¿No soportas que hayan ascendido a un compañero en el trabajo cuando tú estabas mucho más preparado para ese puesto? ¿Piensas que no hay derecho a que ese amigo por el que tanto has hecho no te corresponda en la misma medida? Cuando la obsesión por la justicia domina nuestra vida y la buscamos incansablemente en todos los ámbitos de nuestra vida, lo que obtenemos en la mayoría de los casos es enfado, ansiedad y frustración. Dejarnos secuestrar por ese justiciero interiorizado puede hacernos más mal que bien e, incluso, llevarnos a conseguir lo contrario de lo que buscamos: ser nosotros los injustos.
La vida es injusta y un ejemplo clarísimo lo tenemos en la naturaleza. Las arañas comen moscas y eso no es justo para las moscas. Tampoco son justos los terremotos, las inundaciones o las enfermedades. En realidad, la justicia es un concepto inventado por los seres humanos para mejorar la convivencia. Y está muy bien. Pero, en beneficio de nuestra salud mental, tenemos que aceptar que muchas veces esa justicia que exigimos no va a darse. Siempre va a haber personas que trabajen menos que nosotros y cobren más y personas que nos den menos de lo que esperamos de ellas. Simplemente es así.
Solos contra el mundo
Aferrarme a la creencia de que las cosas tienen que ser como yo quiero que sean o que las personas tienen que compartir mi modo de conceptualizar lo que es justo o injusto solo me llevará a la frustración permanente, al estrés y a la infelicidad. Esta actitud no tiene tanto que ver con tener un alto sentido de la justicia como con las expectativas que he generado sobre los demás. Al no coincidir mis expectativas de los otros con su comportamiento, me siento incapaz de gestionar esa información contradictoria así que asumo que el otro está equivocado. El resultado es que acabo convirtiéndome en un cascarrabias y viéndome solo luchando contra el mundo. Porque la realidad es que las expectativas que ponemos en los otros son solo eso: expectativas.
También ocurre que cuando nos erigimos en justicieros y alguien nos defrauda, nos hiere o nos traiciona, sentimos unas ganas inmensas de vengarnos y hacérselo pagar de algún modo. Creemos que así haremos justicia. Nos negamos a abandonar la rabia porque sentimos que hacerlo es como si perdonásemos al otro y eso nos resulta inaceptable. Por supuesto que no es malo buscar justicia, pero nos perjudicará si la ponemos por encima de nuestro bienestar. No se trata de no defender nuestras opiniones o lo que consideramos justo, sino de trabajar en nuestra flexibilidad mental.
Como dice Anabel Gonzalez en su libro Lo bueno de tener un mal día, «pasarnos la vida peleando contra las injusticias, sentenciando lo que es justo e injusto o persiguiendo a quienes obran de forma ‘incorrecta’ no implica que vayamos a cambiar el mundo. Es más, es bastante probable que acabemos amargándonos nosotros y a quienes nos rodean».
Muchas personas se embarcan en interminables procesos judiciales o en conflictos permanentes porque no pueden permitir que el responsable se salga con la suya. Y a menudo, cegados por ese rencor, no se dan cuenta de que lo que hacen apenas afecta al otro, pero sí va destruyendo su propia vida y minando sus relaciones y su bienestar personal.
La falacia de justicia ¿Por qué a mí?
La falacia de justicia es una distorsión cognitiva que consiste en juzgar como injusto aquello que no coincide con nuestras creencias, acciones y expectativas. Creemos que el mundo es injusto y nos frustramos. Nos enfadamos con los demás por no ser como nosotros. Nos exasperamos y experimentamos intensos deseos de venganza ante conductas que consideramos incorrectas y reprochables. No soportamos que otros alcancen sus objetivos esforzándonos menos que nosotros.
«¿Por qué a mí?» es una expresión que define muy bien esta forma de pensar y que únicamente lleva a la persona a quedar inmovilizada por la frustración. Al instalarse en ese diálogo interno de queja y desidia, lo único que se obtiene es tristeza y abatimiento.
Los efectos de esta forma de ver las cosas pueden ir desde problemas para manejar la ira a frustración laboral y personal pasando por un aumento de la agresividad física y verbal hacia otras personas.
