealización.

(Si necesitas ayuda puedes ponerte en contacto conmigo y te acompañaré en tu proceso)

Claves para identificar a un narcisista

20 pistas para identificar a un narcisista (y evitar que te manipule)

20 pistas para identificar a un narcisista (y evitar que te manipule) 1254 836 BELÉN PICADO

Cuando pensamos en el concepto de narcisismo, lo asociamos a alguien sin empatía, con aires de grandeza y un deseo permanente de admiración. Incluso, es posible que deduzcamos que una persona con estas características probablemente tenga un trastorno. Sin embargo, no es así en todos los casos. El Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM-5) incluye los anteriores síntomas dentro de los criterios para diagnosticar un trastorno de la personalidad narcisista, pero no siempre tener alguno de estos rasgos indica que hay una psicopatología. En cualquier caso, no está de más aprender a identificar a un narcisista, entre otras cosas, porque así será más difícil caer en sus manipulaciones.

En realidad, el narcisismo no es algo que se tiene o no se tiene, sino que se trata de un rasgo de la personalidad que forma parte de una dimensión continua. El trastorno narcisista estaría en un extremo, pero la mayoría de los individuos con rasgos narcisistas se encuentran en la zona media de ese continuo. Algunos no tienen conciencia de ello. Otros se dan cuenta perfectamente, pero no lo ven como algo negativo porque simplemente están convencidos de que están por encima de los demás.

El problema es que en esa zona media hay muchas personas que, sin ser narcisistas en un grado patológico, sí pueden llegar a hacernos la vida bastante complicada. Entre ellas, puede haber gente muy cercana: tu jefe, tu mejor amiga, tu pareja, tu compañero de trabajo… o tú mismo/a.

Las personas con rasgos narcisistas tienen una visión distorsionada de sí mismas.

A continuación, te dejo 20 pistas que te ayudarán a detectar si hay alguna persona con rasgos narcisistas en tu entorno. El grado de narcisismo dependerá de la cantidad de rasgos que presente y de la mayor o menor intensidad de los mismos.

1. Al principio, es un encanto; luego, no tanto

Cuando conocemos a alguien con rasgos narcisistas es fácil que nos conquiste con su simpatía y su personalidad. Desde el principio se dirigirá a nosotros como si nos conociese de toda la vida e, incluso, es posible que ponga en marcha todo su arsenal de armas de seducción. Sin embargo, no hay que dejarse engañar. En realidad, no le interesa lo que alguien pueda contarle, más allá de que luego le resulte más sencillo manipularle y seducirle para que haga lo que él quiera o se convierta en un integrante más de su club de fans.

2. Siempre es la víctima

Este victimismo se muestra de diferentes maneras. Hay quienes han elaborado un discurso centrado en las cosas malas que les han ocurrido en el pasado y en culpar a los demás de su sufrimiento. Por ejemplo, pueden atrincherarse detrás de ideas como: «Mi vida es un desastre porque mis padres no me dieron el apoyo que necesitaba de niño, así que ahora tienen la obligación de compensarme dándome todo lo que deseo». En otros casos, cualquier comentario que se le haga a un narcisista, por neutro que sea, él lo puede transformar en un ataque o una humillación hacia su persona.

La psicóloga Dolores Mosquera establece dos variantes de este patrón: «Los que han experimentado situaciones difíciles a lo largo de su vida (que en cierto modo pueden explicar su postura y reforzarla) y los que presentan un componente masoquista (aquellos que adoptan esta postura porque así son los ‘que MÁS sufren’ y hay un ‘regusto’ de triunfo en ellos que consiguen mediante esa actitud victimista)».

3. No hay nadie más listo que él

El exceso de confianza en sí mismas y la sobrestimación de sus propias capacidades son habituales en este tipo de personas. No son pocas las ocasiones en que el hecho de creer que están por encima del resto dificulta sus relaciones sociales, aunque esto no impide que sigan en su ‘trono’ porque realmente creen saber más que nadie. Disfrutan, y mucho, de cualquier posición de liderazgo que les permita imponer su criterio y decir a la gente lo que tiene que hacer. Y, a la vez que sobrevaloran sus aptitudes, subestiman las de los demás: todos son tontos menos él.

