Salud Mental

Crecimiento postraumático o cómo crecer desde el dolor sin negarlo

Crecimiento postraumático o cómo crecer desde el dolor sin negarlo

Crecimiento postraumático o cómo crecer desde el dolor sin negarlo 1536 1024 BELÉN PICADO

Cuando pasamos por una experiencia traumática, muchas cosas se rompen por dentro: la seguridad, la confianza o la visión que teníamos del mundo y de nosotros mismos. El trauma sacude todos nuestros cimientos. Sin embargo, hay personas que no solo logran reconstruirse, sino que descubren aspectos nuevos de sí mismas: una fuerza inesperada, una mayor conexión con los demás, un nuevo sentido de la vida… Es lo que se conoce como crecimiento postraumático.

No es un proceso inmediato, ni lineal. Tampoco ocurre en todos los casos. Pero es una posibilidad real. Lejos de negar el dolor, este proceso de transformación puede surgir cuando, pese a las heridas, se abre un espacio para integrar lo vivido y darle un nuevo significado.

Qué es y qué no es el crecimiento postraumático

Los psicólogos Richard Tedeschi y Lawrence Calhoun, que investigan  el crecimiento postraumático desde los años 90, lo definen como el «cambio positivo que un individuo experimenta como resultado del proceso de lucha que emprende a partir de la vivencia de un suceso traumático».

Ahora bien, es fundamental tener en cuenta que el crecimiento postraumático…

  • No es universal. No todas las personas que pasan por una experiencia traumática van a experimentar una transformación positiva. Algunas necesitarán tiempo solo para estabilizarse; otras, simplemente, intentarán sobrevivir. Y ambas respuestas son igual de válidas. No hay una única forma «correcta» de atravesar el dolor.
  • No implica ausencia de sufrimiento. Que alguien experimente ciertos cambios positivos no significa que el trauma deje de doler. El sufrimiento forma parte del proceso. Las emociones difíciles no solo coexisten con el crecimiento postraumático, sino que a menudo son su punto de partida.
  • No afecta a todas las facetas de la vida por igual. Puede haber avances en ciertos aspectos (por ejemplo, en las relaciones) y al mismo tiempo mantenerse secuelas o dificultades en otros ámbitos.
  • No siempre aparece después del evento traumático. Puede comenzar a manifestarse durante la propia experiencia, especialmente en personas que activan recursos personales como el humor, la esperanza o la gratitud.
  • No es un premio ni una obligación. A veces se idealiza el crecimiento postraumático como si fuera un logro personal, lo que puede generar culpa en quienes no lo experimentan. También puede convertirse en una expectativa externa («Ya deberías haber aprendido algo de esto») que presiona e invalida procesos genuinamente difíciles o más lentos.
  • No debe confundirse con un optimismo forzado. El crecimiento postraumático no consiste en ver el lado bueno de todo ni en minimizar lo vivido con frases motivacionales vacías. Cuando «pensar en positivo» se convierte en una obligación, se corre el riesgo de trivializar un proceso profundo y complejo, y de reducirlo a un simple cliché.
  • No se puede imponer desde fuera. Expresiones como «Todo pasa por algo» o «Seguro que esto te hará más fuerte» suelen ser más dañinas que útiles. Cada persona necesita su propio ritmo, su espacio y la libertad de encontrar—si quiere y si puede— un sentido a lo vivido.
  • No todas las personas parten desde el mismo lugar. Es importante no perder de vista que ciertos factores sociales, económicos o culturales pueden dificultar profundamente la recuperación. La pobreza, el racismo, la violencia estructural o la falta de acceso a recursos influyen de forma directa en la posibilidad de reconstruirse.
crecimiento postraumático

Imagen de Daniel en Pixabay

Diferencias entre resiliencia y crecimiento postraumático

Aunque a menudo se utilizan indistintamente, no todos los expertos consideran que resiliencia y crecimiento postraumático sean lo mismo. Para algunas corrientes, ambos forman parte de un mismo continuo de adaptación tras la adversidad. Sin embargo, otros enfoques, como el Tedeschi y Calhoun, establecen una distinción clara.

  • Resiliencia hace referencia a la capacidad de una persona para adaptarse, sostenerse y mantenerse funcional tras una situación difícil. Implica recuperar cierto equilibrio o estabilidad, sin que ello suponga necesariamente un cambio profundo en la visión de uno mismo o del mundo.
  • Crecimiento postraumático, en cambio, alude a una transformación significativa. No se trata solo de resistir, sino de reorganizar el sentido de la vida a partir de lo vivido. Quienes lo experimentan suelen hablar de una mayor claridad sobre sus valores, un propósito renovado o un vínculo más profundo con los demás.

Ambos procesos pueden coexistir. Una persona resiliente puede experimentar crecimiento tras un trauma especialmente impactante. Y alguien que inicialmente no se consideraba resiliente puede desarrollar fortalezas inesperadas como fruto de su proceso de elaboración.

Factores que favorecen el crecimiento postraumático

Diversas investigaciones han identificado factores que aumentan la probabilidad de que una experiencia traumática desemboque en una profunda transformación personal. Algunos de los más relevantes son:

  • Apoyo social. Contar con personas que escuchan, validan el dolor y acompañan sin juzgar facilita el procesamiento emocional. Más que la cantidad, importa la calidad del vínculo y la disponibilidad emocional. El apoyo mutuo entre quienes han vivido experiencias similares (por ejemplo, en grupos de ayuda) también pueden favorecer este proceso de transformación.
  • Estilo de apego y recursos adquiridos en la infancia. Crecer en un entorno donde se validaban las emociones, se ofrecía seguridad y se fomentaba la autonomía proporciona una base más sólida para afrontar el trauma. Aun así, haber tenido una crianza más adversa o un estilo de apego inseguro no impide el crecimiento postraumático: muchas personas lo experimentan cuando, en algún momento de su vida, han logrado establecer vínculos que les han hecho sentir vistas, comprendidas y acompañadas.
  • Estilos de afrontamiento adaptativos. Afrontar una experiencia traumática implica lidiar con incertidumbre, cambios y emociones intensas. Las personas con un estilo de afrontamiento flexible, abierto a la reflexión y orientado a la búsqueda de sentido suelen mostrar mayor capacidad para reorganizar internamente lo vivido y adaptarse de forma constructiva.
  • Autoeficacia y diálogo interno. Percibirse como alguien capaz de enfrentar las dificultades aumenta la probabilidad de experimentar crecimiento postraumático. Esta autoeficacia suele ir acompañada de un diálogo interno que, sin restar importancia al dolor, refuerza la confianza en los propios recursos para atravesar la crisis y reconstruirse.
  • Rasgos de personalidad. Cualidades como la extraversión, la apertura a nuevas experiencias, la amabilidad, la responsabilidad o un optimismo estable se han vinculado con una mayor propensión al crecimiento postraumático.
crecimiento postraumático

Foto de Simon Lee en Unsplash

En qué ámbitos de la vida tiene lugar esta transformación

El crecimiento postraumático no es un cambio abstracto, sino una transformación que suele manifestarse en aspectos muy concretos de la vida.  Aunque no todas las personas lo experimentan del mismo modo, se han identificado cinco dimensiones en las que este proceso suele hacerse más visible:

  • Relaciones más profundas y significativas. Muchas personas, tras vivir un trauma, comienzan a relacionarse de una forma más sincera, empática y auténtica. Aumenta la valoración de los vínculos verdaderos, se pone más atención a la calidad que a la cantidad y suele surgir una mayor capacidad para poner límites o pedir ayuda. También es frecuente que aparezca una renovada disposición a acompañar quienes atraviesan situaciones similares.
  • Mayor aprecio por la vida. Lo cotidiano adquiere un nuevo valor. Se desarrolla una gratitud más consciente, una sensibilidad mayor hacia los pequeños placeres y una percepción más nítida de lo frágil que es la existencia. Muchas personas reorganizan sus prioridades y cambian su forma de estar en el presente, que ahora se vuelve más urgente, más valioso. No es raro oír expresiones como «Antes vivía en automático; ahora sé que cada día cuenta».
  • Apertura a nuevas posibilidades vitales. Hay crisis que sacuden tanto que acaban siendo punto de partida. Algunas personas cambian de trabajo, emprenden proyectos, retoman sueños o rompen con dinámicas que ya no les sirven. Surgen nuevas metas, pasiones o caminos que antes ni se contemplaban, muchas veces impulsados por una nueva claridad sobre lo que de verdad importa.
  • Mayor autoconfianza y fortaleza personal. Superar una situación límite puede transformar la manera en que una persona se ve a sí misma. Aumenta la sensación de poder con lo difícil, se fortalece la flexibilidad mental y aparece una actitud más resolutiva ante los problemas. No solo cambia la percepción de los propios recursos, sino también de los límites. Es frecuente escuchar: «Si he podido con esto, podré con lo que venga».
  • Transformación espiritual o existencial. El trauma también puede hacer tambalear las creencias, prioridades y certezas más profundas.  En algunas personas esto despierta una mayor conexión con lo espiritual (dentro o fuera de una religión); en otras, impulsa una búsqueda más filosófica o existencial. En cualquier caso, es una invitación a repensar el sentido de la vida, los valores y el rumbo vital.

Estas cinco dimensiones no siempre aparecen todas juntas, ni lo hacen con la misma intensidad. Pueden darse combinadas, de forma gradual o parcial, y convivir con secuelas, emociones difíciles o momentos de incertidumbre.

Cómo allanar el camino hacia el crecimiento postraumático

Aunque el crecimiento postraumático no se puede forzar ni garantizar, hay ciertas acciones que pueden facilitar su aparición:

  • Poner palabras al dolor. Hablar de lo vivido, escribirlo o expresarlo de forma simbólica ayuda a ordenar el caos interno y empezar a dar sentido a lo ocurrido. Numerosos estudios han señalado el valor terapéutico de la escritura expresiva, la fuerza integradora que tiene compartir el testimonio con otros. Convertir el trauma en relato —y el relato en conciencia— no borra lo que duele, pero sí puede ayudar a recolocarlo en la historia personal.
  • Dar rienda suelta a la creatividad. Pintar, bailar, apuntarse a teatro o tocar un instrumento son formas de canalizar lo que a veces resulta difícil expresar con palabras. La creatividad permite que las emociones encuentren una salida y, en muchos casos, abre nuevas formas de reconectar con uno mismo y con el mundo.
  • Buscar y habitar espacios seguros. Estar cerca de personas que escuchan sin juzgar, que ofrecen presencia y comprensión, favorece la calma y la sensación de seguridad interna. Sentirse acompañado y comprendido es, a menudo, el primer paso hacia la reconstrucción.
  • Reconectar con el cuerpo. El trauma suele ir acompañado de una desconexión corporal: como forma de protección, muchas personas aprenden a «deshabitar» su cuerpo. Recuperar el vínculo con las sensaciones, el movimiento y la presencia física —ya sea a través del yoga, la danza, el deporte o la respiración— puede ayudar a restablecer la seguridad interna y volver a sentir el cuerpo como un lugar habitable, un aliado, y no solo una fuente de alarma.
  • Revisar el sistema de creencias. Preguntas como «¿Por qué me pasó esto?» pueden transformarse en otras como «¿Qué hago con lo que me ha pasado» o «¿Qué cambia en mi forma de ver el mundo?» Este tipo de cuestionamientos no siempre ofrecen respuestas inmediatas, pero abren la puerta a una reconstrucción del sentido vital y a una nueva mirada sobre uno mismo y sobre la vida.
  • Practicar la autocompasión y la paciencia. Sanar no es un sprint, sino un camino que requiere tiempo. Tratarse con amabilidad, sin exigencias ni plazos, es una forma de resistir sin desgastarse. No se trata de forzar el crecimiento, sino de crear el terreno propicio para que, si ha de brotar, pueda hacerlo sin presión.
crecimiento postraumático

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  • Escuchar y compartir historias reales de transformación. Conocer casos de personas que han atravesado experiencias traumáticas y han encontrado formas de reconstruirse puede generar esperanza, validación y sentido de pertenencia. No me refiero a historias que idealicen o romanticen el sufrimiento, sino a esas que muestran que el cambio es posible. Compartirlas —ya sea en terapia, en espacios comunitarios o en conversaciones íntimas— puede abrir nuevas formas de imaginar el futuro, legitimar el sufrimiento y reforzar la confianza en los propios recursos.
  • Buscar acompañamiento terapéutico. A veces, el crecimiento postraumático necesita un espacio protegido donde sentirse comprendido y sostenido. La terapia puede ofrecer ese lugar: un entorno seguro donde explorar lo vivido, ponerlo en palabras y empezar a reconstruir desde ahí. No se trata de acelerar el proceso ni de imponer un rumbo, sino de contar con una presencia que acompañe con respeto, escucha y cuidado. (Si lo deseas, puedes ponerte en contacto conmigo. Estaré encantada de acompañarte en tu proceso)

«El mundo nos rompe a todos, y luego algunos se hacen más fuertes en sus partes rotas» (Ernest Hemingway, escritor)

Referencias bibliográficas

Calhoun, L.G. & Tedeschi, R.G. (1999). Facilitating Posttraumatic Growth: A Clinician’s Guide. Mahwah, N.J.: Lawrence Erlbaum Associates Publishers.

Calhoun, L.G., & Tedeschi, R.G. (2006). The Foundations of Posttraumatic Growth: An Expanded Framework. In L. G. Calhoun & R. G. Tedeschi (Eds.), Handbook of posttraumatic growth: Research & practice (pp. 3–23). Lawrence Erlbaum Associates Publishers.

Pennebaker, J. (1997). Opening up: The healing power of expressing emotions. New York: Guilford Press.

Cuidar tu salud mental en verano

Guía práctica para cuidar tu salud mental en verano

Guía práctica para cuidar tu salud mental en verano 1500 1001 BELÉN PICADO

Solecito, descanso, viajes, terrazas, el mar, la montaña… La época estival representa para la mayoría de nosotros una pausa muy esperada: un respiro en medio del año y una oportunidad para desconectar y renovar energías. Pero no siempre ocurre así. A veces, los cambios de rutina, el calor, las expectativas o una mayor vida social terminan agotándonos más de lo que nos recargan. Por eso, cuidar tu salud mental en verano es tan importante.

Para que los próximos meses no se te atraganten, te propongo algunas claves que te ayudarán a vivir unos meses sin demasiados sobresaltos. El objetivo no es tener un verano perfecto, sino uno más consciente y adaptado a tus verdaderas necesidades.

1. Prioriza tu sueño

Durante el verano, el reloj interno se desajusta con facilidad. Los días son más largos, anochece más tarde, las cenas se retrasan y los horarios habituales de sueño suelen alterarse. A esto se suma el calor nocturno, que dificulta tanto conciliar el sueño como mantenerlo durante la noche. Todo ello tiene un impacto en la salud mental: dormir mal no solo provoca cansancio, sino que también afecta a la memoria, la concentración, el estado de ánimo y la tolerancia a la frustración.

Para cuidar tu descanso en esta época, procura mantener cierta regularidad tanto en la hora de acostarte como en la de levantarte, incluso en vacaciones. Puedes permitirte algo de flexibilidad, pero intenta no desajustar del todo tus horarios: a tu cuerpo le viene bien seguir un ritmo más o menos estable.

Adapta también el entorno. Asegúrate de que tu dormitorio esté oscuro, fresco y silencioso. Usa ventiladores si el calor lo exige, y evita las pantallas al menos una hora antes de dormir, ya que la luz azul dificulta la producción de melatonina, la hormona que regula el ciclo del sueño.

2. ¿Necesitas más descanso? Haz sitio a la siesta

La siesta breve es uno de los recursos más eficaces para recargar tu energía física y mental. Lejos de ser una muestra de pereza, tiene beneficios demostrados: mejora la memoria, el estado de ánimo, la concentración y la capacidad de tomar decisiones. Conviene que sea corta (entre 20 y 30 minutos) para que no interfiera con el sueño nocturno.

