Frustración

10 aprendizajes sobre la vida que nos deja la serie Yo, Adicto

10 aprendizajes sobre la vida que nos deja la serie «Yo, adicto»

10 aprendizajes sobre la vida que nos deja la serie «Yo, adicto» 1800 1734 BELÉN PICADO

Hablar de adicciones sigue siendo un tema tabú en muchos contextos y reconocer públicamente que se es adicto conlleva enfrentarse al juicio, al estigma y al rechazo social. Por esto es tan importante la serie Yo, adicto (Disney+), una historia real que se atreve a afrontar esta realidad con una honestidad brutal y contundente. Pero, ante todo, se trata de un relato sobre esas heridas invisibles que muchos cargamos, independientemente de que estén relacionadas o no con una adicción. Porque esta historia, en realidad, «no va de drogas», sino de «aprender a vivir».

Javier Giner, autor y el verdadero protagonista de todo lo que se cuenta en la serie, ha recorrido a lo largo de su vida un camino profundamente transformador desde la autodestrucción al autocuidado y el crecimiento personal. Tras años de adicción al alcohol, las drogas y el sexo, en 2009 tocó fondo y, con 30 años, decidió ingresar en una clínica de rehabilitación. Fruto de aquel proceso, en 2021, publicó el libro Yo, adicto, que tres años después se ha convertido en una serie, con Oriol Pla interpretando su historia en pantalla.

Yo, adicto nos recuerda que el ser humano no está definido por sus errores o sus fracasos, sino por su capacidad de enfrentarlos, aprender y transformarlos. En el fondo, esta serie no habla solo de Javier Giner, sino de todos nosotros, de nuestras batallas internas, de nuestras inseguridades y de nuestra búsqueda de sentido.

Ya publiqué una reseña sobre esta serie en las redes sociales, pero creo que deja tantas y tan valiosas lecciones de vida que no me he resistido a escribir este artículo para explayarme a gusto. He aquí algunas de esas reflexiones. (Aviso para quienes no hayáis visto la serie: a lo largo del texto hay spoilers)

1. La adicción como síntoma, no como el problema en sí

La adicción es un síntoma, la punta del iceberg. Pero debajo hay mucho más de lo que se ve a simple vista. Una de las reflexiones más importantes de Yo, adicto es que las adicciones no surgen en el vacío. No es tan importante a qué soy adicto como qué función tiene eso de lo que no puedo prescindir.

Cuando no se ha aprendido a lidiar con la angustia emocional, las drogas, el juego, las compras o el sexo compulsivo se convierten en la vía más rápida para huir del dolor. Y, de paso, para evitar conectar con un mundo interno demasiado caótico. Javi no sabe cómo calmar su angustia, así que comienza a buscar ‘parches’ que tapen un vacío que no deja de crecer y que continuamente le pone frente a su soledad, a sus miedos y a su sufrimiento.

Así que cuando deje de drogarse y el parche desaparezca todas esas emociones que ha estado evitando irrumpirán como un tsunami. «Ahora que no tienes las drogas para escaparte, vuelven a aparecer las emociones con más fuerza», le explica el psicólogo a Giner cuando este admite estar «desquiciado».

10 aprendizajes sobre la vida que nos deja la serie Yo, Adicto

Oriol Pla en «Yo, adicto» (Disney+)

2. No solo heredamos genes

«No podría explicar mi adicción sin hablar de mis padres. La enfermedad de un toxicómano empieza siempre en la familia, aunque esta habitualmente lo niega», dice Giner. Esta afirmación plantea hasta qué punto las dinámicas familiares influyen en nuestro desarrollo emocional. Y no se trata de buscar culpables, sino de comprender que, como hijos, no solo heredamos genes, sino también formas de amar, miedos y carencias.

«¿Cómo podrían mis padres aplicar una educación emocional sana, constructiva, con empatía, respeto y cuidados, si a ellos nadie se la enseñó. Si por el contrario crecieron en el silencio, en las apariencias, en la doble moral, en la imposición. (…)  Nos pasa a todos. Aprendemos matemáticas y geografía, pero nadie nos enseña a querer y cuidar de manera sana, ni a los demás, ni a nosotros mismos», continúa Giner.

Entre esas dinámicas que pueden hacer más mal que bien está la sobreprotección, tan perjudicial y dañina como el abandono, o el condicionar el amor paterno al comportamiento del niño. Es normal que no confiemos en nosotros mismos cuando nadie nos enseñó cómo hacerlo.

3. Pero si mi familia es normal…

Hay estructuras familiares que no parecen disfuncionales, pero que lo son. Cuando el protagonista,  muestra su sentimiento de culpa calificándose a sí mismo de «niñato» por haber caído en las adicciones teniendo una familia normal, su psicólogo le pide que lea un pasaje del libro Querer no es poder, que os facilito a continuación y con el que seguro muchos de vosotros os sentiréis identificados como le ocurre a Javi.

«¿Pero qué hay del adicto que proviene de una «buena» familia, de una familia intacta «normal», que funciona en forma apropiada y está bien considerada en la comunidad? Nos preguntamos: «¿Cómo puede suceder esto?» Sucede porque aún en una familia que a todas luces parece ser cariñosa y atenta, la individualidad del hijo puede ignorarse tanto como en una familia visiblemente caótica; sólo que en este caso, la situación queda oculta tras una apariencia de corrección social. En este tipo de familia, lo que el hijo recibe puede ser una especie de aplastante «seudoamor».

Y cuando el rechazo, abuso o descuido emocional está presente pero encubierto, puede ser aún más difícil para el hijo (y más adelante el adulto-niño) llegar a afrontarlo. Este individuo se siente profundamente herido, pero no tiene pruebas de haberlo sido. Atrapado en un dilema en el que el rechazo se mantiene oculto e incluso es negado, desarrolla intensos sentimientos de culpa. Como su progenitor está cumpliendo el rol exterior de un «buen padre», el hijo sólo puede sacar en conclusión que él mismo está equivocado al sentirse enojado y rencoroso. El hijo percibe que «el individuo que él es» tiene algún efecto destructivo sobre el progenitor, por lo que se esfuerza por refrenar su verdadero yo».

4. Protegerse también es autocuidado

A veces sentimos que debemos abrirnos en canal, que la honestidad es contarlo todo. Sin embargo, tenemos el derecho y también el deber de protegernos. Hay un personaje que se lo dice así de claro a Javi y que todos deberíamos integrar: «Lo que te puedo decir es que con el tiempo he ido comprendiendo con quién vale la pena compartirlo todo de mí. Tu intimidad es cosa tuya. (…) Tu vida es tuya. Y tú decides cómo, cuándo y con quién la compartes».

Si alguien nos hace una pregunta, no estamos obligados a dar siempre una respuesta. Podemos decidir cuándo y cómo contestar e, incluso, no hacerlo si ese es nuestro deseo.

Hay un derecho asertivo que dice «Tengo derecho a responder o a no hacerlo». Esto significa que:

  • Defender nuestra capacidad de elegir cuándo, cómo y si queremos participar en una conversación o responder a una solicitud favorece nuestra autonomía personal.
  • No todas las preguntas, comentarios o peticiones merecen una respuesta inmediata o incluso una respuesta en absoluto.
  • Tenemos el poder de priorizar nuestras necesidades y no sentirnos culpables por decir «no» o por guardar silencio cuando algo no se alinea con nuestros valores o no estamos disponibles para ello.
  • Elegir cuándo, con quién y hasta qué punto hablar de algo que nos afecta es una forma de autocuidado. Igual que optar por no hacerlo.

Ante preguntas que nos resultan invasivas o incómodas, podemos elegir no responder o expresar claramente: «No me siento cómodo hablando de eso».

Porque protegiéndonos también nos cuidamos.

5. Abrazar la vulnerabilidad

Después de toda una vida ocultándose detrás de una máscara para que nadie pueda ver esa parte que él sentía «defectuosa», por fin el protagonista será capaz de empezar a quitarse las múltiples capas que ha ido superponiendo a lo largo de su vida. El trabajo terapéutico le ayudará a descubrir, a mirar y a sanar sus heridas y, desde la aceptación de su propia vulnerabilidad, empezará a crear relaciones más auténticas y profundas.

Para Brené Brown, socióloga e investigadora estadounidense, ser vulnerable es «atreverse a arriesgarse». Arriesgarnos a dejar de fingir que somos los más fuertes y no nos afecta nada; a decir «te quiero» primero, sin saber cuál va a ser la respuesta de la otra persona; a involucrarnos en una relación (de cualquier tipo) que puede funcionar… o no. En resumen, ser vulnerable es atrevernos a quitarnos la máscara y mostrarnos como somos, con nuestros miedos, nuestra vergüenza y nuestras inseguridades.

Nuestra vulnerabilidad no nos debilita, sino que nos humaniza.

Yo, adicto

Oriol Pla y Nora Navas (Disney+)

6. Detrás del disfraz de la furia en realidad está escondida la tristeza

Más allá de la furia que invade a Javi cuando sus emociones empiezan a emerger, su psicólogo puede ver con claridad qué se oculta detrás: «Detrás de la ira siempre se esconde la tristeza. ¿Sabes lo que yo veo? Veo una persona muy, muy triste».

En realidad, muchas de nuestras emociones aparentemente destructivas son defensas frente a un dolor mucho más profundo. La ira, el resentimiento o el odio son a menudo expresiones de heridas que no están sanadas.

A veces, camuflamos ciertas emociones que nos cuesta mostrar detrás de otra con la que nos sentimos más cómodos. Por ejemplo, el niño en cuyo hogar la tristeza no tiene cabida y lo más habitual es escuchar frases como «llorar es de débiles» o «los hombres no lloran», aprenderá a utilizar la rabia en sustitución de su tristeza. Y ya como adulto, reaccionará con ira cada vez que algo le haga daño o le decepcione.

Tomar más contacto con lo que nos está ocurriendo es el primer paso para poder relacionarnos de un modo más saludable con nosotros mismos y con nuestro entorno.

7. «Los vínculos son vida y a veces salvan»

«¿Te imaginas una vida sin cuidados hacia los demás o hacia ti mismo? Los vínculos son vida y a veces salvan». En un mundo en el que se exalta el individualismo y la independencia como virtudes supremas, está bien recordar cuánto necesitamos establecer vínculos sanos.

Los vínculos nos construyen. Nos brindan un lugar seguro donde expresar nuestras emociones, incertidumbres y luchas. Son un ancla en momentos de tormenta, una red que nos sostiene cuando parece que vamos a caer. A veces, la simple presencia de alguien que nos escucha o nos mira con compasión puede marcar la diferencia entre hundirnos o salir a flote.

Pero no siempre sabemos cuidarnos ni dejar que nos cuiden. El miedo al rechazo, el orgullo o el peso de nuestras heridas pueden sabotear nuestra capacidad de conectar. Y aquí es donde Yo, adicto lanza un mensaje claro: los vínculos no solo son vida, también son parte del proceso de sanación. Al aceptar que somos vulnerables, que necesitamos y merecemos cuidado, comenzamos a abrirnos al mundo y a nosotros mismos.

Y para que este cuidado sea genuino, debe ser tanto hacia afuera como hacia adentro. Es imposible ofrecer lo mejor de nosotros si descuidamos nuestras propias necesidades emocionales y físicas.

8. Todos merecemos ser amados

En el ser humano existe una dualidad constante entre el deseo ferviente de que nuestros vínculos funcionen y el temor a que no sea así. Y precisamente es este miedo a sufrir, al abandono o a la falta de reciprocidad el que puede llevarnos a sabotear nuestras relaciones. Cuando no nos queremos a nosotros mismos solemos apartar a quienes nos quieren bien. Y, al hacerlo, encontramos la excusa perfecta para confirmar lo que tememos profundamente: «No merezco ser amado».

En Yo, adicto, el diálogo entre el psicólogo y Javi que transcribo a continuación refleja claramente esa dinámica:

“- Psicólogo: ¿Y no mereces que te quiera? ¿Por eso revientas o huyes de cualquier cosa que tenga continuidad? Tienes pavor a que te quiten la careta y descubran que tienes la cara quemada, que eres imperfecto, que eres defectuoso. Si mantienes una relación, una vida normal van a descubrir que no vales, que eres un monstruo. Tú mismo lo has dicho, los apartas, haces que huyan de ti.

– Javi: Llevo toda la vida mendigando amor en cualquier sitio. Y si no es amor, admiración. Pero me aterra el rechazo. Y me pierdo. Consumo cuerpos, por eso salgo a buscar más, porque nunca es… Nada me sirve, nunca es suficiente.

– Psicólogo: ¿Y tú?

–  Javi: ¿Y yo qué?

– Psicólogo: ¿Tú eres suficiente? ¿Alguna vez te han dicho que tal como eres, con tus fracasos, tus errores, eres suficiente? ¿Alguien te ha dicho que sin necesidad de hacer nada mereces que te quieran, que mereces ser feliz?”

Reconocer que somos suficientes tal como somos, con nuestros fracasos y defectos, no es tarea sencilla. Es un proceso que requiere desmontar creencias aprendidas, mirar con compasión nuestras heridas y aceptar que la perfección no es un requisito para ser querido. Merecemos amor, no porque seamos perfectos, sino porque somos humanos.

9. Aceptar el dolor como parte de la vida

Yo, adicto nos recuerda también que el dolor no es un castigo ni experimentarlo significa que haya algo «mal» en nosotros. Sencillamente, es parte de la vida y, como tal, es inevitable. Da igual si lo reprimimos, lo enterramos bajo distracciones o anestesias temporales como las adicciones. Tarde o temprano reaparecerá y, seguramente, lo hará con más fuerza. En lugar de verlo como un enemigo, aprender a convivir con él nos permitirá empezar a comprenderlo y desactivar su poder destructivo.

Es, precisamente, en el acto de aceptar el dolor donde radica nuestra capacidad de transformarlo. Como escuchamos en la serie, no se trata de evitarlo, sino de «sentirlo para poder gestionarlo sobrios».

Además, si entendemos que sentir dolor no nos hace débiles ni defectuosos, también seremos capaces de mirar a quienes nos rodean con más empatía.

Yo, adicto

10. Hacer las paces con la incertidumbre: «No saber está bien»

El miedo al cambio está directamente ligado al miedo a la incertidumbre. Nos aferramos a lo conocido, incluso cuando nos causa sufrimiento, porque lo desconocido nos aterra. Ese espacio donde no hay certezas, donde no controlamos el desenlace, puede resultar tan abrumador que preferimos quedarnos inmóviles, atrapados en una zona de confort que no siempre nos conforta.

Vivimos en un mundo obsesionado con las certezas y con tener control sobre todo. Y esta expectativa constante de tenerlo todo atado y bien atado no solo es irreal, sino también agotador. Nos roba la capacidad de estar presentes y nos encierra en un círculo de ansiedad por lo que fue y lo que podría ser.

En este sentido, la serie nos invita a cambiar de perspectiva y nos propone no solo aceptar la incomodidad, la incertidumbre e, incluso, el dolor, como parte inevitable de la vida, sino también encontrar en ello una oportunidad de crecer. No saber qué viene después nos da libertad para explorar, para equivocarnos, para aprender. Al soltar la necesidad de controlarlo todo, abrimos espacio para que lo nuevo, lo inesperado, nos sorprenda.

Quizás el cambio no sea tan aterrador si dejamos de verlo como una amenaza y lo entendemos como una transición natural, un paso hacia lo que todavía no sabemos, pero que tiene el potencial de transformarnos. Porque, «no saber también está bien».