4. Necesita que le admiren y le adulen

No solo se creen superiores al resto de los mortales, sino que necesitan que los halaguen de forma constante, haciéndose así totalmente dependientes de la validación externa. Y lo que tengan que hacer para ello es lo de menos: mentir, manipular… De hecho, lo que suele moverles es el ansia por obtener la atención y la admiración de los demás. La contrapartida de esta actitud es que, además del desgaste de energía, acaban cayendo en la dependencia emocional algo muy lejano a la imagen omnipotente que intentan mostrar.

5. La culpa siempre es de otro

Da igual lo que pase o si tiene parte de responsabilidad en algo que haya ocurrido. Una persona con rasgos narcisistas nunca se equivoca, ni comete errores, ni tiene la culpa de nada. Echará balones fuera e, incluso, se indignará si te atreves siquiera a insinuar lo contrario y te acusará de tratarle «injustamente». El problema con esto es que así no se puede evolucionar. Asumir la responsabilidad de nuestros errores es necesario para aprender y crecer como personas.

6. El mejor, el más atractivo, el único e inimitable

La grandiosidad es una de las principales características del narcisismo. Estas personas van a sentirse superiores al resto del mundo, aunque no haya una sola razón objetiva para ello. Prepotentes y arrogantes, tienen una visión distorsionada de sí mismas y están convencidas de que son únicas y especiales solo por existir. Por tanto, tienen más derechos que la ‘gente corriente’ y merecen un trato privilegiado.

Este sentimiento de superioridad les lleva a pensar que todo en su vida es perfecto, pero la sensación es fugaz. Como es imposible alcanzar la absoluta perfección y obtener la admiración de todo el mundo, es fácil que la arrogancia acabe dejando paso a todo lo contrario: frustración y, a menudo, ansiedad y depresión.

Las personas narcisistas se creen superiores al resto.

7. Excesivamente competitivo y con muy poco espíritu deportivo

Muy relacionado con la grandiosidad, el afán de sobresalir lleva a este tipo de sujetos a ser altamente competitivos. Buscarán algo en lo que sean mejores y, si ganan, se regodearán en su victoria y harán hincapié en los errores de sus competidores para destacar aún más en la comparación. Pero, si no son buenos como ganadores, aún son peores perdedores. En este caso, es muy probable que resten importancia al éxito ajeno o que recurran a la humillación.

8. Muestra una preocupación por los demás tan excesiva que resulta artificial

Según Mosquera hay un estilo de personalidad narcisista en el que predomina una preocupación por los demás que es percibida desde fuera como excesiva y artificial. Se trata de personas que parecen vivir por y para otros y que, aunque parecen disfrutar complaciendo a los demás, lo que buscan es satisfacer su ego mediante la aprobación y el reconocimiento de lo que hacen. «Es un subtipo que puede ‘explotar’ y ser verbalmente abusivo cuando ‘ya no puede más’ (por la tendencia a acumular resentimiento y rencor cuando los elegidos no responden como él espera)». La psicóloga también habla del «narcisista salvador», que vive para solucionar la vida de los demás. Quienes están dentro de este perfil sobrevaloran sus capacidades y se sienten responsables de lo que les ocurre a otros, atribuyéndose el poder de ser los únicos capaces de solventar los problemas ajenos.

9. Carece de empatía

Otra pista fundamental para identificar a una persona narcisista. El valor del resto de los seres humanos está en función de lo útiles que puedan ser para ella. No los ve como personas sino como instrumentos a su servicio y así es prácticamente imposible que se ponga en el lugar de los otros o que trate de comprender cómo se sienten. Y si ve a alguien angustiado no reaccionará porque, entre otras cosas, no acaban de creerse que esa persona esté realmente tan mal. Lo que sí es posible que haga es fingir una falsa empatía, especialmente si eso le puede ayudar más tarde a obtener algo.

