Límites difusos

¿Te comunicas de modo pasivo-agresivo? Así puedes cambiarlo y mejorar tus relaciones

¿Te comunicas de modo pasivo-agresivo? Así puedes cambiarlo y mejorar tus relaciones 1500 844 BELÉN PICADO

Casi todos, en algún momento, hemos sido pasivo-agresivos. Decimos «sí» cuando en realidad queremos decir «no», evitamos hablar de lo que nos molesta o respondemos con un seco «nada» cuando nos preguntan qué nos sucede. Optamos por disfrazar nuestro enfado en lugar de expresarlo abiertamente, creyendo que al callar o disimular evitamos el conflicto. Sin embargo, la realidad es que la emoción no desaparece, solo que encuentra una vía más sutil —y muchas veces más dañina— para manifestarse. Y el comportamiento pasivo-agresivo es precisamente eso: una forma indirecta de expresar frustración, ira o resentimiento.

Aunque puede parecer inofensivo en un principio, con el tiempo esta conducta deteriora las relaciones, genera confusión y alimenta el malestar, tanto en quien la ejerce como en quien la recibe. Lo complicado es que, al tratarse de un patrón de comportamiento encubierto, no siempre es fácil de identificar, y mucho menos de corregir.

(Te invito a leer, en este blog, el artículo «Comportamiento pasivo-agresivo: Cómo identificarlo (en ti también)«)

A continuación, te cuento qué puedes hacer si crees, o has notado, que podrías estar actuando de manera pasivo-agresiva. Con un poco de conciencia y práctica, verás que es posible transformar la forma en que te comunicas y mejorar tus relaciones.

Identifica y reconoce tu comportamiento y tus emociones

El primer paso para cambiar cualquier patrón de conducta es tomar conciencia de él. La pasivo-agresividad suele manifestarse de manera automática, como una forma de manejar el malestar sin enfrentar directamente el conflicto. Para romper con este hábito, es fundamental identificar cuándo y cómo te comportas así y, sobre todo, las emociones que están detrás de tu actitud. Este tipo de comportamiento suele encubrir sentimientos con los que no nos sentimos del todo cómodos, como la ira, la frustración o el resentimiento. Sin embargo, como habrás notado, ignorar una emoción solo hace que se vuelva más intensa y difícil de gestionar.

Algunas señales de que podrías estar acumulando enfado:

  • En situaciones que te molestan, en lugar de expresar tu desacuerdo, recurres al sarcasmo o a la ironía.
  • Sientes irritación o resentimiento con frecuencia, aunque no siempre identificas una razón clara.
  • Saboteas, postergas o incluso olvidas tareas y compromisos en vez de decir abiertamente que no quieres hacer algo.
  • Te sientes culpable por enfadarte y evitas reconocerlo y expresarlo.
  • Te cuesta decir «no» y, en su lugar, buscas formas indirectas de resistirte a las peticiones de los demás.

Además, la pasivo-agresividad no siempre es un reflejo del enojo reprimido; en muchos casos, encubre emociones como miedo, tristeza o inseguridad, que pueden estar relacionadas con el temor al rechazo, la confrontación o el juicio de los demás. En estas situaciones, en lugar de expresar el malestar abiertamente, se recurre a actitudes evasivas o indirectas como mecanismo de protección. Reconocer estas emociones ocultas ayuda a comprender mejor el propio comportamiento y a gestionarlo de manera más saludable.

Cambiar el comportamiento pasivo-agresivo para mejorar las relaciones

Reconcíliate con tu ira

Uno de los mitos más comunes sobre la ira es la creencia de que reconocerla nos llevará inevitablemente a explotar o a dañar a los demás, por lo que lo mejor sería evitarla o ignorarla. Sin embargo, ni es una emoción negativa ni desaparece simplemente por reprimirla. Al contrario, es una señal interna que nos informa de que algo no está bien, como una necesidad no satisfecha, una injusticia percibida o un límite que ha sido sobrepasado. Por ello, es fundamental reconocerla y entender su mensaje.

Cuando notes que algo te irrita, en lugar de reprimirlo o reaccionar con pasivo-agresividad, haz una pausa y reflexiona:

  • ¿Qué es exactamente lo que te está molestando?
  • ¿Cuál es la necesidad insatisfecha detrás de ese malestar?
  • ¿Estás evitando enfrentar un conflicto por miedo al rechazo o a la confrontación?

