Ideación suicida

Cuando hay una muerte por suicidio, los supervivientes pasan por el enfado, la culpa, la vergüenza y el miedo.

Muerte por suicidio (I): Un duelo con mucho enfado, culpa, vergüenza y miedo

Muerte por suicidio (I): Un duelo con mucho enfado, culpa, vergüenza y miedo 1920 1280 BELÉN PICADO

¿Cómo no nos hemos dado cuenta? ¿Cómo ha sido capaz de hacernos esto? ¿Por qué lo ha hecho? ¿En qué nos hemos equivocado? Estas y mil preguntas más nos hacemos al enteramos de que alguien querido ha decidido quitarse la vida. Al principio, no nos lo creemos porque eso ‘siempre’ les ocurre a otros, no a nosotros. Pero, por desgracia, es mucho más habitual de lo que pensamos. Cada día hay una media de 10 suicidios en nuestro país. Uno cada dos horas y media. Y, según el Instituto Nacional de Estadística, es ya la principal causa de muerte no natural. Padres, hijos, hermanos, amigos… se convierten en supervivientes de un trauma que conlleva una gran carga de culpa, miedo, incomprensión y vergüenza. El duelo en la muerte por suicidio es, sin duda, uno de los más difíciles de atravesar.

Intentaremos buscar una justificación racional, interpretar cualquier conversación o detalle, encontrar una respuesta… Reconstruiremos obsesivamente lo ocurrido los días o las semanas previas en busca de una pista que nos ayude a entender. Pero lo cierto es que es muy difícil llegar a una conclusión convincente y acertada sobre los motivos que han llevado a alguien a terminar con su vida.

Un tema tabú rodeado de mitos

Aunque, por suerte, las actitudes hacia el suicidio están cambiando, aún existe mucho desconocimiento e incomprensión hacia este tema. Todavía es un tema tabú del que cuesta hablar, no solo a los supervivientes, que ocultan el motivo de la muerte de su ser querido por miedo al estigma y al juicio de su entorno. También a las personas que conforman este entorno y a menudo no saben cómo actuar ni qué decir en esta situación. Y, al final, este silencio acaba dificultando enormemente el proceso de duelo.

Además, el tabú se ve reforzado por mitos que es necesario desterrar. Por ejemplo, dar por hecho que todos los que acaban con su vida sufren una enfermedad mental. Es cierto que hay suicidios que son la manifestación extrema de un trastorno mental (depresión, trastorno bipolar, etc.), pero no es así en todos los casos. También hay personas que toman esta decisión después de estar sufriendo durante mucho tiempo un profundo dolor emocional o por una acumulación de situaciones que no saben cómo gestionar. O, incluso, es posible que las cosas se les vayan de las manos sin siquiera saberlo. A veces el vacío, la soledad y la desesperanza es tal, que se sienten atrapados y acaban eligiendo la muerte como vía de escape.

Otro mito en la muerte por suicidio es pensar que se trata de un acto de cobardía… o de valentía. La persona que pone fin a su vida por propia voluntad no es ni cobarde ni valiente. Es alguien que ya no tiene esperanza, que sufre enormemente y que ha encontrado en el suicidio la única forma para dejar de sufrir. Asimismo, hay quienes prefieren llegar a este extremo antes que sufrir las penalidades y el deterioro de una enfermedad mortal. Tratan así de evitar el dolor propio y el de sus familias por verlos morir lentamente. En el caso de personas ancianas, para algunas es preferible la muerte al deterioro físico, al aislamiento y la soledad que supone haber vivido más años que la familia y los amigos.

En general, la muerte por suicidio no se debe a una sola causa, sino a un cúmulo de factores. Lo que sí puede haber es un último desencadenante y a menudo este ‘disparador’ es lo que lleva a muchos supervivientes a pensar que esa ha sido la única causa y que podrían haberlo evitado. En cualquier caso, es el resultado de una decisión personal.

El suicidio sigue siendo un tema tabú rodeado de mitos.

Del enfado a la vergüenza, pasando por la culpa y el miedo

La muerte por suicidio es súbita, violenta y tan inesperada que nos provoca un intenso torbellino emocional, en el que se mezclan muchas emociones contradictorias. Confusión por no comprender qué llevó a la persona a tomar tan drástica decisión. Enfado porque «nos ha dejado pese a lo importante que era para nosotros» y nos sentimos abandonados. Culpa por no habernos percatado de cómo se sentía. Vergüenza por la posible imagen que tendrá de nosotros el entorno… Transitar el proceso de duelo en estos casos es como caminar en un túnel oscuro sin saber si volveremos a ver la luz. Pero es necesario atravesarlo para evitar que derive en un duelo patológico.

1. Enfado, traición y abandono: ¿Por qué me ha hecho esto?

Tras el shock y la incredulidad, es frecuente que nos invada una ira intensa. Un enfado que puede ir dirigido hacia uno mismo, por no haber sabido o no haber podido evitar el suicidio; hacia los profesionales, por no haber sido capaces de impedir que el familiar hiciese realidad su decisión; y también hacia el suicida, por haberse dado por vencido y haber rechazado la ayuda que se le prestó o que se le hubiera podido prestar.

«¿Cómo pudo hacerme esto?», «Si se hubiera parado a pensar en mí, no se habría quitado al vida», «No le importó el dolor que iba a causarnos», «Fue una egoísta»… Son algunos de los pensamientos que pasan por la mente de los supervivientes generando un intenso enfado y, a la vez, una baja autoestima. Porque perder a alguien por suicidio también puede hacer que el superviviente, de algún modo, se sienta rechazado («No confió en mí ni en mi capacidad para ayudarle», «No me quería lo suficiente»).

