Autoestima

El personaje principal de "Valeria" sufre el síndrome del impostor.

«Soy un fraude» o el síndrome del impostor (y cómo superarlo)

«Soy un fraude» o el síndrome del impostor (y cómo superarlo) 768 513 BELÉN PICADO

Valeria es el título de una serie de Netflix y que relata el día a día de una escritora treintañera. Ya en el primer capítulo, la protagonista descubre que su falta de inspiración podría estar relacionada con el síndrome del impostor. “Personas que viven atormentadas de descubrir en cualquier momento que no son tan inteligentes como parece”, lee Valeria (Diana Gómez) en internet mientras busca como recuperar el favor de las musas. Elisabeth Benavent, autora de los libros en los que se basa la serie, declaró en una entrevista que ella empezó a sufrirlo cuando sus libros comenzaron a venderse: “Pensaba: ‘Esto no puede ser, en realidad no me lo merezco; esto solo es una moda’. Soy un poco angustiosa y convivo con el síndrome del impostor todos los días. Comprendo muy bien a Valeria”.

De Victoria Abril a Michelle Obama

Os sorprendería saber cuántas personas sufren o han sufrido el síndrome del impostor. Según algunos estudios, siete de cada diez han pasado por ello alguna vez en su vida. Victoria Abril, una de nuestras actrices más internacionales, describe muy bien en qué consiste en una entrevista que le hicieron en 2017: “Hasta los 30 yo tenía el síndrome del impostor. Me levantaba pensando, ‘Dios mío, el día que España se despierte y se dé cuenta de que no soy ni guapa, ni alta, ni actriz, que no he estudiado, que lo único que hago es sobrevivir y avanzar como puedo…’. Vivía un poco angustiada en ese sentido”. Más recientemente, Penélope Cruz confesó en el programa de televisión El Hormiguero: «El primer día de los rodajes te juro que siempre creo que me van a echar».

Resulta curioso que personas admiradas y que son la personificación del éxito, tengan estos pensamientos, ¿verdad?. La mismísima Michelle Obama, ex Primera Dama de Estados Unidos y una abogada de gran prestigio, ha admitido sufrirlo. Y no solo ella. También empresarias de éxito, científicas, escritoras o actrices tan conocidas como Kate Winslet, Natalie Portman y Meryl Streep. Suele afectar en mayor medida a las mujeres, aunque algunos hombres también han pasado por ello. Es el caso del pianista británico James Rhodes o el primer hombre que pisó la Luna, Neil Armstrong.

Perfeccionismo y autoexigencia en exceso

Todos podemos experimentar inseguridad ante ciertos retos o en determinadas situaciones de nuestra vida, sobre todo si son nuevas. La diferencia está en que en el síndrome del impostor esa inseguridad es intensa y permanente y general un considerable malestar emocional.

Quienes lo sufren sienten que son un fraude, que no son lo suficientemente buenos. Creen que no merecen sus logros, que lo que han conseguido ha sido por un golpe de suerte y que la gente puede darse cuenta en cualquier momento. Por lo general, viven este problema en silencio, muchas veces por temor a las burlas o a que les acusen de ‘pecar de falsa modestia’. Sin embargo, esto no es así. Estas personas se sienten verdaderamente incómodas cuando reciben el reconocimiento y la valoración de otros porque son incapaces de internalizar sus éxitos.

Otras características que suelen compartir son el perfeccionismo, la autoexigencia, la autocrítica y el miedo al fracaso. La persona llega a invertir más horas de las necesarias en prepararse para algo que ya domina o puede dar respuestas vagas y evasivas por temor a no ser capaz de hacerlo perfecto. Este exceso de autoexigencia puede desembocar en estrés, ansiedad, trastornos del sueño o depresión, entre otros problemas.