Ahora bien, descansar no siempre implica dormir. Puedes encontrar otras formas de descanso que se adapten a ti: tumbarte con los ojos cerrados en silencio, escuchar música relajante o simplemente quedarte quieto unos minutos mirando por la ventana. A veces, un rato de verdadera desconexión recarga más que una hora de ocio agitado.

(En este blog puedes leer el artículo Dormir la siesta, el yoga ibérico que favorece nuestra salud mental)

Cuidar tu salud mental en verano

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3. Ten en cuenta cómo el calor afecta a tu estado de ánimo

El calor no solo impacta en el cuerpo. También influye en el estado de ánimo y en la capacidad para regular las emociones. En los días especialmente calurosos, el organismo trabaja sin descanso para mantener una temperatura interna estable, lo que a menudo provoca irritabilidad, fatiga y dificultad para concentrarse.

No es casual que, durante las olas de calor, aumenten los conflictos, la sensación de agobio o la ansiedad. El sistema nervioso está menos disponible para gestionar emociones complejas porque buena parte de la energía se destina a sostener el equilibrio térmico. Es como si el cuerpo entrara en «modo supervivencia».

En esos días, reduce el ritmo, organiza tus actividades en las horas más frescas, busca sombra, hidrátate bien y, sobre todo, háblate con más amabilidad.

(En este blog puedes leer el artículo El calor influye en el mal humor y aumenta la agresividad)

4. Un poco de rutina también viene bien

Una idea muy extendida sobre el verano es que debe ser un tiempo completamente libre, sin horarios ni obligaciones. Y si bien muchas personas agradecen alejarse del ritmo frenético del resto del año, perder por completo cualquier estructura puede generar más desorientación que descanso, sobre todo en quienes necesitan cierta previsibilidad para sentirse en equilibrio.

No se trata de reproducir el mismo nivel de exigencia ni de planificar cada día como si fuera una jornada laboral. Pero sí resulta saludable mantener una rutina ligera y flexible. Dormir y despertarse a horas parecidas, establecer un horario aproximado para las comidas o dedicar un rato diario al descanso o a actividades que te hagan sentir bien —leer, caminar, escribir—favorece el bienestar emocional.

No hace falta que haya un orden estricto: pueden dejarse márgenes amplios, cambiar cada semana o incluir espacios para lo imprevisto. Lo importante es que esa mínima organización te ayude a ordenar el día y evitar el caos mental.

5. Muévete (sin exigencias ni presión)

La actividad física regular —aunque sea suave— mejora el estado de ánimo, regula el sueño, reduce la ansiedad y favorece la conexión entre cuerpo y mente. Sin embargo, en estos meses puede costar más mantener este hábito: el calor, los cambios de rutina o el cansancio acumulado suelen desmotivarnos con facilidad.

La buena noticia es que no hacen falta grandes esfuerzos para notar los beneficios. Caminar al atardecer, nadar, bailar sin motivo o pasear sin rumbo ya son formas válidas de moverse y cuidarse.

Eso sí, si haces ejercicio al aire libre, evita las horas de más calor. Elige momentos que te resulten agradables y actividades que te hagan disfrutar. El objetivo no es rendir ni exigirte, sino sentirte mejor.

6. Ojo con las expectativas

A menudo imaginamos el verano como una época ideal: playas paradisíacas, cuerpos bronceados, atardeceres maravillosos, amigos riendo alrededor de una mesa. Y si no estamos viviendo algo así, sentimos que algo falla. Esa visión idealizada genera una presión constante por vivir un verano «a la altura», lo que no solo puede desilusionarnos, sino también alimentar el malestar emocional e incluso contribuir a síntomas depresivos.

Cuando idealizamos en exceso, dejamos de ver el presente. Empezamos a comparar nuestra experiencia con lo que creemos que «deberíamos» estar viviendo, lo que alimenta la culpa y el descontento. Esto se intensifica con la exposición continua a redes sociales, donde los demás parecen estar siempre disfrutando o viviendo cosas extraordinarias.

Pero no hace falta que el verano sea espectacular para que merezca la pena. También puede ser tranquilo, sin grandes planes y aun así ofrecerte momentos valiosos. Bajar las expectativas no es resignarse, sino abrirse a lo que hay: aceptar que no todo saldrá como esperabas, que habrá días monótonos o relaciones menos idílicas de lo que imaginabas…  y que todo eso forma parte de la experiencia. A menudo, cuando dejas de perseguir lo ideal y te centras en lo real, descubres el valor de instantes que antes pasaban desapercibidos. La clave no está en que todo encaje, sino en estar presente, sin exigencias.

7. Haz pausas digitales

Como decía en el anterior apartado, durante el periodo estival, las redes sociales se llenan de imágenes de vidas aparentemente perfectas. Este bombardeo visual intensifica la tendencia a la comparación y es fácil que genere un profundo sentimiento de insuficiencia, soledad y tristeza si nuestra realidad no se parece a lo que vemos.

Por eso, hacer pausas digitales —o al menos reducir el tiempo en redes— puede ser muy reparador. Intenta reservar momentos sin pantallas: una mañana sin móvil, una tarde sin redes, una noche sin notificaciones. Observa qué cambia cuando no estás tan expuesto/a a esos estímulos.

Además, al dejar de compartir todo lo que haces tú también, te das la oportunidad de estar más presente. No todo tiene que ser fotografiado o publicado. Algunas experiencias ganan valor precisamente cuando las vives solo para ti. Volver a habitar el momento sin mirarlo desde fuera es una forma profunda de reconectar contigo.

Cuidar tu salud mental en verano

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8. Practica el arte de no hacer nada

Vivimos en una cultura que valora la productividad por encima de casi todo. Por eso, tomarse un rato sin un objetivo concreto puede generar inquietud, aburrimiento o culpa. Pero el verano, con su cadencia más suave, es un momento propicio para recuperar un arte olvidado por muchos: el de no hacer nada… sin sentir que estás perdiendo el tiempo.

No se trata de desconectar para luego rendir más. Tampoco de llenar cada minuto de planes, aunque sean agradables. Se trata, simplemente, de dejar que el tiempo pase, sin más: mirar por la ventana, sentarte en silencio, observar cómo cae la tarde sin hacer otra cosa a la vez.

Estas pausas improductivas no solo son legítimas: también resultan muy reparadoras. Ayudan a calmar el sistema nervioso, a liberar espacio mental y a recobrar el contacto contigo mismo/a, sin prisa y sin presión.

9. Reconecta con lo sencillo

En un mundo cada vez más acelerado y saturado de estímulos, volver a lo sencillo no solo es una forma de descanso, sino también una manera de volver a lo que de verdad nos nutre. El verano ofrece un contexto ideal para recuperar gestos tan simples como sentarse a la sombra con un libro, andar descalzo sobre la tierra, saborear una fruta con calma o escuchar el sonido del agua.

Estas experiencias, en apariencia triviales, son en realidad puertas de entrada al presente, el único lugar donde podemos sentirnos verdaderamente vivos. Además, ayudan a reducir la sobrecarga mental, calman el sistema nervioso y activan sensaciones corporales que nos anclan, nos serenan y nos sostienen.

10. Da espacio a esas emociones que has mantenido alejadas

Durante el año, la agenda se llena de tareas, compromisos y urgencias. Esa actividad constante actúa como una barrera: deja fuera emociones que, aunque presentes, quedan relegadas. Por eso, no es raro que en verano —cuando el ritmo baja— empiecen a emerger la tristeza, la ansiedad, una vaga sensación de vacío.

Lejos de significar que algo va mal, puede ser simplemente que, por fin, hay silencio suficiente para escuchar. Tu mundo interno encuentra hueco para mostrarse. Y, aunque al principio incomode, también es una oportunidad para reencontrarte contigo sin filtros ni exigencias.

Empieza por gestos sencillos: escribir lo que te viene, pasear sin distracciones, observar lo que aparece en tu cuerpo. Practicar esa escucha sin juicio —estar contigo sin intentar cambiar nada— puede favorecer que surjan comprensiones muy valiosas. A veces, en lo que incomoda, se esconde justo lo que más necesitabas mirar.

11. Cuida tus vínculos (sin forzar)

En verano suele aumentar la vida social: reuniones familiares, planes en grupo, viajes compartidos, visitas imprevistas… Y aunque muchos de estos encuentros resultan placenteros, también pueden llegar a ser agotadores si se viven desde la obligación o el compromiso más que desde el deseo.

Incluso la convivencia prolongada con personas cercanas puede generar tensiones si no dejamos espacio para la individualidad. Hay quienes disfrutan mucho del contacto social, pero también quienes se sienten fácilmente desbordados si no encuentran momentos de calma para recargar su energía.

Por eso, cuidar la forma en que te relacionas en esta época también forma parte del autocuidado. No se trata de aislarte, sino de encontrar el equilibrio: elegir con quién y cómo compartes tu tiempo y darte permiso para reservar espacios solo para ti.

Además, escuchar y respetar tus ritmos también es una manera de cuidar a los demás porque ayuda a que los vínculos se sostengan desde la autenticidad, sin forzarlos ni desgastarlos.

Cuidar los vínculos es necesario para tener una buena salud mental en verano.

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12. Si viajas, que sea con conciencia

Viajar puede ser una experiencia enriquecedora: abre la mente, rompe con la rutina, activa la curiosidad, estimula la creatividad y ofrece nuevas perspectivas sobre nosotros mismos y el mundo. Pero no siempre lo vivimos así.

A veces, agotados tras un año intenso, proyectamos sobre el viaje la expectativa de que lo compense todo: el cansancio, el malestar acumulado o las tensiones no resueltas. Y cuando no resulta tan reparador como imaginábamos, llega la decepción. También puede ocurrir que el estrés de los preparativos, la convivencia intensa o los imprevistos logísticos nos generen más ansiedad que disfrute.

Viajar con conciencia implica soltar la necesidad de que todo salga perfecto. Es abrirse a lo inesperado y dejar que el error también forme parte del camino. A menudo, lo mejor de un viaje no está en lo planeado, sino en lo que aparece sin buscarlo: una conversación inesperada, un paisaje que no estaba en el mapa, esa sensación de libertad que no se puede fotografiar.

Y si este año no viajas, sea cual sea el motivo, recuerda que eso no te resta nada. No necesitas moverte lejos para descansar o disfrutar. También puedes redescubrir tu ciudad, volver a lugares que habías olvidado o explorar rincones cercanos con una mirada nueva. A veces, lo que necesitamos está más cerca de lo que imaginamos.

13. Pide ayuda si lo necesitas

Existe la creencia errónea de que en verano, sí o sí, toca estar bien. Como si el sol o las vacaciones tuvieran el poder mágico de disipar la ansiedad, la tristeza o cualquier malestar emocional. Pero el sufrimiento no desaparece solo porque haga buen tiempo. Al contrario, en esta época puede volverse más evidente precisamente porque hay más espacio para notar lo que solemos dejar en segundo plano.

Algunas personas se sienten solas, desubicadas o desconcertadas sin saber muy bien por qué. Otras reviven emociones que creían superadas. Y muchas simplemente conviven con una incomodidad difusa, difícil de poner en palabras, pero que siempre está presente y pesa.

Si te reconoces en algo de esto, no te culpabilices ni minimices lo que sientes con frases como «No debería sentirme así en verano» o «Ya se me pasará». El primer paso para cuidar tu salud mental es validar tu experiencia, aunque no encaje con lo que esperabas.

Y si sientes que algo te desborda o que todo se te hace cuesta arriba, no te aísles. Buscar un espacio seguro donde poder expresarte también es una forma de cuidado.

(Si lo deseas, puedes ponerte en contacto conmigo. Estaré encantada de acompañarte en tu proceso)

Naturaleza y salud mental. 15 beneficios para tu equilibrio emocional

Naturaleza y salud mental: 15 beneficios para tu equilibrio emocional

Naturaleza y salud mental: 15 beneficios para tu equilibrio emocional 1500 1001 BELÉN PICADO

¿Cuánto tiempo hace que no tocas la tierra con las manos? ¿Cuándo fue la última vez que te paraste a observar cómo bailan las hojas al compás del viento? Menos ansiedad, mejor estado de ánimo, mayor claridad mental… El vínculo entre naturaleza y salud mental es más profundo de lo que solemos imaginar, y cada vez son más los estudios que lo confirman.

Estar en contacto con lo natural no es solo un placer: es una necesidad grabada en nuestra biología, aunque las prisas del día a día nos impidan darnos cuenta. No olvidemos que, durante miles de años, bosques, costas y montañas no fueron destinos turísticos, sino hogar, refugio y sustento para nuestros antepasados. Nuestros sentidos, nuestras emociones y hasta nuestras respuestas fisiológicas están moldeadas por esa convivencia ancestral.

Pero, ¿de qué manera concreta influye la naturaleza en nuestro bienestar psicológico? A continuación, repasamos algunos de sus beneficios y lo que dice la ciencia al respecto.

1. La ansiedad se reduce

Pasar tiempo en la naturaleza disminuye la activación del sistema nervioso simpático, encargado de poner en marcha la respuesta de lucha o huida ante situaciones percibidas como amenazantes. Esta reacción, adaptativa ante peligros reales, también puede surgir frente a estímulos como el tráfico, las pantallas o la sobrecarga de tareas. Cuando se mantiene en el tiempo, genera un estado de hiperactivación que puede traducirse en ansiedad crónica, insomnio o fatiga.

Un paseo por un parque, sentarse bajo un árbol o contemplar un paisaje desde la ventana pueden bastar para que el cuerpo empiece a responder. Incluso sonidos naturales como el agua, el viento o el canto de los pájaros contribuyen a inducir una sensación de calma. Una forma especialmente efectiva de sumergirse en esta experiencia es practicar lo que en Japón se conoce como shinrin yoku, o baños de bosque: caminar en silencio entre árboles, respirar su aroma, prestar atención a los sonidos y dejarse envolver por el entorno.

(En este blog puedes leer el artículo Baños de bosque: una invitación a reconectar con lo natural)

2. Mejora el estado de ánimo

Además de desactivar nuestro sistema de alarma, el contacto con la naturaleza estimula áreas cerebrales asociadas al placer y favorece la liberación de neurotransmisores como la serotonina, la dopamina y las endorfinas. Por eso, muchas personas describen sus paseos por entornos naturales como revitalizantes o profundamente reconfortantes.

Un metaanálisis publicado en 2020 en la revista Frontiers in Psychology encontró que las personas que pasaban tiempo en espacios verdes reportaban un aumento significativo de emociones positivas. Este efecto se mantenía incluso después de exposiciones breves de 10 ó 15 minutos, lo que sugiere que no es necesario hacer grandes excursiones para experimentar una mejora emocional.

Naturaleza y salud mental

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3. Se recupera la capacidad de atención

Vivimos rodeados de estímulos constantes: notificaciones, interrupciones, exigencias mentales… Todo ello activa lo que se conoce como atención dirigida, una forma de concentración que requiere esfuerzo y se agota con facilidad. Cuando se mantiene demasiado tiempo, aparecen despistes, fatiga mental y dificultad para concentrarse. Y ahí es donde la naturaleza puede ayudarnos.

Según la Teoría de la Restauración de la Atención, formulada por Stephen y Rachel Kaplan, para recuperar la capacidad de concentración es necesario activar un tipo de atención involuntaria, aquella que no requiere esfuerzo y que permite al cerebro «respirar». Los autores sostienen que los entornos naturales son especialmente adecuados para ello, ya que —en palabras de Stephen Kaplan— «estimulan delicadamente los sentidos y ofrecen una gama de atractivos como el paisaje, los aromas y los sonidos».

4. La creatividad fluye con mayor libertad

Al alejarnos del ruido y del exceso de estímulos, la mente empieza a soltarse. En ese estado, resulta más fácil que surjan nuevas conexiones, soluciones inesperadas o formas distintas de abordar lo que nos preocupa.

Estar en un entorno natural favorece un pensamiento más libre y flexible. Algunos estudios han observado que pasar tiempo en la naturaleza —especialmente cuando dejamos el móvil de lado— mejora el rendimiento en tareas que requieren imaginación y creatividad. Al reducirse la sobrecarga atencional, se activan redes neuronales asociadas a la intuición, la reflexión y la inspiración.