Vivir duele y a veces es una puta salvajada, pero merece mucho la pena (Javier Giner)

Referencias

Gabilondo, A., Giner, J. y Rubirola Sala, L. (Productores ejecutivos) (2024). Yo, adicto [serie de televisión]. Alea Media

Washton, A. M. y Boundy, D. (1991). Querer no es poder: Cómo comprender y superar las adicciones. Barcelona: Paidós

Paradoja de la elección: Cuantas más opciones, más insatisfechos

Paradoja de la elección: Cuantas más opciones para elegir, más insatisfechos

Paradoja de la elección: Cuantas más opciones para elegir, más insatisfechos 1500 1200 BELÉN PICADO

Uno de los pilares en los que se sustenta nuestra sociedad es la libertad de elección. Se supone que cuanto más haya donde elegir, mayor será nuestro grado de libertad, nuestro nivel de satisfacción y más felices seremos. Sin embargo, la realidad es que a menudo nos ocurre justo lo contrario, cuantas más opciones tenemos ante nosotros, más nos agobiamos. A veces, tanto, que somos incapaces de elegir. A esta situación se le llama paradoja de la elección y es la responsable de que acabemos pidiendo siempre lo mismo cuando la carta de un restaurante es excesivamente larga. O de que elegir qué película o serie ver en Netflix pase de ser un momento de ocio y relax a convertirse en una experiencia estresante y desagradable.

A medida que aumenta el número de opciones también lo hace la dificultad de saber cuál es la mejor. Da igual si se trata de una decisión aparentemente sencilla, como reservar mesa en un restaurante, comprar un móvil o elegir dónde me voy de vacaciones, o si nos toca ocuparnos de cuestiones más importantes, como decidir el colegio de nuestros hijos o, incluso, elegir pareja.

Todo esto tiene mucho sentido si pensamos que cuanta más información tengamos que evaluar y procesar, más va a tener que trabajar nuestro cerebro. Es algo así como lo que pasa con los ordenadores. Cuantas más instrucciones, más despacio procesamos.

Vamos, que en lugar de sentirnos empoderados por la libertad de elección de la que hablábamos al principio, al final acabamos insatisfechos, confundidos y, a veces, paralizados. A esto se une el hecho de que comparar constantemente nuestras decisiones con las alternativas que no hemos elegido puede generar arrepentimiento y culpa al pensar que podríamos haber hecho una elección mejor.

El psicólogo estadounidense Barry Schwartz fue quien desarrolló el concepto de «paradoja de la elección». En su libro The Paradox of Choice: Why More Is Less (La paradoja de la elección: Por qué más es menos) hace referencia a la idea de que, aunque en un principio una mayor variedad de opciones disponibles donde elegir podría parecer beneficiosa y producir una mayor satisfacción, lo que suele ocurrir en realidad es que esta situación acabe generando ansiedad, malestar e insatisfacción. Para Schwartz, más opciones complican y dificultan (mucho) las cosas.

A este fenómeno también se le conoce con otros términos, como «sobrecarga de la elección», «parálisis por análisis» o «parálisis de la decisión».

Paradoja de la elección: Cuantas más opciones, más insatisfacción

Foto de Victoriano Izquierdo en Unsplash.

Así puede afectarnos tener demasiadas opciones

A continuación, os cuento qué suele suceder desde el punto de vista psicológico cuando nos encontramos con muchas alternativas disponibles:

  • Insatisfacción. A menudo, el valor que damos a las cosas depende de con qué lo comparamos. Si después de elegir algo me pongo a pensar en los puntos positivos y las características más atractivas de lo que he rechazado, me sentiré menos satisfecha con mi decisión. Aunque la alternativa escogida sea estupenda. Por ejemplo, este año he elegido el sur de España domo destino de mis vacaciones. Si una vez que me he decidido y ya he pagado mi alojamiento, me pongo a pensar en los lugares maravillosos que podría haber visitado si hubiera escogido la costa cantábrica, me sentiré insatisfecha y no disfrutaré plenamente de mi elección, que es fantástica también.
  • Expectativas excesivas. Por lo general, cuantas más posibilidades tenemos a nuestro alcance, más cosas positivas esperamos. Pero al final muchas veces resulta que lo que escogemos no nos parece tan bueno como nos imaginábamos. Y es que unas expectativas demasiado altas suelen ser garantía de que las experiencias se queden cortas.
  • Sensación de culpa. También ocurre que, en lugar de admitir que tener tanto donde elegir puede agobiar a cualquiera, nos culpamos y nos repetimos una y otra vez que podríamos haber elegido mejor, que quizás no evaluamos bien cada alternativa, etc. Al final, la culpa y el arrepentimiento restan satisfacción a una elección que en un primer momento nos pareció la mejor. Además, si este sentimiento se convierte en algo habitual cada vez que nos decidamos por algo, acabará afectando negativamente a nuestra autoestima y a nuestro estado de ánimo.
  • FOMO. Vemos la relación entre el FOMO («Fear of Missing Out») o miedo a perderse algo importante y la paradoja de la elección en las redes sociales. El hecho de que en ellas se muestren constantemente las opciones y experiencias de los demás, contribuye a que uno reste importancia a lo que ha elegido hacer y sienta que está perdiéndose algo mejor. Del mismo modo, cuando utilizo, por ejemplo, alguna aplicación de citas no seré capaz de crear vínculos con nadie al pensar en todo el abanico de posibilidades que tengo ante mis ojos y que podría estar perdiéndome. Y siempre que exista la posibilidad de llegar a algo más serio con alguien me invadirá el miedo a estar equivocándome.
    (En este blog puedes leer el artículo “FOMO (I): Qué es y cómo saber si me está amargando la vida”)
  • Parálisis. Otro consecuencia de tener demasiadas opciones es que nos abrumamos tanto que acabamos ‘congelándonos’ y sin tomar ninguna decisión. Algunos estudios han mostrado como, al sobrecargar el cerebro con demasiadas opciones, se reduce la eficiencia en la toma de decisiones, lo que puede resultar en la incapacidad de decidir y en una mayor insatisfacción.
La paradoja de la elección está relacionada con el uso de las aplicaciones de citas.

Imagen de Freepik.

Maximizadores y satisfactores

La paradoja de la elección no nos afecta a todos por igual. Barry Schwartz diferencia entre «maximizadores» y «satisfactores», términos que tomó prestados de Herbert A. Simon, científico social y premio Nobel que en la década de los 50 del siglo pasado se dedicó a analizar los procesos de toma de decisión.

Los maximizadores buscan hacer la mejor elección posible evaluando exhaustivamente todas las opciones disponibles antes de elegir. Se esfuerzan por encontrar la opción óptima que maximice sus beneficios y les produzca la mayor satisfacción. Se caracterizan por:

  • Exhaustiva búsqueda de información: Son muy rigurosos investigando todas las alternativas disponibles.
  • Evaluación minuciosa: Comparan meticulosamente las características, pros y contras de cada opción.
  • Perfeccionismo: No les basta una opción que sea adecuada. Buscan la opción perfecta.
  • Tendencia al arrepentimiento: Una vez se han decidido por una opción, les preocupa la posibilidad de que alguna de las que rechazaron fuese mejor.

Un maximizador que quiera comprar un coche, por ejemplo, pasará semanas o meses investigando diferentes modelos, leyendo reseñas, probando varios vehículos y comparando precios antes de tomar una decisión.

Los satisfactores, por su parte, buscan una opción que sea lo suficientemente buena para sus necesidades y que cumpla con sus criterios y expectativas mínimas, sin preocuparse si es la opción óptima. Es decir, eligen haya o no mejores alternativas. Sus características:

  • Criterios claros: Tienen una lista de criterios que deben cumplirse para considerar una opción aceptable.
  • Búsqueda razonable de información: Investigan lo suficiente para encontrar una opción que cumpla con sus estándares, pero no buscan exhaustivamente.
  • Rapidez en la decisión: Tienden a decidirse más rápidamente porque no se obsesionan con cada detalle.
  • Satisfacción: Generalmente, están más satisfechos con sus decisiones, ya que sus expectativas son más manejables.

Siguiendo el mismo ejemplo del coche, un satisfactor podría identificar algunas características clave que para él son necesarias (consumo, precio, espacio interior…) y elegir el primer modelo que cumpla con estos criterios, sin revisar minuciosamente todas las opciones disponibles.

Obviamente, los maximizadores van a tener más ‘papeletas’ para caer en la paradoja de la elección y que la gran cantidad de opciones disponibles les abrume y se sientan menos satisfechos con sus decisiones al pensar que podrían haber elegido mejor. Los satisfactores, en cambio, al establecer criterios claros y conformarse con una opción que sea suficientemente buena, evitarán la parálisis por análisis y experimentarán menos arrepentimiento y estrés.

Asimismo, los primeros tendrán más probabilidades de que su salud mental se vea afectada. Precisamente la presión que se ponen ellos mismos para encontrar esa opción perfecta es la que les lleva a experimentar altos niveles de ansiedad.

Paradoja de la elección.

Foto de Anastasya Badun en Unsplash.

¿Es posible librarse de los efectos de la paradoja de la elección?

A continuación, te doy algunas pautas que pueden ayudarte a reducir la sensación de sobrecarga y mejorar tu satisfacción con las decisiones que tomes:

  • Establece criterios claros y define prioridades. Antes de enfrentarte a una decisión, identifica los criterios que te parecen más importantes y céntrate en ellos. Si vas a comprar un coche, decide de antemano qué características son imprescindibles (la eficiencia del combustible, el precio, la seguridad) y enfócate en esos aspectos.
  • Limita las opciones. Reduce la cantidad de alternativas a un número que puedas manejar sin excesivo esfuerzo mental. En lugar de revisar 50 modelos de teléfonos móviles, selecciona los 5 que mejor se ajusten a tus criterios principales y compáralos. Si compras online, puede ayudarte utilizar los filtros de búsqueda para acotar opciones según tus preferencias. Una vez que hayas acotado las alternativas, también puede ayudarte escribir una lista de pros y contras para cada una de las alternativas.
  • Satisfacer en lugar de maximizar. Adopta mentalidad de satisfactor y, en vez de agotar toda tu energía en dar mil vueltas para encontrar la opción perfecta y así no tener remordimientos después, acostúmbrate a decidirte por una alternativa lo suficientemente buena. En lugar de intentar encontrar el restaurante perfecto, elige uno que cumpla con tus criterios básicos y disfrútalo.
  • Divide y vencerás. Desglosa la decisión en etapas que te resulten más manejables. Si estás planeando unas vacaciones, primero decide el destino, luego el alojamiento, y finalmente las actividades a realizar.
  • Consulta e infórmate. Pedir recomendaciones a amigos, familiares o expertos puede ayudarte a reducir las opciones y a obtener perspectivas valiosas en las que no habías reparado.
  • Fíjate plazos. Establecer un tiempo límite para tomar una decisión te ayudará a evitar la parálisis por análisis.
  • Aprende a vivir con la incertidumbre. Acepta que la incertidumbre es una parte inevitable de la toma de decisiones, que no se pueden controlar cada variable y que no puedes predecir todos los resultados posibles. Piensa que, si las diferencias entre tus dos o tres opciones finales son tan pequeñas que te cuesta decirte por una, lo más seguro es que las diferencias entre sus resultados o consecuencias también serán insignificantes. Así que tampoco merecerá la pena invertir tanto tiempo y energía en seguir analizándolas indefinidamente.
  • Practica la autocompasión y acepta que la perfección no existe. No somos perfectos y, por tanto, nuestras decisiones tampoco, ya que siempre habrá pros y contras. Permítete cometer errores sin machacarte. Si después de un buen rato revisando la carta de un restaurante, eliges un plato que no resulta ser de tu agrado, recuérdate que no pasa nada y que la próxima vez podrás probar algo diferente.
  • Entrena tu tolerancia a la frustración. Elegir implica enfrentarnos a la frustración, bien porque lo que escogimos no cumple todas las expectativas que habíamos puesto en ello o porque empezamos a dar vueltas a la duda de si nos habremos equivocado en nuestra elección. Al fin y al cabo, tomes la decisión que tomes nunca podrás saber qué habría pasado si hubieses escogido otra opción.
  • Reflexiona y aprende. Revisa tus decisiones pasadas para identificar patrones y mejorar las que tomes en el futuro.

Y si, pese a todo, tener demasiadas opciones a la hora de elegir afecta a tu bienestar hasta el punto de angustiarte o, incluso, paralizarte, no dudes en buscar ayuda profesional. (Si lo deseas, puedes ponerte en contacto conmigo y te acompañaré en tu proceso)

«Aprender a elegir es difícil. Aprender a elegir bien es más difícil. Y aprender a elegir bien en un mundo de posibilidades ilimitadas es aún más difícil, quizá demasiado». (Barry Schwartz, psicólogo estadounidense)

Referencias bibliográficas

Reutskaja, E., Lindner, A., Nagel, R. & al. (2018). Choice overload reduces neural signatures of choice set value in dorsal striatum and anterior cingulate cortex. Nature Human Behaviour, 2, 925–935.

Schwartz, B. (2004). The Paradox of Choice: Why More Is Less, New York: HarperCollins.

10 lecciones que podemos aprender de los fracasos

10 lecciones que podemos aprender de los fracasos

10 lecciones que podemos aprender de los fracasos 1500 1001 BELÉN PICADO

¿Quién no ha sentido el sabor amargo del fracaso? ¿Quién no ha caído en el mismo error no una, sino varias veces? Todos hemos fallado o nos hemos sentido vencidos en algún momento de la vida, pero también hemos acertado y logrado éxitos que nos han hecho sentir orgullosos. En realidad, éxito y fracaso son dos caras de la misma moneda y ninguno por sí mismo nos define como personas. Fracasar o equivocarnos no nos convierte en peores seres humanos, de mismo modo que conseguir lo que nos proponemos no nos hace mejores. Sin embargo, aprender de los fracasos e interiorizar las lecciones que estos nos dejan, sí puede convertirnos en personas más resilientes, empáticas y con mayor tolerancia a la frustración.

Lo importante no es tropezarse, sino prestar atención a lo que puede enseñarnos ese tropiezo. Porque debajo del envoltorio del fracaso están algunas de las mayores lecciones que la vida puede traernos.

Aunque a menudo percibimos el fracaso como una debilidad, lo cierto es que el éxito rara vez llega sin ir precedido o acompañado de decepciones y frustraciones. Seguro que os suenan los nombres de J. K. Rowling, Thomas Edison, Walt Disney y un largo etcétera. Sin las adversidades a las que tuvieron que hacer frente y sin esos fracasos que les llevaron a reflexionar sobre sus fallos, posiblemente ninguno habría llegado hasta donde llegó.

Aprender, aprender y aprender

Una de las formas que tenemos de aprender es por ensayo y error. Cuando intentamos hacer algo, unas veces acertamos y otras no. Así de sencillo. Así que equivocarse o fallar es parte del proceso. Nunca habríamos conseguido andar si antes no nos hubiésemos caído unas cuantas veces y, después de algún que otro lloro, no nos hubiésemos levantado para volverlo a intentar hasta aprender no solo a caminar, sino también a correr.

Es más, cuanto antes fracasemos más aprenderemos. Según las conclusiones de un experimento realizado en la universidad estadounidense Johns Hopkins, cada vez que cometemos un error se crean conexiones neuronales en nuestro cerebro que nos ayudan a aprender más rápido. Según las conclusiones a las que llegaron los autores de esta investigación, cuando hacemos cosas nuevas se activan dos circuitos. Mientras uno incorpora las nuevas habilidades, el otro procesa las equivocaciones, detectando los fallos entre lo deseado y lo que realmente sucede y memorizándolos para utilizarlos en un futuro. Y es este último circuito el que, curiosamente, nos permite aprender más rápido.

Por poco que nos gusten, los fracasos son parte inseparable del aprendizaje y, si queremos avanzar, no debemos intentar escapar de ellos. Como dice la psiquiatra Anabel Gonzalez en su libro Lo bueno de tener un mal día, «solo podemos aspirar a cometer errores cada vez de mejor calidad». Y nos invita a preguntarnos: «¿Qué aprendimos de ese error? ¿Ha mejorado desde entonces nuestro modo de hacer las cosas? ¿Nos relacionamos mejor con los demás? ¿Estamos mejor con nosotros mismos?».