A esta rabia se une además un profundo sentimiento de traición y abandono, especialmente cuando se trata de alguien con pareja e hijos. Es posible que estos no puedan entender cómo su padre o su madre fue capaz de abandonarlos, de quitarse la vida sin pensar en ellos. Y para el/la cónyuge es una traición, pues siente que su pareja pensó más en sí misma y no le importó dejarle sola o solo al cargo de una familia.

2. Culpa: ¿Por qué no lo evité?

Es inevitable preguntarnos una y otra vez «¿Y si me hubiera dado cuenta antes?»«¿Y si no hubiéramos discutido?«,  «¿Y si me hubiera quedado ese día de casa?«… Un número interminable de «Y si…» para los que no hay respuesta.

La culpa aparece en la mayoría de los procesos de duelo, pero en el caso de la muerte por suicidio esta emoción suele ser especialmente intensa y desgarradora. Y también uno de los factores que más pueden entorpecer el proceso.

Bajo esta vivencia de culpa muchas veces se esconde una falsa percepción de control sobre la muerte (si hubiéramos actuado de otro modo el desenlace habría sido distinto) y cierta ilusión de omnipotencia, de dar por hecho que habríamos podido solucionar todos los problemas de nuestro ser querido.

La culpabilidad pesa como una enorme losa sobre los allegados. Es un sentimiento íntimamente ligado a la sensación de fracaso por no haber sido capaces de evitar la muerte. Por no haber podido detectar las señales que anunciaban lo que ocurriría… Otras veces, esta culpa está motivada por no haber actuado a tiempo, pese a saber cómo se sentía o a conocer sus intenciones.  Pero, aun en el caso de que la persona hubiese dado señales o hubiese verbalizado sus deseos de morir, no es tan sencillo evitar una muerte buscada. A veces, necesitamos «no creer» lo que nos están diciendo. Es como si, negando una realidad demasiado dolorosa, pudiéramos protegernos de ella. Porque es una realidad que no sabemos manejar. Porque nosotros también somos frágiles e imperfectos y no siempre sabemos qué hacer ni cómo reaccionar ante el dolor, el sufrimiento y la desesperanza de otro.

Este sentimiento puede ser especialmente difícil de manejar cuando la muerte se ha producido en el contexto de un conflicto entre el fallecido y el superviviente.

Puede que percibamos la culpa como algo tan real e insoportable que incluso sintamos la necesidad de castigarnos nosotros mismos a través de conductas autodestructivas que pueden ir desde el consumo de alcohol o drogas hasta las autolesiones o, incluso, la ideación suicida (recreando la idea de que merecemos la muerte por lo que no hicimos, a la vez que acariciamos la fantasía del reencuentro con el fallecido).

La culpa también puede manifestarse proyectándola en otros y culpándoles de la muerte. Esta conducta a menudo obedece a un intento de tener el control y de hallar significado a una situación difícil de entender.

En cualquier caso, como mencionan Elizabeth Kübler-Ross y David Kessler en su libro Sobre duelo y dolor: «Antes de poder superar el dolor primero debes superar la culpa. Debes llegar al punto en el que entiendas completamente que no eres responsable del suicidio de nadie. Entonces, de forma gradual podrás perdonarte a ti mismo y a tu ser querido. Deberás encontrar un lugar dentro de ti para estar triste y apenado y para construir una nueva relación con tu ser querido sin insistir en cómo murió ni definir su vida según su muerte».

(Si quieres saber más sobre el peso de la culpa en este tipo de situaciones, te invito a leer en este mismo blog: El sentimiento de culpa puede dificultar el proceso de duelo)

La culpa es uno de las emociones que se vive en un duelo por suicidio.

Vergüenza: ¿Qué pensarán de mí los vecinos, amigos y familiares?

Muchas familias viven la muerte por suicidio como un verdadero estigma que les llena de vergüenza y que no es fácil sobrellevar. Sienten la necesidad de ocultar una realidad terriblemente dolorosa y enmascaran el verdadero motivo de la muerte de su ser querido, contribuyendo así al estigma del que quieren huir. Se trata de una forma de protegerse y, al mismo tiempo, un intento de cubrir con un manto de silencio algo más doloroso de lo que uno está dispuesto o preparado para soportar.

Esta presión emocional añadida no solo afecta a la relación de la familia con el entorno. También afecta a las relaciones interpersonales dentro de la propia unidad familiar. Se crea así una ‘historia paralela’ respecto a lo que realmente ocurrió. Y, si alguien se atreve a llamar a esa muerte por su nombre, provocará el enfado y el rechazo de los demás, que necesitan verla como un fallecimiento accidental o natural. Una de las consecuencias  es que al negar la realidad (no se ha suicidado) tampoco se siente la necesidad de pedir ayuda.

La vergüenza también puede estar provocada por el entorno exterior. En muchas ocasiones no se permite a la familia hablar de su pérdida, aunque lo desee. Y los supervivientes acaban sintiéndose juzgados, a veces incluso por otros parientes. Muchos de quienes no han vivido algo así de cerca no saben qué decir ni cómo tratar a los allegados.

Juan Carlos Pérez Jiménez, autor del libro La mirada del suicida. El enigma y el estigma, habla en una entrevista sobre cómo vivió este sentimiento de vergüenza tras el suicidio de su padre:

«Vivimos una experiencia imposible de digerir en la que se mezclaban sentimientos como el profundo dolor, la rabia, el reproche o la incomprensión.  Pero de todos estos sentimientos había uno contra el que me rebelaba, la vergüenza. Advertía el estigma social y el silencio que se genera en torno a una muerte por suicidio y sobrevolaban los tópicos sobre su naturaleza hereditaria y su carácter de maldición de sangre, que hacen más difícil aún el duelo de una pérdida de este tipo. (…) No existe un discurso que ayude en el proceso de duelo y lo más frecuente es que se silencie, si se puede, la causa de la muerte. Incluso entre las propias familias se produce muchas veces un bloqueo en la comunicación que impide abordar la cuestión, con lo cual resulta más difícil todavía cerrar las heridas».