5. Los síntomas depresivos se alivian

El contacto con la naturaleza también puede aliviar el sufrimiento emocional. Uno de factores clave es que ayuda a interrumpir la rumiación, ese bucle de pensamientos negativos que se repiten sin descanso. En un estudio realizado en la Universidad de Stanford, se observó que, tras una caminata de 90 minutos en un entorno natural, se reducía la actividad cerebral asociada a este tipo de patrón mental. Es decir, la mente encontraba un respiro.

A diferencia de los entornos urbanos o digitales, la naturaleza ofrece estímulos suaves, agradables y no invasivos que invitan a salir del letargo emocional.

Además, hay un componente simbólico. Ver cómo brota la vida, cómo se transforma el paisaje con el paso de las estaciones o cómo resiste un árbol frente al viento, por ejemplo, puede funcionar como una poderosa metáfora y ayudarnos a mirar el dolor desde otro lugar. No es una solución mágica, pero sí una forma más amable y compasiva de acompañar el sufrimiento.

6. En los niños, se facilita la autorregulación y el rendimiento

El contacto con la naturaleza potencia habilidades clave para el desarrollo emocional y cognitivo en la infancia. Mejora la atención y ayuda a que niños y niñas aprendan a autorregularse con mayor facilidad.

En el caso del trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH), diversos estudios han mostrado que realizar actividades al aire libre —como caminar por un entorno natural o jugar en espacios verdes— disminuye la hiperactividad y mejora la concentración. Igualmente se ha observado que los centros escolares rodeados de vegetación tienden a registrar mejores resultados académicos y menor fatiga mental en su alumnado.

En este sentido, la naturaleza actúa como un entorno contenedor y regulador: un espacio que favorece la calma y mejora la disposición al aprendizaje.

7. Se refuerza la sensación de conexión y pertenencia

La teoría de la biofilia, formulada por Edward O. Wilson, sostiene que los seres humanos tenemos una inclinación innata a establecer vínculos con otras formas de vida: animales, plantas, ecosistemas… Esta necesidad de conexión no es una moda reciente, sino el fruto de miles de años de convivencia con lo natural.

Aunque hoy vivamos rodeados de asfalto, ese vínculo sigue inscrito en nuestra memoria biológica. Por eso, cuando volvemos a la naturaleza, aunque solo sea por un rato, algo dentro se recoloca. Como si el entorno, de algún modo, reconociera lo que somos y nos hiciera sitio.

En momentos de aislamiento, ansiedad o desconexión existencial, la naturaleza actúa como un recordatorio de que no estamos solos. Formamos parte de algo más grande, más antiguo y siempre en movimiento. Y esa percepción de pertenencia, por sutil que sea, puede convertirse en una fuente de consuelo, arraigo y sentido.

8. Disminuye la percepción del dolor

Estar en la naturaleza, o incluso contemplar imágenes de paisajes, puede reducir la intensidad con la que se percibe el dolor, especialmente en personas con dolencias crónicas o en procesos de recuperación.

Este efecto se debe, en parte, a cómo la atención modula la experiencia del malestar. Cuando el entorno ofrece estímulos agradables —como el sonido del agua o la luz que se filtra entre los árboles—, la mente tiende a centrarse en ellos y deja de enfocarse exclusivamente en la incomodidad. Esto, no solo alivia la percepción consciente del dolor, sino que también modifica el tono emocional con el que se vive.

Un estudio clásico en este ámbito es el que llevó a cabo el psicólogo Roger Ulrich en 1984. Observó que los pacientes hospitalizados que tenían vistas a un entorno natural desde la ventana necesitaban menos analgésicos y se recuperaban antes que aquellos que veían una pared de ladrillo. A raíz de investigaciones como esta, muchos hospitales y centros de cuidados han incorporado jardines terapéuticos o paisajes naturales en sus diseños arquitectónicos.

9. Se fortalecen los vínculos sociales

En entornos naturales, las personas suelen relacionarse desde un lugar más sereno y menos defensivo. El cuerpo se relaja, la mirada se suaviza y la conversación fluye sin esfuerzo. No hace falta desempeñar un rol ni demostrar nada. Basta con estar. Y en ese estar, compartir se vuelve más fácil. Esto puede resultar especialmente valioso para quienes encuentran difícil iniciar o sostener vínculos en contextos sociales convencionales.

Un estudio realizado en barrios urbanos de Chicago reveló que las zonas con mayor presencia de vegetación contaban con relaciones vecinales más sólidas, mayor cohesión social y menos conflictos. No es casual: cuando el entorno transmite serenidad y apertura, también lo hacen las personas.

Además, compartir espacios naturales —ya sea en paseos, excursiones o actividades grupales— favorece la expresión emocional y facilita la aparición de la confianza y la cooperación. La vivencia compartida genera un sentimiento de pertenencia que refuerza los lazos y ayuda a reducir la sensación de aislamiento.

Naturaleza y salud mental

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10. Se fomenta un estilo de vida más activo

Caminar por un sendero, nadar en un río o pasear por un parque no suele vivirse como una obligación, sino como algo natural y placentero. El entorno invita al movimiento sin imponerlo. Nos movemos porque queremos estar ahí, porque el cuerpo responde a lo que ve, escucha y siente. Y eso marca una gran diferencia.

Las investigaciones han mostrado que quienes viven cerca de espacios verdes tienden a ser más activos físicamente. No necesariamente porque practiquen deporte de forma estructurada, sino porque caminan más, salen más, se mueven con mayor regularidad. Incluso personas mayores, convalecientes o con movilidad reducida se muestran más dispuestas a salir y recorrer pequeñas distancias cuando el entorno resulta estimulante y amable.

11. Aumenta la conciencia corporal

Caminar sobre terreno irregular, notar la textura de la corteza de un árbol, sentir el aire fresco o el calor del sol en la piel, respirar con más profundidad… Son experiencias sencillas que nos devuelven al cuerpo y reactivan las sensaciones. En la vida urbana, es habitual que habitemos la mente más que el cuerpo. Pasamos buena parte del día en piloto automático, desconectados de lo físico. La naturaleza, en cambio, nos invita a regresar a lo sensorial.

Muchas personas, especialmente en terapia, describen que estar al aire libre les ayuda a «bajar» al cuerpo, sobre todo cuando se sienten bloqueadas, disociadas o ansiosas.

12. Mejora la regulación emocional

El entorno influye profundamente en cómo gestionamos nuestras emociones. En contextos impredecibles o saturados de estímulos es más fácil que aparezca la reactividad: en lugar de responder, reaccionamos de forma automática. Nos dejamos arrastrar por el enfado, actuamos por impulso o sentimos que estamos siempre al límite.

La naturaleza, en cambio, ofrece un marco más amable que favorece, casi sin que lo notemos, un mayor equilibrio interno. Algunos psicólogos ambientales lo llaman «atmósferas restauradoras»: lugares que el cuerpo y la mente perciben como seguros. En ellos, el sistema nervioso baja la guardia, se desactiva la hipervigilancia y la calma tiene espacio para volver. Lo que en otros ámbitos nos alteraría, aquí se percibe con menor intensidad.

Además, los sentidos se activan de forma suave y armoniosa. Los colores, los sonidos, los olores… todo sigue un ritmo más pausado, más coherente con nuestras necesidades biológicas.

13. Se incrementa la motivación intrínseca

En muchos aspectos de la vida cotidiana, nos movemos por obligación, por expectativas externas o para alcanzar metas impuestas. En la naturaleza, ese patrón se transforma: emerge una motivación más genuina que nace de la curiosidad, del disfrute o del simple placer de estar.

A diferencia de la motivación extrínseca —que depende de recompensas externas como el reconocimiento, el rendimiento o la aprobación de los demás—, la motivación intrínseca surge cuando algo nos interesa por sí mismo. No buscamos un resultado: lo hacemos porque nos atrae, porque nos conecta o porque nos hace sentir bien.

Observar cómo una mariposa se posa en una flor, seguir el vuelo de un pájaro o caminar sin rumbo por un sendero son gestos sencillos, sin un objetivo aparente. Pero en esa aparente inutilidad reside su valor: no hacen falta logros, evaluaciones ni productividad. Hacemos porque sí. Y a veces, eso es lo que más necesitamos.

14. La conexión con el presente es mayor

En medio de la prisa, las distracciones y la hiperconexión, no siempre resulta fácil conectar con el aquí y ahora. El cuerpo puede estar en un sitio, pero la mente va y viene entre lo que ya pasó y lo que aún no ha ocurrido. La naturaleza, sin embargo, nos ofrece un ancla: una oportunidad para regresar al presente.

A veces basta con detenerse unos instantes. Observar cómo se mueve el agua, cómo cambia la luz, cómo un pájaro se posa y luego alza el vuelo. Gestos sencillos, casi imperceptibles, que sin embargo tienen un efecto inmediato: calman el ruido interior y nos invitan a habitar el instante tal y como es.

En contacto con la naturaleza, los sentidos se despiertan de forma espontánea: la vista se posa, el oído se afina, la piel percibe, el olfato se activa. Incluso el gusto parece captar algo nuevo en el aire. Y cuando los sentidos se abren, también lo hace la conciencia. No hace falta esforzarse ni aplicar técnicas: basta con observar y estar.

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15. Los efectos positivos se amplían a los entornos simulados

Aunque nada sustituye la experiencia directa, la ciencia ha demostrado que los efectos beneficiosos del contacto con la naturaleza también pueden activarse de forma indirecta. Ver imágenes de paisajes, escuchar sonidos grabados —como el agua, el viento o el canto de los pájaros— o sumergirse en recorridos virtuales por entornos naturales puede tener un impacto positivo en nuestro estado mental.

Algunas investigaciones han mostrado que incorporar estos estímulos durante la jornada laboral mejora la concentración, reduce el estrés y favorece un estado general de calma, incluso sin salir del entorno urbano. También se ha explorado su uso con fines terapéuticos: personas con ansiedad o síntomas depresivos han mostrado mejoras tras sesiones con realidad virtual inmersiva en paisajes naturales.

Aunque no reemplace el contacto real, este tipo de exposición ofrece una alternativa valiosa, especialmente para quienes viven en ciudades densas o tienen movilidad reducida.

Referencias bibliográficas

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Wilson, E. O. (1984). Biophilia. Harvard University Press.

Cronodisrupción. Cuando tu reloj biológico se desajusta, tu salud mental se resiente

Cronodisrupción: cuando tu reloj biológico se desajusta, tu salud mental se resiente

Cronodisrupción: cuando tu reloj biológico se desajusta, tu salud mental se resiente 1500 841 BELÉN PICADO

Puedes consultar la hora en tu reloj, en el móvil o en la pantalla del ordenador. Pero hay otro reloj, mucho más silencioso —y poderoso—, que marca el ritmo de tu vida desde dentro. No mide el tiempo con agujas ni números, sino a través de ciclos biológicos que regulan casi todo: cuándo duermes, cuándo comes, cuándo tienes energía o cuándo necesitas parar. Este sistema de temporización natural ayuda al cuerpo a anticiparse a los cambios del entorno y a mantener su equilibrio interno. Pero cuando se desajusta, también lo hace tu bienestar físico, emocional y mental. Es lo que se conoce como cronodisrupción.

Pero, ¿qué es exactamente la cronodisrupción?

Podemos definirla como  una alteración profunda y persistente de los ritmos circadianos, ciclos biológicos que siguen un patrón cercano a las 24 horas y que regulan funciones esenciales del cuerpo y la mente: el sueño y la vigilia, el apetito, la temperatura corporal, la secreción hormonal, la actividad cerebral o el estado de ánimo, entre otras.

Aunque solemos hablar de un único «reloj biológico», en realidad contamos con múltiples relojes internos distribuidos por casi todos los órganos y tejidos del cuerpo. Todos ellos se sincronizan con un ‘reloj maestro’ situado en el cerebro, concretamente en el núcleo supraquiasmático, una pequeña estructura del hipotálamo que recibe información directa del nervio óptico y se ajusta a los ciclos de luz y oscuridad del entorno.

La cronodisrupción ocurre cuando ese sistema deja de alinearse con las señales externas que deberían regularlo —como la luz solar, los horarios de las comidas o los ritmos de actividad y descanso—. No se trata simplemente de dormir mal una noche o de tener los horarios cambiados durante el fin de semana, sino de una desincronización mantenida que provoca un desorden sistémico. Cuando los ritmos internos dejan de ajustarse al ciclo natural de 24 horas, el cuerpo comienza a funcionar de forma descoordinada: se altera el sueño, el metabolismo, el sistema hormonal e inmunológico, e incluso la regulación emocional y cognitiva.

Es como si la orquesta interna del cuerpo perdiera al director y cada instrumento comenzara a tocar a su aire. El resultado: un organismo más vulnerable a la fatiga, el deterioro físico, el malestar psicológico y el desarrollo de distintas enfermedades.

La luz y la oscuridad son los grandes sincronizadores de nuestros ritmos circadianos.

¿Por qué ocurre?

La cronodisrupción no aparece de forma espontánea. Es el resultado de una acumulación de factores que, poco a poco, interrumpen la comunicación entre nuestro reloj biológico interno y el entorno. Algunas de las principales causas que pueden desencadenar este desequilibrio son:

  • Trabajo nocturno o por turnos. Al obligar al cuerpo a mantenerse activo cuando fisiológicamente debería estar en reposo, se altera la producción de melatonina y cortisol y se desregulan múltiples funciones biológicas.
  • Exposición excesiva a luz artificial. La iluminación constante, especialmente por la noche, confunde a nuestro reloj biológico. La luz azul emitida por pantallas (móviles, ordenadores, televisión) inhibe la producción natural de melatonina, la hormona que prepara al cuerpo para el descanso, retrasando así el inicio del sueño y rompiendo el ritmo vigilia-sueño.
  • Jet lag. Un cambio brusco de huso horario, especialmente al viajar hacia el este, desajusta temporalmente el reloj interno, provocando alteraciones del sueño, del estado de ánimo y del apetito.
  • Falta de luz natural durante el día. Si no recibimos suficiente luz solar, el cerebro no activa bien el ciclo de alerta y descanso, lo que dificulta que el cuerpo distinga entre el día y la noche.
  • Alimentación desordenada o a deshoras. Comer muy tarde o con horarios cambiantes interfiere en los relojes biológicos del sistema digestivo, que también siguen ritmos circadianos, dificultando la coordinación general del organismo.
  • Ejercicio físico en momentos inapropiados. Realizar actividad física intensa a última hora del día puede elevar la temperatura corporal y dificultar la conciliación del sueño, especialmente si no se deja tiempo suficiente para el descanso.
  • Mutaciones en los genes reloj. Algunas variantes genéticas afectan la duración o la estabilidad de los ciclos circadianos, haciendo que el cuerpo funcione con ritmos diferentes al patrón de 24 horas.
  • Consumo de ciertos medicamentos. Algunos psicofármacos e hipnóticos, utilizados para tratar el insomnio, pueden inhibir la producción natural de melatonina, agravando el problema que pretendían corregir.
  • Estrés crónico y desequilibrios hormonales. Niveles elevados y sostenidos de cortisol, especialmente en las horas previas al sueño, pueden interferir con el ritmo circadiano y aumentar la vulnerabilidad a la cronodisrupción.

Cómo afecta la cronodisrupción a nuestra salud mental

Además de alterar la producción de melatonina, con los consiguientes efectos sobre numerosas funciones de nuestro organismo (descanso, apetito, temperatura corporal, actividad cerebral, etc. ), a largo plazo, este desorden interno aumenta el riesgo de enfermedades metabólicas, neurodegenerativas y de trastornos mentales. De hecho, cada vez más estudios respaldan la relación entre cronodisrupción y distintos trastornos psicológicos. A continuación, repasamos algunos de ellos.

Trastornos del sueño

Circunstancias como el jet lag o el trabajo a turnos alteran el reloj interno y repercuten directamente en la calidad del sueño. Pueden surgir dificultades para conciliar o mantener el sueño, así como somnolencia diurna y problemas para mantenerse despierto.