10. Su capacidad de escucha es más bien justita

Las conversaciones con alguien así acaban convirtiéndose en monólogos, lo que dificulta mucho la comunicación. Da igual si tú quieres introducir un tema o aportar un punto de vista diferente, él retomará su discurso. Más que escucharte, aprovechará cualquier pausa que hagas, por breve que sea, para intervenir y volver a lo que le interesa a él. Y si esa pausa no llega, no dudará en interrumpir, convencido de que lo que tiene que decir es mucho más importante. Sin embargo, si siente que le interrumpes tú a él, se molestará y te lo hará saber.

11. Se relaciona de forma superficial

Con lo que has leído hasta aquí, ya te habrás hecho una idea de cómo son las relaciones personales de alguien con tendencias narcisistas. No suele tener amigos íntimos. Primero, porque nunca llega a mostrarse como realmente es. Y segundo, porque el encanto y el interés que muestra al principio no tarda en evaporarse y la gente acaba distanciándose. En el caso de los vínculos amorosos tampoco se involucran realmente en la relación, excepto para tratar de alejar a su pareja de su círculo cercano de forma que solo vivan pendientes de ellos.

12. Se enamora y desenamora en un abrir y cerrar de ojos

En su libro The Narcissist You Know (El narcisista que conoces), Joseph Burgo habla de los narcisistas seductores. Se enamoran con gran facilidad, a menudo de personas que apenas conocen, y con la misma facilidad se desenamoran. Idealizan al otro hasta el punto de verlo como alguien perfecto (en realidad lo que ven es un reflejo de su propia falsa imagen de perfección) y, por tanto, merecedor de su atención. Pero ese espejismo no tarda en esfumarse. Cuando se dan cuenta de que tienen a su lado un ser humano que también tiene defectos, no dudan en acabar con la relación sin contemplaciones.

13. Elige a las personas en función del servicio que puedan prestarle

Alguien con rasgos narcisistas no se relaciona con cualquiera. Lo más seguro es que intente acercarse a personas que considera perfectas como él y que estén ‘a su nivel’, aunque luego con el tiempo se decepcione. Otro criterio a la hora de buscar pareja o amigos es elegir a quienes tienen un alto estatus social o económico. Se esmerará en ganarse la amistad o el amor de alguien atractivo, con poder económico o de una posición social o profesional elevada, no solo porque así refuerza su sensación de valía. También porque en cualquier momento el elegido o la elegida puede resultarle útil. Por ejemplo, para pedirle favores personales o sociales o para presumir de él o de ella.

14. Proyecta en el otro lo que no acepta de sí mismo

Al identificarse con una imagen distorsionada de sí mismo, el narcisista no es capaz de ver cómo es realmente. Y esto mismo le ocurre con los otros. Lo que ve de ellos es una proyección, una imagen que, la mayoría de las veces, le devuelve reflejados los aspectos que niega de sí mismo. Por ejemplo, puede estar convencido de que todo el mundo le tiene envidia porque para él es inaceptable asumir la suya propia. O es probable que desconfíe de alguien que se comporta de forma amable y piense que lo único que quiere es aprovecharse de él.

15. Se esfuerza por ocultar sus emociones, sobre todo su vulnerabilidad

El psicólogo Craig Malkin explica en su libro Replantear el narcisismo que el narcisismo poco saludable se caracteriza por un «intento de ocultar la vulnerabilidad humana normal, especialmente los sentimientos dolorosos de inseguridad, tristeza, miedo, soledad y vergüenza». Esto no significa que evitar ciertas emociones te convierta en narcisista. Pero sí puede ser una señal si las eludes para sentirte especial. «Por ejemplo – especifica Malkin –, pensar que el hecho de que no sientas tristeza (o te convenzas de que no la sientes) te hace diferente al resto de la gente. Que si no te sientes inseguro, eres superior. O que si no amas… tal vez eres único, autosuficiente y libre de la vulnerabilidad que supone depender de otra persona».

Por otra parte, el médico y psicoterapeuta Alexander Lowen afirma que «el grado en que una persona se identifica con sus sentimientos es inversamente proporcional a su grado de narcisismo: cuanto más narcisista es, menos se identifica con sus sentimientos».