Anabel advierte, además, del riesgo que supone no mirar frente a frente a nuestros errores y fracasos: «Si no los tomamos como maestros, puede que no aprendamos nada, o que hayamos aprendido la lección al revés. Por ejemplo, si confiamos en una persona y esta acaba traicionando nuestra confianza, la lección es que es importante dar un tiempo a la gente para ver cómo responde antes de confiar plenamente y que debemos ajustar nuestras expectativas. Sin embargo, la misma situación puede llevarnos a no permitirnos nunca más confiar en nadie, a no compartir nuestra intimidad y, con ello, a perdernos una de las cosas que hacen que la vida valga la pena».

Todos podemos aprender de los fracasos.

Foto de Brett Jordan en Unsplash

Qué nos aportan los fracasos

Una vez asumido que no podemos luchar contra el fracaso porque es una parte inherente de la vida y antes o después llamará a nuestra puerta, veamos qué aprendizajes podemos extraer:

1. Resiliencia

Cometer fallos nos ayuda a crecer frente a la adversidad. Cuando no solo nos sobreponemos a los tropiezos que vamos teniendo en la vida, sino que somos capaces de utilizarlos como combustible para salir reforzados y seguir adelante, nuestra resiliencia se fortalece. El fracaso nos confronta con la realidad de que no siempre obtendremos lo que queremos. Nos desafía a encontrar la fuerza interior para recuperarnos, adaptarnos y continuar, incluso cuando las cosas no salen como esperábamos. Cuanto más fracasamos, más resilientes nos volvemos.

Antes de crear su imperio, Walt Disney fue despedido de un periódico por «falta de imaginación» y luego tuvo varios negocios que fracasaron. A pesar de esos múltiples rechazos y de otras dificultades financieras, perseveró y finalmente fundó The Walt Disney Company, que se convirtió en una de las mayores empresas de entretenimiento del mundo.

2. Autoconocimiento

Experimentar el fracaso nos ayuda a conocernos mejor a nosotros mismos. Nos permite identificar nuestras fortalezas y debilidades, así como analizar nuestras decisiones y comportamientos. Y al comprender mejor quiénes somos y qué nos impulsa o qué es importante para nosotros, en el caso de que fallemos o nos equivoquemos será más fácil tomar decisiones conscientes en cuanto al camino a seguir.

Ante un fracaso amoroso puedo apresurarme a buscar otra pareja, decidir quedarme sola eternamente porque siempre me pasa lo mismo… O puedo aprovechar este revés sentimental para conocerme mejor, ver si hay un patrón que repito a la hora de vincularme y reflexionar sobre mis actitudes, comportamientos o estilos de comunicación… De este modo, estaré mucho más preparada para afrontar futuras relaciones.

3. Creatividad

El fracaso estimula la creatividad al obligarnos a buscar soluciones alternativas y pensar de maneras diferentes e innovadoras para superar los obstáculos. La necesidad de encontrar una salida o una solución para un problema nos impulsa a explorar nuevas ideas, enfoques y perspectivas que de otra manera ni siquiera habríamos considerado.

Por ejemplo, son muchos los artistas que, tras un descalabro amoroso o profesional, han canalizado su malestar a través del arte. En 2011, tras una relación amorosa fallida, Adele canalizó su dolor y sufrimiento en su álbum 21, donde se incluyen algunos de sus mayores éxitos, como Rolling in the Deep y Someone Like You.

4. Empatía

Cuando vivimos el fracaso en primera persona, desarrollamos una mayor empatía y podemos llegar a comprender las dificultades y desafíos que enfrentan los demás en sus propias vidas. Nos hacemos más receptivos a las necesidades y sentimientos de otros, lo que, a su vez, contribuye a fortalecer nuestras relaciones y nuestra capacidad para brindar apoyo emocional.

Alguien que ha experimentado uno o varios reveses en su carrera profesional llega a comprender mejor el impacto emocional que esta circunstancia puede tener en otras personas que afrontan circunstancias similares e, incluso, puede utilizar su propia experiencia para ofrecerles apoyo y orientación.

5. Constancia

Una de las mayores enseñanzas que nos dejan los fracasos es la importancia de ser constantes y de mantener la determinación a la hora de ir a por lo que queremos. A lo largo de la vida, vamos dándonos cuenta (o así debería ser) de que el camino hacia nuestros objetivos, lejos de ser lineal, está salpicado de obstáculos y contratiempos. Y es en los momentos en los que las cosas se ponen difíciles cuando la constancia se vuelve esencial para poder seguir adelante.

Un ejemplo de constancia es Thomas Alva Edison, inventor de la bombilla eléctrica. Pese a sus innumerables intentos fallidos, se negó a rendirse y siguió intentándolo una y otra vez hasta lograr su objetivo. Una vez le preguntaron cómo se sentía después de haber fracasado en más de mil intentos y él respondió: «¡No son mil fracasos! ¡He descubierto mil formas de cómo no debe hacerse una bombilla!».

Thomas Alva Edison

Thomas Alva Edison.

6. Humildad

El fracaso nos recuerda que nadie es intocable ni está por encima de los demás. «No os inquietéis por vuestros apuros en matemáticas, que los míos son mucho peores», decía Albert Einstein. Más allá de este toque de humor, el físico nos viene a recordar cómo la humildad es un motor para el saber.

En su libro Las virtudes del fracaso, Charles Pépin recurre al deporte del yudo para proponernos una metáfora preciosa sobre la relación entre fracaso y humildad:

«En el cuerpo a cuerpo, cada contrincante puede tirar al otro al suelo en todo momento. Por eso, los jóvenes yudocas primero aprenden a caer. Es decir, a caer bien: sin crisparse, rodando con flexibilidad y fluidez, acompañando la caída de una especie de asentimiento. Esta bonita manera de irse al suelo simboliza a la perfección la humildad: el adversario le ha puesto una zancadilla que funciona y que lo echa por tierra, a esa «tierra» que es el tatami. Y el judoca lo acepta. Mejor aún: lo utiliza. Porque cada vez que cae aprende un poco más sobre el adversario. Caer es descubrir la eficacia de una de sus llaves. Como ha funcionado esta vez, el yudoca sabe que tendrá ahora que pararla. Cuando el yudoca se levanta está provisto de un conocimiento nuevo. La humildad es inseparable de cualquier aprendizaje».

7. Cambio de perspectiva

«No obtener lo que uno quiere, a veces es un golpe de suerte maravilloso», decía el Dalai Lama. Y es que, a menudo, lo que queremos y lo que necesitamos son dos cosas totalmente distintas. Cuando fracasamos o algo no sale como queremos, nos peleamos con la realidad en vez de asumir que, por mucho que nos empeñemos en cambiarla, la realidad es la que es.

En vez de lamentarnos, podemos preguntarnos si eso que no hemos conseguido era tan importante. Detrás de cada fracaso hay todo un mundo de posibilidades. Solo hay que prestar atención y estar abiertos a lo que pueda venir.

8. Reinventarse

El fracaso puede ser también la ocasión perfecta para reinventarse, para tomar otros caminos que de otra forma no habríamos contemplado.

Antes de empezar a escribir sus libros sobre Harry Potter, J. K. Rowling pasó por un doble fracaso, sentimental y profesional. Abandonada por su marido y despedida de su trabajo, se encontró sin un sueldo y con una hija muy pequeña a su cargo. Hasta ese momento, el trabajo y la familia la habían llevado a silenciar su vocación de escritora. Sin embargo, fue al tocar fondo cuando pudo cambiar su idea sobre el fracaso y empezar a verlo como la oportunidad de dar un giro a su vida.

Y justo el fracaso fue el tema principal del discurso que la escritora dio en 2008 a los alumnos recién graduados de la Universidad de Harvard. Durante su intervención y después de relatar su propia experiencia, Rowling recordó a los estudiantes que los fracasos son tan inevitables como reveladores si somos capaces de mirarlos cara a cara: «Es imposible vivir sin fracasar en algo, a menos que seas tan prudente que no se pueda decir que hayas vivido, y en ese caso fracasas por omisión. Fallar me enseñó cosas sobre mí que no podría haber aprendido de otra manera. Descubrí que tenía una voluntad fuerte, y más disciplina de la que había sospechado. También descubrí que tenía amigos cuyo valor estaba muy por encima del precio de los rubíes».

9. Flexibilidad

A veces no hay nada mejor que algo no salga como queríamos para aprender la importancia de ser flexibles. Y es que tropezar con circunstancias imprevistas nos permite encontrar el modo de ajustamos y adaptarnos a nuevas situaciones.

Teniendo en cuenta que el hecho de que nuestras expectativas no se cumplan y nuestros planes no salgan como esperábamos es mucho más habitual de lo que nos gustaría, se hace más que necesario aprender flexibilidad. Porque es esa capacidad de adaptación la que nos va a permitir ‘surfear’ la incertidumbre, nos va a ayudar a aprovechar al máximo nuestras habilidades y recursos y nos va a descubrir oportunidades allí donde otros solo ven fracasos.

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10. Aprender a soltar

Muchas veces, por muy preparados que estemos, por muy expertos que seamos o por mucho empeño que pongamos, fracasaremos. Y quizás lo intentemos y volvamos a fallar. Y nos tocará comprender y aceptar que en la vida pasan cosas que no controlamos y que no todo sucede según nuestros deseos.

Aprender a soltar también es una de las grandes lecciones que nos deja el fracaso. Además, hacer una pausa mientras vivamos estas situaciones desfavorables nos permitirá analizar y reflexionar sobre lo que ha ocurrido. Si somos capaces de mantener la calma y existe una alternativa será más fácil encontrarla y, si no hay ninguna posibilidad de alcanzar nuestro objetivo, al menos sacaremos un aprendizaje de ello y reforzaremos nuestra capacidad de afrontamiento.

(En este blog puedes leer el artículo «La frustración nos enseña que unas veces se gana… y otras se aprende«)

«Muchos de los fracasos de la vida los experimentan personas que no se dieron cuenta de lo cerca que estaban del éxito cuando se rindieron». (Thomas Alva Edison)

Referencias

Gonzalez, A. (2020). Lo bueno de tener un mal día. Cómo cuidar de nuestras emociones para estar mejor. Barcelona: Planeta.

Herzfeld, D. J., Vaswani, P. A., Marko, M. K., & Shadmehr, R. (2014). A memory of errors in sensorimotor learning. Science, 345(6202), 1349–1353

Pépin, C. (2017). Las virtudes del fracaso. Barcelona: Ariel

Comportamiento pasivo-agresivo: Cómo identificarlo (en ti también)

Comportamiento pasivo-agresivo: Cómo identificarlo (en ti también)

Comportamiento pasivo-agresivo: Cómo identificarlo (en ti también) 2063 1453 BELÉN PICADO

¿Alguna vez tu pareja te ha asegurado que todo estaba bien entre vosotros y que no le pasaba nada, pero sus comentarios sarcásticos te indicaban lo contrario? ¿Tu madre no te reprocha abiertamente que no la visites tanto como le gustaría, pero deja caer frases del tipo «Un día me va a pasar cualquier cosa y nadie se va a enterar»? O, quizás, eres tú quien actúa así… Estas y otras situaciones similares tienen en común un comportamiento pasivo-agresivo que, sin conllevar una violencia directa, puede hacer mucho daño. Se trata de un tipo de agresividad silenciosa, de hostilidad encubierta, que puede afectar muy negativamente a las relaciones interpersonales, ya sea en el ámbito laboral, familiar, de amistad o de pareja.

En general, quienes adoptan estas actitudes suelen tener dificultades para comunicar de forma efectiva sus sentimientos de impotencia, resentimiento o frustración y, en lugar de expresar abiertamente su malestar, recurren a estrategias pasivas e indirectas que lo único que hacen es dificultar la resolución de los problemas y la construcción de vínculos saludables.

La mayoría de nosotros hemos caído en este tipo de conductas en alguna ocasión. Por ejemplo, cuando estamos muy enfadados con un amigo, y, al mismo tiempo, no nos atrevemos a confrontarlo de forma directa por miedo a crear un conflicto que dé al traste con el vínculo que nos une. O cuando en el trabajo empezamos a ‘escaquearnos’ o a ‘olvidamos’ de realizar determinadas tareas para hacer notar nuestro descontento, pero sin arriesgarnos a hablar con nuestro jefe (por si se le ocurre despedirnos). Cuando se trata de episodios puntuales, respuestas como estas son una manera de protegernos o de salir del paso de un conflicto que nos genera temor.

Los problemas llegan cuando estas actitudes dejan de ser esporádicas para convertirse, consciente o inconscientemente, en un patrón persistente que se aplica de forma rígida y ante cualquier situación hasta el punto de no ser capaces de afrontar ningún conflicto de manera clara y directa.

Entre el deseo de agradar y el rechazo a lo que percibo como una exigencia externa

El origen del comportamiento pasivo-agresivo puede estar relacionado con distintas experiencias tempranas, como haber estado expuesto a un estilo de crianza excesivamente rígido, inconsistente o sobreprotector. En ocasiones, surge como una estrategia de afrontamiento aprendida, cuando en la infancia la expresión abierta de la ira estaba prohibida o mal vista. Si he aprendido a esconder y a negar mi enfado, me resultará difícil manejarme en los conflictos y evitaré las confrontaciones directas por miedo al rechazo o a la pérdida de aprobación.

De este modo, cuando estas personas sienten que se les está sometiendo a algún tipo de exigencia externa, se enfrentan a un dilema. Por un lado, están deseando agradar, complacer y ser elogiados por sus acciones. Pero, al mismo tiempo, perciben los requerimientos de los demás como un intento de dominarlas. Desde esta ambivalencia, desarrollarán una actitud cambiante e imprevisible en las relaciones, alternando episodios de auto afirmación e independencia hostil con otros de sumisión y de dependencia absoluta ante el temor de que se rompa el vínculo afectivo.

El comportamiento pasivo-agresivo dificulta las relaciones interpersonales

15 Pistas para identificar un comportamiento pasivo-agresivo

Al tratarse de una hostilidad indirecta y a menudo muy sutil, es normal que haya ocasiones en las que estas conductas lleguen a confundirnos y dudemos de lo que estamos percibiendo. Los personajes que voy a presentaros a continuación ejemplifican algunas de las formas en que se pueden manifestar actitudes y conductas pasivo-agresivas en situaciones cotidianas. De este modo, podréis identificarlas más fácilmente, ya sea en otras personas o en vosotros mismos.

1. Lucía, procrastinadora

Lucía a menudo se muestra cooperativa y acepta realizar tareas para su equipo de trabajo. Sin embargo, a la hora de la verdad siempre encuentra excusas para postergarlas y nunca hace lo que se le ha pedido. Parece muy ocupada en ello, pero la tarea nunca avanza. Y si le preguntan al respecto, responde con evasivas y justificaciones.

La procrastinación intencionada es una forma muy sutil de sabotear. Es decir, posponer o dilatar la ejecución de tareas o responsabilidades, sabiendo que esto puede afectar negativamente a otros o al proyecto en general.

2. Ana, la resentida. «Todos tienen más suerte que yo»

Ana está obsesionado por la aparente falta de justicia del mundo que la rodea. No es capaz de ver que muchas veces su propia actitud le impide conseguir logros significativos en los diferentes ámbitos de su vida. Vive con envidia constante los éxitos de los demás (a quienes, según ella, todo les resulta más fácil). Y, siempre que puede, disfruta socavando la felicidad de aquellos que considera más afortunados, haciéndoles partícipes de lo injusta y mezquina que es la vida.

3. Luis, especialista en echar balones fuera

Experto en eludir situaciones incómodas, Luis no solo niega a menudo lo que ha dicho o hecho, sino que, incluso, se ofende si percibe que los demás dudan de él (aun sabiendo que esas dudas tienen una base sólida). Suele defenderse con frases del tipo «Yo nunca dije eso, lo habrás soñado».

Otra manera en la que personas como Luis echan balones fuera es no asumir su responsabilidad y desviarla en otras direcciones: «Son imaginaciones tuyas, yo no estoy enfadado», «Yo tenía pensado hacerlo, pero ella me dijo que…», «Entendí que ibas a ocuparte tú». Con tal de no hacerse cargo de sus palabras, con su actitud y conducta culparán, de forma más o menos clara, a otros o a las circunstancias.