Existen además otros trastornos menos comunes relacionados con la desincronización circadiana, como el trastorno de la fase del sueño retrasada (más frecuente en adolescentes), en el que la persona se duerme y despierta siempre tarde, aunque lo intente evitar. El trastorno de la fase de sueño avanzada es justo lo contrario: se duerme y se despierta muy temprano (más habitual en personas mayores). Otro ejemplo de cronodisrupción, mucho más infrecuente, es el síndrome de sueño-vigilia no ajustado a 24 horas, que suele afectar a personas ciegas.

Depresión

El desajuste del reloj interno altera procesos clave para la salud mental, como la producción de serotonina, que además de regular el estado de ánimo, se transforma por la noche en melatonina para facilitar el descanso. Por eso, un nivel bajo de serotonina —frecuente en la depresión— afecta también al sueño, generando un círculo vicioso.

De hecho, muchas personas con depresión muestran patrones de sueño alterados (insomnio o hipersomnia), menor exposición a la luz natural y ritmos de actividad irregulares. Los síntomas suelen ser más intensos por la mañana, señal de una posible desincronización interna. Además, los cambios estacionales (invierno, primavera u otoño) pueden actuar como desencadenantes o agravantes del malestar.

Adicciones

Cuando los ritmos circadianos se alteran, las regiones cerebrales encargadas del control de impulsos y la toma de decisiones —como la corteza prefrontal— funcionan con menor eficacia y aumentan las respuestas impulsivas y compulsivas.

Según investigaciones lideradas por Carolina Escobar, de la Universidad Autónoma de México (UNAM), las personas con ritmos alterados son más vulnerables a desarrollar adicciones: «Si el individuo está cansado porque no ha dormido lo suficiente, o si sus ritmos circadianos en las áreas cerebrales que regulan el control de los impulsos no están bien sincronizados, perderá el control, se volverá más débil para responder a los estímulos y podrá caer fácilmente en conductas impulsivas, incluidas las adicciones», explica.

Trastornos alimentarios

No solo importa qué comemos, sino también cuándo. Ingerir alimentos a deshora —especialmente de noche— altera el ritmo interno y contribuye a desequilibrios metabólicos y emocionales.

Como ha explicado la investigadora Carolina Escobar, esta desincronización afecta desde los relojes de los tejidos hasta el funcionamiento de una sola célula.  Además, la cronodisrupción puede intensificar la impulsividad, dificultar el autocontrol y distorsionar la relación con la comida, favoreciendo la aparición o el mantenimiento de trastornos alimentarios.

La cronodisrupción favorece los trastornos alimentarios.

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Trastorno bipolar

El trastorno bipolar es especialmente sensible a los vaivenes de los ritmos circadianos. Muchas personas que lo padecen presentan alteraciones crónicas en el sueño, el apetito o la actividad hormonal. Los cambios en la cantidad de horas de sol—como los que trae cada estación— pueden desestabilizar el sistema circadiano y desencadenar episodios maníacos o depresivos.

Se ha comprobado que los hábitos irregulares incrementan el riesgo de recaídas, mientras que los tratamientos que promueven la regularidad (cronoterapia, exposición a luz brillante, litio) contribuyen a estabilizar el estado de ánimo. Parte del efecto del litio podría deberse, de hecho, a su influencia sobre el reloj biológico.

Trastorno de estrés postraumático

Algunas investigaciones han mostrado que los ritmos circadianos influyen en la forma en que se manifiestan ciertos síntomas postraumáticos. Un estudio del Departamento de Psicología de la Universidad de Zúrich encontró que, en personas con TEPT, los recuerdos intrusivos no seguían el mismo patrón horario descendente observado en quienes habían sufrido traumas sin desarrollar el trastorno.

Mientras que en estos últimos los recuerdos eran más frecuentes al mediodía y disminuían por la tarde, quienes padecían TEPT mantenían una intensidad constante con picos por la mañana y la noche. Esto sugiere una alteración de los ritmos que normalmente ayudan a modular el malestar emocional a lo largo del día.

Trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH)

Niños y adultos con TDAH suelen presentar ciertas alteraciones circadianas: dificultad para conciliar el sueño, sueño fragmentado y disfunciones hormonales.

Cuando el reloj biológico no está bien sincronizado, se ven comprometidas funciones ejecutivas como la atención, la regulación emocional o el control de impulsos. Este desequilibrio puede intensificar los síntomas del TDAH, como la impulsividad, la hiperactividad o la dificultad para mantener la atención, generando un bucle difícil de romper.

Trastornos del espectro autista (TEA)

Las personas con TEA presentan con frecuencia desórdenes en el ciclo sueño-vigilia, como dificultades para conciliar el sueño, despertares frecuentes o sueño fragmentado.

Una de las causas más estudiadas es la producción atípica de melatonina. En muchos casos, los niveles están reducidos o su liberación es irregular, lo que dificulta el inicio y mantenimiento del sueño nocturno.

Igualmente pueden intensificarse otros síntomas del TEA, como la irritabilidad, la ansiedad, la rigidez conductual o las dificultades en la comunicación social. El sueño insuficiente o de mala calidad impacta directamente en la capacidad de autorregulación y adaptación al entorno.

Esquizofrenia

En este caso, la cronodisrupción no es solo un efecto secundario, sino que podría formar parte de los factores que predisponen al trastorno. Numerosos estudios han identificado en las personas con esquizofrenia alteraciones profundas y persistentes en el sueño, los ritmos de actividad, la temperatura corporal y la secreción hormonal.

Estos desajustes suelen estar presentes incluso antes del primer brote psicótico, lo que sugiere que podrían formar parte del terreno biológico que predispone a la aparición del trastorno. Las personas con esquizofrenia tienden a tener patrones de sueño muy irregulares, sueño fragmentado, fases invertidas de vigilia y descanso, e incluso ritmos internos desfasados en relación al ciclo de 24 horas.

Señales que indican que tu reloj interno se ha desincronizado

Cuando tu reloj interno está en hora, duermes mejor, tienes más energía, te concentras con facilidad y regulas mejor tus emociones. Pero si se produce una cronodisrupción, tu cuerpo empieza a enviar señales —a veces sutiles— que conviene atender. Estas son algunas de las más comunes:

  • Te cuesta conciliar el sueño o te despiertas varias veces durante la noche, aunque estés cansado/a.
  • Te levantas con sensación de fatiga, como si no hubieras descansado bien.
  • Notas bajones de energía a lo largo del día, especialmente por la mañana o a media tarde.
  • Tienes hambre en momentos poco habituales, como por la noche o de madrugada.
  • Te resulta difícil concentrarte, recordar cosas o pensar con claridad.
  • Tu cuerpo parece ir a destiempo: digestiones irregulares, falta de apetito en las horas habituales de comer o picos de energía desordenados.
  • Desajustas tus horarios los fines de semana, durmiendo o comiendo a horas muy distintas al resto de la semana (jet lag social).
  • Te acuestas y despiertas muy tarde (cronotipo vespertino), aunque eso complique tu rutina diaria.
  • Trabajas por turnos o de noche, manteniéndote activo cuando tu cuerpo necesita descanso.
  • Viajas con frecuencia entre husos horarios, y tu cuerpo no tiene tiempo para adaptarse.
  • Pasas muchas horas frente a pantallas por la noche, lo que inhibe la producción natural de melatonina.
  • Sufres digestiones lentas, hinchazón o molestias intestinales, sobre todo si comes tarde o a deshora.
  • Te cuesta activarte por la mañana, pero por la noche estás más despierto de lo que deberías.
  • Experimentas cambios de temperatura corporal o dolores de cabeza sin causa clara.
  • Tu estado de ánimo cambia sin motivo aparente: te sientes irritable, ansioso o desmotivado.

La cronodisrupción afecta a nuestra salud mental.

Cuando estas señales se repiten o se combinan entre sí, son una llamada de atención del cuerpo: algo en tu reloj interno necesita ser reajustado.

Cómo prevenir o mitigar la cronodisrupción

No podemos cambiar el mundo en el que vivimos, ni hacer desaparecer el trabajo a turnos, las pantallas o el ritmo acelerado que nos rodea. Pero sí podemos hacer pequeños ajustes en nuestro día a día para recuperar algo de equilibrio. No se trata de volver a la luz de las velas ni de acostarnos a las siete de la tarde; basta con colaborar con nuestro cuerpo para que funcione mejor.

Si quieres saber cómo poner en hora tu reloj biológico, te invito a leer el artículo Qué son los ritmos circadianos y cómo influyen en nuestra salud mental.

Y si sientes que necesitas ayuda extra para conseguirlo, puedes ponerte en contacto conmigo. Estaré encantada de acompañarte en tu proceso.

Referencias bibliográficas

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El poder de la introyección o por qué adoptamos creencias ajenas sin cuestionarlas

El poder de la introyección o por qué adoptamos creencias ajenas sin cuestionarlas

El poder de la introyección o por qué adoptamos creencias ajenas sin cuestionarlas 1500 1000 BELÉN PICADO

Las personas que nos rodean y el entorno en el que vivimos influyen profundamente en la construcción de nuestra identidad. Es normal adoptar ideas, valores y creencias de aquellos con quienes mantenemos un contacto cercano, a quienes admiramos o con quienes compartimos una visión de la vida similar. El problema surge cuando adoptamos de manera inconsciente valores o actitudes de otras personas sin cuestionar si realmente se alinean con nuestras propias necesidades y deseos. Este mecanismo de defensa denominado introyección puede llevarnos a vivir según creencias que ni siquiera nos pertenecen y a entrar en una dinámica que condicionará nuestra forma de relacionarnos con el mundo.

Al no cuestionar los introyecto,  asumimos que forman parte de nuestra propia identidad cuando en realidad son creencias impuestas por el entorno. Por ejemplo, aceptar como verdad absoluta que «llorar en público es una muestra de debilidad» sin darme cuenta de que esta idea proviene de mi entorno familiar o social y no de una reflexión personal.

La introyección como parte del desarrollo

De niños somos como esponjas y absorbemos, sin ningún filtro, creencias, valores y comportamientos de nuestros padres o cuidadores principales. Y eso no es negativo. Al contrario, se trata de un proceso fundamental tanto para nuestra socialización como para el desarrollo de nuestra personalidad.

En este sentido, los introyectos nos proporcionan un ‘mapa’ para poder entender el mundo y aprender a relacionarnos con los demás. Sin embargo, aunque nos ayudan a ubicarnos, nos aportan seguridad y contribuyen a que comprendamos las expectativas del entorno, también es crucial que desarrollemos nuestro propio criterio y aprendamos a diferenciar entre lo que hemos adoptado de otros y lo que realmente resuena con nuestra verdadera identidad. Es lo que hacemos al llegar a la adolescencia. Empezamos a cuestionarnos valores y normas adquiridos en la infancia y a decidir por nosotros mismos cuáles tienen que ver realmente con nosotros.

Ahora bien, puede ocurrir que ciertos introyectos, como valores familiares profundamente arraigados o expectativas sociales demasiado rígidas, se mantengan sin llegar a ser desafiados, lo que puede llevarnos a conflictos internos que seguiremos cargando en la edad adulta. Esto suele ocurrir cuando hay una excesiva dependencia emocional de los padres o cuidadores o cuando se busca continuamente la aprobación externa. Si sentimos que no tenemos control sobre nuestro entorno o tendemos a buscar seguridad fuera de nosotros, es fácil que acabemos adoptando creencias o comportamientos ajenos para sentirnos aceptados y evitar el rechazo. De este modo, quienes crecen en ambientes inestables o inseguros tienden a desarrollar más introyectos como forma de encontrar sentido o estructura en su vida.

El poder de la introyección o por qué adoptamos creencias ajenas sin cuestionarlas

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La introyección como mecanismo de defensa

Los mecanismos de defensa son estrategias psicológicas inconscientes cuyo objetivo es ayudarnos a mantener nuestro equilibrio interior. Nos ayudan a defendernos de pensamientos y sentimientos negativos que pueden amenazar nuestra autoimagen y generarnos mucho dolor y angustia.

Cuando adoptamos una idea o un comportamiento sin cuestionarlo y sin una reflexión crítica previa, ya sea porque lo percibimos como nuestro deber, como una forma de no decepcionar o llevados por la necesidad de agradar al otro, el proceso de la introyección pasa de ser parte de nuestro crecimiento a convertirse en un mecanismo de defensa que puede acabar causándonos mucho malestar e impidiendo que desarrollemos nuestra propia personalidad.

El propósito de la introyección como mecanismo de defensa es protegernos ante situaciones que nos generan ansiedad y en momentos en los que nos enfrentamos a algo especialmente doloroso, amenazante o que no encaja en nuestro conjunto de creencias. También es una forma de intentar tener algo de control en situaciones que percibimos como incontrolables. Y es posible que temporalmente funcione y nos permita sentirnos más seguros o protegidos en un contexto emocional difícil. Pero, a largo plazo, acabaremos perdiendo la capacidad de diferenciar entre nuestras propias emociones y las de los demás, desarrollando una identidad basada en mandatos o expectativas externas, en lugar de en lo que nosotros necesitamos.

Tragar sin masticar

Fritz Perls, fundador de la terapia Gestalt, utiliza una poderosa analogía relacionada con el proceso de digestión para explicar el concepto de introyección como mecanismo de defensa. Al igual que nuestro sistema digestivo procesa y asimila los alimentos, nuestro «yo» psíquico debería hacer lo mismo con las ideas, creencias y valores que recibimos del entorno. Este proceso natural implica tomar lo externo, descomponerlo, asimilar lo útil y desechar lo que no nos sirve. Sin embargo, en la introyección, este proceso no se completa correctamente.

Del mismo modo que no llegamos a descomponer y digerir la comida cuando no la masticamos y nos la tragamos entera, cuando introyectamos estamos absorbiendo ideas, valores o creencias externas sin cuestionarlas, sin filtrarlas ni evaluarlas críticamente. Como resultado, esas ideas no digeridas permanecen dentro de nosotros, afectando a nuestras decisiones, comportamientos y emociones sin ser realmente parte de nuestro propio ser. Esto puede generar conflictos internos, ya que a veces estas creencias introyectadas no se corresponden con nuestras verdaderas necesidades o deseos. En consecuencia, para vivir de manera auténtica, necesitamos revisar y procesar estas influencias externas, integrando lo que resuena con nosotros y desechando lo que no.