Permítete sentir la emoción sin juzgarla ni actuar impulsivamente. Puedes escribir en un diario sobre lo que te molesta, practicar la respiración profunda para calmarte antes de reaccionar o verbalizar lo que sientes en un entorno seguro. Aceptar tu ira y gestionarla de forma consciente es clave para dejar atrás la pasivo-agresividad y construir una comunicación más clara y honesta.

(En este blog puedes leer el artículo «Emociones incomprendidas: Cómo gestionar la ira para mejorar tu autoestima«)

Escucha tu cuerpo

Cuerpo y emociones están estrechamente conectados. Si prestas atención, notarás que cuando alguien traspasa tus límites o cuando una situación te genera malestar, tu cuerpo responde de inmediato con sensaciones físicas como opresión en el pecho, un nudo en la garganta o el estómago o rigidez muscular. Sin embargo, quienes tienen un patrón pasivo-agresivo suelen ignorar estas señales, justificando sus reacciones o minimizando su malestar físico.

Sintonizarte con las señales de tu cuerpo te ayudará a reconocer lo que realmente sientes antes de que se manifieste en forma de pasivo-agresividad. Algunas estrategias útiles:

  • Escaneo corporal. Cierra los ojos y recorre mentalmente tu cuerpo, desde la cabeza hasta los pies, identificando zonas de tensión o incomodidad. Pregúntate: ¿Qué emoción puede estar relacionada con esta sensación?
  • Atención a los cambios físicos. Observa si ciertos eventos o personas generan reacciones como un aumento en la frecuencia cardíaca, respiración entrecortada o rigidez en el cuello.
  • Mindfulness. Practicar la atención plena te ayuda a ser consciente de tus emociones sin juzgarlas ni reprimirlas. Notar cómo tu cuerpo reacciona ante diferentes situaciones te permitirá reconocer y gestionar tus emociones antes de que se transformen en actitudes pasivo-agresivas.

A medida que aprendas a escuchar a tu cuerpo con mayor atención, descubrirás que te proporciona información valiosa sobre lo que necesitas. Si notas una reacción física ante ciertas personas o situaciones, tu cuerpo te está enviando una señal de que algo no está bien. Escúchalo: puede ser el momento de establecer un límite o expresar tu malestar de forma asertiva.

Explora el origen de este comportamiento

El comportamiento pasivo-agresivo no surge de la nada. En la mayoría de los casos, es una estrategia de afrontamiento aprendida en la infancia o en experiencias pasadas, especialmente en entornos donde expresar ciertas emociones de manera directa no era permitido o era castigado.

Si creciste en un hogar donde uno o ambos progenitores utilizaban la agresión pasiva, es posible que ahora te cueste reconocer que esta forma de comunicación no es la única ni la más saludable. O tal vez aprendiste que expresar ira o frustración traía consecuencias negativas, como rechazo, desaprobación o castigo, lo que te llevó a buscar maneras indirectas de manifestar tu descontento.

Asimismo, si pasaste mucho tiempo intentando agradar a tus padres, cumpliendo expectativas inalcanzables o buscando su aprobación sin éxito, es probable que este patrón se haya trasladado a tus relaciones actuales. Esto puede generar frustración cuando no obtienes el reconocimiento que esperas, reforzando la pasivo-agresividad como mecanismo para gestionar esa insatisfacción.

La clave para romper este ciclo es cuestionar las creencias aprendidas y reflexionar sobre su impacto en tu vida actual:

  • ¿Dónde aprendiste que expresar tus emociones no era seguro o aceptable?
  • ¿Cómo se manejaban los conflictos en tu hogar?
  • ¿Intentas complacer a los demás en exceso y te frustras cuando no recibes lo mismo a cambio?
  • ¿Reprimes tus sentimientos por miedo al rechazo o al juicio de los demás?

Explorar el origen de tu comportamiento pasivo-agresivo no significa culpar a tu pasado, sino entenderlo para poder cambiar.

Establece límites sanos

Los límites son las fronteras que establecemos en nuestras relaciones para proteger nuestro bienestar emocional, físico y mental. Nos ayudan a definir qué estamos dispuestos a aceptar y qué no, permitiéndonos mantener interacciones más equilibradas y respetuosas.

Sin embargo, para alguien con tendencia a la pasivo-agresividad poner límites puede ser sumamente difícil. Es posible que sus fronteras sean difusas o inexistentes, lo que le dificulta diferenciar entre sus propias necesidades y las de los demás. También puede existir el miedo a que, si pone un límite, la otra persona se aleje o reaccione negativamente. Como resultado, se evita la confrontación y se expresa el descontento de manera indirecta.