Por otra parte, conviene saber que intentar ayudar a alguien con este problema insistiendo en reconocer sus méritos o diciéndole todo lo que hace bien y lo que ha conseguido puede generarle más angustia y aumentar su sensación de ser un fraude. Esto es así porque su problema no tiene tanto que ver con la validación externa, que habitualmente sí tienen (lo que pasa es que no acaban de creérsela), como con la falta de reconocimiento interno. Esta falta es tan acusada que la persona no puede ver con objetividad sus propios logros. Por ello, parte de la solución está en que sean ellos mismos quienes aprendan a verse objetivamente, con sus virtudes y limitaciones.

El síndrome del impostor afecta más a las mujeres.

‘Impostores’ en todos los ámbitos de la vida

Generalmente, afecta a profesionales que se mueven en áreas donde hay mucha competencia (laborales o académicas). La psicóloga Pauline Clance, que fue la primera en utilizar el término «síndrome del impostor» en 1978, cuenta que ella misma lo sufrió en la escuela. Con el tiempo se hizo profesora y vio que a muchos de sus alumnos también les ocurría.

En el terreno laboral, quienes tienen este patrón de comportamiento pueden ver muy limitadas sus posibilidades. Por ejemplo, es posible que no presenten su candidatura a un empleo para el que están plenamente capacitados o que no soliciten un ascenso por considerar que «no lo merecen».

Pero el síndrome del impostor también se produce en otros ámbitos, como el familiar, el social o el afectivo. En este último caso, la persona no comprende que pueda ser amada o deseada y vive atormentada por la posibilidad de que la abandonen en cualquier momento. Y esto puede llevar en ocasiones a evitar el compromiso o a implicarse de manera superficial, dando por hecho que, antes o después, su pareja la conocerá realmente y la dejará.

El alto precio de presionar a los niños por ser los mejores

Las dinámicas familiares que se establecen en la infancia tienen mucho que ver en la aparición del síndrome del impostor. En algunas familias, directa o indirectamente, se cataloga a los hijos como el torpe, el inteligente, el gracioso… Y esto influye en el modo en que el niño construye su autoconcepto, es decir, en cómo se ve a sí mismo. Esas etiquetas a menudo le acompañan hasta la edad adulta y luego es muy difícil desprenderse de ellas.

En otras ocasiones, hay una falta de refuerzo afectivo por parte de las figuras de apego que, además, presionan en exceso al niño para que sea el mejor en los estudios, el deporte, etc.  En esas familias son habituales frases del tipo «Tú puedes hacerlo mejor», «Un notable no es suficiente», «Tienes que esforzarte más»… El niño siente que nunca será lo suficientemente bueno para sus padres y, sin darse cuenta, irá haciendo suyas esas frases, convirtiéndolas en la voz de su juez interior. Estas ideas que nos tragamos sin digerir son los introyectos y juegan un papel muy importante en el desarrollo del síndrome del impostor. Poco a poco, vamos interiorizando la exigencia de los demás hasta que ese nivel de perfeccionismo deja de ser marcado desde el exterior y somos nosotros mismos quienes nos lo exigimos.

El síndrome del impostor también puede aparecer en la edad adulta como consecuencia de la parentalización. Cuando el niño se convierte en el cuidador y apoyo principal de sus figuras de apego, carga sobre sus hombros una responsabilidad imposible de asumir. Sin embargo, no atribuye esta dificultad a que es un niño y a que no puede cumplir las funciones de un adulto. Al contrario, siente que ha fallado a sus padres y que nunca será lo suficientemente bueno. Y en su subconsciente, la falta de apoyo y de refugio por parte de aquellos así se lo confirma. Ya de adulto, habrá interiorizado esa inseguridad y no importará el éxito que alcance y cuánto le feliciten. Siempre tendrá la sensación de no ser tan bueno, tan inteligente o tan válido y de no merecer lo bueno que le pase.

La presión excesiva puede provocar consecuencias muy negativas.

