Hace unos meses publiqué un artículo sobre la procrastinación y alguien me preguntó qué era lo contrario de procrastinar. «Ser un ‘cagaprisas», pensé inmediatamente acordándome de una palabra que utilizaba mi abuela y que, de niña, me hacía mucha gracia. Pero recordé que soy psicóloga y que mi respuesta no podía limitarse a soltar lo primero que me viniese a la cabeza. Así que le prometí que escribiría sobre precrastinar o esa urgencia por hacer y tachar cosas de nuestra lista de asuntos pendientes, aunque ello implique más tiempo y esfuerzo.
Procrastinación y precrastinación son los dos extremos, las dos polaridades, de un continuo. Y, como suele ocurrir con los extremos en todos los ámbitos, ambas pueden ser igual de contraproducentes si no encontramos un término medio. Ni el procrastinador es más vago, ni el precrastinador es más eficaz. En este último caso, no solo se llega a confundir lo urgente con lo importante, sino que también se pueden acabar tomando decisiones apresuradas o realizando esfuerzos que quizás no son tan necesarios y que pueden obstaculizar otras cuestiones más importantes.
Precrastinar para tener el control
Anticipar, adelantarse, precipitarse para evitar la incomodidad de tener cosas pendientes…
En un artículo publicado en The New York Times, el psicólogo estadounidense Adam Grant explicaba: «Si eres un precrastinador serio, avanzar es como una bocanada de oxígeno y aplazar es una agonía. Cuando llega una avalancha de correos electrónicos a tu bandeja de entrada y no los respondes al instante, sientes que tu vida se descontrola. Cuando tienes que dar un discurso el mes que viene, cada día que no trabajas en él te produce una sensación de vacío, como si un dementor [criatura que aparece en la saga de Harry Potter] estuviera succionando la alegría del aire que te rodea”.
Muchas personas tienen la imperiosa necesidad de realizar todo tipo de tareas de manera inmediata y antes de lo que se precisa. Así se libran de la incomodidad que supone tener asuntos pendientes. Incluso si ello implica mayor inversión de esfuerzo físico y/o mental.
Pablo es un precrastinador de manual. Contesta correos en cuanto los recibe, sin pararse a pensar demasiado en qué debe responder. Si al salir de la oficina se acuerda de que necesita manzanas, compra dos kilos y va cargado hasta su domicilio, aunque al lado de su casa tenga una frutería. Alguna vez, además, se ha quedado en números rojos por pagar algún impuesto en el momento en que ha recibido el aviso, sin detenerse a comprobar que tenía dos meses para hacerlo o que podía pagar en dos plazos.
El experimento de los cubos
David Rosenbaum, profesor de psicología de la Universidad de California, acuñó el término «precrastinación» en 1984 para referirse a esa necesidad de empezar una tarea inmediatamente y terminarla lo antes posible, aunque ello implique un esfuerzo adicional. Rosenbaum lideró nueve estudios similares con estudiantes universitarios. Se colocaron dos cubos en distintos puntos de un pasillo y se pidió a los estudiantes que eligieran uno de ellos y lo llevaran hasta el final de dicho pasillo. Los nueve experimentos variaron en el peso del contenido de los cubos y en el lugar donde se colocaron en relación con el punto de partida de los participantes (en la mayoría de los casos, uno de los dos recipientes estaba significativamente más cerca del punto de entrega que el otro.).
Teniendo en cuenta que se les especificó que debían hacerlo de la manera más eficiente y que les facilitase la tarea, los investigadores estaban seguros de que los estudiantes escogerían el cubo más cercano a la meta para cargarlo durante una distancia más corta. Sin embargo, para su sorpresa, sucedió todo lo contrario. Prefirieron el más cercano al punto de partida, lo que implicó realizar un mayor esfuerzo físico al tener que cargarlo durante más tiempo.
Cuando se preguntó a los participantes el porqué de su decisión, la respuesta más común fue que «querían terminar el trabajo cuanto antes».
Con posterioridad, otros investigadores han hecho experimentos similares y el resultado ha sido el mismo.
¿Por qué precrastinamos?
- El papel de la evolución. Una de las explicaciones podría tener que ver con la evolución. Si nuestros antepasados no cogían la fruta de un árbol en el momento en que la veían, lo más probable es que si regresaban luego ya no estuviese.
- Aligerar la memoria de trabajo. Completar las tareas de modo inmediato ayuda a liberar la memoria de trabajo, un tipo de memoria a corto plazo que se encarga del almacenamiento y la manipulación temporal de la información. Ejecutar una tarea en el momento implica no tener que recordar hacerla más tarde. Tras el experimento de los cubos, Rosenbaum explicó que, mentalmente, «es demasiado oneroso llevar una lista de pendientes en la mente, por lo que nos enfrascamos en conductas que nos permiten reducir esa carga cognitiva, incluso si ello significa hacer un esfuerzo mayor».