16. Siempre necesita tener el control

Una de las razones por las que una persona narcisista intenta no dejarse llevar por sus sentimientos es por el terror que le produce perder el control. «No pueden soportar estar a merced de las preferencias de otros. Les recuerda que no son invulnerables ni completamente independientes, que, de hecho, es posible que tengan que pedir lo que quieren y, lo que es peor, puede que el resto se niegue a dárselo», dice Malkin.

Todo esto hace que el narcisista suela ser obsesivo y perfeccionista: las cosas tienen que hacerse a su manera y, si no, no se hacen. Esta necesidad de controlar se extiende, por supuesto, a las relaciones. Cambiar de planes sin previo aviso, mirar con desaprobación sin llegar a decir nada, ser siempre impuntual… son solo algunos de los métodos de control que llega a utilizar.

17. Es un maestro de la manipulación

El convencimiento de que sus necesidades son lo más importante y, al mismo tiempo, la incapacidad de reconocer las de los demás llevan al narcisista a hacer lo que sea para salirse con la suya. Esto incluye aprovecharse de los demás para lograr sus fines. Una de sus armas favoritas es el efecto luz de gas o gaslighting, un tipo de manipulación tan sutil como perversa que consiste en hacer que alguien llegue a dudar de su realidad y de sus percepciones. Otras formas de conseguir que se haga lo que él quiere son humillar, intimidar, mentir, recurrir al victimismo o involucrar a terceras personas en sus tóxicos juegos (triangulación).

El narcisista es un maestro de la manipulación.

18. Casi nunca pide perdón, al menos de forma sincera

Palabras como «perdón» o «disculpas» no están en su diccionario, excepto cuando es él quien se siente agraviado. Una persona con rasgos narcisistas jamás pide perdón, sobre todo si es evidente que no tiene razón o se ha equivocado. Disculparse y asumir su error le llevaría a entrar en conflicto con esa imagen de perfección que tanto se esfuerza en mantener y no puede permitírselo. En un caso así, es mucho más probable que dé la vuelta a la situación y se convierta él en el ofendido. O, si llega a pedir disculpas, sean totalmente fingidas (y, si puede, no perderá ocasión de acompañarlas de algún reproche).

19. Tiene una autoestima muy frágil

En la mayoría de las ocasiones, detrás de la fachada de arrogancia y superioridad que muestra un narcisista se oculta una autoestima sumamente frágil que depende de los halagos ajenos y de la admiración que pueda despertar en otros. De hecho, cuando no obtiene el reconocimiento deseado y ve cómo se desmorona su fantasía de grandiosidad no es extraño que le invada una insoportable sensación de vacío e, incluso, llegue a caer en una depresión o en alguna adicción.

20. Le cuesta mucho encajar las críticas

Da igual si se trata de una crítica constructiva y hecha desde el mayor respeto. Un narcisista va a ofenderse y probablemente reaccionará con desdén, desprecio y, en algunos casos, con violencia. Justo debido a la necesidad de mantenerse por encima del resto de los mortales, cuando sienta que una opinión está amenazando su posición es fácil que su hostilidad asome de diferentes formas (odio, rencor, ira…). De este modo, descargará su frustración contra aquellas personas que no lo valoran como él cree merecer o contra el mundo en general. Hasta el punto de llegar en ocasiones a recurrir a la violencia física, verbal o psicológica.

(En este blog puedes leer el artículo Madres narcisistas, sobreprotectoras, ausentes… 25 pistas para identificarlas)

Bibliografía

Burgo, Joseph. (2016). The Narcissist You Know: Defending Yourself Against Extreme Narcissists in an All-About-Me Age. New York: Touchstone.

Lowen, Alexander (2000). El narcisismo. La enfermedad de nuestro tiempo. Barcelona: Paidós.

Malkin, Craig (2021). Replantear el narcisismo: Claves para reconocer y tratar con narcisistas. Eleftheria.

Mosquera, Dolores (2008). Personalidades narcisistas y personalidades con rasgos narcisistas. Revista Persona, 8(2). Buenos Aires, Argentina: Instituto Argentino para el Estudio de la Personalidad.