Cómo empezar a poner límites sin culpa:

  • Identifica qué te incomoda. Muchas veces, la pasivo-agresividad surge cuando accedemos a cosas que realmente no queremos hacer.
  • Define lo que estás dispuesto a aceptar y lo que no. Reflexiona sobre tus necesidades y establece reglas claras para ti mismo.
  • Exprésate con claridad. En lugar de ignorar tu malestar o reaccionar con evasivas, comunica tu límite de forma directa. Por ejemplo, si un amigo insiste en pedirte favores constantemente, en lugar de acceder con resentimiento, puedes decir: «Hoy no puedo ayudarte, pero espero que encuentres una solución».
  • Sé consistente. Un límite solo funciona si lo sostienes en el tiempo. No temas reafirmarlo si la otra persona no lo respeta de inmediato.
  • Recuerda que poner límites no significa ser egoísta. Decir «no» cuando es necesario y priorizar tu bienestar no es egoísmo, sino un acto de respeto hacia ti mismo.

Cuando comienzas a establecer límites, notarás que disminuyen la ansiedad y el resentimiento, y que la comunicación se vuelve más clara. Además, cuanto más definidos estén, mejor te sentirás contigo mismo y más saludables serán tus relaciones.

Poner límites sanos ayuda a dejar atrás el comportamiento pasivo-agresivo

Imagen de KamranAydinov en Freepik.

Practica la asertividad

La pasivo-agresividad es lo opuesto a la asertividad. Mientras que la primera se basa en la evasión, la falta de claridad y la expresión indirecta del malestar, la comunicación asertiva implica expresar lo que sientes, piensas y necesitas de manera clara, directa y respetuosa. No se trata de imponer tu voluntad, sino de comunicarte con honestidad, sin agresividad ni sumisión.

Cómo desarrollar la comunicación asertiva:

  • Exprésate abiertamente en lugar de esperar que los demás adivinen lo que necesitas. Por ejemplo, en vez de suspirar o poner mala cara cuando alguien no hace lo que esperabas, di con claridad: «Me gustaría que lo hiciéramos de esta manera».
  • Habla en primera persona. Comunica cómo te sientes sin culpar ni atacar. Es más efectivo decir «Me siento frustrada cuando llegas tarde porque valoro mucho nuestro tiempo juntos» que «Siempre llegas tarde y eso me irrita mucho».
  • Olvídate del sarcasmo y las indirectas. Evita responder con frases como «No te preocupes, ya lo hago yo… como siempre» y prueba con expresiones más directas: «Me gustaría que compartiéramos esta tarea para que no recaiga solo en mí».
  • Practica la escucha activa. La asertividad también implica saber escuchar. Presta atención a los sentimientos y necesidades de los demás y demuestra interés en su perspectiva.
  • Aprende a decir «no» sin culpa. No siempre es posible complacer a los demás sin descuidarte. A veces, es necesario priorizarte. Es válido decir: «Ahora mismo no puedo ayudarte con esto».

El objetivo de la comunicación asertiva no es ganar una discusión o tener la razón, sino construir acuerdos donde ambas partes se sientan escuchadas y respetadas. Además, la asertividad ayuda a que los demás comprendan exactamente qué necesitas o esperas, reduce la frustración y los malentendidos, y fomenta vínculos más equilibrados y satisfactorios.

Reformula los conflictos

Para muchas personas con un patrón pasivo-agresivo, el conflicto es una fuente de ansiedad, ya que lo perciben como una amenaza a la armonía en sus relaciones o, peor aún, como un riesgo de perderlas. Como resultado, evitan la confrontación a toda costa, lo que solo conduce a la acumulación de resentimiento.

Al igual que la ira, el conflicto tiene una inmerecida mala fama. Crecer en un entorno donde los desacuerdos se evitaban o, por el contrario, se resolvían de manera agresiva puede hacer que lo veamos como algo negativo o peligroso. Sin embargo, cuando aprendemos a reformular el conflicto como una oportunidad de crecimiento en lugar de como una amenaza, nuestra forma de afrontarlo cambia por completo. Antes de dar por hecho que un desacuerdo llevará inevitablemente a una discusión destructiva, pregúntate qué puedes aprender de la situación y de la otra persona o cómo podéis llegar a una solución beneficiosa para ambos.