Miedo: ¿Mi familia está maldita?

El miedo es una respuesta totalmente normal después de una muerte por suicidio. Está presente en la mayoría de los familiares y tiene que ver con la sensación de vulnerabilidad. Con el hecho de sentirse en riesgo de repetir la conducta o de sufrir un trastorno mental que empuje a ella. Este sentimiento se refuerza más cuando cada uno entra en contacto con sus propios pensamientos e impulsos autodestructivos. En el caso de los hijos es posible que tengan la percepción de estar predestinados o ‘condenados’ a repetir la conducta del suicida.

Cuando suceden varios suicidios en una misma familia puede haber mucha ansiedad relacionada con el miedo a que el suicidio sea hereditario. Los estudios demuestran que, aunque tiene cierto componente genético, este es solo es uno de muchos factores que pueden aumentar el riesgo personal. Ni siquiera cuando este riesgo es mayor es posible predecir quién va a materializar, o no, sus ideas suicidas. También puede heredarse una predisposición a padecer un trastorno mental, por ejemplo, la depresión. Pero dependerá de múltiples factores ambientales que dicha enfermedad llegue a desarrollarse y, aunque fuera así, no tendría necesariamente que culminar en suicidio.

(Si necesitas pautas para transitar este proceso, te invito a leer, en este mismo blog, Muerte por suicidio (II): Cómo afrontar el duelo por suicidio y seguir adelante)

Cómo identificar un duelo complicado (y la serie «Katla» puede ayudar)

Cómo identificar un duelo complicado (y la serie «Katla» puede ayudar) 1920 1280 BELÉN PICADO

Existe un dolor para el que nadie está preparado: la muerte de un ser querido. Y, aunque se trata de una experiencia universal, cada uno lo afrontamos de forma diferente. En cualquier caso, transitar este camino es necesario para poder seguir adelante sin esa persona que ya no está. En la mayoría de los casos el proceso avanza de forma natural hasta llegar a la aceptación de la pérdida. Sin embargo, hay circunstancias que lo obstaculizan y lo bloquean hasta desembocar en un duelo patológico (también llamado duelo complicado, duelo inconcluso o duelo no resuelto). Como el tema es muy amplio, en este artículo me centro en las características y en los tipos que hay. Y, para terminar, os hablo de Katla, serie de Netflix que, precisamente, tiene en los duelos inconclusos su tema principal.

El psiquiatra Mardi Horowitz define el duelo complicado como «la intensificación del duelo a un nivel en que la persona está desbordada, recurre a conductas desadaptativas o permanece inacabablemente en este estado sin avanzar en el proceso del duelo hacia su resolución».

En su libro Aprender de la pérdida: Una guía para afrontar el duelo, Robert A. Niemeyer explica  que podemos quedar atascados de muchas maneras: «El duelo puede estar aparentemente ausente, cronificarse o representar una amenaza para nuestra vida». Esto es más probable «en pérdidas traumáticas o cuando se trata de una muerte ‘fuera de tiempo’ o que no está ‘sincronizada’ con el ciclo vital familiar. Es el caso de la muerte de un niño, que priva a sus padres y hermanos no solo de su presencia, sino también del futuro que esperaban que tuviera».

Características del duelo complicado

  • Duración. Cada persona lleva un ritmo diferente a la hora de procesar una pérdida significativa, pero se estima que, por término medio, ese tiempo suele oscilar desde varios meses hasta dos años, aproximadamente.
  • Negación y anestesia emocional. La persona no acepta ni comprende esa pérdida y eso la lleva a una especie de anestesia emocional que le impide llorar o expresar sentimientos de dolor, tristeza y rabia. Además, no puede abrirse a quienes le rodean, le es imposible hablar del fallecido…  Casi todo parece resultarle indiferente. Y es muy posible que si le preguntamos cómo está, nos responda con un escueto “bien” y cambie de tema. Lo que está ocurriendo, en realidad, es que su mente ha puesto en marcha ciertos mecanismos de defensa para protegerse de un dolor demasiado intenso que no puede afrontar.
  • Somatización. La negación de lo ocurrido o la anestesia emocional no impide que el cuerpo refleje las emociones y el estrés que conllevan un proceso de duelo. El cuerpo grita lo que la boca y la mente callan. El duelo no resuelto se manifiesta casi siempre en forma de somatizaciones: insomnio, alteraciones digestivas, dolor muscular, problemas de piel, cefaleas… No es extraño que la persona acuda constantemente al médico, sin ser consciente de que el origen de su malestar físico está en el malestar emocional que no está afrontando.
  • Hipersensibilidad. Es normal que cuando perdemos a alguien importante, su recuerdo nos provoque emociones intensas y difíciles de gestionar, pero poco a poco esa sensibilidad va disminuyendo y vamos acostumbrándonos a una nueva realidad en la que el dolor deja paso a la nostalgia. En el caso del duelo complicado, esa hipersensibilidad se mantiene en el tiempo. Cualquier imprevisto o pequeño problema se vive de manera desproporcionada. El doliente siente que no pueden tomar decisiones ni reflexionar con calma y que todo se le hace ‘un mundo’. Esa sensibilidad extrema no se manifiesta solo cuando se habla de la pérdida, sino en diferentes ámbitos de la vida. Cualquier pequeño contratiempo puede suponer un desafío insuperable.
  • Culpabilización. La culpa es una reacción habitual, pero cuando es desproporcionada en relación al tiempo que se mantiene y a la intensidad, puede dar lugar a un duelo patológico. En realidad, las circunstancias por las que la persona se culpa suelen ser hechos habituales en el día a día. Lo que ocurre es que los magnifica tras la pérdida al pensar que ya nunca podrá saldar esa ‘deuda’.  Incluso es posible que sienta que sus emociones tras el fallecimiento no son todo lo negativas que ‘deberían’. Asimismoo  puede ocurrir que cuando ya comienza a asimilar la realidad, la culpa vuelva en forma de autorreproche por retomar actividades agradables, en definitiva, por seguir viviendo.