Cómo superar el síndrome del impostor

  • Cuando tengas pensamientos o sentimientos que te lleven a creer que eres un impostor o una impostora, escríbelos. Una vez que los hayas anotado, somételos a una evaluación realista. ¿Qué pruebas objetivas avalan dichos pensamientos?
  • Haz una lista con los logros que vas consiguiendo y revísala cuando el perfeccionismo o los pensamientos ‘impostores’ asomen en el horizonte.
  • Repasa tus fortalezas y tus debilidades. Aceptarse y asumir que no somos perfectos es un reto tan difícil como necesario.
  • Descubre la gama de grises porque no todo en la vida es blanco o negro. Unas veces merecerás que reconozcan tus logros y otras te tocará corregir lo que no has hecho bien. No eres perfecto, pero el resto del mundo tampoco lo somos.
  • Sincérate con alguien cercano en cuya opinión confíes y cuéntale qué te ocurre. Mantener un diálogo abierto sobre lo que te angustia te ayudará a relativizar. También te vendrá bien abrirte con alguien a quien respetes o admires a nivel académico o profesional. Enseguida te darás cuenta del gran número de ‘impostores’ que hay por ahí, incluso quienes menos te lo esperas.
  • Sé amable contigo mismo. Repito: Nadie es perfecto. Así que perdónate cuando cometas errores y felicítate cuando obtengas algún logro.
  • Agradece los halagos y punto. La próxima vez que alguien te felicite o te haga un cumplido, no te justifiques ni pongas una excusa. Simplemente, sonríe y da las gracias.
  • Comparte tu experiencia. Ayuda a otras personas con menos formación o experiencia y verás cuánto puedes aportar.

Y un último apunte: Recuerda que el verdadero impostor nunca sentirá ni admitirá que es un impostor.

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Lectura

Fugas o la ansiedad de estar vivo. El pianista británico James Rhodes habla en este libro sobre el síndrome del impostor. Confiesa que cada vez que se sube a un escenario, sobre todo en el inicio de sus giras, anticipa que el público va a darse cuenta de sus fallos y va a ver que no tiene suficiente talento para estar ahí.

El síndrome de la impostora. Elisabeth Cadoche y Anne de Montarlot tratan de responder a la pregunta ¿Por qué las mujeres siguen sin creer en ellas mismas?. Para ello, aportan estudios científicos en los que se ha analizado esa falta de confianza e incluyen testimonios de mujeres que la han sufrido, a pesar de ser exitosas en sus profesiones.

«He estado en las mesas y comités más poderosos que podáis imaginar. También en ONGs, fundaciones, multinacionales y cumbres del G-20. Tengo un asiento en la ONU. Os aseguro que nadie es tan brillante como aparenta.» (Michelle Obama)

La confianza ciega conlleva ciertos riesgos.

Confianza ciega: Los riesgos de confiar demasiado en los demás

Confianza ciega: Los riesgos de confiar demasiado en los demás 2560 1706 BELÉN PICADO

La confianza es necesaria. De hecho, es la base de nuestras habilidades sociales y de las relaciones que entablamos con las personas que nos rodean. Sin ella, viviríamos en una angustia permanente ante el temor de que nos engañaran. Ahora bien, confiar demasiado en los demás puede ser tan dañino como sospechar de todo y de todos.  Si eres de los que ‘practican’ la confianza ciega y siempre terminas decepcionándote, quizás sea hora de revisar en qué te basas al evaluar el grado de confiabilidad de quienes te rodean y de establecer nuevos criterios. ¿Cuánto tardas en dar por hecho que alguien es honesto? ¿En qué te basas para deducirlo? ¿Confías antes en una persona por lo que dice que por lo que hace?

Es cierto que el fallo no está en quien confía, sino en quien engaña, es desleal o manipula. Pero, como no podemos controlar el comportamiento de los demás, al menos aprendamos a seleccionar quien merece el regalo de nuestra confianza.

La confianza ciega puede ser tan perjudicial como la desconfianza total.