Trastorno de acumulación compulsiva: Mucho más que desorden

Trastorno de acumulación compulsiva: Mucho más que desorden

Trastorno de acumulación compulsiva: Mucho más que desorden 1255 836 BELÉN PICADO

Ropa, bolsas, revistas, cuadernos… Muchas personas guardamos multitud de objetos por si los necesitamos más adelante, para revisarlos un día que tengamos tiempo o porque tienen un valor emocional. En la mayoría de los casos no tiene mayor importancia. Pero, ¿cuándo pasa de ser algo meramente anecdótico a convertirse en un problema? Si sientes una necesidad irresistible y compulsiva de conservar todo tipo de objetos, te genera ansiedad la sola idea de deshacerse de ellos u ocupan gran parte del espacio disponible de tu casa, quizás tengas un trastorno de acumulación, también denominado trastorno de acumulación compulsiva, síndrome del acumulador compulsivo, o disposofobia.

Antes de continuar, es importante aclarar que coleccionar no es lo mismo que acumular. Cuando coleccionamos algo, lo hacemos con una intención o finalidad a diferencia del acumulador compulsivo que, simplemente, almacena. Asimismo, el coleccionista no acumula cualquier cosa, sino que recopila artículos muy específicos (libros, discos, sellos…). Busca algo determinado siguiendo una planificación, mientras que el acumulador acapara, sin más.

Tampoco hay que confundir el trastorno de acumulación con el síndrome de Diógenes, aunque estén relacionados. Este último, a diferencia del anterior, afecta a personas de edad avanzada, que suelen vivir solas y, por lo general, sufren algún grado de deterioro cognitivo o demencia. También es habitual que haya un abandono extremo de la higiene y el cuidado personal, algo que no ocurre en el acumulador. Por otra parte, los afectados por el síndrome de Diógenes no solo acumulan objetos, sino también basura, alimentos en mal estado, todo tipo de desperdicios e, incluso, animales que han sido abandonados en la calle.

Al trastorno de acumulación compulsiva también se le denomina disposofobia.

¿Qué es el trastorno de acumulación?

Según el Manual Diagnóstico de los Trastornos Mentales (DSM-5) el trastorno de acumulación se caracteriza por la «persistente dificultad de renunciar o separarse de posesiones, independientemente de su valor real, como consecuencia de una fuerte necesidad percibida para conservar los objetos y evitar el malestar asociado a desecharlos».

La persona con este trastorno comienza a acumular cosas compulsivamente y en cantidades exageradas hasta acabar ocupando la mayor parte del espacio disponible de la vivienda o del lugar donde se encuentre. El caos y el desorden resultante no solo causa numerosas molestias y entorpece las actividades diarias, sino que puede llegar a perturbar mucho la convivencia.

Por mucho que al resto del mundo le parezcan trastos inútiles y sin valor, el acumulador experimenta una gran angustia ante la idea de deshacerse o separarse de todas esas pertenencias. Y no solo por el miedo y la inseguridad que esto le genera, sino también porque en muchos casos establece un auténtico vínculo emocional con ellas.

Afecta más a mujeres, suele comenzar en la adolescencia y tiende a empeorar con la edad.

Programados para almacenar

La predisposición a acaparar es bastante común en el reino animal. Las ardillas, por ejemplo, van acumulando y escondiendo frutos y semillas en diversos puntos de su entorno para poder sobrevivir cuando el alimento escasea. Otro ejemplo es el cascanueces de Clark, un ave que puede acaparar más de 10.000 semillas en otoño y recordar su ubicación para recuperarlas en invierno.