El poder de la introyección o por qué adoptamos creencias ajenas sin cuestionarlas

Algunos ejemplos

Para entender aún mejor hasta qué punto nos influye la introyección y cómo nos afectan todas esas creencias culturales o familiares que adoptamos sin cuestionar vamos a ver algunos ejemplos:

  • Un niño adopta los valores o comportamientos de su padre maltratador para evitar su rechazo y desaprobación y hacer más tolerable la convivencia. En situaciones de vulnerabilidad o dependencia (infancia, relaciones desiguales) la introyección permite que la persona internalice características de figuras poderosas o significativas para mitigar su malestar. Además, al introyectar los aspectos abusivos y amenazantes, se crea la falsa percepción de tener un mayor control sobre ellos.
  • «Los hombres no lloran», «Las niñas buenas no se enfadan» Hay ciertos estereotipos de género que nos ‘tragamos’ desde una edad muy temprana generando creencias sobre cómo ‘deberíamos’ comportarnos en función de nuestro género. Al aceptar estas ideas sin pasarlas por ningún filtro las convertimos en introyectos que limitan nuestra capacidad para expresarnos emocionalmente en la vida adulta y condicionan la manera en que hombres y mujeres nos relacionamos.
  • «El trabajo dignifica», «Lo que cuenta no es lo que eres sino lo que haces», «Tienes que ser perfecto en lo que hagas». En sociedades donde se da una gran importancia al éxito es común interiorizar la idea de que el valor de una persona depende de lo duro que trabaje o de lo productivo que sea. Una persona que ha crecido en un entorno donde se repite continuamente que «el trabajo dignifica», puede internalizarla sin cuestionarla y hacerla parte de su identidad. Asumirá que trabajar es lo que le otorga valor personal, sin importar las condiciones en las que lo haga o la satisfacción que le proporcione la actividad que realiza. El resultado es el agotamiento y un acusado sentimiento de insuficiencia cuando no se cumplen esas expectativas.
  • Creencias sobre las relaciones afectivas. Convertir en una verdad absoluta la idea de que «es necesario encontrar a tu media naranja para ser feliz», sin siquiera cuestionarla, nos lleva directos a la dependencia emocional. Este introyecto puede generar en la persona la sensación constante de que su felicidad depende de que encuentre a su «pareja ideal». Se obsesionará con la idea de estar en una relación y una vez que encuentre pareja, es probable que desarrolle una dependencia emocional. Otros introyectos similares: «Una pareja debe ser para toda la vida», «Cuando seas mayor debes casarte y tener hijos».
  • Una persona que está atrapada en una relación abusiva puede introyectar los mensajes despectivos del abusador, llegando a creer que realmente es «inútil» o «no merece ser amada». Este proceso permite a la persona soportar la situación, pero a costa de su autoestima.
  • Síndrome de Estocolmo. Se da en contextos extremos: secuestros, relaciones abusivas o de maltrato, entornos de privación extrema de libertad (prisiones, campos de concentración), sectas o situaciones de explotación laboral. La víctima, en una situación de gran vulnerabilidad y peligro, adopta las ideas, actitudes o creencias del agresor como un mecanismo de defensa para sobrellevar la experiencia traumática, poder sobrevivir emocionalmente y tener una mayor percepción de control sobre una situación que, en realidad, es incontrolable. Este proceso de internalización puede llevar a justificar o minimizar el daño recibido, creyendo que el comportamiento del agresor es de alguna manera legítimo y asumiendo que el abuso o la violencia que sufre es «por su bien» o «merecido». En lugar de rechazar al agresor, la víctima adopta sus valores o justificaciones, ya que confrontar la realidad podría ser demasiado doloroso o aterrador.
  • Adoptar comportamientos y decisiones que no están alineados con nuestras necesidades o deseos individuales. A Raquel nunca le ha interesado la natación, pero empieza a practicarla al saber que su jefa, por quien siente un gran respeto, tiene esta afición. En lugar de evaluar si realmente disfruta con este deporte, ha asumido automáticamente que, al ser algo que le gusta a alguien a quien admira tanto, será perfecto para ella también. Y así, de paso, evita un posible conflicto interno entre lo que hace y lo que siente, convenciendo a su mente de que es una buena elección simplemente porque viene de una persona que tiene como referente. En este caso, Raquel no está considerando sus propios gustos o preferencias y antepone la opinión de su jefa por encima de sus propios sentimientos.
  • «Eres una inútil», «No vales para nada», «Qué torpe», «Eres un perdedor» Cuando figuras importantes para nosotros nos repiten frases como estas durante la infancia, lo más seguro es que las internalicemos sin cuestionarlas. Al hacerlas nuestras, empezaremos a vernos a través de ese filtro negativo dañando profundamente nuestra autoestima. Por ejemplo, si hago mío el mensaje de «No puedes», desarrollaré una sensación de incapacidad generalizada que me impedirá asumir retos o creer en mis propias capacidades.
  • «La vida es un valle de lágrimas», «El sacrificio es la base del éxito», «Sin dolor no hay recompensa» Estos introyectos normalizan el sufrimiento y la idea de que el dolor es un requisito necesario para alcanzar cualquier éxito o recompensa. Algo que puede llevar a una justificación inconsciente del sacrificio extremo o a la hiperexigencia en diferentes áreas de la vida (trabajo, relaciones personales…). También se desvaloriza el bienestar, dando por hecho que la felicidad o el éxito conseguidos sin sufrimiento carecen de valor o no son legítimos. Y como solo se puede alcanzar algo bueno a través del dolor, nos prohibiremos disfrutar de los logros que hayamos alcanzado sin grandes sacrificios.
  • «Hay que perdonar siempre», «El perdón os hará libres», «Hay que perdonar y olvidar» Expresiones como estas se convierten en introyectos cuando se adoptan sin reflexión crítica. Frecuentemente promovidas por enseñanzas religiosas, culturales o familiares, pueden llevar a perdonar en todas las circunstancias. Incluso cuando no se ha procesado adecuadamente el daño recibido o cuando el perdón podría no ser saludable. Si se internaliza sin cuestionar, la persona puede sentir que está obligada a perdonar, aunque eso le cause malestar emocional o le impida poner límites sanos. En este caso, el introyecto de que el perdón es la única opción correcta puede generar conflictos internos. Sobre todo, si se siguen disculpando comportamientos o situaciones que hacen daño, en lugar de procesar lo que se siente y tomar decisiones más alineadas con el propio bienestar emocional.
    (En este blog puedes leer el artículo “Perdonar no es olvidar ni justificar (Qué es y qué no es el perdón»)
El poder de la introyección o por qué adoptamos creencias ajenas sin cuestionarlas

Imagen de Małgorzata Tomczak en Pixabay

¿Cómo identificar tus propios introyectos?

Reconocer nuestros introyectos no es tarea fácil. Sin embargo, si queremos romper patrones disfuncionales, salvaguardar nuestra autoestima y responder a nuestras verdaderas necesidades es necesario hacerlo. A continuación, os doy algunas pautas para iniciar este proceso de autoexploración:

  • Presta atención a los pensamientos recurrentes. Especialmente aquellos que surgen en situaciones emocionales intensas, como ante el miedo al rechazo o ante la necesidad de aprobación. Pregúntate: ¿De dónde provienen esas creencias? ¿Desde cuándo las tienes? ¿Realmente coinciden con lo que tú piensas? ¿O más bien pertenecen a otras personas, como tus padres o tu entorno?
  • Explora tus patrones de conducta. Observa comportamientos que parecen surgir de manera automática. Puede ser la autocrítica constante o la tendencia a evitar conflictos a toda costa («Las personas buenas no causan problemas», «Debo ser perfecto para ser aceptado», etc.). ¿Puedes recordar momentos de tu vida en los que no hiciste lo que querías por miedo a no encajar o a ser rechazado? ¿Qué creencias o valores sientes que te representan más, aunque aún no puedas vivir de acuerdo con ellos?
  • Piensa en personas significativas de tu infancia o adolescencia. ¿Qué valores, expectativas o actitudes te transmitieron? ¿Sigues adoptando esos valores, aunque ya no coincidan con tu forma de ver el mundo? ¿Cuánto peso tienen para ti las expectativas de tus padres, tus amigos cercanos o tu pareja? ¿Hasta qué punto te cuesta hacer algo que contradiga lo que ellos creen que es mejor?
  • Haz una lista de creencias sobre ti mismo/a y sobre el mundo, especialmente aquellas que te causan malestar. Luego, analiza cuáles resuenan como tuyas y cuáles parecen haber sido impuestas desde el exterior. En este último caso, ¿de dónde crees que vienen? ¿Cómo han afectado a tu vida? ¿En qué ocasiones han influido en tus decisiones, pensamientos o sentimientos?
  • Considera si esas ideas te están beneficiando, necesitan una revisión o, por el contrario, te están perjudicando. En el caso de que te estén haciendo daño, pregúntate cómo te sentirías sin ellas. Si sientes alivio o liberación al visualizar tu vida sin esos pensamientos, es probable que sean introyectos negativos y no partes auténticas de tu identidad.

Estos pasos pueden ayudarte a identificar algunos introyectos y a darte cuenta de cómo te han afectado en tu vida. Sin embargo, si deseas ir más allá, un abordaje terapéutico te ayudará a trabajarlos con más profundidad. Y también a traer a la superficie aquellos que todavía permanecen ocultos y de los cuales no eres consciente.

(Si lo deseas, puedes ponerte en contacto conmigo y te acompañaré en tu proceso)

Referencias

Peñarrubia, F. (1998). Terapia Gestalt. La vía del vacío fértil. Madrid: Alianza Editorial.

Perls, F. (1976). El enfoque guestáltico. Testimonios de terapia. Santiago de Chile: Cuatro Vientos.

Pinillos, I. y Fuster, A. (2012). Guerreros de la mente. Claves para superar las amenazas de nuestro mundo interior. Grijalbo.

 

Microagresiones: una violencia sutil, pero peligrosa (y nada inofensiva)

Microagresiones: Una violencia sutil, pero peligrosa (y nada inofensiva)

Microagresiones: Una violencia sutil, pero peligrosa (y nada inofensiva) 1500 1000 BELÉN PICADO

Cuando pensamos en el término «violencia» lo que suele venirnos a la mente son imágenes de ataques físicos o verbales directos, insultos evidentes o conductas claramente hostiles. Sin embargo, existen otras maneras de ejercerla que, aunque no dejan cicatrices visibles, pueden afectar profundamente a la salud mental. En la vida cotidiana, muchos de nosotros hemos sido testigos, víctimas o incluso perpetradores de lo que se conoce como microviolencia o microagresiones. Estos términos, que suelen utilizarse indistintamente, engloban una serie de actitudes, comentarios y comportamientos que, pese a parecer inocentes, pueden llegar a hacer mucho daño. No obstante, a menudo se minimizan, tachándolos de exageraciones, bromas sin importancia o simples malentendidos.

¿A qué llamamos microagresiones?

Las microagresiones son una forma de violencia psicológica, sutil y a menudo casi imperceptible, que tiene como objetivo minimizar, excluir o desvalorizar a una persona o a un colectivo. A diferencia de las agresiones directas, la microviolencia se manifiesta a través de comportamientos cotidianos como expresiones sarcásticas, desprecios disimulados, miradas o silencios que actúan como castigo, actitudes condescendientes y otras formas de trato despectivo.

Pero no solo buscan herir emocionalmente. En muchos casos, esconden un intento de mantener una posición de control, poder o superioridad sobre el otro. Como discriminar abiertamente por razón de sexo, raza u orientación sexual está mal visto e incluso prohibido legalmente en muchos países, las microagresiones se convierten en una vía para perpetuar estos prejuicios sin enfrentar las consecuencias que traería una agresión más visible.

Por otro lado, no se limitan a un ámbito específico; pueden ocurrir en todo tipo de relaciones y espacios: pareja, familia, entorno académico y laboral, instituciones… Al estar tan vinculadas a la vida cotidiana, muchas veces pasan desapercibidas para quienes las ejercen y también para quienes las sufren.

¿Qué puede tener de malo un simple comentario? (O por qué se trivializa la microviolencia)

Son varias las causas que llevan a restar importancia a esta forma de violencia y, a veces, incluso a negar su existencia.

  • Efecto acumulativo. El problema con ese «chiste» o ese comentario «sin mala intención» está en que no estamos hablando de un acto único. Lo que verdaderamente lastima no es tanto el hecho aislado como su reiteración constante a lo largo del tiempo. Este goteo continuo acaba generando mucho desgaste emocional y un impacto devastador en la autoestima.
  • La intencionalidad cuenta, pero no tanto. No querer hacer daño no disminuye el impacto de nuestras palabras o conductas. La falta de conciencia sobre las consecuencias de nuestros actos refuerza la idea errónea de que, sin mala intención, el daño es menor o inexistente. Todos somos responsables de lo que hacemos o decimos y de considerar cómo esto afecta a los demás, independientemente de nuestras intenciones.
  • El humor como arma. Muchas ofensas y comentarios hirientes se hacen bajo el paraguas del humor, como si fuera una excusa válida para disfrazar la insensibilidad o la crueldad. Si una broma tiene como objetivo ridiculizar a alguien, no es inofensiva, sino una microagresión disfrazada.
  • Dinámicas sociales profundamente arraigadas. Muchas agresiones están tan enraizadas en la sociedad que quienes las reciben a menudo no las reconocen como tales o no saben cómo responder. Y por esta misma razón, quienes las ejercen no siempre perciben el daño que causan. Al final, esta normalización acaba reforzando las desigualdades y estereotipos hacia ciertos colectivos (mujeres, minorías étnicas, personas LGTBIQA+, etc.).

La normalización de las microagresiones refuerza las desigualdades y favorece la discriminación.

Consecuencias para la salud mental

Los efectos acumulativos de esta forma de violencia pueden dar lugar a:

  • Baja autoestima. Cuando alguien escucha constantemente comentarios despectivos acaba cuestionando su propio valor e interiorizando estos mensajes negativos, convenciéndose de que no merece el mismo respeto que los demás.
  • Ansiedad. Sufrir este tipo de violencia de forma habitual lleva a medir cada cosa que se dice o se hace, para evitar ser objeto de burlas o rechazo, y también a cuestionarse continuamente si las actitudes de los demás son intencionadas («¿Lo habrá dicho en serio o soy yo que estoy exagerando?»). Este estado de alerta constante aumenta los niveles de ansiedad, volviendo el entorno impredecible y hostil.
  • Depresión: Microagresiones recurrentes pueden generar sentimientos de desesperanza, aislamiento y tristeza profunda, lo que aumenta el riesgo de desarrollar un trastorno depresivo.
  • Aislamiento social. En muchas ocasiones, los afectados tienden a aislarse para evitar situaciones de maltrato y comentarios hirientes que los hacen sentir fuera de lugar. Sin embargo, esta actitud termina por privarles del apoyo emocional que necesitan, agudizando todavía más su sensación de soledad.
  • Dificultades en las relaciones. Puede que las agresiones sutiles no desencadenen un conflicto abierto, pero generarán un clima de desconfianza y resentimiento que deteriorará gravemente los vínculos emocionales.

Tipos de microviolencia

1. Microagresiones verbales

Se manifiestan a través de palabras, gestos o expresiones que, aunque parecen inofensivos o incluso halagadores, tienen la intención de menospreciar o herir. En muchas ocasiones, son el reflejo de prejuicios que la persona que los emite no siempre es consciente de tener.

  • Cumplidos envenenados. «Eres muy femenina, no pareces lesbiana”. Este supuesto elogio asume que existe una forma ‘correcta’ de ser lesbiana, lo cual refuerza estereotipos sobre la identidad sexual. Otros cumplidos envenenados: «Vaya, eres más listo de lo que parecía», «Para ser mujer te orientas muy bien», «Admiro tu valentía, ¡Yo no me atrevería a salir así a la calle!».
  • Sarcasmo. «Tu presentación sería perfecta para la hora de la siesta», «No todo el mundo puede ser tan inteligente como tú». Detrás de expresiones como estas hay una gran dosis de hostilidad y, a menudo, inseguridades disfrazadas de arrogancia.
  • Consejos no solicitados. «Deberías bajar de peso» (a alguien que tiene problemas con la aceptación de su cuerpo). Y a continuación, añadir algo como «Solo lo digo por tu bien, porque me preocupa tu salud». Esto no es preocupación ni mucho menos, sino una crítica cruel.
  • Difamación. Consiste en propagar comentarios malintencionados o falsos rumores para dañar la reputación de una persona. A veces, lo que comienza como un chisme aparentemente inocente puede propagarse rápidamente dejando a la víctima pocas opciones para defenderse.
2. Microagresiones conductuales

Comportamientos o actitudes que, pese a no ser explícitos, invisibilizan, marginan o excluyen a una persona.

  • Interrumpir a alguien constantemente mientras habla o, por el contrario, ignorarlo por completo.
  • Evitar el contacto visual o físico con una persona por su raza, apariencia, etc. es una forma de transmitir rechazo y discriminación. Un ejemplo es no sentarse junto a alguien en el transporte público o cruzar al otro lado de la calle, basándose únicamente en prejuicios o ideas preconcebidas.
  • Asumir que alguien no puede realizar ciertas tareas. Esto incluye situaciones como no pedir ayuda a un compañero mayor en un trabajo relacionado con tecnología, asumiendo que no está capacitado. O no invitar a un compañero con discapacidad a una salida, bajo la suposición de que no podrá disfrutar.
  • Invisibilización. Ignorar deliberadamente a una persona cuando habla, no responderle, o hablar de ella en su presencia como si no estuviera.
  • Infantilización. Tratar a las personas mayores como si no pudieran tomar decisiones por sí mismas o manejar su vida sin contar con ellas, algo que menoscaba su dignidad y autonomía.
  • Miradas o gestos. El lenguaje no verbal también es una herramienta de microviolencia. Gestos despectivos o miradas de desaprobación pueden ser igual de hirientes que las palabras.