¿Hasta qué punto te guías por tus emociones y dejas la razón en un segundo plano?

Cuando depositamos nuestra confianza en alguien lo hacemos en dos dimensiones: la afectiva o emocional y la cognitiva. Por un lado, hacemos caso de las emociones que esa persona nos genera y, si nos lo “dice el corazón”, aceptamos que es digna de confianza. Luego, a esa dimensión emocional le añadimos pensamientos, creencias y juicios que nos ayudan a valorar, de forma más racional, si nuestro corazón va bien encaminado.

Sin embargo, la realidad es que muchas veces la influencia del plano afectivo es tan intenso, que nos limitamos a escuchar a nuestro corazón sin dar la oportunidad al cerebro a llevar a cabo su propia evaluación. Nos dejamos atrapar por las emociones hasta el punto de acabar viendo lo que queremos ver y no lo que está ocurriendo realmente.

Precisamente un estudio realizado por Maurice E. Schweitzer y Jennifer Dunn en la Universidad estadounidense de Pennsylvania  concluyó que las emociones positivas, como la felicidad, incrementan la confianza, mientras que las negativas, como la ira, la disminuyen.

A la hora de confiar en los demás, las emociones juegan un papel muy importante.

¿Cuánto tardas en dar por hecho que los demás son honestos?

Me resulta muy curioso cómo en el programa televisivo First Dates se dan casos en los que un participante, apenas unos momentos después de conocer a su cita,  ya destaca su «sinceridad». Muchas personas depositan su confianza en alguien solo unos minutos después de conocerlo. Y llegan a esta decisión observando algunos rasgos que, de forma irracional, asocian a la franqueza. Influye, por ejemplo, que la otra persona nos resulte atractiva, que se parezca a alguien que conocemos, que vista como nosotros o que coincida en alguna opinión sobre un tema en particular. Esto también ocurre a menudo en las aplicaciones de citas, donde a veces basta con intercambiar unos cuantos mensajes para concluir que quien está al otro lado de la pantalla es totalmente honesto.

Por supuesto, no se trata de desconfiar por norma, pero sí de mostrarse prudente. La confianza se cocina a fuego lento. No es fruto de un momento de iluminación, sino que va construyéndose con el tiempo. 

¿Te basta con escuchar a una persona para decidir que merece tu confianza?

Antes de lanzarte a presuponer que alguien merece tu confianza, observa si lo que dice es congruente con sus acciones. La fiabilidad se demuestra con hechos y no solo con palabras. Te dará pistas observar su conducta en diferentes ámbitos y conocer cómo establece relaciones con su entorno más cercano (amigos, familia, etc.). Por ejemplo, presta atención a cómo juzga y trata a los demás. Es habitual que quienes tienden a confiar en otros sean ellos mismos confiables. Al fin y al cabo, lo que vemos en los demás es solo una proyección de características que tienen que ver con nosotros.

Igualmente valioso te resultará ver cómo se desenvuelve esa persona cuando las cosas no salen como espera. Solemos revelar mucho de nosotros mismos cuando nos toca enfrentarnos a la frustración.

Para confiar en alguien observa que sus palabras son coherentes con sus acciones.

¿No solo tropiezas con la misma piedra varias veces, sino que te encariñas con ella?

Como decía al principio, la necesidad de creer en los demás es intrínseca a la naturaleza humana. Para no convertirnos en personas amargadas, lo mejor es partir de la base de que todo el mundo merece nuestra confianza mientras no demuestre lo contrario. Pero, ¿qué pasa cuando nos fallan?

Si un amigo me engaña, puedo perdonarle y darle otra oportunidad. Ahora bien, si después de varias decepciones sigo creyendo en él, hay algo que tengo que revisar. En este tipo de situaciones, la experiencia es nuestra mejor consejera, así que vamos a escucharla y convertir esos desengaños en aprendizajes. Tenemos derecho a protegernos y a poner límites y eso no nos convierte en malas personas.