La falacia de justicia se refleja a menudo en frases como «Si apreciasen mi trabajo, me ascenderían antes que a ese compañero que acaba de llegar a la empresa» o «Si mi amigo me apreciase se preocuparía más por mí». Es tentador hacer suposiciones sobre cómo cambiarían las cosas si la gente se limitara «a jugar limpio» y nos valorara adecuadamente. Pero la realidad es que los demás rara vez van a ver las cosas de la misma forma que nosotros.
¿De dónde viene la obsesión por la justicia?
La rabia es una de las emociones que experimenta el niño desde su nacimiento. Surge del sentimiento de frustración cuando encuentra una discrepancia entre lo que espera o desea que pase y lo que sucede en realidad. Cuando las figuras de apego tienden a rechazar o castigar esas expresiones de enfado, es muy posible que el niño aprenda a ‘ser perfecto’ hasta el punto de desarrollar una preocupación excesiva por ser bueno y disciplinado. Con el tiempo ese querer ser bueno y hacerlo todo de modo impecable irá generalizándose hasta desembocar en una actitud crítica, perfeccionista y excesivamente disciplinada que en realidad oculta una necesidad imperiosa de obtener afecto y amor.
Muchas de estas personas, además, como no son capaces de sacar la rabia abiertamente, encuentran formas encubiertas de hacerlo. Por ejemplo, con críticas, acusaciones o reproches hacia los otros. Como están acostumbradas a que la expresión de rabia implique un castigo o la retirada de amor y reconocimiento por parte de las figuras de apego, encubren tan ‘negativa’ emoción con diferentes y rígidas estrategias morales como la defensa de la justicia por encima de la empatía o la comprensión del otro.
En el fondo, la rigidez que hay en esa necesidad de seguir reglas y normas (muchas veces autoimpuesta) no es más que una defensa, una forma de mantener el control y protegerse de la confusión y la frustración.
Bajo esa máscara de rigidez se oculta a menudo una persona sensible que no sabe cómo gestionar sus emociones y que percibe que van a apreciarle más por lo que hace y cómo lo hace que por lo que es. Y en su necesidad de mantener el control, de que todo sea justo y respete un orden (su orden), a veces consigue lo contrario. Se comporta de forma injusta con quienes le rodean, exigiendo más de lo debido o dando a ciertos hechos más importancia de la que tienen. Pero finalmente quien sale peor parada es ella misma porque esa incapacidad de darse el derecho a equivocarse y a ser libre la incapacita para la felicidad.
Si yo tengo la razón me pongo por encima
En esta obsesión por la justicia hay ganancias secundarias, casi siempre inconscientes, que contribuyen a perpetuar esta actitud.
- Cuando nos alteramos en pro de la justicia sentimos que nos respetan y que tenemos poder sobre los otros. Pero es un poder muy frágil porque hay muchas posibilidades de que los demás acaben por alejarse.
- Erigirme en defensor de la justicia y estar en posesión de la verdad absoluta me permite estar por encima de los demás y así olvidarme de mis carencias.
- Si el mundo es injusto conmigo está justificado que me apoye en la autocompasión en vez de responsabilizarme de mí mismo.
- Proporciona una excusa perfecta para justificar la propia pereza. «Si ellos no hacen nada, yo tampoco tengo que hacerlo».
- Creerme que tengo un concepto claro de la justicia implica que mis decisiones serán siempre justas.
- Tengo vía libre para manipular a los demás recordándoles que son injustos conmigo por no pensar o actuar como yo o por no llevar la cuenta exacta de todo lo que hago por ellos. Esta es, sin duda, una manera muy hábil de conseguir que se hagan las cosas a nuestra manera.
- Puedo justificar un comportamiento vengativo con la excusa de que solo busco que las cosas sean justas. Si lo correcto es devolver un favor, también lo será hacer pagar ‘una maldad’.
Hacernos cargo de nuestra propia vida
Exigir a los demás con la excusa de buscar justicia solo es una manera de evitar el hacernos cargo de nuestra propia vida. En vez de pensar que las cosas son injustas, reflexionemos sobre lo que realmente queremos y busquemos el modo de lograrlo, independientemente de lo que el resto del mundo quiera o haga.