- Una sensación placentera. Tachar cosas de nuestra lista de asuntos pendientes es satisfactorio en sí mismo. Cada vez que completamos una tarea, se activa nuestro sistema de recompensa y nuestro cerebro tiene un subidón de dopamina. El problema está en que en la mayoría de las ocasiones, si esa lista es muy larga o estamos ante una tarea compleja vamos a dedicarnos a completar las tareas que requieran menos esfuerzo, sin pararnos a pensar si nos va quitar tiempo para lo importante o lo que es realmente necesario.
- Evitar la ansiedad. La prisa «por hacer» y el exigirnos realizar de forma urgente algo que en realidad no lo es puede llegar a generar mucha ansiedad. Y esta ansiedad anticipatoria que nos estamos provocando nosotros mismos hace que actuemos a destiempo, anticipando esfuerzos y recursos cuando aún no son necesarios. Pero este comportamiento no solo nos conecta con la necesidad de evitar la ansiedad. A menudo también resolvemos rápidamente para no sentirnos culpables.
- Percepción de control. Los precrastinadores sienten que necesitan tener el control de la situación, así que se ponen manos a la obra lo antes posible.
- La cultura de la inmediatez. El mundo y la sociedad en que vivimos ensalza la inmediatez. Queremos todo «para ayer” y eso contribuye a que la tendencia a actuar impulsivamente, y muchas veces de forma atropellada, sea cada vez más acusada. A menudo nos olvidamos de valorar aquello que requiere tiempo, cuidado y reflexión.
Rapidez y eficacia no siempre van unidos
Aunque precrastinar tiene mucha mejor fama que la procrastinación y tiende a verse como una característica de la gente eficaz, no siempre es así.
Uno de los motivos que llevan a las personas precrastinadoras a acabar cuanto antes, sobre todo en el ámbito laboral, es sentir que así son más productivas. Sin embargo, la realidad muestra que en su afán por terminar el trabajo en el mínimo tiempo posible también corren el riesgo de poner en peligro, precisamente, su eficacia.
En muchas ocasiones, al precrastrinar conseguimos justo lo contrario de lo que buscamos. Unas veces, acabamos enredándonos en actividades para las que podríamos encontrar un mejor hueco en otro momento. Otras, tenemos tanta prisa por completar una tarea cuanto antes, que terminamos teniendo que volver atrás para corregir errores que podríamos haber evitado. Eso sin contar con que el exceso de rapidez puede llevar a entregar trabajos incompletos o de baja calidad.
Así que, al final, terminamos confundiendo productividad y eficacia con mantenernos ocupados.
Por ejemplo, tengo que estudiar para un examen y justo antes de ponerme a ello me dedico a ordenar el escritorio, contesto un correo que me acaban de enviar, me acuerdo de que tengo la ropa tendida y me pongo a recogerla… Y así voy completando otras tareas que me parecen más urgentes y que «no me van a quitar mucho tiempo». De este modo, siento que soy productiva cuando lo que estoy haciendo en realidad es postergando lo realmente importante y alejándome de mi objetivo principal.
Es cierto que algunas veces tenemos que ser rápidos en la toma de decisiones y que hay imprevistos y urgencias que exigen una respuesta inmediata. Pero ser rápido no tiene por qué estar reñido con tener capacidad de análisis. Incluso en momentos de mucha presión, es imprescindible un mínimo de reflexión y concentración.
La importancia de tomarse un respiro y priorizar
A veces resulta beneficioso permitir que nuestra mente divague antes de ponernos con determinadas tareas, sobre todo si requieren creatividad. Por lo general, las primeras ideas que nos vienen a la cabeza son las más obvias, las que ya tuvieron otros antes. Si dejamos un espacio a nuestra mente para ‘volar’ es muy posible que nos venga alguna idea novedosa o, al menos, diferente.
Hacer pausas de vez en cuando ayuda a salir de esa visión de túnel que hace que solo veamos lo que tenemos delante, lo fácil. En vez de hacer y hacer sin parar, desconecta y tómate descansos breves para tener otras perspectivas.
Establece prioridades. Crea un calendario y planifica lo que tienes que hacer diferenciando lo urgente de lo importante. Si tienes una lista de tareas larga, trata de aligerarla. Elimina las que consideres innecesarias por agradables que sean, selecciona las que puedes delegar y observa también si hay alguna cuya carga puedas atenuar.
Divide las tareas importantes en otras más pequeñas. Así disfrutarás del placer de ir tachando de tu lista, te resultará más fácil corregir posibles errores y, poco a poco, irás acercándote a tu meta.
«Que la prisa por hacer no nos impida ser» (Nietzsche)
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