Quedarse atrapado en la culpa es una de las características del duelo complicado.

  • Desesperanza. La falta de ilusión por el futuro y la desesperanza pueden adueñarse del doliente, sobre todo si su existencia giraba en torno a la persona fallecida. O si esta era su principal fuente de sostén emocional, social y/o económico. Ante la falta del ser querido, la vida deja de tener sentido y la persona se limita a sobrevivir con el ‘piloto automático’, a dejarse llevar y a sumergirse en una cotidianeidad que para ella ya no tiene sentido.
  • Problemas relacionales. Quien se queda atascado en la rabia y en la negación de la pérdida tiene serias dificultades para mantener una buena relación con el entorno. Además de no encontrar motivación para cuidar sus relaciones, a menudo le falta la paciencia y no es capaz de disfrutar de la familia, la pareja, los amigos e incluso de los hijos.
  • Trastornos mentales. El duelo no resuelto puede favorecer que empeoren trastornos mentales previos o el desarrollo de nuevas psicopatologías, como el trastorno depresivo, ideación suicida, diversas adicciones o trastornos de la conducta alimentaria.
  • Disociación. Mecanismos de defensa como la evitación o la disociación permiten al doliente minimizar su sufrimiento, pero a costa de alterar la capacidad de contactar consigo mismo y con los demás. Alba Payás lo explica en su libro Las tareas del duelo: «La persona se disocia de ese mundo interno y externo que la conecta con recuerdos relacionados con la muerte del ser querido. Pero a la vez se separa también de otras posibles experiencias placenteras relacionadas con la vida y con los que quedan. Esto explica por qué la mayoría de las personas que desarrollan un duelo complicado acaban experimentando la sensación de aislamiento: el sistema defensivo se retroalimenta, fijándose y distorsionando la realidad cada vez más, inhibiendo la espontaneidad, limitando la flexibilidad y alterando la capacidad de relacionarse de una manera sana con uno mismo y con el mundo. El precio de no sentir el dolor del duelo es también cerrarse a la posibilidad de experimentar los cambios necesarios para poder volver a vivir la vida con plenitud».

(Si después de leer este apartado, te sientes identificado o identificada con varias de estas características puedes ponerte en contacto conmigo y te ayudaré a transitar tu duelo)

Tipos de duelo complicado

  • Duelo crónico. Síntomas que al principio son normales, e incluso adaptativos, se prolongan en el tiempo sin que la persona acepte la pérdida. Es habitual en personas con un estilo de apego inseguro ansioso o ambivalente y en situaciones en que existía una acusada relación de dependencia (económica o afectiva). Para evitar el desamparo, el doliente permanece aferrado al vínculo con el fallecido. Le resulta muy difícil realizar tareas cotidianas por sí solo y revive de manera reiterada y acentuada pensamientos o sentimientos dolorosos asociados a la pérdida. También se produce cuando la relación en vida ha sido difícil y ambigua, alternando periodos de enfado con otros de tranquilidad. En este caso, es posible que la persona se vea inmersa en un duelo crónico en el que pasará continuamente del alivio al autorreproche, al resentimiento o a la culpa.
  • Duelo retrasado (inhibido, suprimido o pospuesto). La persona se focaliza en recuperarse y en retomar su vida normal lo antes posible, sin darse el tiempo suficiente para asumir la pérdida. Pasa el tiempo, cree que lo tiene totalmente superado y, de repente, un día sufre otra pérdida o, incluso, vive una experiencia que le conecta con aquel dolor que disoció y ‘enterró’. Entonces, sin poder explicarse por qué, aparecen síntomas totalmente desproporcionados con respecto a lo que le está ocurriendo en el presente. El duelo pospuesto se asocia a personalidades con estilos de apego inseguro evitativo.
  • Duelo intensificado o exagerado. El doliente se siente desbordado por el dolor. Experimenta los síntomas del duelo con una intensidad tan alta que, para evadirse, recurre a conductas desadaptativas. Abusa del alcohol o las drogas, se centra obsesivamente en el trabajo, en salir o en cualquier conducta que le permita sobrellevar la angustia, etc. Todo esto puede llevar a desarrollar trastornos como ansiedad, depresión, adicciones, fobias…

El duelo complicado puede llevar a desarrollar trastornos como ansiedad o depresión.