4. Marta, la pesimista escéptica. «Piensa mal y acertarás»

Escéptica e incapaz de ver el lado positivo de las cosas, Marta vive envuelta por una nube de pesimismo persistente. Su visión negativa del mundo la lleva a reaccionar con sarcasmo y mordacidad ante los «inmerecidos» éxitos de todos los que, en apariencia, tienen más suerte que ella. Desconfía de todo el mundo y está convencida de que las personas, en general, son malas y egoístas. Su lema: «Piensa mal y acertarás».

La actitud distante y huraña de estas personas tiene como principal objetivo provocar malestar en quienes las rodean.

5. Óscar, el oyente hostil

Óscar siempre parece dispuesto a escuchar los problemas de sus amigos. Sin embargo, su atención pronto se convierte en una crítica disfrazada. Aunque sus consejos parecen amables, el tono de sarcasmo y desdén con que los ofrece transmite que no está de acuerdo con las decisiones de quien está depositando su confianza en él.

Debido a esta discordancia entre el lenguaje verbal y el no verbal, es normal que quienes escuchan a alguien como Óscar acaben dudando de lo que están percibiendo. Por ejemplo, hay personas que pueden preguntarte cómo te encuentras o, aparentemente, se muestran interesadas en lo que quieres contarles. Sin embargo, cuando empiezas a hablar, apenas te miran, muestran una actitud desganada o responden con monosílabos. En estas condiciones, es fácil deducir que una buena comunicación es imposible. Cuando ocurre esto se está produciendo una dinámica que se conoce como doble vínculo y que puede provocar una gran inseguridad y confusión.

Comportamiento pasivo-agresivo.

6. Raquel, maestra de la queja y el victimismo

No hay día en que Raquel no se lamente de la poca atención que le prestan su familia, su pareja o sus amigos y se queje de que no la valoran lo suficiente. Sin embargo, si alguien se interesa y le pregunta qué le ocurre su respuesta siempre es la misma: «Estoy bien. No me pasa nada».

Además, por sistema, siempre se posiciona en contra de los deseos y peticiones de los demás. Siempre tiene preparada una objeción para rechazar cualquier alternativa o sugerencia que le ofrezcan. Eso sí, ella tampoco ofrece otras opciones. Esta actitud crea un ambiente negativo a su alrededor y hace que las interacciones con ella resulten frustrantes y agotadoras.

(En este mismo blog puedes leer el artículo «La trampa de victimismo (I): Cómo saber si soy una persona victimista»)

7. Santiago, irritable e impulsivo

Santiago casi siempre está de mal humor y, aunque no suele expresar abiertamente su enfado o disgusto, suele dejarlo patente a través de quejas, protestas o comentarios aparentemente triviales, pero que aterrizan como dardos en quien los recibe. Esta conducta hace que la otra persona se sienta incómoda, frustrada y a disgusto sin saber muy bien por qué.

Es posible que, al principio, personas como Santiago se muestren amables, especialmente si desean conseguir algo. Pero cuando los conocemos de verdad nos damos cuenta de que la mayor parte del tiempo están malhumorados e irascibles por algo que la mayoría de las veces no nos dirán.

8. Germán, el olvidadizo oportuno

Los olvidos son una de las estrategias más utilizadas por personas con un estilo pasivo-agresivo. Para Germán son un modo sutil e indirecto de expresar su descontento, su frustración o, sus necesidades. Por ejemplo, tiene la habilidad de recordar selectivamente compromisos según su nivel de interés. Puede ‘olvidar’ una reunión o evento que no le entusiasma, pero recordará claramente aquellos que considera más importantes o beneficiosos para él.

Lo mismo le ocurre con citas o conversaciones que ha mantenido con personas con quienes está molesto por algún motivo (que en ningún caso abordará de forma directa).

9. Eva: «Ni contigo ni sin ti»

La ambivalencia en las relaciones es una característica del comportamiento pasivo-agresivo que se manifiesta en la dificultad para mantener una posición clara o coherente ante los demás. En el caso de Eva, la necesidad de agradar a su pareja la lleva a posicionarse continuamente en el no conflicto. Como sabe lo que su pareja quiere, ella juega con eso hasta que se cansa o se frustra cuando se da cuenta de que, en realidad, se ha comprometido a hacer, o está haciendo, algo que no quería. Entonces, de repente, le muestra su enfado y su hostilidad, pero no abiertamente, sino a través de estrategias indirectas y más o menos sutiles: deja de hablar, no responde a los mensajes, no cumple algo con lo que se había comprometido…

Estas personas pueden decir a su pareja que la aman profundamente y al poco tiempo se muestran indiferentes o hacen comentarios despectivos que contradicen sus declaraciones anteriores.

También puede suceder que se sientan a gusto cuando les cuidan o cuando otros toman la iniciativa y al poco tiempo, se rebelen porque no quieren ‘perder’ su independencia ni que les den órdenes. Este «Ni contigo ni sin ti»  oculta una dependencia emocional que no son capaces de aceptar.

La ambivalencia en las relaciones es una característica del comportamiento pasivo-agresivo.

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10. Samuel, alérgico a la autoridad

Samuel manifiesta su desprecio a la autoridad de múltiples formas. Una de ellas es hacer lo mínimo que su jefe le pide, como una forma de transmitir que está siguiendo las órdenes solo porque es necesario y no porque valore la autoridad de su superior. Del mismo modo, si se le da un plazo para completar un proyecto, demora intencionadamente la entrega hasta el último momento.

En personas como Samuel suele haber un conflicto interno que no saben cómo afrontar y que los lleva a moverse entre el deseo de obtener las ventajas que puede proporcionarles el acatar las órdenes y el empeño en conservar la autonomía. Primero tratan de mantener la relación siendo pasivos y sumisos, pero en cuanto sienten que están ‘renunciando’ a su autonomía se sublevan contra la autoridad.

11. Sara, madre manipuladora

A las personas pasivo-agresivas les cuesta pedir lo que quieren y recurren a tácticas manipuladoras para satisfacer sus necesidades. Sara, por ejemplo, siempre se ha comunicado con sus hijos desde este rol para conseguir su atención y para que hagan lo que ella quiere sin solicitarlo explícitamente. Por ejemplo, en lugar de pedir a su hijo que la ayude, le dirá: «Seguro que me voy a hacer daño en la espalda, pero no quiero molestarte».

O, sin criticar abiertamente la falta de atención de sus hijos, Sara les hace llegar su enfado y su disgusto lamentándose y dejando caer frases hirientes o, incluso, enviando mensajes contradictorios (te digo que no me pasa nada, pero mi cara y mis gestos dicen todo lo contrario).

(En este mismo blog puedes leer el artículo «Madres narcisistas, sobreprotectoras, ausentes… 25 pistas para identificarlas»)

12. Rocío: pagar la frustración con quien menos lo merece

La incapacidad para mostrar pública y abiertamente su enfado o frustración lleva con frecuencia a Rocío a recurrir a un mecanismo de defensa inconsciente: el desplazamiento. Por ejemplo, un día que recibe una crítica injusta de su jefe en el trabajo, como no se atreve a abordarlo directamente con su superior, opta por no expresar su malestar. Sin embargo, al regresar a casa, desplaza sus emociones negativas hacia su familia mostrándose de mal humor, respondiendo de manera cortante, etc.

El desplazamiento me permite redirigir hacia un objetivo menos amenazante los pensamientos, emociones o impulsos negativos que me despierta alguien con quien no puedo permitirme romper el vínculo. En concreto, desplazo ese resentimiento hacia otras personas o situaciones cotidianas de menor significación emocional o jerárquica.

13. Roberto o la vida en blanco y negro

Para Roberto, no existen los matices. Idealiza a quien admira y desprecia a aquellos que no cumplen con sus expectativas. ‘Poseído’ por esta mentalidad de «todo o nada», si un amigo no le muestra su apoyo incondicional o cuestiona alguna de sus decisiones, puede empezar a verlo como alguien completamente despreciable, sin detenerse a reconocer sus virtudes o a intentar comprender sus motivaciones.

El pensamiento dicotómico, también conocido como pensamiento en blanco y negro o polarizado, se manifiesta en la tendencia a ver las situaciones y a las personas en términos extremos, sin reconocer matices o posiciones intermedias. Esta incapacidad para tolerar la incertidumbre lleva a realizar juicios rápidos y categóricos en los que no hay espacio para la ambigüedad ni para apreciar los matices de las situaciones y las personas.

14. Gustavo, el grosero enmascarado

Algunas personas recurren a insultos muy sutiles para expresar su descontento, su disgusto o sus emociones negativas sin abordar abiertamente el conflicto. Gustavo es experto en disfrazar sus insultos y groserías. Cuando alguien se ofende por sus palabras, él simplemente dice que estaba bromeando o que no era su intención. Algunas de sus especialidades:

  • Cumplidos envenenados. Elogios que envuelven una crítica o una insinuación negativa: «Admiro tu valentía. ¡Yo no me atrevería a salir así a la calle!».
  • Comentarios despectivos disfrazados de bromas. «¡Tu presentación sería perfecta para la hora de la siesta!».
  • Sarcasmo encubierto. «No todo el mundo puede ser tan inteligente como tú».
  • Desvalorización disfrazada de preocupación. «Te convendría bajar de peso» (a alguien que tiene problemas con la aceptación de su cuerpo). Y a continuación, añadir algo como «Solo lo digo por tu bien, porque me preocupa tu salud».
15. David tiene en el silencio su mejor arma

En el catálogo de estrategias para hacer sentir mal a alguien sin recurrir al confrontamiento directo, el silencio es una de las preferidas de David. Cuando está molesto por algo, deja de responder a las llamadas e ignora mensajes y correos electrónicos. Puede pasarse días así y luego actuar como si no hubiera ocurrido nada. En vez de abordar y expresar los motivos de su disgusto o de su enfado recurre al silencio y a la ley del hielo.

Personas como David te ignorarán de un modo más o menos evidente y durante un periodo de tiempo más o menos prolongado. Pueden no darse por aludidas cuando les hablas y luego justificarse diciendo que no te habían escuchado. O, directamente, mirar hacia otro lado cuando te los encuentras y les saludas. Y si les preguntas qué les ocurre, te dirán que no les pasa nada.

Si te has visto reflejado/a en alguna de estas conductas y actitudes, te invito a leer el artículo ¿Te comunicas de modo pasivo-agresivo? Así puedes cambiarlo y mejorar tus relaciones.

El narcisismo sano también existe y es necesario para una adecuada autoestima

El narcisismo sano también existe (y es esencial para tu autoestima)

El narcisismo sano también existe (y es esencial para tu autoestima) 1500 1000 BELÉN PICADO

Seguro que cuando escuchas hablar de narcisismo o de narcisistas automáticamente te viene a la mente la imagen de alguien sin empatía, con aires de grandeza, un deseo permanente de admiración y sin ningún escrúpulo a la hora de manipular a los demás. Sin embargo, también hay un narcisismo sano y adaptativo que es necesario conocer, valorar y cultivar. Es más, todas y todos necesitamos pasar por un proceso de narcisización en nuestra niñez para poder desarrollar una adecuada autoestima.

En realidad, el narcisismo es una característica inherente a la naturaleza humana y estrechamente vinculada a nuestra identidad. Como otras dimensiones de la personalidad, el narcisismo se extiende a lo largo de un continuo. La diferencia entre contar con una buena autoestima y creerse el amo del mundo dependerá básicamente del lugar de ese continuo donde nos coloquemos. En el caso de una persona con un narcisismo sano se situará en la zona media de ese amplio espectro. Es decir, mostrará un autoconcepto positivo y sabrá cómo satisfacer sus propias necesidades, sin perder la capacidad de ser empática con los demás. Así que, ya veis, todo depende de la dosis.

Narcisismo sano y narcisismo patológico

Existen numerosas definiciones de narcisismo, muchas de ellas asociadas a su parte más negativa y patológica. Como mi intención con este artículo es mostrar su lado más saludable, comparto lo que escribe la psicóloga Cristina Rodríguez Cahill en su libro Los desafíos de los trastornos de la personalidad:

«Se concibe el narcisismo como la integración de la experiencia de uno mismo, unido a una autovaloración sana que conlleva el placer de la autoafirmación, una adecuada satisfacción de necesidades, la capacidad para la dependencia madura y el seguimiento de unos valores éticos. Concebimos el narcisismo como el elemento que permite dar solidez a la identidad y sobre el cual se asienta una autoconsideración positiva y realista, experiencia que puede sufrir fluctuaciones a lo largo de la vida en función de los acontecimientos vividos. El narcisismo, por tanto, como fuente organizadora del psiquismo es una fuerza que adquiere un papel relevante en la cohesión y sensación de estabilidad de la identidad, siendo difícil mantener una imagen ajustada de uno mismo sin esta sensación de consistencia interna».

El narcisismo patológico, sin embargo, se caracteriza por una eterna insatisfacción, la necesidad de ser admirado y adulado a todas horas, tener una imagen inflada de uno mismo, manipular para salirse con la suya, etc. Este tipo de personas pueden ser tan encantadoras en público como hostiles en privado con amigos, pareja o familiares.

(En este mismo blog puedes leer el artículo «20 pistas para identificar a un narcisista (y evitar que te manipule)»)

Una dosis adecuada de narcisismo sano ayuda a desarrollar una autoimagen positiva.

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El miedo a sobresalir

A veces, el miedo a convertirse en alguien arrogante y egoísta puede llevar a hacer todo lo posible por no sobresalir, por no llamar la atención. Incluso hay quien tiene tanto miedo a verse y ser visto como narcisista, que se machaca si se le escapa una sonrisa de orgullo o satisfacción por algún logro conseguido o quien cree ser lo peor si se atreve a reconocer que algo se le da muy bien o si en un momento determinado llega a anteponer sus necesidades a los deseos de los demás.

Esta actitud, conocida también como comportamiento ecoísta, puede deberse a varias razones. Un progenitor extremadamente narcisista, por ejemplo, puede exigir toda la atención de su hijo, sin dejarle espacio para ‘recrearse’ en sí mismo. Es el caso de Sara. Cuando era niña creía que su madre lo sabía todo y era perfecta. A medida que fue creciendo, aprendió que, para obtener la atención y la aprobación materna, tenía que reforzar la creencia de su madre en su propia perfección. Porque si Sara intentaba hacer valer sus propias necesidades, solo recibía frialdad y desprecio.

Otro motivo por el que hay quienes nunca desarrollan un narcisismo sano es el temor a que los demás los envidien. Cuando un niño aprende que será castigado o tratado de forma hostil si sobresale, esconderá o disminuirá su excelencia, tal vez incluso ocultándosela a sí mismo.

Muchos de estos temores en realidad son ‘mandatos’ tácitos que se van transmitiendo en una misma familia de generación en generación.

En cualquiera de estos casos y aunque nos hayan hecho creer lo contrario, es importante recordar siempre que reconocer nuestra valía y nuestros logros no es negativo ni egoísta, sino algo natural y necesario.

(En este blog puedes leer el artículo «Ecoísmo o la cara opuesta del narcisismo: Existir sin que se note»)

El proceso de narcisización en el niño

El proceso de narcisización, o narcisización primaria, es una parte fundamental del desarrollo psicológico en la infancia. A medida que el niño crece, va aprendiendo a distinguir su propio yo del mundo exterior, a formarse una imagen de sí mismo y, en consecuencia, a desarrollar su identidad. Un camino en el que, si todo va bien, se alcanzará un equilibrio entre el amor hacia uno mismo y la empatía hacia los demás.

Al principio y durante los primeros meses de vida, el mundo del bebé gira en torno a sí mismo, no hay una percepción clara de los demás como entidades separadas. Pero, poco a poco, y a través de la interacción con sus figuras de apego, comenzará a percibir su propia imagen como alguien separado de los otros.