Pero no solo es cosa de animales. La evolución también ha programado a los seres humanos para ello. Ese instinto de acumulación, alojado en las zonas filogenéticamente más antiguas de nuestro cerebro, es el que se pone en marcha cuando la disponibilidad de provisiones se vuelve irregular e insegura. Seguro que os acordáis de la compra compulsiva de papel higiénico al principio de la pandemia…

Sin llegar a esos extremos, a la mayoría nos gusta tener comida de más en casa o productos de primera necesidad. Abrir la nevera o la despensa y verla repleta de productos no solo reconforta y proporciona tranquilidad; incluso produce cierto placer. Tanto el trabajo recolector de la ardilla, como el hecho de almacenar grandes cantidades de papel higiénico o el acumular toda suerte de objetos, la mayoría sin utilidad, son conductas que, de un modo u otro, ayudan a experimentar mayor seguridad.

Julita Salmerón y Ariel, dos disposofóbicas de manual

En 2017, el actor Gustavo Salmerón estrenó un documental titulado Muchos hijos, un mono y un castillo con su madre, Julita Salmerón, como protagonista. Entre las posesiones que esta peculiar, algo excéntrica y entrañable mujer guarda como un preciado tesoro hay objetos tan singulares como un retal de los pantalones de su marido, los dientes de sus hijos o algunas vértebras de su abuela. En una entrevista, el propio Salmerón explica: «Lo que mis padres y mi familia tenemos es un síndrome de acumulación compulsiva llamado disposofobia. Consiste en acumular objetos, que no huelen mal ni son basura, no hablamos de Diógenes, sino de pilas de revistas de Fotogramas de los años noventa o de vinilos que jamás oyes. En el caso de mi madre es eso pero a unos niveles extremos».

Julita Salmerón en «Muchos hijos, un mono y un castillo».

El mismo trastorno parece afectar a Ariel, el personaje principal de La Sirenita, que se dedica a recoger y almacenar todo tipo de objetos que va encontrando en restos de naufragios. Son cosas que ni siquiera sabe para qué sirven o que son inútiles, pero con las que llega a crear cierto vínculo emocional. Como muchos disposofóbicos, la joven sirena también tiene problemas para relacionarse con sus iguales.

Factores de riesgo

Hay determinadas circunstancias y características que pueden favorecer que se desarrolle un trastorno de acumulación:

  • Antecedentes familiares. Alrededor de la mitad de acumuladores tienen uno o más familiares que lo son también, lo que hace que acaben viendo esta conducta como algo natural. Y esto tiene más que ver con que los niños repiten lo que ven (aprendizaje por modelado) que con la herencia genética.
  • Tendencia a distraerse fácilmente y dificultad para concentrarse.
  • Perfeccionismo. El miedo a equivocarme y a arrepentirme si tiro algo que luego puedo necesitar o que es importante emocionalmente para mí me llevará, al final, a no tomar decisiones y a dejar todo como estaba. El perfeccionismo también puede llevar a la procrastinación: una y otra vez intento ordenar el caos de mi casa, pero nunca empiezo.
  • Tendencia a la indecisión. El temperamento indeciso es un rasgo de personalidad bastante habitual en estas personas.
  • Experiencias adversas de la vida. Haber vivido un suceso difícil de afrontar o una pérdida importante (muerte de un ser querido, divorcio, haber perdido una vivienda…). Es normal, por ejemplo, que personas que han vivido las carencias de una guerra no solo valoren tanto las cosas materiales, sino que transmitan a sus descendientes el mensaje de que hay que guardarlo todo.
  • Sufrir otras patologías. Muchas de las personas que lo sufren tienen también otros problemas de salud mental, como Trastorno obsesivo compulsivo (TOC), ansiedad generalizada, fobia social, TDAH o depresión.
  • Historia de apego inseguro. Tener una historia de apego disfuncional va a dificultar en muchos casos el desprenderse de objetos, inútiles para muchos, pero especiales para el acumulador.

¿Por qué se acumula de forma compulsiva?