  • Duelo enmascarado. La persona experimenta síntomas o lleva a cabo conductas que le causan dificultades, pero sin darse cuenta de que están relacionadas con la pérdida. Por ejemplo, puede experimentar síntomas físicos similares a los del fallecido antes de morir, somatizaciones (dolores de cabeza, problemas digestivos, molestias musculares); desarrollar problemas psicopatológicos (ansiedad, trastornos alimentarios); o tener conductas desadaptativas, (depresión inexplicable, abandono de obligaciones, hiperactividad).
  • Duelo desautorizado, silente o prohibido. Son duelos que, pese a conllevar un gran dolor, no están socialmente aceptados y no reciben comprensión por parte del entorno. Es el caso de una pareja homosexual no reconocida públicamente en la que muere uno de sus miembros. O cuando se trata de una relación de amantes. Asimismo, el duelo silente puede darse en la muerte por suicidio, por enfermedades como el sida o por una sobredosis, por ejemplo. En estos casos, familia y amigos pueden experimentar cierta vergüenza y/o culpa y evitar hablar de su pérdida.  El aborto, a veces, también se trata con silencio y secretismo. Si no se ha llegado a comunicar el embarazo, es posible que se oculte todo el proceso para evitar dar explicaciones. Sin embargo, esto hace que no se pueda elaborar el duelo por el hijo perdido.
  • Duelo traumático. Si la muerte es inesperada o traumática (suicidios, homicidios, pérdidas múltiples), el duelo puede verse obstaculizado por un sufrimiento anormalmente intenso. Y también por síntomas propios del trastorno de estrés postraumático: pesadillas, flashbacks o recuerdos intrusivos recurrentes. Todo esto dificulta el proceso, agravando o prolongando la sensación de incredulidad, rabia y enfado e impidiendo la aceptación de la muerte. A esto se añade, a menudo, la presencia de otros trastornos, como ansiedad, trastornos del sueño, depresión, etc.
  • Duelo suspendido o congelado. Cuando no hay un cuerpo que acompañe la certeza de la muerte, como ocurre con los desaparecidos, transitar el camino del duelo es especialmente complicado. En ocasiones, incluso, el proceso puede llegar a prolongarse indefinidamente. Por un lado, el doliente se aferra a cualquier señal que pueda interpretar como una posibilidad de que su ser querido no haya muerto. Por otro, asumir su pérdida definitiva le genera un intenso sentimiento de culpa.

«Katla», una serie sobre duelos no resueltos

La muerte y el duelo siempre han sido temas muy recurrentes en el cine y la televisión. Y este es el caso de la serie islandesa Katla, historia dirigida por Baltasar Kormákur que gira en torno al duelo complicado y la culpa. De hecho, si la habéis visto, seguro que podéis identificar en los personajes algunas de las características y los tipos de duelo patológico que he enumerado más arriba.

En Katla, la mayoría de los protagonistas permanecen encadenados al pasado y a personas que ya no están. Bien porque han muerto o bien porque han experimentado un drástico cambio en su propia identidad. En cualquier caso, dichos personajes no son capaces de completar el duelo correspondiente. (A partir de aquí encontraréis algún spoiler)

Van a ser unos seres a los que llaman «suplantadores» (versiones de familiares fallecidos e, incluso, dobles de personas que siguen vivas) los que irán apareciendo para ayudar a los humanos a afrontar sus duelos inconclusos. Y, de paso, deshacer el nudo que aprisiona su vida y les impide seguir adelante. Es el caso, por ejemplo, de Grima. Siendo niña presenció, junto a su hermana Asa, el suicidio de su madre. Ya adultas, Asa desaparece y, desde ese momento, su hermana se sume en una profunda depresión incapaz de asumir su pérdida. Muy posiblemente el duelo por su hermana está sacando a la luz otro duelo no resuelto, el del suicidio de su madre.

Al duelo no resuelto de Grima por el suicidio de su madre se suma la incapacidad para aceptar la muerte de su herman.

Grima primero recibirá la visita de la suplantadora de Asa, que le ayudará a aceptar la muerte de su hermana. Y luego será su propio doble quien le mostrará que es posible seguir adelante y vivir en paz con sus muertos.

La serie también muestra otras historias. Como la de un matrimonio destrozado y al borde del divorcio que no es capaz de superar la muerte de su hijo.

El proceso para desbloquear un duelo inconcluso pasa por contactar, comprender y aceptar el dolor que se ha quedado atascado dentro de nosotros. Haciendo un paralelismo con los «suplantadores» de Katla, es como si una parte de nosotros tuviese que surgir de lo más profundo de nuestro mundo interno y hacerse notar para que tomemos conciencia de que tenemos un asunto pendiente que resolver, un trauma que sanar. Y solo contactando con esa parte y escuchando lo que nos quiere decir podremos finalizar el proceso y seguir adelante con nuestra vida.

(Si queréis profundizar en la relación entre la serie Katla y los duelos inconclusos, os recomiendo leer este post de Jaume Cardona en el blog Cine y psicología)

La anhedonia es la incapacidad de sentir placer por cosas de las que antes se solía disfrutar.

Anhedonia o la incapacidad para sentir placer (y cómo influye la COVID-19)

Anhedonia o la incapacidad para sentir placer (y cómo influye la COVID-19) 1280 853 BELÉN PICADO

La situación creada por la pandemia de coronavirus está poniendo a prueba nuestras estrategias de afrontamiento y, en general, nuestra salud mental. Uno de los síntomas que ha ido haciéndose más habitual a medida que se ha ido prolongando esta situación de incertidumbre ha sido la anhedonia.  En 1897, el psicólogo y filósofo Théodule Armand Ribot bautizó con este término a la incapacidad (total o parcial) para sentir placer, satisfacción o interés por actividades con las que se solía disfrutar. Es como una «anestesia al revés»: en vez de evitar que sintamos dolor, nos impide sentir placer.

En ocasiones aparece de forma puntual y en personas sin ninguna psicopatología cuando se ven expuestas a factores potencialmente estresantes, como lo está siendo la COVID-19. Sin embargo, lo común es que se experimente como efecto secundario de algunos medicamentos o como un síntoma de ciertos trastornos: depresión, distimia, ansiedad, esquizofrenia, trastorno por estrés postraumático, adicción a sustancias, etc.