En esa interacción con los cuidadores cobra una especial importancia la respuesta de estos y, especialmente, la de la figura de apego principal, que, no solo a través de la voz sino también con el tacto y el contacto físico, transmitirá al niño que está bien como es y que se le quiere incondicionalmente. Por ejemplo, cuando un bebé empieza a dar sus primeros pasos y sus padres lo aplauden o lo elogian, están narcisizando ese acto, están dando valor a lo que hace su hijo. De este modo, si el pequeñín recibe amor, atención y una base segura podrá desarrollar una autoimagen saludable, una autoestima positiva y, por tanto, mostrará un narcisismo sano y adaptativo.

Pero, a veces, este proceso de narcisización fracasa. Puede ser porque el niño no recibe una retroalimentación suficientemente positiva o crece en un entorno negligente y abusivo. Si recibo críticas constantes, si cuando hablo papá y mamá me ridiculizan, me hacen sentir que estoy haciendo algo mal o, directamente, me ignoran, sentiré que hay algo malo en mí.

O bien, el fracaso puede ser por todo lo contrario. Porque ha habido demasiada sobreprotección y se ha caído en una excesiva e irreal valoración del niño.

¿Qué pasa cuando el proceso de narcisización fracasa?

A menudo, cuando no ha habido una adecuada narcisización, se tratará de rellenar el vacío que queda buscando en otros la mirada y el reconocimiento que no se obtuvieron de los cuidadores. Esto es lo que vemos, por ejemplo, en numerosos realities o en todas esas personas que buscan a través de las redes sociales la mirada y el aplauso como un modo de compensar ese déficit.

Según el psicoanalista Hugo Bleichmar, dependiendo del tipo de fallo que se haya dado en el proceso de narcisización van a desarrollarse diferentes mecanismos que obstaculizarán el desarrollo de un narcisismo sano.

1. Personas con hipernarcisización primaria

Estas personas realmente se sienten grandiosas y mejores que los demás porque en su infancia su necesidad de afirmación se alimentó en exceso. Se llega a este punto cuando el niño recibe constantes elogios de sus figuras de apego que le hacen creer que es mejor que el resto y que, por lo tanto, también merece más. El resultado es el desarrollo de una imagen excesivamente grandiosa de sí mismo.

Por lo general, el ambiente familiar en la infancia de estas personas fue extremadamente indulgente y permisivo. O también pudo ser altamente competitivo, de modo que el niño era valorado más por sus logros que por él mismo, como si fuera un trofeo para sus padres. Igualmente, la falta de límites y de regulación emocional favorecerá que un niño desarrolle una autoimagen exagerada y un excesivo sentido de superioridad.

2. Personas con déficit primario de narcisización no compensado

Hay casos en los que se ha crecido en un entorno familiar donde hubo mucha desvalorización, críticas excesivas, inseguridad, humillaciones, negligencia o, incluso, abuso. También es posible que las figuras de apego no mostrasen una imagen suficientemente positiva en la que la persona pudiera verse reflejada (los niños necesitan idealizar a sus figuras de apego, tener una imagen con la que identificarse). También puede ocurrir que se hayan vivido ciertas circunstancias desfavorables (físicas, psicológicas, sociales) que generaron un fuerte sentimiento de inferioridad.

Debido a alguno de estos factores, o a la combinación de varios, estas personas no solo no han podido construir un narcisismo sano, sino que tampoco han sido capaces de compensar su carencia.

3. Personas con hipernarcisización secundaria compensatoria

Como en el anterior caso, es muy probable que aquí el ambiente familiar también fuese desvalorizador, negligente y abusivo. Sin embargo, estas personas sí van a compensar su déficit de narcisización primaria. Intentarán camuflar su inseguridad inflando su autoestima y construyéndose un yo grandioso y defensivo. Tratarán de ocultar por todos los medios, a veces incluso a si mismos, que tras la máscara de superioridad que exhiben se esconde un enorme complejo de inferioridad.

¿Cómo sé que lo mío es narcisismo sano?

Por último, veamos algunas pistas que nos indican si estamos colocados en un buen lugar dentro del continuo del narcisismo:

  • Tengo una autoimagen positiva, sin necesidad de devaluar la de los demás.
  • Puedo establecer límites saludables y claros.
  • Considero que tengo una buena autoestima y también tengo confianza en mí mismo, en mí misma, sin que eso me lleve a creer que estoy por encima del resto de los mortales.
Un narcisismo sano es necesario para una adecuada autoestima

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  • Conozco mis talentos y cualidades positivas y los valoro. Sé que hay cosas que las hago mejor que otras personas, pero también soy capaz de reconocer y valorar cuándo alguien es mejor que yo en otras. O cuando algo no me sale tan bien como esperaba.
  • Defiendo mis ideas y mis valores expresándome de una manera asertiva y escuchando y respetando lo que el otro tiene que decir, incluidas opiniones que no comparto o que son totalmente opuestas a las mías. Además, no tengo problema en reconocer mis errores cuando me equivoco.
  • Me siento satisfecha y orgullosa de mis logros. Sin embargo, no los utilizo para ponerme por encima de los demás ni tampoco menosprecio lo que consiguen otros.
  • Agradezco sinceramente que alguien me felicite o me haga un cumplido, sin tener que buscar esa validación de forma obsesiva y constante.
  • Soy capaz de expresar y satisfacer mis necesidades en una relación. Pero también tengo en cuenta los sentimientos o las necesidades de la otra persona y no recurro a la manipulación para salirme con la mía.
Referencias

Bleichmar, H. (1997). Avances en psicoterapia psicoanalítica: hacia una técnica de intervenciones específicas. Barcelona: Paidós.

Freud, S. (2006). Introducción al narcisismo. En S. Freud, Obras completas, III. pp.: 2017-2033. Barcelona: RBA. Biblioteca de Psicoanálisis (original de 1914).

Rodríquez, C. (2016). Los desafíos de los trastornos de la personalidad: la salud mental al límite. Madrid: Editorial Grupo 5

Caso Daniel Sancho: ¿Qué empuja a una persona a matar?

Caso Daniel Sancho: ¿Qué empuja a una persona a matar?

Caso Daniel Sancho: ¿Qué empuja a una persona a matar? 1600 900 BELÉN PICADO

Quitar la vida a otro ser humano es uno de los actos más extremos y perturbadores que puede llevar a cabo una persona. Semanas después de que Daniel Sancho confesase haber matado y descuartizado al cirujano Edwin Arrieta, mucha gente sigue preguntándose qué se le pudo pasar por la cabeza. Joven, guapo, hijo de uno de los actores más reconocidos y admirados de nuestro país, sin grandes problemas económicos (al menos aparentemente), educado en buenos colegios… Cuando alguien de estas características y tan alejado del perfil de asesino que suele aparecer en las noticias de sucesos comete un crimen así, es inevitable preguntarse: ¿Cualquiera puede matar en un momento dado y en determinadas circunstancias? ¿Qué puede llevar a alguien a cruzar esa línea y quitar la vida a otra persona?

En realidad, no existe una única respuesta que explique completamente por qué una persona llega a matar. Más bien, alcanzar ese extremo es producto de una interacción compleja de factores biológicos, psicológicos, sociales y ambientales que interactúan de manera única en cada individuo.

«El hombre es un lobo para el hombre»

Cuando Thomas Hobbes decía que «el hombre es un lobo para el hombre» algo de razón tenía. Los hombres se han matado entre sí desde la Prehistoria llevados por motivos muy variados: celos, venganza, defensa del territorio o del grupo, obtención de recursos, miedo… De hecho, el primer asesinato documentado de la historia tuvo lugar en Atapuerca hace nada menos que 430.000 años.

Así que, sí, los seres humanos matan y han matado a otros congéneres en cualquier cultura, en cualquier tiempo y en cualquier lugar del planeta.

Sobre la capacidad del ser humano para hacer daño, habla la psicóloga Julia Shaw en una entrevista para BBC Mundo: «Todos debemos asumir que somos capaces de causar un gran daño a los demás. Y cuando comencemos a comprender lo que nos puede conducir por caminos oscuros, podemos comenzar a entender por qué otros los han elegido».

Y para refrendar esta afirmación, Shaw remite a un estudio sobre el que habla en su libro Hacer el mal. En dicha investigación, la mayoría de los participantes admitieron haber fantaseado con matar a otras personas, incluidos conocidos y seres queridos: «Estos pensamientos son normales. Por suerte, llevarlos a la realidad no lo es. Vemos a menudo que quienes acaban cometiendo asesinatos no fantasearon con eso como hacen los malos de las películas; en cambio, con frecuencia es el resultado de una pelea que va demasiado lejos o de los celos. La mayoría de las veces, el asesinato no es el resultado de la planificación meticulosa de un sádico o psicópata, es mucho más probable que sea una mala decisión de la que la persona se arrepiente inmediatamente y que la persigue para el resto de su vida».

La agresividad es innata, la violencia se aprende

Llegados a este punto, es fácil concluir que cualquiera tiene la capacidad de acabar con la vida de otra persona, lo que no significa que todos y todas vayamos a convertirnos en asesinos. O, dicho de otro modo, la agresividad es innata y forma parte de nuestra naturaleza; la violencia, sin embargo, se aprende.

Según asegura José Sanmartín en La mente de los violentos, los seres humanos tenemos la exclusiva de la violencia: «La agresividad es común al lobo y al humano. La violencia, no. La violencia depende íntimamente de lo aprendido a lo largo de la historia personal de cada uno. Según sea lo aprendido, se actuará en el campo agresivo. Si se ha aprendido que la vida del otro no vale nada, no será difícil saltar por encima de ese mandamiento impreso por la evolución de nuestra naturaleza que nos ordena no matar a un miembro de nuestra misma especie. La violencia, en definitiva, es una resultante de la incidencia de la cultura sobre la biología. Somos agresivos por naturaleza, pero violentos por cultura».

Duelo a garrotazos, Francisco de Goya

Duelo a garrotazos, Francisco de Goya.

¿Qué factores pueden influir en una persona para recurrir a la violencia más extrema? 

Si bien cada caso es único y no hay un perfil psicológico universal que pueda aplicarse a todas las personas que cometen un asesinato, sí existen ciertos patrones y aspectos psicológicos genéricos que podrían influir en este tipo de comportamiento. Vamos a ver algunos:

1. Trastornos mentales

Es importante señalar que la gran mayoría de las personas con trastornos mentales no son violentas y que la presencia de una enfermedad mental no es un predictor confiable de comportamiento violento. Dicho esto, sí es cierto que hay ciertas psicopatologías que pueden estar asociadas con un mayor riesgo de violencia en circunstancias específicas, ya que pueden alterar el juicio, la percepción de la realidad, la toma de decisiones o dar lugar a respuestas desproporcionadas a la situación. Es el caso de abuso de sustancias, la esquizofrenia, el trastorno de personalidad antisocial o el trastorno bipolar, entre otros. Sin embargo, a menudo son solo un elemento añadido a una compleja interacción entre múltiples factores.

En el caso de la psicopatía, el hecho de que una persona tenga rasgos psicopáticos (falta de empatía, manipulación, falta de remordimiento, comportamiento antisocial) no significa necesariamente que tenga un trastorno de la personalidad.

Igualmente, el que alguien que acaba de cometer un asesinato se muestre tranquilo, desconectado emocionalmente y sin aparentes signos de remordimiento o arrepentimiento, como le ocurrió a Daniel Sancho, no significa necesariamente y en todos los casos que sea un psicópata. Otra posible explicación estaría en que es posible que su sistema interno haya puesto en marcha un mecanismo de defensa denominado disociación mediante el cual una persona desconecta su experiencia emocional y cognitiva de su conciencia y de lo que está viviendo.

En esencia, la disociación actúa como una especie de «apagado» emocional que permite afrontar circunstancias difíciles sin sentirse completamente abrumada por ellas. Esta desconexión puede reflejarse a través de síntomas como despersonalización, desrealización o amnesia disociativa.

(Si te interesa, puedes leer en este mismo blog el artículo Desrealización: Cuando tienes la sensación de estar viviendo en un sueño)

2. Desensibilización

La exposición constante a la violencia, ya sea en la vida real o a través de los medios de comunicación, y la normalización de ciertas conductas en la sociedad puede conducir a una pérdida gradual de la sensibilidad emocional hacia el sufrimiento de los demás. De este modo, lo que una vez fue inadmisible acaba volviéndose tolerable y aceptable. Si, además, ya se han protagonizado previamente episodios de agresividad o violencia, la escalada será más acusada y la desensibilización, aún mayor.

3. Ver al otro como causa de un daño, amenaza u obstáculo

Uno de los factores que pueden llevar a alguien a perpetrar actos de violencia extrema como el asesinato es ver a la otra persona como causante de un daño, una amenaza a la propia integridad o a la del círculo más cercano, o como un obstáculo para alcanzar ciertos objetivos. Desde esta perspectiva, es posible que se acaben interpretando las acciones o las palabras del otro como amenazantes o perjudiciales para los propios intereses, bienestar o seguridad.

Se trata de una percepción distorsionada en la que pueden influir desde experiencias previas a prejuicios, estereotipos y otros factores que afectan la manera en que interpretamos las intenciones de los demás. También las emociones. La sensación de que alguien supone una amenaza para mí o los míos puede generarme emociones muy intensas (miedo, ira, frustración) y acabar afectando negativamente a mi toma de decisiones y a mi control de impulsos. Esto, a su vez, interferirá con mi capacidad de considerar las consecuencias a largo plazo de mis actos y aumentará la probabilidad de una respuesta impulsiva o agresiva.

En el caso de Daniel Sancho, esta percepción podría haberle llevado a concluir que matar a Edwin Arrieta era la única manera de solucionar un problema que le tenía angustiado. Él mismo declaró a un programa de televisión: «Edwin me amenazaba a mí y a toda mi familia. Si no hacía lo que pedía… Me decía que ya sabía lo que era Colombia y lo que un hombre con 100 millones de dólares era capaz de hacer».

Caso Daniel Sancho: ¿Qué empuja a una persona a matar?

Daniel Sancho

4. Historia personal

Experiencias traumáticas, negligencia en la crianza, abuso en la infancia (físico, psicológico o sexual) o eventos percibidos como estresantes pueden afectar profundamente la forma en que las personas manejan sus emociones y responden a situaciones extremas e influir en su predisposición a la violencia. Del mismo modo, los traumas no resueltos pueden contribuir a reducir la capacidad de una persona para manejar de manera adaptativa situaciones difíciles.

La acumulación de episodios de comportamiento agresivo a lo largo del tiempo también podría contribuir a una desensibilización y minimización de la gravedad de determinadas acciones, facilitando que se produzca una escalada en la violencia. Muchas veces, la progresión es gradual y comienza con pequeños incidentes que, si no se abordan adecuadamente, podrían ir intensificándose hasta llegar a una situación irreversible.

Por supuesto, la historia personal no determina automática y necesariamente la propensión a la violencia. Aunque las experiencias pasadas pueden afectar profundamente a la persona, no constituyen una sentencia definitiva.

5. Situaciones de estrés, desesperación y angustia extremos

En situaciones de ira, miedo extremo o desesperación, las personas pueden actuar impulsivamente. La sensación de estar atrapado en una situación sin salida y la percepción de no tener otras opciones pueden llevar a soluciones desesperadas y a cometer actos violentos que en otras circunstancias no se plantearían.

A menudo, un homicidio acaba siendo el resultado de una serie de eventos y tensiones acumulados que el individuo no sabe afrontar. Disputas y conflictos interpersonales, problemas financieros, rupturas amorosas, abuso de sustancias u otras circunstancias que causen un nivel extremo de estrés y desesperación pueden llevar a un punto crítico.

En el caso de Daniel Sancho es posible que la idea de terminar con la relación que mantenía con su víctima acabase convirtiéndose en una obsesión constante. Los pensamientos rumiativos y repetitivos acerca de la situación podrían haber amplificado su estrés y ansiedad contribuyendo a la creencia de que el asesinato era la única solución.

6. Problemas de control de la ira y baja tolerancia a la frustración

La impulsividad, la falta de habilidades para manejar las emociones o un historial de ira incontrolada, resentimiento y hostilidad puede aumentar la probabilidad de que alguien recurra a la violencia en situaciones de conflicto o cuando se enfrente a desafíos que excedan sus estrategias de afrontamiento.