En la mayoría de los casos, este problema es solo la punta visible de un iceberg que a menudo oculta bajo la superficie conflictos emocionales no resueltos. Estos son algunos de los motivos que pueden llevar a acaparar compulsivamente:

  • Mecanismo de defensa. La acumulación compulsiva constituye un mecanismo de defensa, una forma de protegerse frente a amenazas imaginarias y también un modo de ocultar un fuerte sentimiento de inseguridad ante los cambios.
  • Percepción de control. Da igual lo inservibles que nos puedan parecer todos esos cachivaches a los demás. La persona disposofóbica necesita tener sus pertenencias consigo, aunque no sirvan para nada, porque eso les aporta sensación de control. Frente al malestar interno, la inseguridad o el miedo, el acto de acaparar genera alivio y seguridad.
  • Vínculo emocional. A menudo atesoramos recuerdos porque nos conectan a situaciones que han sido emocionalmente importantes para nosotros. El problema llega cuando convertimos esas cosas en una prolongación de nosotros mismos. Para las personas con trastorno de acumulación cada uno de esos artículos es único, especial e insustituible, así que ni se plantean la idea de perderlos. Utilizan las cosas materiales como un modo desesperado de aferrarse a un pasado que no quieren dejar ir. Desprenderse de objetos asociados a experiencias felices es lo mismo que renunciar a esos momentos y a su recuerdo. «Cuando tiras cosas, tiras parte de tu vida», dice Julita Salmerón en un momento de Muchos hijos, un mono y un castillo.
  • Respuesta al trauma. Una de las causas que pueden llevar a la acumulación compulsiva es haber atravesado una situación traumática. Puede que en cierto momento de la vida se haya atravesado una situación de precariedad importante (ruina, guerra, desahucio…) y haya quedado enquistado el miedo a que aquello se repita. O también es posible que haya un duelo no resuelto y la persona conserve determinadas pertenencias como una forma de mantener viva la presencia de lo perdido. Siente que tirarlas es una forma de alejarse de aquello que ya no está. Por otra parte, no es extraño que quien ha sufrido rechazo o abusos de algún tipo se resistan a deshacerse de sus cosas, porque sienten que es lo que hicieron con ellos. Simbólicamente, conservándolas están también rescatándose o cuidándose a sí mismos. Al fin y al cabo, las cosas no nos hacen daño, pero los seres humanos sí.
  • Huir de la soledad. Cuando en la vida no hay vínculos afectivos lo bastante sólidos ni una red de apoyo emocional suficientemente estable, la obsesión por acaparar cosas se convierte en una forma de escapar de la soledad. En estos casos, los objetos funcionan como sustitutos de los afectos y como una forma de llenar ese vacío. En una estancia repleta de muebles, cuadros y múltiples enseres la persona no se siente tan sola. El problema es que el acumular sin orden ni concierto hace que muchas veces el aislamiento sea aún mayor. Por un lado, porque el acumulador no deja que nadie entre en su casa. Por otro, porque, si se lo permite a alguien y este solo ve desorden y ningún lugar donde sentarse, probablemente no quiera volver.
  • Prepararse para el futuro. El miedo a lo que pueda venir o a un posible periodo de escasez puede desembocar en la conducta de adquirir nuevos objetos, conservar los que ya se tenían y almacenarlos todos “por si acaso”.

¿Cómo distinguir entre una persona desordenada y otra acumuladora compulsiva?

Algunos síntomas y signos que pueden ayudarnos a distinguir entre desorden y trastorno de acumulación compulsiva:

  • Dificultad para deshacerse de las pertenencias personales, incluso de aquellas que son inútiles, están inservibles o son de escaso valor. Asimismo, hay una incapacidad para seleccionar o decidir qué cosas sirven y cuáles no. Esto es, en gran parte por el vínculo emocional que se genera con ellas. Por ejemplo, da igual que una plancha no funcione; si perteneció a la abuela es razón suficiente para conservarlo.
  • Angustia ante la sola idea de renunciar a todo o parte de lo acumulado
  • Desorden creciente en casa, en el lugar de trabajo o en cualquier otro espacio, que puede llegar a dificultar el poder moverse con facilidad. A veces, el caos es tal que algunas habitaciones quedan inutilizadas para lo que estaban destinadas en un principio y se pierden cosas importantes (dinero, facturas, documentación). Lo acumulado llega a ocupar hasta dos tercios del espacio habitable del domicilio de manera caótica, complicando bastante la vida diaria. Nunca hay espacio suficiente para guardar todo lo que se acumula. Incluso puede llegarse a buscar otros lugares, como trasteros o garajes, para seguir almacenando.
  • Tendencia a comprar, también de forma compulsiva, una cantidad excesiva de artículos bien porque son una ganga o para almacenarlos «por lo que pueda pasar». No importa si es algo que necesita o no. Esta urgencia se extiende también a recoger cualquier cosa que le den o que encuentre por si le sirve más adelante.
  • Búsqueda de todo tipo de excusas para evitar que familiares o amigos vayan a casa y presencien el desorden. A veces, incluso se impide la entrada a personal técnico que tenga que realizar algún tipo de reparación.
  • Conflictos con aquellas personas que intentan poner orden en el caos, especialmente si conviven con el acumulador.