Discriminar a alguien por su edad es una forma de microviolencia.

3. Microviolencia en las relaciones

Ya sea en la pareja, la familia, el grupo de amigos o en entornos laborales, la microviolencia puede manifestarse a través de dinámicas sutiles de control emocional o manipulación.

  • Minimizar los sentimientos del otro. «No puedes enfadarte por una tontería así», «Vaya película te estás montando». Estas expresiones invalidan las emociones del otro, haciéndole sentir que sus sentimientos no son importantes.
  • Desvalorización. Menospreciar y poner en tela de juicio todo lo que dice otra persona, sin importar de qué hable o cuán informada esté («Tú que sabrás», «Anda, cállate que solo dices tonterías»).
  • Micromachismos. Este término, acuñado por el psicólogo Luis Bonino, describe comportamientos cotidianos que buscan mantener una posición de poder sobre las mujeres, limitando su autonomía o subestimando sus capacidades. Un ejemplo: relegar a la mujer a roles de cuidadora, basándose en su «mayor capacidad» para el cuidado.
  • Luz de gas. Esta forma de maltrato psicológico busca hacer que la víctima dude de su percepción y juicio. El agresor envía dos mensajes fundamentales: «Tu pensamiento está distorsionado» y «Mis ideas y mi forma de ver la realidad son las correctas». (En este blog puedes leer el artículo «Luz de gas o gaslighting (I): Identifica si sufres este tipo de maltrato psicológico«)
  • Triangulación. Manipulación indirecta que involucra a terceros con el fin de generar confusión y desestabilizar a una persona. Sucede, por ejemplo, en familias donde los progenitores están enfrentados e intentan poner a sus hijos en contra del otro. También ocurre cuando dos o más amigos discuten y presionan a un tercero para que tome partido, involucrándolo en el conflicto.
  • Ley del hielo. Ignorar al otro cuando hay un conflicto en lugar de hablar sobre el problema. En estos casos, el silencio se convierte en una herramienta de castigo y control emocional.
  • Críticas a la identidad. Comentarios como «Si fueras más masculino, no pensarían que eres gay», o forzar a la pareja a cambiar su apariencia para ajustarse a lo que se considera socialmente aceptable, son formas de microviolencia que atacan la identidad de la persona.
  • Microviolencia económica. Ocurre cuando un miembro de la pareja se apropia del control del dinero y maneja todas las decisiones financieras, excluyendo al otro.

Cómo identificar si se trata de una microagresión

El primer paso para confrontar la microviolencia es reconocerla, tanto si la sufrimos como si estamos ejerciéndola sin darnos cuenta. Ahora que ya hemos visto algunos tipos de microagresiones (hay bastantes más), vamos a afinar un poco más y conocer algunas claves para detectarlas.

  • Presta atención a tus emociones. Si un comentario o un gesto te hace dudar de tu propio valor o minimiza lo que sientes, y terminas sintiéndote incómodo, humillado o invalidado después de recibirlos, es muy probable que hayas sido víctima de una microagresión.
  • Busca patrones repetidos. Un comentario aislado o una actitud puntual puede quedarse en una impertinencia, sin más. Sin embargo, si estos hechos se repiten constantemente y, además, provienen de la misma persona o entorno, es un indicio claro de microviolencia.
  • Identifica comentarios o actitudes que refuercen estereotipos. También es una señal si sientes que un comentario te coloca en una posición inferior, como «Hablas muy bien nuestro idioma para ser extranjero».
  • Observa el lenguaje no verbal. Gestos despectivos, miradas de desaprobación o la exclusión silenciosa, como no incluir a alguien en una conversación o actividad, son también formas de microagresión.
  • Reflexiona sobre tus propias acciones. A veces, somos nosotros quienes agredimos sin darnos cuenta, replicando comportamientos que hemos interiorizado por la cultura o el entorno en el que crecimos. Pregúntate si has hecho comentarios o has tenido gestos que podrían herir a alguien, aunque no fuera tu intención. O quizás tiendas a interrumpir a personas que percibes en una posición inferior, pero no a quienes ves como autoridad. Todos podemos cometer errores; lo importante es cómo actuamos al hacernos conscientes de ellos.

Ya la he identificado, ¿y ahora qué?

Una vez que hemos aprendido a reconocer cuándo estamos ante una microviolencia, el siguiente paso es saber cómo actuar. Aquí tienes algunas pautas que pueden ayudarte, tanto si eres víctima como autor.

Si eres quien está sufriendo microagresiones…
  • Valida tus emociones. Si un comentario o actitud te hace sentir mal, no ignores ese malestar. Lo que sientes es real. No te culpes ni te cuestiones pensando que «no es para tanto» o que estás «exagerando». Si algo te incomoda, merece atención.
  • Haz visible lo invisible. Si te sientes en una posición segura, verbaliza lo sucedido y expresa cómo te ha afectado. Frases como «Sé que no era tu intención, pero lo que dijiste me hizo sentir incómodo» o «Este tipo de comentarios me hace sentir excluida» te ayudarán a visibilizar la agresión sin atacar. La asertividad consiste en defender nuestro derecho a ser tratados con respeto y dignidad, al mismo tiempo que respetamos a los demás.
  • Establece límites claros. Aprender a a pedir respeto y a decir «no» o de manera firme pero asertiva es esencial para proteger tu bienestar mental y emocional. Por ejemplo, si alguien hace un comentario ofensivo disfrazado de chiste puedes responder algo como «Prefiero que no bromees sobre eso».
  • Busca apoyo. Si este tipo de conductas están afectando a tu día a día y no sabes cómo manejar la situación, busca el apoyo de amigos, familiares o el de un profesional. No tienes que enfrentarlo tú solo/a. (Si lo deseas, puedes ponerte en contacto conmigo y te acompañaré en tu proceso)
Microagresiones: una violencia sutil, pero peligrosa (y nada inofensiva)

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Y si te das cuenta de que las estás cometiendo…
  • Reconoce el error sin excusas. No te pongas la defensiva. Si alguien te señala que un comentario o acción tuya fue hiriente, acéptalo sin justificarte. Cuando recurres a expresiones como «Solo estaba bromeando» o «No era mi intención» lo que estás haciendo es desviar la atención del daño causado. Admitir que te equivocaste no te convierte en una mala persona, sino en alguien dispuesto a mejorar.
  • Pide disculpas sinceras. Las disculpas deben ser auténticas y no un «lo siento si te sentiste ofendido» que minimiza tu responsabilidad al transferírsela a la persona herida. Es mucho mejor decir algo como «Lamento haber dicho eso, no me di cuenta de que podría herirte. Gracias por decírmelo». Así, demuestras respeto por los sentimientos del otro y tu disposición a cambiar.
  • Reflexiona e infórmate. Pregúntate por qué hiciste ese comentario o actuaste de esa manera. Muchas veces, ciertos prejuicios están tan arraigados en nosotros que los replicamos de manera automática. Reflexionar sobre nuestras actitudes y educarnos en temas como el respeto, la diversidad y la igualdad es fundamental para evitar repetir esos comportamientos.
Referencias

Bonino, L. (1999). Las microviolencias y sus efectos: claves para su detección. Revista Argentina de Clínica Psicológica, 8(3), 221-233.

Ecoísmo o la cara opuesta del narcisismo: Existir sin que se note

Ecoísmo o la cara opuesta del narcisismo: Existir sin que se note

Ecoísmo o la cara opuesta del narcisismo: Existir sin que se note 1920 1272 BELÉN PICADO

¿Tienes tanto miedo a convertirte en alguien arrogante que te machacas si se te escapa una sonrisa de orgullo por algún logro conseguido? ¿Sientes que si pides ayuda te convertirás en una carga para el otro? ¿Eres incapaz de anteponer tus necesidades a los deseos de los demás, sean cuales sean las circunstancias, porque te sentirías la peor persona del mundo? A veces, el miedo vernos o a ser vistos como narcisistas acaba llevándonos al extremo opuesto. Y desde ahí nos esforzaremos en hacer todo lo posible por no sobresalir y por mantenernos siempre en un perfil cuanto más bajo mejor.  A esta forma de pensar y funcionar se le denomina ecoísmo.

Conviene aclarar que el ecoísmo no es un trastorno, sino un rasgo de personalidad, como puede serlo la introversión o la extraversión. A veces también funciona como una estrategia de supervivencia a la que se ha aprendido a recurrir, hasta interiorizarla y convertirla en automática. Si quiero estar a salvo y sentirme querida y aceptada, tengo que asegurarme de pedir lo menos posible, dar todo lo que pueda y no destacar demasiado.

Ecoísmo y narcisismo

Ambos términos vienen del mismo mito griego. En la historia que cuenta cómo Narciso se enamoró de su propio reflejo aparece también otro personaje llamado Eco, una ninfa del bosque a quien la diosa Hera privó de su voz, condenándola a poder repetir únicamente las últimas palabras que escuchara de otros. Esta limitación fue especialmente dolorosa cuando la joven se enamoró de Narciso y se vio incapaz de expresar su amor con palabras propias. Después de que él la rechazase sin piedad (como suele ocurrir en las relaciones con un narcisista), una destrozada Eco se ocultó en una cueva donde su cuerpo físico acabó desvaneciéndose, quedando solo su voz.

A partir de este relato, el psicólogo estadounidense Craig Malkin desarrolló el concepto de ecoísmo, relacionándolo con esas personas que han perdido su propia voz y solo existen para hacerse eco de la de los demás.

En realidad, ecoísmo y narcisismo son los dos extremos de un continuo en el que la sana autoestima se situaría en la zona media, el Narciso grandioso y carente de empatía se encontraría en un polo, y la Eco desvalida y sin voz, en el otro. Y si bien nadie quiere convertirse en un narcisista arrogante y egocéntrico, tampoco es buena idea irse al lado contrario, donde seremos incapaces de ver nuestras propias necesidades, y mucho menos de atenderlas.

(En este blog puedes leer el artículo «El narcisismo sano también existe (y es esencial para tu autoestima)»)

Eco y Narciso, John William Waterhouse

Eco y Narciso, de John William Waterhouse

Cómo he llegado hasta aquí (la respuesta está en la infancia)

Las personas con tendencia al ecoísmo han crecido, por lo general, en entornos donde sus propias necesidades emocionales eran minimizadas e ignoradas. Os pongo varios ejemplos:

  • Cuando era niña, Sara creía que su madre lo sabía todo y era perfecta. A medida que fue creciendo, aprendió que, para obtener la atención y la aprobación de su madre, tenía que reforzar la creencia de esta en su propia perfección. Porque si Sara intentaba hacer valer sus propias necesidades, solo recibía frialdad y desprecio. Y es que un progenitor extremadamente narcisista puede exigir toda la atención de su hijo, sin dejarle espacio para ‘recrearse’ en sí mismo.
  • Francisco tenía un padre que disfrutaba insultando y criticando a los demás y tratándole a él de flojo y torpe. Deseoso de ver feliz y complacer a su progenitor, Francisco se desvivía por satisfacer cada una de sus peticiones. De adulto, repitió este patrón con amigos y parejas. Tener unos padres acostumbrados a imponer su voluntad dificultan que el niño se permita escuchar sus propios pensamientos y deseos.
  • El padre de Lucía siempre estaba de mal humor y montaba en cólera cada vez que no se hacía exactamente lo que él quería (un plato mal colocado bastaba para estallar). Así que ella aprendió que no debía molestar si no quería tener problemas. Llegó un momento en que ya no solo tenía miedo de decir lo que quería o pensaba, sino que ni siquiera era capaz de verlo.
  • En casa de Rafaela estaba muy mal visto tener aspiraciones. Consideraban que «Soñar a lo grande» era propio de personas «arrogantes» y tener el atrevimiento de requerir algún tipo de atención especial lo veían como el colmo del egoísmo. Rafaela aprendió a conformarse, a ponerse siempre en último lugar y a dar por hecho que tener amor propio y un saludable orgullo era algo vergonzoso.

Algunos progenitores muy controladoras y con un estilo autoritario de crianza, suelen creer, erróneamente, que criticar a un hijo o minimizar sus logros evita que «se le suba a la cabeza» o que se vuelva egocéntrico y orgulloso. El resultado es que ese niño, al aprender que será castigado o tratado de forma hostil si sobresale, se esforzará por pasar desapercibido escondiendo cualquier habilidad que tenga, tal vez incluso a sí mismo.

Igualmente ocurre con frecuencia que estos niños, ansiosos por obtener la atención y el amor de sus figuras de apego, acabarán haciendo todo lo posible por llenar el vacío de estas y sucumbiendo a la parentalización o inversión de roles.

Las personas con un alto grado de ecoísmo han crecido a menudo en entornos donde no se han cubierto sus necesidades emocionales.

¿Tienes una personalidad ecoísta?

Las personas con un alto grado de ecoísmo suelen presentar una serie de características, entre ellas:

1. Mayor sensibilidad emocional, de cara a los demás y a sí mismos

Por una parte, son especialistas en percibir los estados emocionales de los demás y lo hacen de forma especialmente intensa. Tal vez por haber tenido que esforzarse mucho para sintonizar con las necesidades de sus padres en la infancia. Por otro lado, esta sensibilidad se extrapola a su actitud ante cualquier crítica o humillación que reciban. Una mirada de reproche o una mala palabra pueden bastar para que se sientan avergonzados e inadecuados y sufran profundamente. Culpa, vergüenza, rabia, tristeza… son solo algunas de las emociones que pueden experimentar en estos casos. Así que, para no atravesar por todo eso, lo que hacen es pasar inadvertidos («Si paso desapercibido será más difícil que me humilles, me avergüences o me hagas daño»).

Esta sensibilidad, además, está directamente relacionada con un alto grado de empatía. Obviamente, ser empático está muy bien, pero serlo en extremo, que es lo que suele ocurrirles a estas personas, puede convertirse en una carga demasiado pesada. Especialmente, si se priorizan las emociones y necesidades de los demás, ignorando o minimizando las propias.  Y todo para evitar conflictos o desagradar a otros.

2. Dificultad para reconocer y expresar las propias necesidades y deseos

El resultado de haberse pasado la vida enfocándose en lo que desean o necesitan los demás, hará que la persona con un alto grado de ecoísmo ni siquiera sea capaz de reconocer lo que necesita o desea ella misma. Y si llega a identificarlo, le resultará muy difícil expresarlo por miedo a ser una carga o causar molestias. Al final, el precio a pagar por ese silencio será mucha frustración, resentimiento o vacío emocional, ya que esas necesidades emocionales seguirán existiendo aunque sin ser satisfechas.

A su vez, esa incapacidad para expresar las propias necesidades lleva también a no pedir ayuda ante el temor de que hacerlo sea visto como un signo de debilidad o pueda desatar conflictos o críticas. Como resultado, uno prefiere enfrentar sus problemas en silencio, lo que muy probablemente le conducirá al aislamiento y la soledad.

3. Hipervigilancia sobre el impacto que puede tenerse sobre los demás

Hay un estado de alerta constante y un exceso de preocupación por cómo las propias palabras, acciones, o incluso su presencia, podrían afectar a los demás. Se anticipa y analiza en exceso las posibles reacciones de los otros, con el fin de evitar causar incomodidad, conflicto, o cualquier forma de descontento. La mera idea de haber «cargado» a alguien con sus problemas puede sumirles en una espiral de vergüenza y automachaque.

Esta hipervigilancia es, en parte, una estrategia de protección desarrollada a partir de experiencias pasadas en las que las reacciones negativas de otras personas resultaron dolorosas o amenazantes. Como resultado, los ecoístas adaptarán su comportamiento constantemente para minimizar cualquier impacto negativo percibido en los demás. El resultado: la autoanulación y el agotamiento emocional.