Cómo transformar los conflictos:

  • Normaliza las diferencias. Es imposible estar siempre de acuerdo en todo. Un conflicto no significa que una relación esté en peligro, sino que puede ser una oportunidad para dialogar y encontrar soluciones de manera constructiva.
  • Exprésate con asertividad. En lugar de acumular malestar y expresarlo de modo pasivo-agresivo, verbaliza tu punto de vista con claridad y respeto, tal como mencioné en el anterior apartado.
  • Practica la empatía. No se trata solo de dar a conocer tu posición, sino también de comprender la perspectiva de la otra persona. Haz preguntas abiertas y muestra interés genuino por sus sentimientos.
  • Evita las excusas y ponerte a la defensiva. Si has cometido un error, reconócelo sin justificarte. Eso sí, recuerda que una disculpa sincera no solo consiste en decir «Lo siento», sino en demostrar con hechos que te importa cómo se siente la otra persona y que estás dispuesto a mejorar.
  • Sustituye la evitación por el afrontamiento. En vez de huir del conflicto o responder con sarcasmo y resentimiento, céntrate en encontrar soluciones. Puedes probar con «¿Cómo podemos resolver esto de una manera que funcione para ambos?».

Si se gestiona bien, el conflicto no es una amenaza, sino una oportunidad para mejorar la comunicación, reforzar la confianza y fortalecer nuestras relaciones.

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Busca apoyo profesional si es necesario

Cambiar un patrón de comportamiento arraigado como el pasivo-agresivo no siempre es fácil y en ocasiones es necesario buscar apoyo profesional. A veces, el simple hecho de reconocer que actuamos de este modo no es suficiente para cambiarlo.

Un/a psicólogo/a te ayudará a…

  • Comprender el origen de tu conducta pasivo-agresiva y a explorar cómo las experiencias que viviste moldearon tu forma de interactuar con los demás.
  • Identificar los desencadenantes. Es posible que ciertos eventos o personas activen tu tendencia a la pasivo-agresividad sin que seas plenamente consciente.
  • Aprender nuevas formas de comunicación y adquirir recursos para expresar tus necesidades y emociones de forma clara y asertiva, sin necesidad de recurrir a la manipulación o la evasión.
  • Canalizar sentimientos como la ira y el resentimiento de una manera más adaptativa.
  • Sanar tus heridas del pasado. Si tu comportamiento pasivo-agresivo tiene raíces en tu infancia, la terapia te ayudará a comprender y procesar esas experiencias para que dejen de condicionar tu presente.

(Si lo deseas, puedes ponerte en contacto conmigo y te acompañaré en tu proceso)

En las familias aglutinadas hay un concepto de lealtad mal entendida.

Familias aglutinadas: Cuando la lealtad familiar se vuelve tóxica

Familias aglutinadas: Cuando la lealtad familiar se vuelve tóxica 1280 1054 BELÉN PICADO

Teresa tiene 20 años y está en la universidad. Hace unas semanas llegó a mi consulta porque su ansiedad había llegado a tal extremo que temía no poder presentarse a los exámenes. Estudia Derecho, como antes hicieron su padre y su hermano, e incluso colabora en el bufete familiar. En realidad, a ella lo que siempre le gustó fue Historia del Arte; de hecho, se ha planteado cambiar de carrera. Pero sabe que sus padres lo vivirían como una traición y ella, en sus propias palabras, «no podría vivir con esa carga». Por si fuera poco, el chico con el que ha empezado a salir tampoco es del agrado de su familia y está planteándose romper con él para evitar tensiones. Teresa pertenece a una de  esas familias aglutinadas caracterizadas por una tendencia a favorecer el bien del grupo por encima de cualquier necesidad individual.

La familia constituye un sistema dinámico y abierto en continua transformación y la interacción entre sus miembros es tan importante como el respeto a la individualidad de cada uno. Pero para que esta interacción funcione son necesarios límites que regulen las relaciones, tanto entre la familia y el exterior como entre los propios integrantes del sistema.

Límites claros, rígidos y difusos

Según Salvador Minuchin, creador de la terapia familiar estructural, las familias deben funcionar con unos límites adecuados que ayuden a mantener relaciones saludables. Estos límites pueden ser de tres tipos: claros, rígidos y difusos.

Unos límites claros facilitarán la interacción afectiva entre los diferentes miembros a la vez que se respetan los espacios y las funciones de cada uno en el día a día familiar. En este entorno saludable las personas se sienten cómodas compartiendo sus pensamientos y sentimientos sin temor a verse invadidas, juzgadas o rechazadas. El tiempo que se comparte con la familia es importante, pero se respeta también el tiempo en solitario.

