Seguro que os resultan familiares frases como “Me pones de los nervios”, “Mi novio me agobia mucho con sus problemas”, “Me has decepcionado”, “Me has amargado el día”, etc. El otro día, una conversación con una de mis pacientes me recordó lo difícil que resulta, en general, aceptar la responsabilidad lo que sentimos. Y lo cierto es que, por mucho que cueste aceptarlo, nadie es responsable de mis emociones. Solo yo.
Ana (el nombre es inventado) llegó furiosa e indignada a nuestra sesión. Un mes antes había conocido a un chico a través de una aplicación de citas y entre ambos se estableció una relación “mágica y maravillosa”, en palabras de la propia Ana. Sin embargo, la euforia y la felicidad le duraron poco. De la noche a la mañana, ese chico con quien había conectado tanto y tan bien desapareció sin despedirse ni dar explicaciones. Le hizo un ghosting en toda regla. “¿Cómo puede haberme tratado así? ¡Me ha amargado la vida!”, se quejaba Ana, furiosa primero y triste después. Cuando le pregunté cuál creía que era su parte de responsabilidad en lo que había ocurrido se molestó: “¡Por supuesto que ninguna! ¡Él tiene toda la culpa de que yo esté hecha polvo!”.
El mecanismo oculto que hay detrás de actitudes como la de Ana es la tendencia a eludir nuestra parte de responsabilidad y desviarla hacia el hecho que nos provoca la molestia. Sin embargo, en lugar de buscar la causa (o la excusa) que justifique mi estado emocional, puedo preguntarme: «¿Cuál es mi parte de responsabilidad en eso de lo que me quejo?«. Es decir, poner el foco de atención en por qué me siento así conmigo mismo y no buscar respuestas en el exterior.
A menudo la causa de nuestro malestar no se encuentra tanto en la situación, como en nuestro modo de pensar y sentir, influido por prejuicios, creencias, miedos, debilidades… No me hago responsable de mis emociones y busco la causa de mi estado emocional fuera porque no estoy preparado para ser sincero conmigo mismo. Si soy capaz de reconocer este mecanismo de proyección, posiblemente serán muchas menos las situaciones que me generen malestar.
No se puede aplaudir con una sola mano
Estamos acostumbrados a atribuir muchos de nuestros estados emocionales a los demás y también a cargar con la responsabilidad de cómo se siente el otro.
Hay veces que alguien cercano no se siente bien y me siento responsable de acabar con su sufrimiento. Otras, sin embargo, soy yo quien estoy mal y culpo al otro de mi malestar. Ambos tipos de situaciones me muestran cuánto me cuesta hacerme responsable de mis emociones y, en consecuencia, hacerme cargo de mi vida. La solución de este conflicto pasa por cambiar la pregunta «¿Quién tiene la culpa?» por «¿Quién es responsable, de qué y en qué medida?».
No se puede aplaudir con una sola mano. Siempre somos en parte responsables de lo que nos quejamos y hay que tener la valentía de aceptarlo.
Volviendo al primer ejemplo que os he puesto, la responsabilidad de Ana empieza por descubrir qué tipo de relación necesita establecer con posibles parejas y de dónde viene esa forma de vincularse. Solo estando en contacto consigo misma y conociendo profundamente sus mecanismos internos, Ana empezará a sentirse atraída por personas que no acaben haciéndole daño o simplemente abandonándola.
El poder de responsabilizarme de lo que siento
Al responsabilizar al otro del enfado, la angustia o la tristeza que sentimos, estamos depositando en él lo que no estamos preparados para asumir de nuestra propia realidad personal. Solo cuando estemos preparados y aceptemos esa parte de responsabilidad, los demás nos servirán de espejo para que veamos qué asuntos pendientes tenemos que resolver con nosotros mismos.
Del mismo modo, si nos hacemos cargo de nuestras emociones no será necesario sentirnos responsables de las de los demás. Eso no quiere decir que no seamos comprensivos y empáticos con alguien que está atravesando un mal momento. Me refiero a que olvidemos la idea de intentar “arreglar” la tristeza del otro.
La toma de conciencia de la que os hablo tampoco implica que no podamos enfadarnos o que permitamos que nos traten mal. Todo lo contrario. El hecho de ser consciente de mi responsabilidad sobre lo que siento me empodera para conectar con mi malestar, poner límites y protegerme de personas o situaciones que vulneran mis derechos o me faltan al respeto.
Hazte cargo de tus emociones y de tu vida
El primer paso para hacerme responsable de mis emociones es reconociéndolas como parte de mí. Si en mi infancia aprendí que sentir tristeza, vergüenza, miedo o ira estaba mal y me acostumbré a apartar esas emociones cada vez que asomaban, es normal que de adulto ni siquiera sea consciente de que están ahí. Solo puedo ver su reflejo en las palabras o las acciones del otro.
Una vez hayas conseguido identificar tus emociones toca aceptar que no es tu papel evaluar las intenciones de los demás ni responsabilizarte de su realidad interna. Cada uno, según su grado de conciencia, hace lo que puede con las experiencias y los aprendizajes que lleva consigo. Decidir cómo vas a reaccionar ante lo que la vida te presenta (a través de los acontecimientos y de las personas) es solo responsabilidad tuya.
Presta atención a las palabras. Cuando utilizas frases como “Me has hecho enfadar” estás dando al otro el poder sobre tu malestar. Si esto fuera así, seguirías enfadado mientras el otro quisiera y, la verdad, es que no suena muy alentador. Sin embargo, decir “Estoy enfadado por lo que ha ocurrido”, te devuelve el poder. Responsabilizarte de tus emociones es esencial para establecer una comunicación empática y no violenta.
En definitiva, hacerme cargo de mi vida pasa por tomar conciencia de que las emociones que experimento al interpretar una situación de una forma determinada son solo mías. Una vez que consiga esto, no solo tendré la capacidad de regular mis emociones. También podré ser más asertivo cuando alguien trate de responsabilizarme de las suyas.