La imagen inferior pertenece a una serie que muestra 9 fotos de diversas estancias (sala de estar, cocina, dormitorio). Están ordenadas de 1 (sin desorden) a 9 (grado más severo de acumulación), según la cantidad de objetos acumulados. Se trata de la Clutter Image Rating Scale (CIRS), instrumento para evaluar la acumulación compulsiva y la gravedad del desorden.

Clutter Image Rating Scale (CIRS)

Clutter Image Rating Scale (CIRS).

Lo que NO debes hacer si tienes un familiar o un amigo con disposofobia

  • Insistir en ayudarle a ordenar sus cosas. Es muy posible que tu ser querido rechace tu oferta si aún no está motivado para cambiar. Y, sobre todo, si está convencido de que él no tiene un problema. A veces, aunque acepte que tiene un problema, el sentimiento de vergüenza puede dificultar que pida o acepte ayuda. De cualquier manera, recuerda que la motivación no es algo que se pueda forzar.
  • Tomar la decisión de limpiar y ordenar su casa de forma unilateral. El trastorno de acumulación no se soluciona limpiando y ordenando y menos deshaciéndonos de cualquier cosa sin permiso. Sobre todo, si antes no se ha tratado el problema de base que lo ha originado. Lo más probable es que aumente la intensidad de la angustia y la persona acumuladora acabe apegándose todavía más a sus pertenencias. Incluso, la desconfianza puede llevar a que rechace cualquier tipo de ayuda en el futuro.
  • Aleccionarle sobre cómo debe vivir. Todos, incluyendo acumuladores y acumuladoras, tenemos derecho decidir qué hacer con nuestras pertenencias y a elegir cómo queremos vivir.
  • Ponerse en modo «ordeno y mando». En vez de adoptar una posición culpabilizadora y exigirle que se deshaga de «todos esos trastos», es mejor acercarse con empatía y respeto. Tratar de comprender la importancia de esos objetos para la persona a quien nos dirigimos. No se trata tanto de imponer qué debe conservar o tirar, como de descubrir qué podría ayudarle a deshacerse de esas cosas u organizarlas.
  • Invalidarle como persona. En vez de hacerle sentir mal por todo lo que tiene amontonado y recurrir a desafortunados calificativos, ayudarle a ver cómo esto interfiere con los objetivos o valores que él o ella pueda tener. Por ejemplo, si la persona se deshace de los objetos acumulados, podrá tener una vida social más rica.

En terapia

Lo primero es que la persona con trastorno de acumulación tome conciencia de su problema, que no siempre es fácil. El tratamiento pasa por aprender a cuestionarse pensamientos y creencias irracionales acerca de la necesidad de adquirir y acumular cosas y sobre qué valor se les asigna. También habrá que reprocesar las experiencias traumáticas que pudiesen haber desencadenado el trastorno (cuando hay algún trauma la terapia EMDR ha demostrado ser especialmente efectiva). Asimismo, es necesario asumir que puede haber recaídas (y trazar un plan para afrontarlas). Las técnicas de relajación también forman parte del tratamiento y, en ocasiones, puede ser necesario apoyo farmacológico.

El objetivo está en que, poco a poco, la persona acumuladora empiece a desprenderse de lo que tiene acumulado y no sirve y, de paso, aprenda a tolerar el malestar o disgusto que produce el tener que hacerlo.

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