Pasar por alto que una persona nos decepcione una y otra vez y empeñarnos en seguir confiando en ella, con la esperanza de que se convierta en el amigo o la pareja perfecta que hemos creado en nuestra imaginación, solo nos traerá amargura. Lo que hace este pensamiento mágico es encubrir unas carencias afectivas de las que, a veces, ni somos conscientes. Trabajar en nuestra propia autoestima es el primer paso para no caer en las trampas de la confianza ciega.

Así se crea la confianza

Desde el nacimiento hasta el año y medio aproximadamente, el bebé adquiere la sensación física de confianza a través de los cuidados de sus figuras de apego, sobre todo de la madre. Un niño con apego seguro que ve atendidas sus necesidades físicas y afectivas fortalecerá su capacidad de predecir y valorar hasta qué punto sus cuidadores, primero, y el resto de las personas, más tarde, son consistentes y confiables. Y no solo eso. Tendrá mayor facilidad para abrirse a los demás y le resultará más fácil explorar ambientes nuevos. 

Si los padres muestran indiferencia hacia su hijo o inconsistencia en sus cuidados (unas veces le cuidan y otras le ignoran), el crío puede desarrollar una desconfianza de base que le acompañará en las siguientes etapas de su crecimiento y en la edad adulta. O, por el contrario, confundir confianza con confianza ciega y mostrar una necesidad excesiva de creer, sin filtros, en cualquiera que le preste un poco de atención.

“Creer que los demás van a ser honestos porque yo lo soy es como pensar que un tigre no me va a comer porque soy vegetariano”

El complejo de superioridad oculta un complejo de inferioridad no superado.

Complejo de superioridad o cómo ocultar mi inseguridad

Complejo de superioridad o cómo ocultar mi inseguridad 1920 1216 BELÉN PICADO

Las abuelas son muy sabias y cada uno de los refranes que hemos heredado de ellas encierran grandes verdades. “Dime de qué presumes y te diré de qué careces” es un dicho popular que refleja con mucho acierto el concepto de complejo de superioridad. En realidad, y por mucho que estas personas traten de exteriorizar una confianza en sí mismas a toda prueba y el convencimiento de estar por encima del bien y del mal, esta falsa seguridad solo es un mecanismo de defensa al que recurren, a menudo inconscientemente, para ocultar una baja autoestima y un gran sufrimiento.

Complejo de inferioridad camuflado

Actitud arrogante y prepotente. Opinión excesivamente positiva sobre el valor y las habilidades de uno mismo. Preocupación por “el qué dirán”. Terror a perder el control. Tendencia a imponer sus propias reglas y a juzgar a los demás, pero con muy poca capacidad de autocrítica y de asumir los propios errores. Necesidad de sentirse admirados y convencimiento de que son objeto de envidia. Estas son algunas de las características que presentan las personas con complejo de superioridad.

A primera vista, podría parecer que se tienen en muy alta estima y son muy seguras de sí mismas. Sin embargo, esa seguridad se sostiene sobre una estructura tan frágil que bastaría un pequeño golpe de aire para venirse abajo. Y justo eso es lo que tratan de evitar.

Alfred Adler, psicólogo austríaco que acuñó el término “complejo de superioridad” a principios del siglo XX, lo explicaba como un mecanismo de defensa inconsciente al que se recurre en un intento de protegerse de un sentimiento de inferioridad sin superar. Estos sujetos sienten que son ellos contra el mundo y, si en algún momento se sienten acorralados, un instinto irracional de protección los llevará a atacar antes de que alguien pueda hacerles daño.

El complejo de superioridad intenta camuflar un sentimiento de inferioridad.

El niño necesita aceptación incondicional

Durante la infancia, a la vez que vamos forjando nuestra forma de ver el mundo, también asentamos el modo en que nos vemos a nosotros mismos y cómo nos relacionamos con los demás. En este proceso es crucial el tipo de relación con nuestras figuras de apego, generalmente los padres.  Un apego seguro, que conlleva un amor incondicional y un apoyo sin cortapisas, ayudará a que el niño interiorice que merece ser amado y aceptado, independientemente de sus fortalezas, limitaciones o logros.