En los últimos meses hemos pasado tanto tiempo en casa que es normal que haya momentos de aburrimiento en los que nada parece satisfacernos. De hecho, todos hemos pasado por etapas en las que nos han dejado de gustar cosas que antes nos encantaban. El asunto cambia cuando deja de ser una circunstancia ocasional para convertirse en recurrente y generalizarse a muchos aspectos de nuestra vida. Hasta el punto de pensar que no hay nada que nos importe e, incluso, tener la sensación de que nada tiene sentido.

A menudo, la anhedonia va acompañada por: cambios de peso, problemas de sueño, fatiga o sensación de tener poca energía, disminución de la libido, dificultad para concentrarse, sentimientos negativos hacia uno mismo y los demás y, en ocasiones, ideación suicida. La persona tiende a aislarse, reduce su actividad y se va abandonando poco a poco en aspectos como la higiene personal, la alimentación o las relaciones.

También es habitual el sentimiento de culpa, e incluso de vergüenza, por no poder disfrutar de lo que antes sí producía placer y que otros sí disfrutan. Y esto puede obstaculizar el buscar ayuda.

El confinamiento por coronavirus ha aumentado los casos de anhedonia.

Dopamina y sistema de recompensa

Nuestro cerebro libera una sustancia química, la dopamina, que interviene en la activación del sistema de recompensa. Cuando este circuito funciona correctamente la dopamina es la responsable de la sensación de placer que experimentamos al comer, escuchar una pieza musical, tener relaciones sexuales o coger en brazos a un hijo recién nacido, por ejemplo.

La anhedonia se produce cuando hay una alteración del sistema de recompensa. O cuando en situaciones de estrés y ansiedad el cerebro deja de producir dopamina.

Tipos de anhedonia

Hay personas que son incapaces de experimentar placer y disfrute en general, mientras que a otras solo les ocurre en ciertos contextos.

  • Anhedonia física. Incapacidad para experimentar placer frente a sensaciones físicas agradables como un abrazo,  estímulos físicos como la comida, etc.
  • Anhedonia social. Se produce cuando la persona no disfruta del contacto con los demás ni tiene interés por relacionarse. Si la situación se mantiene puede llevar al aislamiento y a la desconexión emocional hacia los demás.
  • Anhedonia musical. Incapacidad para emocionarse o disfrutar al escuchar una melodía, aunque otras actividades sí produzcan sensaciones placenteras. Un estudio realizado por investigadores de la Universidad de Barcelona y del Instituto Neurológico de Montreal, en Canadá, confirmó que hay personas sin ningún trastorno de base que pueden identificar si una pieza musical es triste o alegre, pero no llegan a convertir esa percepción en emoción.
  • Anhedonia eyaculatoria. Pese a que se cree que la eyaculación siempre es placentera y va asociada al orgasmo, no siempre es así. La anhedonia eyaculatoria se produce cuando la eyaculación no va acompañada del placer del orgasmo.

Anhedonia, apatía y alexitimia

La anhedonia suele confundirse con la apatía y la alexitimia, aunque son conceptos diferentes. La anhedonia está relacionada con la apatía porque ambos son síntomas de trastornos como la depresión, pero no son lo mismo. La apatía hace referencia a la ausencia o pérdida del interés y motivación por las cosas, pero esto no implica que una vez que se hagan no se disfruten.

En el segundo caso, mientras que las personas con anhedonia dejan de sentir emociones placenteras, quienes tienen alexitimia sí las sienten. Lo que ocurre es que son incapaces de reconocerlas. Además, en la anhedonia hay un estado previo en el que sí se sentía placer, mientras que en la alexitimia no existe ese ‘estado anterior normal’.

La Melancolía, de Paul Gauguin

La Melancolía, de Paul Gauguin.

La anhedonia como mecanismo de defensa ante un evento traumático

Las experiencias traumáticas que han impactado gravemente en la vida de una persona también pueden conducir a la anhedonia. En estos casos, funciona como un mecanismo de defensa para distanciarse de aquello que resulta doloroso. De forma puntual, dicho mecanismo puede resultar útil, pero si se vuelve crónico acabará interfiriendo en la capacidad para disfrutar. Por ejemplo, sufrir una violación puede provocar que el placer que se sentía al tener relaciones sexuales desaparezca. En esta y otras situaciones similares, es posible que la persona, al no poder soportar el dolor emocional que ese hecho le provocó, se anestesie inconscientemente. De este modo no siente las emociones negativas, pero tampoco las positivas.

En general, las personas que han sufrido un trauma están más acostumbradas a llevar a cabo acciones destinadas a evitar el dolor y el miedo, que a buscar emociones positivas asociadas al placer. Al estar preocupadas por los posibles peligros, no han aprendido a prestar atención a aquello que podría aportarles placer. Incluso es posible que desconozcan qué actividades les brindan sensaciones de bienestar, qué les suscita curiosidad o interés o qué estímulos sensoriales les parecen más agradables.

En el caso de que haya habido abusos sexuales acompañados de excitación sexual, la víctima puede haber sentido una mezcla compleja de sensaciones de dolor y excitación (ante la estimulación de una zona erógena puede haber una respuesta genital involuntaria, el cuerpo responde aunque la mente no acompañe). Y cabe la posibilidad de que en el futuro anestesie inconscientemente la sensación de placer. Bien porque se sienta culpable o “mala persona” por la excitación que sintió durante los abusos, o bien porque tenga miedo de que el dolor y la vergüenza aparezcan junto con el placer.

No dejes para mañana lo que puedes disfrutar hoy

Las personas con anhedonia viven inmersas en un eterno círculo vicioso: la falta de capacidad para disfrutar lleva a no realizar actividades y la falta de actividad alimenta la anhedonia. Tenemos que hacer para tener ganas de hacer. Pero siempre siendo realistas y poniéndonos objetivos sencillos y asequibles.