4. Baja autoestima

El hecho de no sentirse especiales, minimizar los propios logros o ignorar las propias necesidades o deseos creyendo no merecer el mismo nivel de consideración que quienes están a su alrededor conduce a una autopercepción negativa y esta a su vez, refuerza la conducta de mantenerse en un segundo plano en las relaciones interpersonales.

Además, este sentimiento de insuficiencia, de no sentirse válido ni digno, dificulta mucho que puedan reconocer su propio valor, poner límites, confiar en sus propias capacidades o, simplemente, dar su opinión sobre cualquier tema.

5. Miedo a ser especial y a destacar

Existe una profunda aversión a sobresalir, incluso cuando se tiene la capacidad o los méritos para hacerlo. Se trata de un miedo arraigado en la creencia de que destacar podría atraer críticas, envidias, o generar expectativas imposibles de cumplir. Para evitar estos riesgos, el ecoísta tiende a restar importancia a sus talentos, habilidades y logros, prefiriendo mantenerse en un segundo plano. Un mecanismo de evitación que no solo impide que reciba el reconocimiento que merece, sino que también le lleva a limitar su crecimiento personal y profesional y a dejar escapar oportunidades que podrían ser muy importantes para él.

(En este blog puedes leer el artículo «Síndrome de Solomon: Callar para encajar (o por qué tenemos miedo a destacar«)

Otro motivo por el que huyen de llamar la atención o sentirse especiales, es el miedo a ser vistos como vanidosos, arrogantes o narcisistas. Hasta el punto de llegar a adoptar una actitud de extrema modestia. Este rasgo, aunque suela verse como una virtud, en realidad refleja un profundo temor a ser vistos como diferentes o a ser juzgados negativamente por sobresalir. De hecho, es posible que se sientan tan incómodos ante un elogio o una muestra de admiración que acaben rechazándola de forma vehemente. Y es que tampoco saben qué hacer con ello. Como si dijeran: «¡No te atrevas a tratarme como si fuera especial!».

Ecoísmo o la cara opuesta del narcisismo: Existir sin que se note

6. Tendencia a acercarse y relacionarse con narcisistas

Es muy habitual y tiene todo el sentido que ecoístas y narcisistas se sientan atraídos entre sí y conecten tan bien entre ellos. Y es que ambos favorecen que se cree una relación en la que las necesidades de ambas partes parecen verse satisfechas (al menos en apariencia).

¿Cómo? El narcisista tiene la oportunidad de monopolizar toda la atención sin que haya ningún desafío o amenaza a su ego mientras que el ecoísta puede ocultarse a la sombra del narcisista para satisfacer su tendencia a rechazar la atención y poner los deseos del otro en primer lugar. Para alguien con un alto grado de ecoísmo supone un alivio desviar la atención de sí mismo y sus necesidades. De este modo, pone todo su empeño en cumplir con su rol de cuidador. Justo lo que busca el narcisista, que disfruta de sentirse admirado, ser el centro de atención y tener sus necesidades cubiertas constantemente.

El resultado es que el ecoísta acaba viéndose atrapado en relaciones tóxicas, donde sus propias necesidades y deseos son ignorados o subordinados a los del narcisista. Y perpetuando así un ciclo de autoanulación y dependencia emocional. Y, para empeorar las cosas, cuando el narcisista comience a mostrar comportamientos abusivos, su pareja, su amigo o su familiar ecoísta se culpará creyendo erróneamente que su sensibilidad o sus ‘altas’ expectativas son la causa del maltrato («Esperaba demasiado», «Estoy siendo demasiado intensa», «No debería haberle molestado con mis cosas», etc.).

7. Priorizan sus relaciones sobre sí mismos

Estas personas tienden a poner las necesidades y deseos de los demás por encima de los suyos propios. Este comportamiento surge de un profundo temor a causar conflicto, a no ser amados o a ser percibidos como egoístas. Como resultado, a menudo sacrifican sus propios intereses y bienestar para mantener la armonía en sus relaciones y asegurar que todos a su alrededor estén contentos.

Este patrón de conducta acaba llevando a la autoanulación. En relaciones desequilibradas, especialmente con personas narcisistas, los ecoístas se vuelven extremadamente complacientes. No dudarán en adaptar su comportamiento para satisfacer a la otra persona, incluso a costa de su propia salud emocional y mental. A largo plazo, esta tendencia a priorizar a los demás puede generar resentimiento, agotamiento emocional y una profunda insatisfacción personal. Se sacrifica tanto por mantener sus relaciones que es fácil que se acabe perdiendo a sí mismo.

8. Dificultad para regular ciertas emociones

En su temor a entrar en conflicto o a herir a los demás, tienden a interiorizar emociones como la ira y la frustración. Sin embargo, el hecho de no exteriorizar el enfado no significa que no esté. Al final, la incapacidad de expresarlo de manera adecuada lleva a una acumulación de emociones rechazadas que antes o después se manifestarán. Y lo harán en forma de ansiedad, depresión, problemas digestivos, trastornos del sueño, etc.

Además, mientras no seamos capaces de poner límites, seguiremos quedándonos en relaciones que no nos hacen ningún bien.

Recuperar la voz perdida

Por mucho que nos hayan hecho creer lo contrario, expresar nuestras emociones (incluso las más difíciles), deseos y necesidades, así como reconocer nuestra valía y nuestros logros o establecer límites en nuestras relaciones no es negativo ni egoísta, sino algo natural y necesario para una adecuada salud mental y emocional.

Si te identificas con lo expuesto en este artículo, quizás sea la oportunidad dar el primer paso y pedir ayuda. Iniciar un proceso de terapia te dará la oportunidad de aprender que, para sentirte aceptado, no necesitas renunciar a lo que deseas y necesitas.  Y también tendrás la posibilidad de explorar y expresar los sentimientos que hasta ahora no te atrevías a compartir. En definitiva, dispondrás de un espacio seguro, donde sanar y recuperar esa voz que durante tanto tiempo ha permanecido silenciada.

(Si lo deseas, puedes ponerte en contacto conmigo y te acompañaré en tu proceso)

Referencia

Malkin, C. (2021). Replantear el narcisismo: Claves para reconocer y tratar con narcisistas. Barcelona: Eleftheria.

Depresión de verano.

Depresión de verano: Cuando el buen tiempo nos amarga la vida

Depresión de verano: Cuando el buen tiempo nos amarga la vida 1920 1280 BELÉN PICADO

«La gente me ve como un bicho raro o creen que bromeo cuando digo que odio el verano. Nadie lo entiende», me decía hace poco Marisa en una sesión. Cuando pensamos en el verano, lo habitual es que se nos dibuje una sonrisa y que enseguida nos vengan a la mente conceptos como vacaciones, descanso, viajes, chiringuitos, encuentros con amigos, diversión, sensación de alegría… Sin embargo, también hay quienes viven esta época del año con tristeza, apatía, falta de motivación y angustia. Y es que hay personas para las que variables como el exceso de luz solar, las altas temperaturas, los cambios en la rutina e, incluso, la presión social de tener que estar siempre dispuesto para la diversión, van asociadas a un cuadro de síntomas emocionales y físicos que se conocen con varios nombres. Depresión de verano, trastorno afectivo estacional inverso o depresión veraniega son algunos de ellos.

Este trastorno afecta al estado de ánimo cuando las temperaturas son más cálidas. El trastorno afectivo estacional de verano es mucho menos común que su homólogo, el trastorno afectivo estacional (TAE) que se produce en otoño e invierno, pero igualmente debilitante para quienes lo sufren. Además, se cree que la incidencia podría aumentar en las próximas décadas, debido a que se espera que el calentamiento global traiga temperaturas más altas y posiblemente más humedad.

Algunas de sus características:

  • Según los criterios establecidos en el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM-5) para diagnosticar depresión con un patrón estacional debe comenzar y terminar durante una temporada específica del año (con remisiones completas durante otras temporadas) y aparecer durante, al menos, dos años consecutivos. En el caso del trastorno afectivo inverso o con patrón de verano, reaparece todos los años más o menos en primavera o al comienzo del verano y desaparece en la época otoñal e invernal, mejorando el estado de ánimo en los cortos y fríos días del invierno.
  • Es más frecuente en personas con otros trastornos mentales, como depresión mayor o trastorno bipolar, sobre todo trastorno bipolar tipo II (lo más habitual es tener fases de manía o hipomanía en primavera y verano y fases de depresión en otoño e invierno)
  • Las personas con trastorno afectivo estacional inverso son más propensas a las tentativas de suicidio que las que sufren la versión invernal. De hecho, son ya varios los estudios que relacionan el progresivo aumento de las temperaturas con una mayor tasa de muertes por suicidio.
  • Afecta más a las mujeres que a los hombres.
La depresión de verano o trastorno afectivo estacional inverso afecta más a las mujeres.

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Tristeza estival, depresión de verano y depresión mayor

Summertime Sadness, es una canción de Lana Del Rey que nos habla de la tristeza o melancolía veraniega, ese pequeño bajón anímico o de energía que a veces tenemos en el cambio de estación, pero no debemos confundirlo con el trastorno afectivo estacional inverso, más limitante y con síntomas más parecidos a los de la depresión mayor.

En cuanto a las diferencias entre el TAE de verano y la depresión mayor, esta suele mantenerse durante largas temporadas y deberse a circunstancias vitales adversas o a desajustes neuroquímicos que requieren medicación, mientras que en el caso del la depresión de verano los síntomas desaparecen con el cambio de estación, repitiéndose habitualmente en la misma época cada año.

Síntomas de la depresión de verano

Tanto las personas que padecen TAE en verano como las que lo padecen en invierno comparten ciertos síntomas: fatiga excesiva, falta de interés en actividades del día a día, poca o nula interacción social, apatía, estado de ánimo deprimido, desesperanza y sentimientos de inutilidad, dificultad de concentración… Sin embargo, hay algunos síntomas propios de la versión estival:

  • Ansiedad, a menudo acompañada de nerviosismo o irritabilidad.
    (En este blog puedes leer el artículo «¿Ansiedad en vacaciones? Cómo evitar que la angustia nos amargue el verano«)
  • Hiperactividad y agitación psicomotora. Hay un aumento en la actividad física y mental, a veces con dificultad para mantenerse quieto o concentrado. También puede experimentarse sensación de inquietud y dificultad para relajarse.
  • Pérdida de apetito. Reducción significativa del deseo de comer que puede acompañarse de pérdida de peso.
  • Sensación de aislamiento. El hecho de casi todo el mundo parezca estar pasándolo genial y disfrutando de su tiempo libre, hace que la persona afectada se sienta aún más sola e incomprendida.
  • Insomnio. Problemas para conciliar el sueño o para mantenerlo durante la noche.
  • Mayor irritabilidad y comportamiento violento ocasional. Está demostrado que el clima y las condiciones meteorológicas influyen en el estado de ánimo y en el comportamiento. El calor, en particular, favorece el aumento de agresividad y la irritabilidad.
    (En este blog puedes leer el artículo «El calor influye en el mal humor y aumenta la agresividad«)
Depresión de verano

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Por qué se produce

Aunque las causas exactas no están claras, hay algunos factores que pueden contribuir a la aparición de la depresión de verano. Entre ellos:

  • Desregulación del reloj biológico. La exposición prolongada a la luz solar durante los meses de primavera y verano puede alterar el reloj biológico interno y los ritmos circadianos que regulan los ciclos de sueño-vigilia y otros procesos fisiológicos. Este desequilibrio afecta a la calidad del sueño e influye en los cambios en el estado de ánimo.
  • Variaciones en los niveles de ciertos neurotransmisores. Los cambios estacionales influyen en la producción y regulación de serotonina y dopamina, neurotransmisores que juegan un papel crucial en el estado de ánimo y la energía. Un desequilibrio en estos neurotransmisores durante los meses más luminosos puede contribuir a los síntomas del trastorno afectivo estacional inverso.
  • Aumento de la temperatura. Las altas temperaturas pueden provocar malestar físico y estrés, lo que a menudo exacerba los síntomas de ansiedad y agitación, característicos del trastorno. Además, es habitual que el calor interfiera con el sueño, agravando aún más los síntomas.
  • Cambios en los niveles de melatonina. La melatonina, una hormona que regula el sueño, se produce en respuesta a la oscuridad. Los días más largos y las noches más cortas reducen su producción, lo que contribuye a problemas de sueño y alteraciones anímicas.
  • Ruptura de la rutina. En verano nuestros días suelen ser mucho menos estructurados y las rutinas del resto del año desaparecen. Hay personas a quienes les afecta más esta situación, ya que la rutina les aporta cierta estructura mental y estabilidad emocional.
  • La época en la que hayamos nacido importa. Un equipo de investigadores identificó una región en el cerebro relacionada con el desarrollo del trastorno: el núcleo del rafe dorsal (precisamente aquí se encuentran muchas de las neuronas que controlan los niveles de serotonina). En el estudio, realizado con ratones, se observó que los animales nacidos en condiciones que replicaban las condiciones veraniegas eran menos propensos a la depresión que los nacidos en invierno. Por tanto, cumplir años en verano podría protegerte mientras que cumplirlos en invierno podría hacerte más propenso a sufrir trastornos afectivo estacional inverso.
  • Geografía. Las personas que viven en regiones con climas extremos, donde las variaciones estacionales en luz y temperatura son más pronunciadas, parecen ser más vulnerables a la depresión de verano. Un estudio realizado con personas de Italia e India encontró que este trastorno era más habitual en India, posiblemente debido a las temperaturas más altas del verano en comparación con las del país europeo.
  • Polen. Igualmente, se han propuesto como factor de riesgo para desarrollar TAE de verano la existencia de concentraciones elevadas de polen.
  • Predisposición genética. Hay investigaciones que sugieren que el TAE de verano tiene un componente genético, es decir, que tienen más riesgo de sufrirlo quienes tienen antecedentes familiares de depresión o algún tipo de trastorno del estado de ánimo.
  • Presión social. Llegada la temporada estival, ser feliz, pasarlo bien y multiplicar el número de actividades de ocio se convierte casi en una obligación.
  • Nuestro cerebro va más lento. Se ha observado que a partir de los 36ºC nuestro cerebro funciona más lentamente y su rendimiento se reduce.

Qué podemos hacer

Si cada año la depresión de verano llama a tu puerta, estas pautas pueden ayudarte:

  • Establece una rutina y cúmplela. La estructura que te aporta una rutina constante te proporcionará una sensación de estabilidad y una mayor percepción de control. Además, te ayudará a sentirte más motivado y organizado. Incluye en esa rutina, tanto tus tareas básicas como dedicar tiempo a las cosas importantes de la vida, como la familia, la vida social (hasta donde te sientes a gusto), el autocuidado, el ejercicio y las actividades creativas.
  • Mantén una adecuada higiene del sueño. Procura mantener una regularidad tanto en la hora de acostarte como en la de levantarte y trata de que tu dormitorio esté oscuro y fresco. Evita también siestas largas durante el día para no alterar el ciclo de sueño nocturno.
  • La actividad física regular y moderada mejorará tu estado de ánimo, al estimular la producción de endorfinas y reducir las hormonas relacionadas con el estrés. Eso sí, en caso de actividades al aire libre, evita las horas de más calor o los días de mayor concentración de polen.
  • Presta atención a tus propias necesidades. Cuando salir o participar en actividades al aire libre y en grupo empieza a convertirse en una obligación, es el momento de detenerte por un instante y observar qué necesitas realmente.
  • A la fresca. Si las altas temperaturas y la luz solar te afectan, busca lugares frescos y con sombra o espacios interiores con una adecuada temperatura durante los picos de calor o humedad. Así evitarás bajones en tu estado de ánimo.