- Observa tu enfado. Si no puedes evitar enojarte por aquello que consideras injusto, simplemente observa ese enfado y pregúntate: ¿Esa ira está cambiando tu entorno en algo más constructivo? ¿Descargándola sobre el otro vas a conseguir aquello que buscas?
- Toma conciencia de qué necesidades tuyas no están siendo atendidas. De este modo, en vez de centrarte en el ‘enemigo’, pondrás el foco en tu propia carencia. Una vez que consigas esto último, reflexiona sobre qué puedes hacer tú para cubrir esa necesidad de justicia.
- Aprende a diferenciar lo que deseas de lo que es injusto. Querer algo con todas tus fuerzas no va a aumentar las posibilidades de conseguirlo. Trata de cambiar expresiones como «Es una injusticia» por otras como «Me habría gustado…» o «Es una lástima que…». En vez de decir «Yo nunca te haría algo así» prueba con «Sé que eres diferente a mí, aunque ahora me resulte difícil aceptarlo».
- A veces las cosas pasan de un modo diferente al que esperamos. Si te ocurre, en vez utilizar esa circunstancia para instalarte en la queja aprovecha para buscar otras alternativas que te ayuden a conseguirlo la próxima vez. Lamentarte de lo injusto que es el destino contigo solo te servirá para atormentarte y alejarte de tus metas.
- Los demás tienen el mismo derecho que tú a opinar que su forma de pensar y actuar es la correcta. Cuanto antes lo asumas, menos chascos te llevarás y más tranquilo vivirás. Y, sobre todo, menos amigos perderás.
- El 50-50 es una fantasía. Deja de buscar el equilibrio perfecto en tus relaciones con los demás. Si eliges ser generoso con alguien no puedes frustrarte continuamente cuando no recibas lo que consideras que te corresponde. Ser generoso o amable es una elección personal. Si lo que recibes no te satisface, es tu responsabilidad decidir cambiar tu actitud con esa persona o seguir siendo como eres. Pero no puedes exigirle que te dé exactamente lo que tú le has dado. Unas veces darás el 70 por ciento y recibirás el 30 por ciento y otras serás tú quien recibas mucho más de lo que das.
- Exige menos y convence más. Cuando enarbolamos continuamente la bandera de la justicia para exigir que los demás hagan «lo que deben» lo más probable es que nos quedemos solos con nuestra bandera. En lugar de exigir, intenta convencer al otro. Puede que el resultado no sea completamente como esperabas, pero seguro que es mucho mejor que exigiendo. Y si de todas formas no obtienes lo que quieres recuerda que la otra persona tienen tanto derecho a negarse como tú a pedir.
- Antes de juzgar, observa. Cuando una persona triunfa, por ejemplo, quizás haya muchas cosas detrás que no has visto o que no conoces. Puedes elegir frustrarte con el éxito de los demás o aprender de él. Juzgar sin tener toda la información te llevará, precisamente, a ser tú quien cometa la injusticia.
- Trabaja en tu flexibilidad mental. Contempla otras posibilidades y trata de ponerte en el lugar de los demás. Aunque estés convencido de que solo tú tienes la razón prueba a ver esa misma circunstancia desde otras tres perspectivas diferentes. Si no eres capaz de hacerlo, comenta la situación y cómo te sientes con otra persona, a ser posible que piense de forma diferente a la tuya.
- Date permiso de equivocarte. Ser perfecto no te va a convertir en mejor persona ni cometer un error va a hacerte peor, así que relájate y permítete ser espontáneo de vez en cuando.
Antes de terminar os propongo una reflexión. Imaginad que un delincuente agrede a una mujer en el metro dejándola malherida y uno de vosotros presencia la escena. ¿Qué haríais?
Opción 1. Perseguir al agresor y retenerlo hasta que llegue la Policía. Al fin y al cabo, es lo que un ciudadano comprometido con la justicia debe hacer.
Opción 2. Atender a la mujer, llamar al 112 y permanecer a su lado hasta que llegue el personal sanitario.
A veces nos toca elegir entre justicia y humanidad.
Opción 2