Daniel Sancho quería casarse con otra persona que no era Edwin y no supo canalizar la frustración que le suponía el hecho de que este se negase a terminar la relación. Al final recurrió a una forma extrema y desadaptativa de liberar la frustración y la rabia, sin pararse a pensar en las consecuencias.

Antes, su falta de habilidades para lidiar con la frustración y controlar su ira ya había provocado varios encontronazos con la justicia.

7. Pocas habilidades en resolución de conflictos

La incapacidad para manejar situaciones difíciles o comunicarse y negociar de manera constructiva y asertiva puede conducir a situaciones extremas. Hay personas que carecen de habilidades adecuadas para resolver conflictos de modo pacífico y tienden a recurrir a la violencia como única solución a sus problemas.

¿Qué empuja a una persona a matar?

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8. Falta de empatía

La empatía y la compasión actúan como «freno» frente a la posibilidad de llevar a cabo un acto violento. A partir de ahí, es lógico inferir que si alguien carece de habilidades empáticas, tiene dificultades para conectarse emocionalmente con los demás y muestra una conciencia moral reducida será más propenso a recurrir a la violencia como forma de resolver problemas o descargar frustraciones. Al no conectar emocionalmente con la víctima y no comprender sus sentimientos es más fácil minimizar su sufrimiento.

9. Narcisismo

Creerse más listo que nadie, falta de empatía, aires de grandeza, necesidad constante de admiración y atención o echar siempre la culpa al otro son solo algunas manifestaciones del narcisismo. Obviamente, estas características no indican que alguien sea capaz de cometer un crimen. Sin embargo, ciertos aspectos de este rasgo pueden influir en la inclinación hacia actos violentos.

Además de caracterizarse por su falta de empatía, de la que hablaba en el anterior apartado, los sujetos que presentan un alto grado de narcisismo son especialmente sensibles a las críticas y a la percepción de ser menospreciados. Si sienten que su autoimagen está siendo amenazada, pueden reaccionar con ira o violencia como forma de defender su autoestima.

Igualmente, necesitan tener el control de todo. Un control rígido que aplican sobre su entorno y las personas que le rodean. Y si sienten que lo están perdiendo o que alguien está desafiando su autoridad, podrían recurrir a la agresión como una manera de restablecer su dominio o su autoridad.

Algo parecido ocurre con su deseo de dominación. Su necesidad de sentirse superiores y poderosos puede manifestarse en comportamientos violentos, incluido el asesinato, como un medio de imponer su supremacía y demostrar su poder.

10. Disonancia cognitiva

La teoría de la disonancia cognitiva, desarrollada por el psicólogo Leon Festinger, explora la incomodidad emocional y mental que uno siente cuando tiene creencias, actitudes o comportamientos que son discrepantes entre sí. En el contexto de un crimen, este concepto puede desempeñar un papel importante en la forma en que el perpetrador afronta y justifica su acción.

Teniendo en cuenta que un asesinato es un acto extremadamente grave y en conflicto con las normas sociales y morales que predominan en la sociedad, así como con los valores y principios de la mayoría de las personas, es normal que quien llegue a este extremo experimente una intensa disonancia cognitiva entre lo que ha hecho y su comprensión interna de lo que es correcto. Una posibilidad para reducirla es recurrir a la justificación, racionalizando y alegando que tenía razones válidas para hacer lo que hizo. Esta tendencia a justificarse, además, será mayor cuanto más irreversible sea la acción llevada a cabo.

Otro mecanismo para reducir la disonancia cognitiva es el sumergirse en el autoengaño. ¿Cómo? Distorsionando la realidad, omitiendo detalles incriminatorios o creando una narrativa que permita mantener una imagen positiva de uno mismo a pesar de las propias acciones.

Referencias bibliográficas

Sala, N., Arsuaga, J. L., Pantoja-Pérez, A., Pablos, A., Martínez, I., Quam, R. M., Gómez-Olivencia, A., Bermúdez de Castro, J. M., & Carbonell, E. (2015). Lethal Interpersonal Violence in the Middle Pleistocene. PLoS ONE 10(5)

Sanmartín, J. (2002). La mente de los violentos. Barcelona: Ariel

Shaw, J. (2019) Hacer el mal. Un estudio sobre nuestra infinita capacidad para hacer daño. Barcelona: Temas de hoy

Perdonar no es olvidar ni justificar

Perdonar no es olvidar ni justificar (Qué es y qué no es el perdón)

Perdonar no es olvidar ni justificar (Qué es y qué no es el perdón) 1920 1280 BELÉN PICADO

Hace unos días tuve ocasión de ver la película Maixabel, aprovechando que estaba en el catálogo de Netflix. Dejando a un lado la soberbia interpretación de sus protagonistas (Blanca Portillo y Luis Tosar), la historia me atrapó por el modo en que trata un tema tan complejo como el perdón y la reparación en casos en los que el daño causado es enorme. Y es que el perdón es un concepto muy delicado de tratar, sobre todo cuando hablamos de situaciones tan graves como el terrorismo, los crímenes de guerra, los abusos sexuales, la violencia de género, etc. En circunstancias así, es normal preguntarse… ¿Realmente se puede perdonar todo? En cualquiera de los casos, perdonar no es olvidar, justificar ni necesariamente implica una reconciliación.

Desde el prisma de la religión se ha equiparado la capacidad de ‘olvidar y pasar página’ con una mayor bondad y generosidad. La Psicología Positiva, por su parte, considera el perdón una de las fortalezas del ser humano y destaca sus efectos positivos sobre nuestro bienestar. Sin embargo, es importante aclarar que ni perdonar nos convierte en mejores personas ni vamos a obtener ningún beneficio si lo hacemos presionados u obligados. Se trata de una opción voluntaria y personal y cada uno la vive de forma diferente. No se puede exigir a alguien que perdone y mucho menos que olvide. El objetivo del perdón es, sobre todo, librarse del dolor para poder seguir adelante.

Una opción voluntaria y personal

Cuando alguien te traiciona, te insulta, te humilla, te agrede física o emocionalmente… es normal experimentar rabia, dolor, tristeza, frustración, deseos de venganza o preguntarse el porqué. Incluso es posible que uno mismo llegue a cuestionarse si ha tenido alguna responsabilidad en ese daño. Desde el punto de vista del comportamiento hacia el agresor, quizás optemos por evitarle o por alejarnos de él. O, por el contrario, decidamos enfrentarnos.

Ante todas estas emociones, pensamientos y conductas, hay distintas opciones. Habrá quienes busquen venganza para hacer ver a su ofensor el daño causado, quienes se protejan desconfiando de los demás y desarrollando un gran temor a exponerse a nuevas experiencias. Y también habrá personas que opten por aceptar el daño que les han hecho, por aprender a gestionar el estrés que esto les genera, por cambiar la forma de interpretar lo que ha ocurrido y por perdonar.

El psicólogo estadounidense Steven Hayes utiliza la metáfora del anzuelo para hablar del concepto del perdón: «Quien nos ha hecho daño nos ha clavado en un anzuelo que nos atraviesa las entrañas haciéndonos sentir un gran dolor. Queremos darle lo que se merece, tenemos ganas de hacerle sentir lo mismo y meterle a él en el mismo anzuelo, en un acto de justicia; que sufra lo mismo que nosotros. Si nos esforzamos en clavarle a él en el anzuelo, lo haremos teniendo muy presente el daño que nos ha hecho y cómo duele estar en el anzuelo donde él nos ha metido. Mientras lo metemos, o lo intentamos, nos quedaremos dentro del anzuelo. Si consiguiéramos meterle en el anzuelo, lo tendríamos entre nosotros y la punta, por lo que para salir nosotros tendremos que sacarle a él antes».

Es normal que sintamos resentimiento hacia quien nos ha hecho daño y que, dependiendo del tipo de ofensa, la sola idea de perdonarle nos revuelva el estómago. Pero también es cierto que si nos quedamos alimentando el rencor seremos nosotros quienes acabemos sufriendo más. Creer que de algún modo ese odio dañará a quien nos agredió o nos ofendió es un pensamiento mágico que no va a hacerse realidad y que no tiene ningún fundamento real. Es como tomar veneno esperando que el otro se muera.

El perdón es una opción voluntaria y personal.

En cualquier caso, antes de decidir perdonar, o no, es importante tener claro qué es y qué no es el perdón:

Perdonar implica…

  • Identificar, aceptar y expresar nuestras emociones. Da igual el delito, la injusticia o la ofensa de la que hayamos sido víctimas. Lo primero es identificar lo que estamos sintiendo. Tanto si la situación nos provoca ira, como si nos genera tristeza o frustración estas emociones necesitan ser sentidas, aceptadas y expresadas.
  • Distanciarnos del resentimiento y el rencor. Tenemos todo el derecho del mundo a sentir rabia, odio e incluso a querer vengarnos. Son emociones lógicas que incluso pueden ayudarnos a enfrentarnos a quien nos ha dañado o a salir de una situación que nos está perjudicando. Sin embargo, si nos quedamos enganchados en ellas, la sensación de empoderamiento que nos generaron al principio acabará desapareciendo y dando lugar a más sufrimiento.
  • Salir del rol de víctima. Si bien lo normal es que se sienta empatía hacia las víctimas de cualquier delito, permanecer atrapados en la victimización acabará colocándonos en una posición de indefensión y nos impedirá desarrollar nuestros recursos internos. Perdonar no significa dar el visto bueno a lo ocurrido, sino salir de la relación víctima-verdugo. Pasar de víctima a superviviente.
  • Aceptar que el daño ocurrió. Lo que pasó, pasó. Es parte de nuestro pasado y eso ya no podemos cambiarlo. Pero sí podemos decidir qué hacer con nuestro presente. No se trata de intentar hacer «como si nada» y olvidarlo; se trata de encontrar un lugar donde colocar ese daño y poder seguir viviendo.
  • Facilitar el proceso de duelo. Perdonar también implica iniciar y transitar el duelo por la pérdida de una vida que no salió como esperábamos. Pero para poder completar este proceso, tendremos que ser capaces de reconocer el daño que nos causaron, identificar y aceptar lo que hemos perdido y dejar espacio para experimentar el dolor que todo ello nos causa.
  • Tener la voluntad y la intención de hacerlo. Dejar correr el tiempo no es suficiente. No basta dejar pasar los días, los meses y los años esperando que en algún momento dejaremos de odiar a quien nos hirió o nos olvidemos de lo sucedido. Perdonar requiere la intención y la voluntad de hacerlo y llega (o no) cuando uno se siente preparado.
  • Realizar un proceso que lleva tiempo. El tiempo que necesitamos para perdonar es proporcional al daño causado. A mayor daño, más tiempo para procesar y sanar. Cada persona lleva su ritmo y hay que respetarlo. El perdón es el colofón, el epílogo de todo un proceso que cada uno vive de forma diferente. Es posible, incluso, que nunca lleguemos a perdonar por completo, aunque sí podremos desprendernos de gran parte del resentimiento.
  • Romper el vínculo que nos mantiene encadenados a nuestro ofensor. Cuando alguien nos daña y nos aferramos al odio o al deseo de vengarnos, es como si una cadena nos mantuviera atados a esa persona. En un momento de Maixabel, la protagonista habla con su amiga sobre sus razones para aceptar entrevistarse con quienes asesinaron a su marido: «Yo podría haber sido muchas cosas en la vida y ellos me convirtieron en algo que yo no lo elegí. Estoy ligada a esas personas hasta la muerte y pendiente de lo que digan y de lo que hagan». Perdonar implica cambiar la dinámica que alimentaba esa relación.
  • Hacernos un regalo a nosotros mismos para poder seguir adelante. Perdonar no es algo que hacemos para el otro, para librarlo de su culpa o de su responsabilidad. Lo hacemos para nosotros. Nos permite aligerar el peso del resentimiento y seguir adelante con nuestra vida.
Perdonar nos ayuda a liberarnos del peso del resentimiento.

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Perdonar no es…

  • Olvidar. Cuando alguien dice «Perdono, pero no olvido» muchos piensan que no se trata de un perdón auténtico. Y esto no es cierto. En Los caminos del perdón, Walter Riso deja esta reflexión: «El perdón no es amnesia, entre otras cosas, porque no sería adaptativo borrar al infractor de nuestra base de datos y quedar por ingenuidad en riesgo de un nuevo ataque. ¿Debe el niño olvidar el rostro del abusador que persiste en su afán destructivo?».
  • Excusar o justificar. En Maixabel queda muy bien reflejado este punto. Intentar comprender el porqué o buscar una explicación a los motivos que llevaron a alguien a dañarnos no conlleva que justifiquemos sus actos o que renunciemos a la reparación de ese daño. Además, cuando excusamos a alguien estamos librándole de su responsabilidad y perdonar en ningún caso exime de la responsabilidad sobre las propias acciones. Al perdonar, no estás diciendo que lo que sucedió estuvo bien, ni estás minimizando el dolor que causó.
  • Reconciliarme con quien me hizo daño. El perdón no implica necesariamente una reconciliación. La diferencia entre perdonar y reconciliarse está en que en el primer caso no es obligatoria la colaboración del ofensor. Reconciliarse, sin embargo, es un proceso cuyo fin es restablecer el vínculo y, además, se necesita que haya voluntad por parte de todos los implicados. Por ejemplo, puedo perdonar una infidelidad y no querer seguir adelante con la relación. El perdón sin reconciliación suele darse en situaciones en las que no hay garantía de que el daño no se repita. O también cuando la relación no es igualitaria y, por tanto, la verdadera reconciliación es imposible.
  • Ser débil. Creer que perdonar es un síntoma de debilidad es un error monumental. No permitir que las acciones u ofensas de otros alteren el curso de nuestra vida o nos hagan dudar de quiénes somos y de nuestros valores no es absoluto un signo de debilidad.
  • Reprimir el enfado y hacer como si no hubiera pasado nada. Perdonar no significa que no nos importa lo que nos hagan, sino que no dejamos que ese enfado o malestar se convierta en odio y rencor e inunde toda nuestra vida.
  • Volver a confiar en la otra persona. Si alguien ha traicionado mi confianza, es normal que me cueste volver a confiar. El perdón es un paso importante, pero la reconstrucción de la confianza es un proceso que puede llevar tiempo… o no llegar. Aquí entra en juego el tipo y la gravedad de daño causado.
  • Permitir que me lastimen de nuevo o descuidar mi propia seguridad. Si quien me hizo daño es incapaz de cambiar o sigue actuando igual, tengo todo el derecho a tomar medidas para protegerme, incluso si ya le perdoné. El poder reconstruir la propia seguridad es un elemento necesario en cualquier proceso de perdón.
  • Renunciar a la justicia. En Maixabel, la mediadora que se ocupa de los encuentros restaurativos deja claro a los presos que las entrevistas con las víctimas no implican ningún tipo de reducción de condena. El acto de perdonar no entraña que debamos renunciar a defender nuestros derechos. Tampoco que desistamos de nuestra necesidad de que se haga justicia o que dejemos de luchar por lo que creemos. Más bien se trata de no entrar en un laberinto de odio y venganza.
Luis Tosar y Blanca Portillo en Maixabel

Luis Tosar y Blanca Portillo en «Maixabel».

También podemos decidir no perdonar

Si bien es cierto que cada vez son más los estudios que confirman los beneficios del perdón, tanto para la salud física como para la mental, también existe la posibilidad de que una persona decida no perdonar o no se sienta preparada para hacerlo, aun siendo consciente de que es lo más saludable. Y está en todo su derecho. Como hemos dicho antes, es una decisión voluntaria y personal, que hay que respetar.

Obligarse uno mismo a perdonar o presionar a alguien para que lo haga puede hacer también mucho daño porque es un modo de invalidar su dolor y sus sentimientos.

Por otra parte, hay casos como el abuso sexual infantil o la violencia de género en los que la conveniencia, o no, de plantear la posibilidad de perdonar es un tema especialmente delicado. Y es que un perdón mal entendido puede debilitar aún más la capacidad de protegerse de la víctima, hacerla más vulnerable y facilitar que el abuso se prolongue en el tiempo.