  • Crea tus propias rutinas. Retomar de forma progresiva tus actividades cotidianas y establecer ciertas rutinas básicas en las que incluyas actividades con las que antes disfrutabas te ayudará a motivarte.
  • Entrena tus sentidos. Practica Mindfulness y céntrate en cada uno de tus sentidos de manera consciente. Por ejemplo, cuando salgas de casa fíjate en los colores y en cada detalle de lo que ves. Disfruta del olor a tierra mojada después de la lluvia. O trata de identificar el mayor número posible de sonidos que escuches. El tacto puedes entrenarlo experimentando con distintas texturas y el gusto, comiendo con conciencia plena, saboreando y fijándote en las características de cada alimento.
  • Adquiere nuevas habilidades y capacidades. Iníciate en algún deporte, aprende a tocar un instrumento musical, busca una academia donde te enseñen a bailar swing, tango o salsa… Aprender cosas nuevas y experimentar la satisfacción asociada a dominar actividades que hasta ahora te resultaban difíciles te motivará y te ayudará a aumentar tu tolerancia a la frustración.
  • Escribe un ‘diario de pequeñas alegrías’. A veces nuestras expectativas son demasiado altas y muy poco realistas. Esperamos que nos suceda algo estupendo, excitante y maravilloso para ser felices y nos olvidamos de la satisfacción que pueden proporcionar las pequeñas alegrías diarias. Fíjate en lo que tienes alrededor, vuelve a conectar con esos pequeños instantes y apúntalos cuando te sucedan.
  • Pide ayuda si la anhedonia se prolonga. Todos hemos experimentado cierto grado de anhedonia en alguna ocasión. Pero si esa sensación se intensifica o se prolonga en el tiempo, es necesario pedir ayuda profesional. Podría estar avisándonos de la presencia de algún trastorno. (Si lo deseas, puedes ponerte en contacto conmigo y estaré encantada de ayudarte)

Entrena tus sentidos.

Ejercicio para plantar cara a la anhedonia, paso a paso

  1. En un folio, escribe en una columna 10 cosas que hayas disfrutado haciendo en el pasado. Cosas que te hayan aportado placer, felicidad, alegría y de las que guardas buenos recuerdos… (Si te toca estar en confinamiento, escribe también cosas que puedan hacerse dentro de casa). La razón de esto es ayudarte a identificar aquello que una vez te hizo sentir vivo, aunque ahora no te imagines haciéndolo.
  2. A continuación, piensa en cuánta emoción, felicidad y placer te evoca cada una de esas actividades. Califícalas de 1 a 10 y escribe la puntuación correspondiente a la derecha de cada enunciado.
  3. Reflexiona sobre lo difícil que es para ti hacer cada una de esas actividades. Piensa cuánto esfuerzo, tiempo y planificación se requieren para llevarlas a cabo. Y de nuevo puntúa cada una de 1 a 10, siendo 1 «Bastante fácil» y 10 «Imposible». Esta puntuación la añadirás a la  derecha de la «puntuación de disfrute».
  4. Ahora toca encontrar el equilibrio entre el disfrute y el esfuerzo requerido para hacer cada cosa. Resta la cifra que pusiste en esfuerzo de la que indicaste en disfrute. Por ejemplo, si en la actividad «Leer un libro» tu índice de disfrute ha sido 5 y el de esfuerzo ha sido 2 el valor de la actividad será 3 (5-2=3). Repite esta operación en cada una de las actividades.
  5. Observa las actividades con el valor más alto. Estas son probablemente las más fáciles de realizar y las que te proporcionarán mayor disfrute. La clave es realizar dichas actividades, aunque tengas que forzarte un poco. Esto te motivará a seguir delante y te ayudará a reparar tu sistema cerebral de recompensa. Ahora bien, no basta con decir que lo vas a hacer. Da la vuelta a tu hoja de papel y escribe las fechas y horas en que te comprometes a hacer cada cosa. Da igual si te rindes después de cinco o diez minutos. Lo importante es que lo has intentado. Una vez que estés disfrutando ya de las actividades de mayor valor, intenta trabajar en las de menor valor también. Pero, sobre todo, no seas demasiado duro contigo y ten paciencia.
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Todos podemos ayudar a prevenir el suicidio

Prevenir el suicidio es posible y todos podemos ayudar

Prevenir el suicidio es posible y todos podemos ayudar 4000 6000 BELÉN PICADO

Prevenir la muerte por suicidio se ha convertido en objetivo primordial para la Organización Mundial de la Salud. Según este organismo internacional, cada año unos 16 millones de personas intentan suicidarse en todo el mundo y más de 700.000 lo consiguen. Por lo que respecta a España y según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE) correspondientes a 2023, el suicidio fue la segunda causa de muerte no natural, con 3.952 fallecimientos. Además, se calcula que por cada una de estas personas hay otras 20 que lo intentan.

Pero, más allá de cifras y datos estadísticos, no deberíamos conformarnos con el papel de meros observadores; todos podemos aportar nuestro granito de arena para dar visibilidad a un tema que ha sido invisibilizado durante mucho tiempo. Aunque sea solo hablando de ello, ya estaremos contribuyendo a que deje de ser tabú.

Por lo general, las personas que piensan en «quitarse de en medio» no lo hacen porque quieran morir, sino porque no ven otra salida a sus problemas. O porque ya no soportan el peso del dolor (físico y/o emocional), la desesperanza y la soledad. Sin embargo, en muchos casos es posible prevenir el suicidio y vencer la ideación suicida si se encuentra el modo de disminuir ese sufrimiento y/o se aumentan los recursos para hacerle frente.

A veces, la soledad y la desesperanza pesan demasiado.