Los límites rígidos son propios de las familias desligadas. Los miembros suelen estar aislados entre sí e interactúan con mucha distancia, tendiendo a priorizar la individualidad sobre el grupo. Por este mismo motivo, en estas familias la comunicación y la expresión emocional son bastante difíciles.

Si los límites son difusos, que es lo que ocurre en las familias aglutinadas, habrá una confusión de roles, un exagerado sentido de pertenencia y un concepto de la lealtad familiar mal entendido. Se priorizará el sentido de grupo en detrimento de la autonomía personal. Y en este tipo de familias es en el que vamos a profundizar un poco más.

Cuando los límites son difusos, como ocurre en las familias aglutinadas, hay una confusión de roles.

Exagerado sentido de pertenencia: «Todos para uno y uno para todos»

En la familia aglutinada se pone siempre por delante el sentido de pertenencia, aunque ello suponga que sus miembros pierdan gran parte su autonomía en beneficio del bien grupal. Por una parte, esto aumenta la distancia entre lo que es la familia y lo que está fuera de ella, que muchas veces se ve como peligroso o negativo. De hecho, es habitual que se establezcan unas fronteras rígidas y se rechace o critique todo lo que venga de fuera.

Sin embargo, por otro lado, esa frontera desaparece dentro del propio sistema. Esto significa que todos saben de todos y todos pueden inmiscuirse en la vida de todos, sin importar roles ni jerarquía dentro de la familia y esto incluye a hermanos, primos, tíos, abuelos…

Cuando el aislamiento respecto al exterior se hace muy acusado, puede llegar a haber dificultades de cara a relacionarse con personas ajenas al sistema. Por ejemplo, a la hora de incorporar a la nueva pareja de uno de los miembros. La familia es lo primero y quien venga de fuera tendrá que adaptarse o será criticado o rechazado.

Jerarquía poco definida y confusión de roles

Una de las características de las familias en las que existen unos límites claros es que las jerarquías entre sus diferentes miembros también están bien definidas. Según afirma Minuchin en su libro Familias y terapia familiar: «Debe existir una jerarquía de poder en la que los padres y los hijos posean niveles de autoridad diferentes».

En las familias aglutinadas, por el contrario, los límites difusos van de la mano de jerarquías de autoridad poco claras. Un ejemplo lo tendríamos en la madre que habla con sus hijos abiertamente sobre temas que pertenecen a la intimidad conyugal. O en los hijos que, desde la misma posición de autoridad que los padres, toman decisiones que no se corresponden con su rol o intervienen de forma directa en los problemas de los padres como pareja (parentalización).

(En este blog puedes leer el artículo Madres narcisistas, sobreprotectoras, ausentes… 25 pistas para identificarlas)

Este tipo de jerarquía poco definida también favorece que dentro de la familia haya vínculos emocionales de tipo simbiótico («Soy la mejor amiga de mi hija; no tenemos secretos entre nosotras»).

Pérdida de la autonomía individual

Los hijos de familias aglutinadas suelen encontrar grandes dificultades para independizarse y tener una vida propia. De hecho, aun de adultos es muy probable que sigan a la sombra de sus progenitores y sientan que su propia identidad consiste en ser un buen hijo o una buena hija. Incluso casados, pueden llegar a necesitar la aprobación paterna para tomar cualquier decisión acerca de cómo resolver algún problema en su matrimonio o con sus propios hijos.

Dentro de casa tampoco se favorece la intimidad, ni se respeta el espacio privado de cada miembro. Tanto la autonomía como la intimidad y el espacio propio se ven como señal de egoísmo.

En las familias aglutinadas se da prioridad al bien del grupo sobre las necesidades individuales.

Sin espacio para la diferenciación

El concepto de diferenciación se lo debemos al psiquiatra estadounidense Murray Bowen. Hace referencia al nivel de independencia emocional que desarrollamos los seres humanos ya desde el seno familiar y también está relacionado con nuestra capacidad de ser autónomos sin sentirnos excluidos del grupo. Esta autonomía, además, nos permite ver con mayor objetividad lo que ocurre dentro de dicho grupo, en este caso la familia.

Lo que ocurre en las familias aglutinadas es que las relaciones entre sus miembros son tan excesivamente cercanas que no permiten la diferenciación. Esta circunstancia es perjudicial, sobre todo, en la adolescencia ya que se obstaculiza el desarrollo de la formación de la identidad.