María Prieto-Arsúa y otras autoras, en el artículo El perdón como herramienta clínica en terapia individual y de pareja, explican que los sentimientos y pensamientos negativos tras resultar dañado por otra persona pueden mitigarse de varias maneras y no necesariamente perdonando. Por ejemplo, «aceptando el daño, haciendo re-atribuciones de los sucesos y circunstancias relacionados con la ofensa, manejando el estrés relacionado con el suceso, o mediante el control de la ira consecuente a la ofensa. El perdón es, por tanto, un recurso más (entre varios) para manejar o superar este malestar».

Para terminar, vamos a ver algunos de los factores que influyen en la mayor o menor capacidad para perdonar:

  • La percepción de la gravedad de la ofensa.
  • La historia de victimizaciones anteriores.
  • Las características de quien ha sufrido el daño, como su sistema de valores o sus rasgos de personalidad.
  • Que haya una relación afectiva previa con el ofensor.
  • Que el responsable del daño reconozca los hechos, acepte su responsabilidad y muestre un arrepentimiento sincero.
  • La percepción de intencionalidad que tenga la víctima respecto al daño causado por el agresor.
  • La actitud del ofensor.

(Si lo deseas, puedes ponerte en contacto conmigo y estaré encantada de ayudarte)

Referencias

Bollaín, I. (dir.) (2021). Maixabel [Película]. Kowalski Films; Feel Good Media; ETB; Movistar+; TVE

Casey, K. L. (1998). Surviving abuse: Shame, anger, forgiveness. Pastoral Psychology, 46(4), 223-231

Cooney, A., Allan, A., Allan, M. M., McKillop, D. & Drake, D. G. (2011). The forgiveness process in primary and secondary victims of violent and sexual offences. Australian Journal of Psychology, 63, 107-118

Echeburúa, E. (2013). El valor psicológico del perdón en las víctimas y los ofensores. Eguzkilore, 27, 65-72

Enright, R. D., & Fitzgibbons, R. P. (2015). Forgiveness therapy: An empirical guide for resolving anger and restoring hope. American Psychological Association

Prieto-Ursúa, M. (2023). Sobre la posibilidad de perdón en el abuso sexual infantil. Papeles del Psicólogo, 44(1), 28-35

Prieto-Ursúa, M., Carrasco, M. J., Cagigal de Gregorio, V., Gismero, E., Martínez, M. P., y Muñoz, I. (2012). El perdón como herramienta clínica en terapia individual y de pareja. Clínica Contemporánea, 3, 121-134

Riso, W. (2013). Los caminos del perdón. Medellín: Phronesis

Autolesiones: ¿Por qué algunas personas se hacen daño a sí mismas?

Autolesiones: ¿Por qué algunas personas se hacen daño a sí mismas?

Autolesiones: ¿Por qué algunas personas se hacen daño a sí mismas? 1857 1615 BELÉN PICADO

Cuando experimentamos dolor físico lo habitual es hacer lo posible por eliminarlo. Para la mayoría de las personas se trata de una sensación desagradable, una señal que nuestro sistema nervioso nos envía para alejarnos de un peligro.  Si acerco mi mano al fuego o me pillo el dedo con una puerta, la sensación de dolor hará que inmediatamente retire la mano. Por esto a veces resulta tan difícil comprender el porqué de las autolesiones y las razones que pueden llevar a alguien a hacerse daño, ya sea a través de cortes, quemaduras, golpearse, rascarse hasta hacerse heridas, etc.

Lo primero para poder entender este comportamiento es saber que las personas que lo llevan a cabo arrastran una enorme carga de sufrimiento. Sufrimiento que no saben gestionar de otro modo y que, en muchos casos, se ha prolongado durante un largo periodo de tiempo. En segundo lugar, más que al dolor que puede provocar una autolesión, debemos prestar atención a la función que cumple esta conducta, ya sea calmarse, castigarse, «sentirse vivo», anestesiarse…

En cuanto a la edad, aunque la mayoría de los afectados son jóvenes, cada vez son más los estudios que confirman que los adultos recurren a esta conducta más de lo que se cree.

¿Qué es una autolesión?

En su libro Vivir con disociación traumática, Onno Van de Hart define la autolesión o autoagresión como «un daño deliberado al propio cuerpo con el fin de afrontar el estrés, el conflicto interior y el dolor. Puede entenderse como acción sustitutiva de un afrontamiento más adaptativo a problemas abrumadores, muchos de los cuales llevan aparejadas demasiadas emociones y sensaciones (soledad, abandono, pánico, conflictos internos, recuerdos traumáticos) o muy pocas (insensibilidad, despersonalización, vacío, sentirse muerto)”.

En ocasiones, puede surgir de manera impulsiva e inesperada, incluso para la persona que la está realizando. Sin embargo, también puede haberse planificado o ser la consecuencia de un aprendizaje que se ha ido reforzando con el tiempo hasta hacerse automático.

La autolesión es un daño deliberado al propio cuerpo con el fin de afrontar el estrés, el conflicto interior y el dolor.

La autolesión no implica necesariamente un intento de suicidio

Es importante distinguir entre comportamiento autolesivo e intento de suicidio. En el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM-5) se especifica que la persona que lleva a cabo una autolesión no suicida lo hace con «la expectativa de que la lesión solo conllevará un daño físico leve o moderado (es decir, no hay intención suicida)».

Judith Hermann, por su parte, habla en su libro Trauma y recuperación de la relación entre autolesiones e intento de suicidio en el caso de las víctimas de abusos: «Es cierto que muchos supervivientes de abusos infantiles intentan suicidarse, pero hay una clara distinción entre las repetidas autolesiones y los intentos de suicidio. Autolesionarse está pensado no para morir, sino para aliviar un dolor emocional insoportable, y paradójicamente muchos supervivientes las consideran una forma de auto preservación».

Sin embargo, y aunque el objetivo de quien se autolesiona no es acabar con su vida, sí es cierto que hacerlo de forma repetida podría ser un predictor de posibles intentos de suicidio en el futuro. Al fin y al cabo, detrás de este comportamiento hay un malestar y un sufrimiento que en ciertas ocasiones puede llegar a hacerse intolerable.

Factores que influyen en la posibilidad de autolesionarse

Hay diversos factores que aumentan la posibilidad de que una persona recurra a las autolesiones:

  • Dificultad para gestionar y regular las emociones. Problemas para identificar y/o expresar qué se está sintiendo. Sentirse incapaz de manejar ciertos sentimientos cuando son muy intensos o desagradables.
  • Exceso de autocrítica y perfeccionismo. Hay personas excesivamente estrictas y exigentes consigo mismas que encuentran en las autolesiones una forma de dirigir su rabia y enfado hacia ellas mismas.
  • Trastornos mentales. En ocasiones la autolesión forma parte de la sintomatología de ciertos trastornos psiquiátricos. Es el caso del trastorno límite de la personalidad (TLP), depresión mayor, trastorno por estrés postraumático, trastorno bipolar, trastornos de la conducta alimentaria, abuso de sustancias, trastornos disociativos, trastornos de ansiedad, etc.
  • Experiencias estresantes o traumáticas en la infancia o la adolescencia. Enfermedades crónicas, intervenciones quirúrgicas, pérdida de familiares cercanos y, especialmente, haber sufrido maltrato, abuso (físico, sexual, bullying…) o negligencia. Según la investigadora estadounidense Tuppet Yates, hasta un 79% de pacientes con conductas autolesivas ha declarado haber sufrido algún tipo de abuso en la infancia.
  • Ambiente familiar durante la infancia. Algunos padres con una baja capacidad de gestión emocional se desregulan cuando sus hijos expresan ciertas emociones. Al no saber cómo responder o calmar, se enfadan con ellos o los ignoran. En estos casos, es posible que el niño crezca tratando de ignorar sus propios sentimientos y sin atreverse a expresarlos. Sentirá que no tiene derecho a estar triste o enfadado, a emocionarse o a ser vulnerable como cualquier otro niño. Y uno de los mecanismos a los que podría recurrir en el futuro, en un intento desesperado por manejar un estado de ánimo que se le hace insoportable y que no sabe, o no puede, verbalizar o afrontar, es la autolesión.
  • Ganancias secundarias. Cuando alguien que acaba de autolesionarse llama a un amigo o a un familiar y este se preocupa, le cura las heridas o va a visitarle, sin darse cuenta está favoreciendo que esa persona repita la conducta. Como explica Dolores Mosquera en su libro La autolesión. El lenguaje del dolor, «se incrementa la posibilidad de que la persona lo asocie a una respuesta de preocupación inmediata por parte de los demás, cuando una simple llamada diciendo ‘me siento sola’ no tendría los mismos resultados». Esto no significa, por supuesto, que haya que ignorar a la persona que se ha autolesionado, sino que deberíamos escucharla antes de que llegue a ese momento.
  • Redes sociales. En internet circulan miles de vídeos e imágenes de autolesiones y esto puede incitar a los más jóvenes a llevar a cabo esta conducta. Por un lado, por el fenómeno de la imitación y aprendizaje vicario. Por otro, porque les aporta un sentido de identidad, de pertenencia a un grupo de iguales.

Detrás de las autolesiones hay una gran carga de sufrimiento.

Qué función cumple la autolesión

Al principio del artículo, señalaba la necesidad de prestar más atención a los motivos que llevan a una persona a hacerse daño que al dolor en sí. Cuando alguien recurre a la autolesión puede buscar varias cosas:

1. Sentirse vivo

Hay quienes sienten un enorme vacío emocional y esa ausencia de emociones les provoca a la vez la sensación de no ser reales, de estar soñando. En este caso, encuentran en la autolesión una forma de volver a la realidad, de poder sentir, aunque sea dolor. «Al menos así, sé que estoy viva, que no soy un robot. Es un alivio poder sentir algo más que ansiedad, vacío o esta profunda soledad», confesaba una paciente.

Esto ocurre, sobre todo, en casos de estados disociativos en los que hay despersonalización, es decir, cuando la persona se siente desconectada de su cuerpo. De algún modo, la autolesión ayuda a volver a la realidad y a acabar con esa sensación de extrañeza.

(En este mismo blog puedes leer el artículo «Despersonalización: ¿Por qué me siento desconectado de mi cuerpo?»)

2. Anestesiarse para no sentir

Cuando no hay estrategias suficientes para afrontar situaciones difíciles que provocan ansiedad o estados emocionales muy intensos, hacerse daño se convierte en una especie de ‘anestesia’ similar a la que busca el adicto, que consume para olvidarse de su malestar. «Cuando me corto me relajo inmediatamente, es como si todo el agobio desapareciera».

Entre otras cosas, lo que está ocurriendo es que cuando los receptores del dolor se activan y envían una señal al cerebro de que se está produciendo un daño, este inmediatamente pondrá el foco en ello y se ‘olvidará’, al menos de momento, de otras preocupaciones, pensamientos o emociones que estén desbordando a la persona. Además, debido a las endorfinas que se liberan, cuando el dolor desaparezca quedará una sensación de calma y relajación que es justo lo que se buscaba con la autolesión. El problema está en que, como ocurre también en las adicciones, ese alivio es temporal y no tardará en presentarse de nuevo la necesidad de volver a autolesionarse para recuperar esa relajación.

3. Autocastigarse o castigar a otros

Pensar mal de un ser querido; sentirse responsable de haber sufrido abusos o algún tipo de agresión; ingerir más comida de la deseada; sentir que se ha fallado a otra persona… El sentimiento de culpa por haber hecho o dejado de hacer o por haber dicho o dejado de decir algo puede ser tan abrumador que el castigo a través de la autolesión se convierte en el único medio de ‘redimirse’.

Da igual si eso que se cree haber hecho mal es real o no. En algunas personas que recurren a las autolesiones hay tal hipersensibilidad a las reacciones de los demás que cualquier gesto, palabra o tono puede llevarles a sentir que no son merecedores de amor o que hay algo inadecuado en ellos.

En una formación sobre trauma, el psiquiatra argentino Adrián Cillo explicaba que las heridas auto infligidas también son, a veces, ejemplos de un patrón invertido de autocuidado: «Si los pacientes han sido castigados al expresar o sentir una emoción determinada, tenderán a hacer lo mismo cuando sean adultos. El malestar no es aceptable, con lo cual se castigan a sí mismos por ser malos causándose incluso más daño».

Pero la autolesión no solo tiene la función de castigarse a sí mismo. A veces, una persona puede hacerse daño para castigar a otros.

4. Sentir que se tiene el control sobre uno mismo

Probablemente, la mayoría de nosotros hemos pasado por experiencias que nos superaban y nos hicieron sentir que no teníamos el control sobre nuestra vida. Esa sensación que para muchos resulta más o menos desagradable, en el caso de algunas personas puede llegar a ser realmente desestabilizadora. Hasta el punto de recurrir a la autolesión como una manera de sentir que se puede controlar algo, aunque solo sea el dolor físico. Sin embargo, se trata de una percepción tan irreal como ineficaz que, además, impide aprender y adoptar conductas alternativas más adaptativas.

A menudo, estas personas crecieron en un entorno desorganizado y caótico donde ni su intimidad, ni sus sentimientos y necesidades fueron validados y respetados. Y aprendieron que lo único que sí podían controlar era su propio cuerpo («No puedo controlar el daño que me hacen otros, pero sí el que me hago yo»).

5. Pedir ayuda

Muchos creen que quienes se autolesionan lo hacen para llamar la atención. Y en cierta medida es cierto si no nos quedamos en lo superficial y somos capaces de interpretar esa llamada de atención como una petición de ayuda de alguien que no sabe expresarse de otra forma. Hay personas que no se sienten vistas o que tienen dificultades para mostrar su malestar emocional y encuentran en la autolesión el único modo de que se ocupen de ellas, les pregunten o las cuiden.

Y en el caso de que alguien se haga daño para llamar la atención (una adolescente que amenaza a su madre con hacerse daño si le quita el móvil), quizás sea necesario ir más allá y preguntarse qué hay debajo de esa estrategia, qué está ocurriendo en el mundo interno de esa persona.

6. Sentirse cuidado y protegido

Entre las funciones que tiene la autolesión está la de sentirse cuidado por los demás, pero también la de cuidarse a sí mismo. En el primer caso, algunas personas creen, erróneamente, que los demás les quieren y se preocupan por ellos solo si les cuidan e impiden que se hagan daño. Es el caso de Rosa. Siempre está pensando que nadie la quiere ni se preocupa por ella y recurre a conductas autodestructivas esperando, de forma inconsciente, que los demás la detengan. Cree que si alguien la quiere de verdad se dará cuenta y no dejará que se haga daño. Esta fantasía de ser cuidada impide que tome conciencia de su dependencia y que comprenda que ella es la única que puede rescatarse a sí misma.

En el segundo caso, cuando alguien se hace un corte o una herida, luego va a tener que curarse y ocuparse de esas lesiones. En estos casos la autolesión puede representar una forma de cuidado que quizás no tenga en su vida.

7. Comunicar y expresar el propio malestar o sufrimiento

A veces, la persona no tiene la capacidad necesaria para poder verbalizar su malestar emocional o la intensidad de su sufrimiento. La autolesión se convierte entonces en forma de comunicar aquello que no sabe expresar en palabras. Un modo de transmitir y hacer visible lo que se siente, no solo para los demás, sino, a veces, también para uno mismo («Me hago daño para que entiendan cómo me siento»).

Como explica Dolores Mosquera, «la acción conlleva alivio, mientras que verbalizar y compartir requiere un esfuerzo tremendo y un repertorio de habilidades de las que carece la persona, que recurre a la acción como forma de comunicación».

La autolesión puede ser un modo de expresión emocional.