 

Estar atentos a las señales de alerta es esencial para prevenir el suicidio

Hay diversas señales que pueden indicarnos que una persona está pensando en quitarse la vida:

  • Verbaliza directamente la idea de suicidarse con comentarios como «la vida no merece la pena», «para vivir así, es mejor estar muerto», «Solo quiero morirme». Igualmente conviene prestar atención a comentarios más sutiles como «pronto dejaré de ser una carga».
  • Amenaza o anuncia que va a quitarse la vida. No hay que pasar esto por alto, pues podría ser una petición indirecta de ayuda. Muchas investigaciones sugieren que de cada diez personas que se suicidan, nueva verbalizaron claramente sus propósitos y la otra dejó entrever su intención.
  • Habla o piensa siempre en la muerte.
  • Hace comentarios acerca de sentirse desesperanzado, desamparado o despreciable y no encuentra una salida a la situación que le angustia.
  • Ha caído en una depresión que empeora con el paso de las semanas. Dos tercios de las personas que se suicidan sufrían depresión en el momento de tomar tan drástica determinación.
  • Muestra un cambio de estado de ánimo repentino e inesperado, como pasar de estar muy triste a estar muy calmado o parecer estar feliz.
  • Tienta al destino tomando riesgos que podrían llevar a la muerte.
  • Pierde el interés por personas, aficiones o cosas que solían importarle. Por ejemplo, puede dejar de ir a clase, de salir los fines de semana o de llamar a personas cercanas.
  • Regala objetos personales o de gran valor emocional.
  • Visita o llama a personas para despedirse.
  • Pone fin a ciertos asuntos, ata cabos sueltos, cambia el testamento, etc.
  • Se preocupa por buscar información sobre los medios para suicidarse y cómo hacerlo (por ejemplo, en internet).

¿Cómo puedo ayudar a una persona que está planteándose quitarse la vida?

El hecho de que identifiquemos alguna las actitudes que he enumerado antes no supone siempre una señal de alarma, pero igualmente conviene prestar un poco más de atención. Y en caso de sospechar que alguien está planteándose seriamente esa posibilidad hay varias cosas que podemos hacer para prevenir el suicidio:

  • Invitarle a hablar del tema. No tengas miedo a preguntar, pues, al contrario de lo que muchos creen, hablar del suicidio no induce a cometerlo. Es más, puede reducir la ansiedad y ayudar a la persona a sentirse más comprendida.
  • Escucharle sin juzgar. Olvídate de sermones, acepta sus sentimientos y evita frases como «Te entiendo», «Anímate» o «Hay gente que lo está pasando peor».
  • No dejarle solo demasiado tiempo y dificultar en lo posible el acceso a los medios para quitarse la vida.
  • Valorar el riesgo. Si crees que la probabilidad de suicidio es alta, busca ayuda profesional enseguida.

Si conoces a alguien que esté pensando en el suicidio tiéndele la mano sin juzgar

¿Has pensado o estás pensando en el suicidio como salida a tus problemas?

Si has considerado terminar con tu vida, seguro que sientes un dolor tan profundo que no te ves capaz de soportarlo durante más tiempo y crees que la muerte es la única salida. Cuando estamos experimentando mucho sufrimiento lo normal es buscar una solución que acabe con ese malestar y, sobre todo, que nos permita disfrutar de la mejoría. Sin embargo, si ya no estás aquí cuando acaba el malestar, tampoco podrás notar el alivio.

Es cierto que no hay remedios milagrosos ni mágicos. Pero, aunque ahora no las veas, sí hay otras opciones. Por ello, antes de tomar una decisión que no tiene marcha atrás te propongo algunas alternativas:

  • Habla con alguien de confianza y cuéntale lo que te ocurre. Sentirte escuchado aliviará tu dolor, al menos en parte.
  • Intenta permanecer acompañado hasta que la idea de suicidarte se aleje.
  • No te precipites y retrasa en lo posible cualquier decisión respecto al suicidio porque tu situación puede cambiar en cualquier momento. Aunque ahora no te lo parezca, el vacío y la desesperanza son estados temporales, a diferencia de la muerte que es permanente.
  • Deshazte de aquellos objetos que puedan resultar peligrosos para ti. Por ejemplo, si estás tomando medicamentos, quédate con los necesarios para unos días y que una persona de confianza guarde el resto.
  • Si no es la primera vez que te ocurre, elabora un “plan de seguridad” en el que especificarás, entre otros datos: los nombres y teléfonos de varias personas de confianza a quien acudir y las señales de alerta que te indican que podría aparecer la ideación suicida. En esta guía, publicada por la Comunidad de Madrid, encontrarás una explicación detallada sobre cómo hacerlo.
  • Ponte en contacto lo antes posible con un profesional. Te ayudará a encontrar la salida a esa situación que te ha llevado a la desesperación y para la que ahora no encuentras salida.
  • Evita el consumo de alcohol, drogas o sustancias que puedan afectar al control de los impulsos.

Y, sobre todo, recuerda que la mayoría de las personas que han contemplado alguna vez el suicidio luego se alegran de estar vivas. Porque, en realidad no querían poner fin a su vida, solo deseaban escapar del dolor.

Siempre hay alternativas.

Si te interesa

El teléfono de la Esperanza (717 00 37 17) funciona las 24 horas del día, siete días a la semana.

Fundación ANAR (Ayuda a Niños y Adolescentes en Riesgo). Tienen también un teléfono (900 20 20 10) que está disponible todos los días del año.

Línea 024. Línea de Atención a la Conducta Suicida. Se trata de un servicio puesto en marcha por el Ministerio de Sanidad. Es gratuito, confidencial y disponible las 24 horas del día, los 365 días del año.

 

 

 

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