En estos sistemas, en los que no está bien visto ser distinto, se entorpece cualquier intento por diferenciarse. Y en casos extremos, cualquier conato de un miembro por encontrar su propio camino será vivido por la familia como una traición y el ‘rebelde’ pasará a convertirse en la ‘oveja negra’.

Lealtad mal entendida

Seguir un camino académico o laboral diferente al de la familia (como le ocurre a la joven de la que os hablaba al principio del artículo), proseguir con una relación que no ha sido aprobada por los padres, romper con la tradición de comer todos los domingos en la casa familiar o, simplemente, faltar a un cumpleaños de un pariente se percibe como una traición en las familias aglutinadas.

A menudo este concepto de lealtad mal entendida va unido a una idealización del sistema familiar. De manera consciente, la persona puede pensar que su familia «es perfecta». Sin embargo, a nivel inconsciente, puede haber una gran confusión emocional. Un sentimiento de tristeza, de estar perdido, que puede expresarse en forma de anestesia emocional (no sentir nada, normalizar todo) o de llanto incontrolable. No son pocas las ocasiones en las que un hijo experimenta tal ansiedad y angustia a la hora de buscar su propio camino que opta por postergar o renunciar a sus sueños por temor a decepcionar a sus padres.

También se verá como una deslealtad, por ejemplo, que uno de los hijos rechace el rol que se había elegido para él. Es el caso de familias en las que, implícitamente, se espera que la hija menor renuncie a su propio proyecto personal para quedarse al cuidado de los padres mayores. Se trata de una costumbre que muchas veces se transmite de generación en generación, lo que conlleva que no cumplirla se tome como una traición.

(En este blog puedes leer el artículo «Qué es y como nos afecta el conflicto de lealtades en la familia«)

Dificultades para afrontar los conflictos

En algunas ocasiones y si el problema excede la capacidad de afrontamiento de la familia, el conflicto se ignorará o se ocultará. Esto último ocurre, sobre todo, de cara al exterior (“Los trapos sucios se lavan en casa”).

Dentro del núcleo de las familias aglutinadas es habitual que sea complicado mantenerse al margen de enfrentamientos o discusiones entre sus integrantes. Si están todos presentes, todos opinarán y participarán en la discusión.

Por otra parte, el hecho de que todos los miembros se muestren excesivamente implicados en cualquier conflicto aumentará las probabilidades de que el estrés repercuta en la familia al completo. Y esto, a su vez, reducirá las posibilidades de poder ofrecerse una ayuda efectiva entre ellos.

Aprender a poner límites

Atreverte a decir «no» y a defender tu derecho a tener tu propia identidad y tu propio espacio no es fácil cuando perteneces a una familia aglutinada. Es normal que experimentes culpa, que te sientas como el malo de la película y que te toque enfrentarte a algún que otro conflicto. Pero marcar límites no es sinónimo de ser desleal, sino todo lo contrario. Te ayudará a oxigenar tus relaciones familiares y a posicionarte de una manera más sana, objetiva y respetuosa, no solo contigo mismo sino también con los demás.

Las familias pasan por diferentes etapas en su ciclo vital y es necesario aprender a adaptarse a ellas. Que un hijo quiera independizarse y crear su propia familia o que tenga un criterio diferente al de sus padres, por ejemplo, no significa que esté traicionando al clan.

Es cierto que la cohesión familiar es necesaria para superar las dificultades, pero no de una forma rígida, sino con la suficiente flexibilidad para actuar de manera adecuada ante las situaciones que vayan apareciendo. Por ejemplo, contando con una red de apoyo externa a la que acudir en caso de necesidad. Todos necesitamos de todos y la familia no es una excepción.

Si perteneces a una familia aglutinada, rescata sus fortalezas, como el apoyo o la capacidad de cuidar ‘a la manada’. Pero si hay algo que no te hace bien o te produce malestar, no tienes por qué quedarte con ello.

En resumen, mantener la unión familiar no significa que tengamos que estar unos pegados a otros defendiendo un pensamiento único. Cohesión y unión familiar es conservar una distancia adecuada permitiendo al otro desarrollarse. Es funcionar cada uno desde su espacio y estar en disposición de ayudar a quien lo necesita, pero permitiendo que antes lo intente con sus propios recursos y sin responsabilizarnos de sus problemas. Y también es permitir a cada miembro desarrollar su propio criterio, por muy diferente que sea al del núcleo familiar.

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