8. Regularse emocionalmente

La carencia de recursos internos hace que se sienta la emoción como algo desbordante que no puede controlarse o frenar. Ira, frustración, culpa, tristeza o vergüenza pueden llegar a ser sumamente desestabilizadoras cuando uno siente que no puede regularlas o salir de ellas, o que nadie puede ayudarle a calmarlas. En estas situaciones, la herida auto infligida aparece como un mecanismo eficaz (aunque patológico) a corto plazo para detener esa emoción que angustia y desestabiliza.

Algunas personas que se lesionan tienen mucho miedo a ‘explotar’ y descargar su ira sobre otros. Cuando la emoción no es muy fuerte, pueden arrojar un objeto o romper algo y quedarse tranquilas. Pero si esa rabia se hace demasiado intensa es posible que opten por hacerse daño. Si esto hace que uno se sienta más tranquilo y menos tenso, la probabilidad de que repita la conducta se incrementará. El problema radica en que este alivio inmediato, lejos de ser una solución, reforzará esta conducta desadaptativa y no permitirá que se adquieran recursos que funcionen a largo plazo.

La importancia de pedir ayuda profesional

Teniendo en cuenta que la autolesión es un mecanismo desadaptativo de afrontamiento al que se recurre cuando no hay unos recursos internos adecuados, la ayuda profesional resulta imprescindible y no solo para acabar con estas conductas. También es necesario que la persona encuentre otras herramientas para no tener que volver a hacerse daño. En terapia aprenderá, entre otras cosas, a:

  • Tolerar mejor la angustia y la frustración.
  • Identificar, expresar y regular sus emociones de un modo adaptativo.
  • Controla la impulsividad.
  • Mejorar la autoestima.
  • Establecer relaciones sanas con los demás.

(Si lo deseas, puedes ponerte en contacto conmigo y estaré encantada de ayudarte)

Referencias bibliográficas

Herman, J. (2004). Trauma y recuperación: Cómo superar las consecuencias de la violencia. Madrid: Espasa Calpe

Mosquera, D. (2008). La autolesión. El lenguaje del dolor. Madrid: Pléyades

Yates, T. M. (2009). Developmental pathways from child maltreatment to nonsuicidal self-injury. En M. K. Nock. (Ed.), Understanding Nonsuicidal Self-Injury: Origins, Assessment and Treatment (pp. 117-137). Washington DC, Estados Unidos: American Psychological Association

Pautas para afrontar el FOMO o miedo a perderse algo

FOMO (II): 12 pautas para afrontar el miedo a perderse algo importante

FOMO (II): 12 pautas para afrontar el miedo a perderse algo importante 1500 1000 BELÉN PICADO

Casi todos en algún momento de nuestra vida, y en mayor o menor grado, hemos experimentado FOMO o, lo que es lo mismo, miedo a perderse algo importante. Y como seres sociales que necesitamos pertenecer a un grupo o comunidad es algo totalmente normal. El problema aparece cuando empezamos a obsesionarnos continuamente ante la posibilidad de estar dejando escapar una oportunidad de interacción social, una ocasión de tener una experiencia satisfactoria o cuando cualquier buen momento deja de serlo al pensar que otros están pasándolo mejor haciendo algo que desconocemos.

En el anterior artículo sobre el FOMO, conocíamos, entre otras cosas, los factores que influyen en su aparición y os daba algunas pistas para aprender a identificarlo. Así que esta vez vamos a centrarnos en qué podemos hacer para prevenirlo o superarlo si ya lo estamos experimentando.

El miedo a perderse algo importante o a quedarse fuera puede aparecer de modo sutil, en forma de sensación ligeramente molesta en mitad de una conversación. Quizás se haga notar como una emoción desagradable que se repite en más ocasiones de las que nos gustaría. O puede llegar a convertirse en un estado mental permanente que nos lleve a albergar un sentimiento más profundo de inferioridad social, soledad o, incluso, de rabia intensa. Y si no lo afrontamos, puede acarrearnos consecuencias muy negativas, entre ellas

  • Ansiedad. Es una de las principales consecuencias del FOMO. A nivel cognitivo, la necesidad de estar conectados en todo momento para no perdernos nada nos lleva a vivir permanentemente en «modo multitarea». Esto, a su vez, eleva los niveles de estrés y alimenta nuestra angustia ante la idea de que se nos escape algo importante.
  • Empeoramiento de las habilidades sociales. El hecho de dar una mayor cabida a los contactos virtuales repercute negativamente en nuestra capacidad para relacionarnos en el mundo real. Y como si de una reacción en cadena se tratara, el evitar las relaciones auténticas provocará un aumento de nuestras inseguridades y finalmente nos llevará al aislamiento que es justo lo que pretendíamos eludir.
  • Deterioro en la capacidad para tomar decisiones. La dificultad para manejar el creciente número de opciones que tenemos ante nosotros puede bloquearnos a la hora de tomar decisiones. Este miedo a que elegir una alternativa implique perder otra que podría ser más beneficiosa se conoce también como FOBO («Fear of Better Options») y es muy habitual, por ejemplo, en el ámbito de las aplicaciones de citas. Debido a la sensación ilusoria de tener mucho donde elegir, no son pocos quienes ponen fin a cualquier relación incipiente, presionados por el temor a equivocarse habiendo tanto donde escoger.
  • Adicción a las redes sociales. El miedo a ser excluido y a perderse experiencias que podrían ser importantes puede llevar a un uso problemático de las redes sociales, que se traduce en la necesidad de mantenerse constantemente conectados y verificar de forma compulsiva mensajes y notificaciones.
  • Trastornos del sueño. Alteraciones del sueño como el insomnio son otras consecuencias que experimentan los afectados por el síndrome FOMO. Hay personas que no son capaces de irse a dormir si no tienen el móvil al alcance de la mano para poder leer notificaciones y mensajes que reciben, incluso en mitad de la noche.
  • Mayor vulnerabilidad a la manipulación. Una de las técnicas más utilizadas por las campañas de marketing para que compremos más es aprovechar el efecto FOMO, que en este caso se traduce por el miedo a perderse las mejores ofertas o a dejar pasar una oportunidad que se nos muestra como única y exclusiva.
  • Obsesionarse por la vida de los demás. Según un estudio publicado en 2021 en el World Journal of Clinical Cases, en el FOMO intervienen dos procesos: «La percepción de perderse algo, seguida de un comportamiento compulsivo para mantener estas conexiones sociales». Es decir, que tras la angustia provocada por la percepción de estar perdiéndose algo, la persona pone en marcha ciertas conductas compulsivas, como estar constantemente pendiente de lo que hacen los demás.
  • Nomofobia. La ansiedad ante la idea de perderse algo importante puede llevar a otro miedo, el de estar incomunicado. La nomofobia hace referencia al miedo irracional a estar sin teléfono móvil y está directamente relacionado con la adicción a estos dispositivos.
  • Depresión. No son pocos los estudios que han confirmado la relación entre el síndrome FOMO y problemas de salud mental. En los casos más severos, este problema puede provocar una profunda insatisfacción con la vida y acabar desembocando en una depresión.
  • Problemas laborales. Con la pandemia llegó el teletrabajo y con este la sensación para algunas personas de que, si no están presentes físicamente en su lugar de trabajo, se están perdiendo algo importante que podría afectarlas a nivel laboral. Esto hace que disminuya su percepción de valía y aumente su inseguridad y su miedo a no estar haciendo bien su trabajo y, por consiguiente, a perderlo.El FOMO o miedo a perderse algo está asociado al abuso de las redes sociales

A continuación os doy algunas pautas para no dejarse atrapar por el miedo a perderse algo importante:

1. Reflexiona

Si constantemente te sientes empujado a tener que estar presente en todas las actividades o en todas las conversaciones, merece la pena indagar en el porqué. ¿Qué creencias subyacen a esta necesidad de estar constantemente presente en la vida de los demás? ¿Qué es lo peor que puede pasar si no lo estoy? ¿Cuánto y qué me aporta el uso continuado de las redes sociales? ¿Podría obtenerlo de otras maneras más adaptativas?

A veces no nos sentimos bien, experimentamos tristeza, rabia o frustración y buscamos silenciar esas emociones recurriendo a conductas que nos calman y que, aparentemente, nos llenan. Pero esta sensación es tan ilusoria como fugaz. Mira a ver qué cambios podrías realizar para poder afrontar de forma útil las emociones que estás sintiendo.

2. Identifica tus disparadores

Averiguar qué es exactamente lo que te provoca el FOMO te facilitará encontrar las estrategias de afrontamiento adecuadas. Por ejemplo, si compruebas que tener cerca tu móvil lo agudiza, puedes ponerlo en otra habitación mientras realizas otras tareas. Llevar un diario también puede ayudarte a identificar y examinar en qué momentos se hacen más presentes los sentimientos de angustia.

3. Regula el uso del móvil y las redes sociales

En muchas ocasiones, no es necesario abandonar  las redes sociales completamente o deshacernos del móvil. Al fin y al cabo, forman parte de nuestra vida y, aunque solo sea por trabajo, muchos necesitamos estar conectados. No es necesario demonizar las nuevas tecnologías o declararles la guerra. Se trata más bien de regular su uso y encontrar un equilibrio entre el tiempo que dedicamos a nuestra vida real y el que destinamos a dispositivos, aplicaciones y redes. Algunas cosas que puedes hacer:

  • Establece un límite diario de tiempo en las redes sociales. Según las conclusiones de un estudio realizado por dos investigadoras de la Universidad estadounidense de Pennsylvania, limitar el uso de las redes sociales a 30 minutos al día reduce significativamente el FOMO y la ansiedad y aumentaba el bienestar general.
  • Ponte una alarma. Si ver las fotos de las vacaciones de todo el mundo te pone nervioso, elimina o pon en pausa las aplicaciones de las redes sociales durante un tiempo.
  • Si necesitas revisar el mail, hazlo solo en momentos determinados del día. Por ejemplo sólo por las mañanas, solo por las tardes…

4. Diversifica tu ocio

Dedica parte de tu tiempo libre a actividades libres de tecnología, como leer, disfrutar de juegos de mesa, salir a la naturaleza o pasar tiempo de calidad con las personas que te importan, ya sea tu pareja, tu familia, tus hijos o tus amigos. Ten siempre presente que las redes sociales nunca sustituirán la calidez y espontaneidad del contacto humano.

5. Ten presente también lo que no estás viendo de las redes sociales

Abre los ojos. La vida de los demás no es tan emocionante ni perfecta como parece. La gente no suele publicar los aspectos más rutinarios de su día a día. No todo el mundo tiene un día repleto de emociones. De hecho, casi nadie lo tiene. Hoy mismo, muchos de nosotros pasaremos parte de nuestra jornada en un metro atestado de gente, corriendo para llegar a recoger a los niños o limpiando el baño. Y esas horas no quedarán registradas ni en imágenes ni en palabras.

Además, por mucho que veamos a alguien mostrando la mejor de sus sonrisas nunca se sabe qué dificultades pueden estar experimentando.

6. Establece prioridades

Asúmelo: no existe forma de estar al día con todo. Hay que elegir qué se queda afuera y poder hacerlo sin que la culpa nos impida disfrutar de la opción que hemos elegido.

Pregúntate qué es importante para ti y concentra tu energía en las relaciones y actividades que te llenan. Cuanto más satisfecho o satisfecha estés con cómo empleas tu tiempo, menos te preocupará cómo lo emplean los demás.

7. Mejora tu capacidad de toma de decisiones

A la hora de tomar decisiones la mayoría de las veces no hay una única opción correcta o una que sea la mejor. En realidad, hay muchos caminos para llegar a nuestro objetivo y muchas formas de obtener lo mismo. Centrarte más en lo que ganas si te decides por una alternativa que en lo que podrías perderte dejando de lado las trecientas restantes, te ahorrará tiempo y te quitará ansiedad. Y, sobre todo, pase lo que pase tras elegir opción no te tortures ni te fustigues.

8. Entrena la tolerancia a la frustración

La frustración es una parte más de nuestra existencia y hay que aprender a convivir con ella. Cuando aceptemos que no siempre vamos a conseguir lo que deseamos, que puede que no tengamos ocasión de pasar un mes recorriendo el Sudeste Asiático o que no siempre van a contar con nosotros en todos los planes, la decepción y el miedo a perderse algo dejará paso a la oportunidad de descubrir y experimentar cosas nuevas que seguirán enriqueciendo nuestro día a día.

9. Haz las paces con el aburrimiento

Aburrirse de vez en cuando no solo no es malo, sino que tiene múltiples beneficios. Es posible que estar sin teléfono, sin ordenador o sin televisión te provoque sensación de tedio y hastío, pero si consigues ir más allá te darás cuenta de que es una oportunidad perfecta para perder el miedo al FOMO. El aburrimiento nos ayuda a conocernos mejor. Nos permite reflexionar, evaluar nuestra situación y, si algo no va bien, darnos cuenta de ello y buscar alternativas.

10. Practica la gratitud

Valora lo que tienes, por pequeño que sea, y da gracias por ello. Puede ayudarte llevar un diario de gratitud en el que vayas apuntando todas esas pequeñas cosas que hacen que la vida merezca la pena. Si varios de tus amigos hacen un plan de última hora que te apetece mucho, pero tú ya has quedado con una amiga a la que hace tiempo que no ves, agradece el tiempo y la atención que esta persona está dedicándote en vez de sentirte insatisfecha por lo que te estás perdiendo.

 11. Combate el FOMO con el JOMO

Dale la vuelta a la tortilla y cambia de perspectiva. Frente al miedo a perderse algo, la filosofía JOMO («Joy of missing out») defiende lo contrario: experimentar alegría y placer en el hecho de perderse cosas. En vez de apuntarte a todo y con todos, descubre el placer de no hacer planes, de vivir plenamente el momento presente y de disfrutar de tu propia compañía o de la de aquellas personas con las que realmente quieres estar.

Apúntate también a una cura de desintoxicación tecnológica. Deja el móvil en casa y prueba a conectarte con todo lo que te rodea a través de los sentidos. Siéntate en una terraza y, simplemente, permítete contemplar la vida pasar.

Cambia el FOMO por el JOMO

Imagen de jcomp en Freepik

12. Pide ayuda profesional

Iniciar un proceso terapéutico te ayudará a cambiar hábitos que te conducen al FOMO, como el uso excesivo de las redes sociales o la necesidad de estar permanentemente conectado, y también a comprender el origen del problema. Asimismo, podrás trabajar en tu autoestima y aprenderás estrategias de regulación emocional adaptativas que te permitan manejar la ansiedad.

(Si lo deseas, puedes ponerte en contacto conmigo y te acompañaré en el proceso)

Referencias bibliográficas

Dempsey, A. E., O’Brien, K. D., Tiamiyu, M. F. & Elhai, J. D. (2019). Fear of missing out (FoMO) and rumination mediate relations between social anxiety and problematic Facebook use. Addictive Behaviors Reports, 9, 100150

Gupta, M. & Sharma, A. (2021) Fear of Missing Out: a brief overview of origin, theoretical underpinnings and relationship with mental health. World Journal of Clinical Cases, 9(19):4881-4889

Hunt, M.G., Marx, R. Lipson, C. & Young J. (2018). No more FOMO: Limiting Social Media Decreases Loneliness and Depression. Journal of Social and Clinical Psychology, 37(10):751-768

Przybylski, A. K., Murayama, K., DeHaan, C. R. & Gladwell, V. (2013). Motivational, emotional, and behavioral correlates of fear of missing out. Computers in Human Behavior 29(4): 1841-1848.

Sultan Ibrahim, S. A., Dahlan, A. ., Nur Wahida Mahmud Pauzi, & Vetrayan, J. . (2022). Fear of Missing Out (FoMO) and its relation with Depression and Anxiety among University Students. Environment-Behaviour Proceedings Journal, 7(20), 233-238

Schwartz, B. (2016). The Paradox of Choice: Why More Is Less. New York: Harper Collins.

Varchetta, M., Fraschetti, A., Mari, E.. & Giannini, A, M. (2020). Adicción a redes sociales, Miedo a perderse experiencias (FOMO) y Vulnerabilidad en línea en estudiantes universitarios. Revista Digital de Investigación en Docencia Universitaria, 14(1), e1087

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