  • Apoyo social. Compartir cómo te sientes con personas de tu confianza te ayudará a mitigar la sensación de aislamiento y de soledad. No es necesario que te apuntes a actividades o reuniones multitudinarias, tú eliges cuándo, cómo y con quién compartir tu tiempo.
  • Dedícate tiempo de calidad. Resérvate tiempo para realizar actividades relajantes o que te resulten placenteras: leer un libro, practicar yoga, escuchar música o cualquier otra cosa que te ayude a desconectar y a aliviar el estrés.
  • Pide ayuda profesional. En el caso de que los síntomas no remitan, te causen una angustia significativa o interfieran con tu funcionamiento diario, no dudes en buscar apoyo. Un profesional de la salud mental te ayudará a evitar que tus síntomas se conviertan en un problema de salud mental más grave. (Si lo deseas, puedes ponerte en contacto conmigo y te acompañaré en tu proceso)

(En este blog puedes leer el artículo «Guía práctica para cuidar tu salud mental en verano«)

Referencias bibliográficas

Akram, F., Jennings, T. B., Stiller, J. W., Lowry, C. A., & Postolache, T. T. (2019). Mood Worsening on Days with High Pollen Counts is associated with a Summer Pattern of Seasonality. Pteridines, 30(1), 133–141.

American Psychiatric Association. (2013). DSM-5. Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales. (5ª ed.). Madrid: Editorial Médica Panamericana.

Florido Ngu, F., Kelman, I., Chambers, J., & Ayeb-Karlsson, S. (2021).  Correlating Heatwaves and Relative Humidity with Suicide (Fatal Intentional Self-harm). Scientific Reports, 11(1), 22175.

Green, N. H., Jackson, C. R., Iwamoto, H., Tackenberg, M. C., & McMahon, D. G. (2015). Photoperiod Programs Dorsal Raphe Serotonergic Neurons and Affective Behaviors. Current Biology : CB, 25(10), 1389–1394.

Tonetti, L., Sahu, S. & Natale, V. (2012). Cross-national Survey of Winter and Summer Patterns of Mood Seasonality: a Comparison Between Italy and India. Comprehensive Psychiatry, 53(6), 837-842.

Perdonar no es olvidar ni justificar

Perdonar no es olvidar ni justificar (Qué es y qué no es el perdón)

Perdonar no es olvidar ni justificar (Qué es y qué no es el perdón) 1920 1280 BELÉN PICADO

Hace unos días tuve ocasión de ver la película Maixabel, aprovechando que estaba en el catálogo de Netflix. Dejando a un lado la soberbia interpretación de sus protagonistas (Blanca Portillo y Luis Tosar), la historia me atrapó por el modo en que trata un tema tan complejo como el perdón y la reparación en casos en los que el daño causado es enorme. Y es que el perdón es un concepto muy delicado de tratar, sobre todo cuando hablamos de situaciones tan graves como el terrorismo, los crímenes de guerra, los abusos sexuales, la violencia de género, etc. En circunstancias así, es normal preguntarse… ¿Realmente se puede perdonar todo? En cualquiera de los casos, perdonar no es olvidar, justificar ni necesariamente implica una reconciliación.

Desde el prisma de la religión se ha equiparado la capacidad de ‘olvidar y pasar página’ con una mayor bondad y generosidad. La Psicología Positiva, por su parte, considera el perdón una de las fortalezas del ser humano y destaca sus efectos positivos sobre nuestro bienestar. Sin embargo, es importante aclarar que ni perdonar nos convierte en mejores personas ni vamos a obtener ningún beneficio si lo hacemos presionados u obligados. Se trata de una opción voluntaria y personal y cada uno la vive de forma diferente. No se puede exigir a alguien que perdone y mucho menos que olvide. El objetivo del perdón es, sobre todo, librarse del dolor para poder seguir adelante.

Una opción voluntaria y personal

Cuando alguien te traiciona, te insulta, te humilla, te agrede física o emocionalmente… es normal experimentar rabia, dolor, tristeza, frustración, deseos de venganza o preguntarse el porqué. Incluso es posible que uno mismo llegue a cuestionarse si ha tenido alguna responsabilidad en ese daño. Desde el punto de vista del comportamiento hacia el agresor, quizás optemos por evitarle o por alejarnos de él. O, por el contrario, decidamos enfrentarnos.

Ante todas estas emociones, pensamientos y conductas, hay distintas opciones. Habrá quienes busquen venganza para hacer ver a su ofensor el daño causado, quienes se protejan desconfiando de los demás y desarrollando un gran temor a exponerse a nuevas experiencias. Y también habrá personas que opten por aceptar el daño que les han hecho, por aprender a gestionar el estrés que esto les genera, por cambiar la forma de interpretar lo que ha ocurrido y por perdonar.

El psicólogo estadounidense Steven Hayes utiliza la metáfora del anzuelo para hablar del concepto del perdón: «Quien nos ha hecho daño nos ha clavado en un anzuelo que nos atraviesa las entrañas haciéndonos sentir un gran dolor. Queremos darle lo que se merece, tenemos ganas de hacerle sentir lo mismo y meterle a él en el mismo anzuelo, en un acto de justicia; que sufra lo mismo que nosotros. Si nos esforzamos en clavarle a él en el anzuelo, lo haremos teniendo muy presente el daño que nos ha hecho y cómo duele estar en el anzuelo donde él nos ha metido. Mientras lo metemos, o lo intentamos, nos quedaremos dentro del anzuelo. Si consiguiéramos meterle en el anzuelo, lo tendríamos entre nosotros y la punta, por lo que para salir nosotros tendremos que sacarle a él antes».

Es normal que sintamos resentimiento hacia quien nos ha hecho daño y que, dependiendo del tipo de ofensa, la sola idea de perdonarle nos revuelva el estómago. Pero también es cierto que si nos quedamos alimentando el rencor seremos nosotros quienes acabemos sufriendo más. Creer que de algún modo ese odio dañará a quien nos agredió o nos ofendió es un pensamiento mágico que no va a hacerse realidad y que no tiene ningún fundamento real. Es como tomar veneno esperando que el otro se muera.

El perdón es una opción voluntaria y personal.

En cualquier caso, antes de decidir perdonar, o no, es importante tener claro qué es y qué no es el perdón:

Perdonar implica…

  • Identificar, aceptar y expresar nuestras emociones. Da igual el delito, la injusticia o la ofensa de la que hayamos sido víctimas. Lo primero es identificar lo que estamos sintiendo. Tanto si la situación nos provoca ira, como si nos genera tristeza o frustración estas emociones necesitan ser sentidas, aceptadas y expresadas.
  • Distanciarnos del resentimiento y el rencor. Tenemos todo el derecho del mundo a sentir rabia, odio e incluso a querer vengarnos. Son emociones lógicas que incluso pueden ayudarnos a enfrentarnos a quien nos ha dañado o a salir de una situación que nos está perjudicando. Sin embargo, si nos quedamos enganchados en ellas, la sensación de empoderamiento que nos generaron al principio acabará desapareciendo y dando lugar a más sufrimiento.
  • Salir del rol de víctima. Si bien lo normal es que se sienta empatía hacia las víctimas de cualquier delito, permanecer atrapados en la victimización acabará colocándonos en una posición de indefensión y nos impedirá desarrollar nuestros recursos internos. Perdonar no significa dar el visto bueno a lo ocurrido, sino salir de la relación víctima-verdugo. Pasar de víctima a superviviente.
  • Aceptar que el daño ocurrió. Lo que pasó, pasó. Es parte de nuestro pasado y eso ya no podemos cambiarlo. Pero sí podemos decidir qué hacer con nuestro presente. No se trata de intentar hacer «como si nada» y olvidarlo; se trata de encontrar un lugar donde colocar ese daño y poder seguir viviendo.
  • Facilitar el proceso de duelo. Perdonar también implica iniciar y transitar el duelo por la pérdida de una vida que no salió como esperábamos. Pero para poder completar este proceso, tendremos que ser capaces de reconocer el daño que nos causaron, identificar y aceptar lo que hemos perdido y dejar espacio para experimentar el dolor que todo ello nos causa.
  • Tener la voluntad y la intención de hacerlo. Dejar correr el tiempo no es suficiente. No basta dejar pasar los días, los meses y los años esperando que en algún momento dejaremos de odiar a quien nos hirió o nos olvidemos de lo sucedido. Perdonar requiere la intención y la voluntad de hacerlo y llega (o no) cuando uno se siente preparado.
  • Realizar un proceso que lleva tiempo. El tiempo que necesitamos para perdonar es proporcional al daño causado. A mayor daño, más tiempo para procesar y sanar. Cada persona lleva su ritmo y hay que respetarlo. El perdón es el colofón, el epílogo de todo un proceso que cada uno vive de forma diferente. Es posible, incluso, que nunca lleguemos a perdonar por completo, aunque sí podremos desprendernos de gran parte del resentimiento.
  • Romper el vínculo que nos mantiene encadenados a nuestro ofensor. Cuando alguien nos daña y nos aferramos al odio o al deseo de vengarnos, es como si una cadena nos mantuviera atados a esa persona. En un momento de Maixabel, la protagonista habla con su amiga sobre sus razones para aceptar entrevistarse con quienes asesinaron a su marido: «Yo podría haber sido muchas cosas en la vida y ellos me convirtieron en algo que yo no lo elegí. Estoy ligada a esas personas hasta la muerte y pendiente de lo que digan y de lo que hagan». Perdonar implica cambiar la dinámica que alimentaba esa relación.
  • Hacernos un regalo a nosotros mismos para poder seguir adelante. Perdonar no es algo que hacemos para el otro, para librarlo de su culpa o de su responsabilidad. Lo hacemos para nosotros. Nos permite aligerar el peso del resentimiento y seguir adelante con nuestra vida.
Perdonar nos ayuda a liberarnos del peso del resentimiento.

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Perdonar no es…

  • Olvidar. Cuando alguien dice «Perdono, pero no olvido» muchos piensan que no se trata de un perdón auténtico. Y esto no es cierto. En Los caminos del perdón, Walter Riso deja esta reflexión: «El perdón no es amnesia, entre otras cosas, porque no sería adaptativo borrar al infractor de nuestra base de datos y quedar por ingenuidad en riesgo de un nuevo ataque. ¿Debe el niño olvidar el rostro del abusador que persiste en su afán destructivo?».
  • Excusar o justificar. En Maixabel queda muy bien reflejado este punto. Intentar comprender el porqué o buscar una explicación a los motivos que llevaron a alguien a dañarnos no conlleva que justifiquemos sus actos o que renunciemos a la reparación de ese daño. Además, cuando excusamos a alguien estamos librándole de su responsabilidad y perdonar en ningún caso exime de la responsabilidad sobre las propias acciones. Al perdonar, no estás diciendo que lo que sucedió estuvo bien, ni estás minimizando el dolor que causó.
  • Reconciliarme con quien me hizo daño. El perdón no implica necesariamente una reconciliación. La diferencia entre perdonar y reconciliarse está en que en el primer caso no es obligatoria la colaboración del ofensor. Reconciliarse, sin embargo, es un proceso cuyo fin es restablecer el vínculo y, además, se necesita que haya voluntad por parte de todos los implicados. Por ejemplo, puedo perdonar una infidelidad y no querer seguir adelante con la relación. El perdón sin reconciliación suele darse en situaciones en las que no hay garantía de que el daño no se repita. O también cuando la relación no es igualitaria y, por tanto, la verdadera reconciliación es imposible.
  • Ser débil. Creer que perdonar es un síntoma de debilidad es un error monumental. No permitir que las acciones u ofensas de otros alteren el curso de nuestra vida o nos hagan dudar de quiénes somos y de nuestros valores no es absoluto un signo de debilidad.
  • Reprimir el enfado y hacer como si no hubiera pasado nada. Perdonar no significa que no nos importa lo que nos hagan, sino que no dejamos que ese enfado o malestar se convierta en odio y rencor e inunde toda nuestra vida.
  • Volver a confiar en la otra persona. Si alguien ha traicionado mi confianza, es normal que me cueste volver a confiar. El perdón es un paso importante, pero la reconstrucción de la confianza es un proceso que puede llevar tiempo… o no llegar. Aquí entra en juego el tipo y la gravedad de daño causado.
  • Permitir que me lastimen de nuevo o descuidar mi propia seguridad. Si quien me hizo daño es incapaz de cambiar o sigue actuando igual, tengo todo el derecho a tomar medidas para protegerme, incluso si ya le perdoné. El poder reconstruir la propia seguridad es un elemento necesario en cualquier proceso de perdón.
  • Renunciar a la justicia. En Maixabel, la mediadora que se ocupa de los encuentros restaurativos deja claro a los presos que las entrevistas con las víctimas no implican ningún tipo de reducción de condena. El acto de perdonar no entraña que debamos renunciar a defender nuestros derechos. Tampoco que desistamos de nuestra necesidad de que se haga justicia o que dejemos de luchar por lo que creemos. Más bien se trata de no entrar en un laberinto de odio y venganza.
Luis Tosar y Blanca Portillo en Maixabel

Luis Tosar y Blanca Portillo en «Maixabel».

También podemos decidir no perdonar

Si bien es cierto que cada vez son más los estudios que confirman los beneficios del perdón, tanto para la salud física como para la mental, también existe la posibilidad de que una persona decida no perdonar o no se sienta preparada para hacerlo, aun siendo consciente de que es lo más saludable. Y está en todo su derecho. Como hemos dicho antes, es una decisión voluntaria y personal, que hay que respetar.

Obligarse uno mismo a perdonar o presionar a alguien para que lo haga puede hacer también mucho daño porque es un modo de invalidar su dolor y sus sentimientos.

Por otra parte, hay casos como el abuso sexual infantil o la violencia de género en los que la conveniencia, o no, de plantear la posibilidad de perdonar es un tema especialmente delicado. Y es que un perdón mal entendido puede debilitar aún más la capacidad de protegerse de la víctima, hacerla más vulnerable y facilitar que el abuso se prolongue en el tiempo.

María Prieto-Arsúa y otras autoras, en el artículo El perdón como herramienta clínica en terapia individual y de pareja, explican que los sentimientos y pensamientos negativos tras resultar dañado por otra persona pueden mitigarse de varias maneras y no necesariamente perdonando. Por ejemplo, «aceptando el daño, haciendo re-atribuciones de los sucesos y circunstancias relacionados con la ofensa, manejando el estrés relacionado con el suceso, o mediante el control de la ira consecuente a la ofensa. El perdón es, por tanto, un recurso más (entre varios) para manejar o superar este malestar».

Para terminar, vamos a ver algunos de los factores que influyen en la mayor o menor capacidad para perdonar:

  • La percepción de la gravedad de la ofensa.
  • La historia de victimizaciones anteriores.
  • Las características de quien ha sufrido el daño, como su sistema de valores o sus rasgos de personalidad.
  • Que haya una relación afectiva previa con el ofensor.
  • Que el responsable del daño reconozca los hechos, acepte su responsabilidad y muestre un arrepentimiento sincero.
  • La percepción de intencionalidad que tenga la víctima respecto al daño causado por el agresor.
  • La actitud del ofensor.

(Si lo deseas, puedes ponerte en contacto conmigo y estaré encantada de ayudarte)

Referencias

Bollaín, I. (dir.) (2021). Maixabel [Película]. Kowalski Films; Feel Good Media; ETB; Movistar+; TVE

Casey, K. L. (1998). Surviving abuse: Shame, anger, forgiveness. Pastoral Psychology, 46(4), 223-231

Cooney, A., Allan, A., Allan, M. M., McKillop, D. & Drake, D. G. (2011). The forgiveness process in primary and secondary victims of violent and sexual offences. Australian Journal of Psychology, 63, 107-118

Echeburúa, E. (2013). El valor psicológico del perdón en las víctimas y los ofensores. Eguzkilore, 27, 65-72

Enright, R. D., & Fitzgibbons, R. P. (2015). Forgiveness therapy: An empirical guide for resolving anger and restoring hope. American Psychological Association

Prieto-Ursúa, M. (2023). Sobre la posibilidad de perdón en el abuso sexual infantil. Papeles del Psicólogo, 44(1), 28-35

Prieto-Ursúa, M., Carrasco, M. J., Cagigal de Gregorio, V., Gismero, E., Martínez, M. P., y Muñoz, I. (2012). El perdón como herramienta clínica en terapia individual y de pareja. Clínica Contemporánea, 3, 121-134

Riso, W. (2013). Los caminos del perdón. Medellín: Phronesis

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