Especialmente importante es la etapa entre los 5 y los 12 años, periodo en el que se busca una mayor validación en los adultos y en los iguales. Si el niño no recibe la aceptación que necesita y, en su lugar, obtiene la respuesta de no ser lo suficientemente válido es probable que desarrolle un sentimiento de inferioridad e inadecuación. En muchos casos, esta sensación puede convertirse en motivación para superarse. Sin embargo, cuando es muy intensa y se mantiene en el tiempo, es posible que el niño la oculte tras un acusado sentimiento de superioridad. Así compensará sus supuestas debilidades.

El niño puede ocultar un sentimiento de no ser válido tras un falsa imagen de superioridad.

¿Qué lleva a una persona a adoptar esta postura ante su entorno?

En algunas familias, uno de los padres presenta complejo de superioridad y el hijo adopta el mismo modelo de mecanismo de defensa, al no aprender otra manera de solucionar los conflictos. En otras, el niño crece en un ambiente en el que los adultos continuamente le estén comparando con otros críos dejándole siempre en una posición de inferioridad. Como respuesta, es posible que adopte una posición opuesta en un intento de neutralizar el dolor que le provoca la situación.

Asimismo, un niño que ha sido rechazado, humillado e insultado, sin que sus figuras de apoyo le hayan enseñado a defenderse de modo asertivo, puede desarrollar dos posturas extremas. Se somete y se sitúa en una situación de inferioridad… O crea su propia realidad en la que está por encima del resto y aprende a adoptar una posición de superioridad con la esperanza de que le dejen en paz y como un modo de hacer más llevadero un sufrimiento que le desborda.

Esta actitud arrogante también es propia de algunas personas que durante toda su vida han sido sometidas a una gran exigencia. Bien porque han tenido unas figuras de referencia inflexibles y autoritarias que han basado su educación en resaltar los errores más que en reforzar las virtudes; o bien porque han crecido en un ambiente en el que se les ha exigido estar siempre a “una altura” imposible de mantener. En estos casos, el temor a ser rechazado por no ser “suficiente” puede acabar transformando un profundo sentimiento de inferioridad en complejo de superioridad. Esta actitud generará rechazo en el entorno cercano y este rechazo, a su vez, aumentará el resentimiento, creándose un círculo difícil de romper.

Sanar al niño herido que se oculta tras ese complejo de superioridad

Generalmente, las personas con complejo de superioridad han creado un muro de tal magnitud para proteger su frágil autoestima que no son conscientes de que tengan ningún problema. Y mucho menos se plantean aceptar la ayuda de nadie. Cuando por fin la buscan es porque, o bien, su conducta les ha acarreado muchos problemas, especialmente en el terreno de las relaciones, o bien porque han acabado agotados de fingir y ya son incapaces de ocultarse a sí mismos el sufrimiento que están experimentando.

Una vez en terapia, el objetivo es sanar a ese niño herido que se oculta tras el complejo de superioridad. Reconocer ese dolor que subyace al enfado y al resentimiento, acogerlo y empatizar con él. Se trata de que la persona comprenda cómo ha llegado a este punto, asuma que es valiosa por sí misma, más allá de otros factores externos, y aprenda a relacionarse desde su propia esencia.

También se trabajará autoestima y asertividad como alternativas a una seguridad mal entendida. Todos tenemos fortalezas y puntos débiles. Ni las primeras nos hacen mejores que los demás, ni las limitaciones nos hacen peores. Mientras pongamos el foco en lo que otros tienen y nosotros no, nos distraeremos de lo verdaderamente importante: la búsqueda de nuestra propia autorrealización.

Iniciar un proceso de crecimiento personal contribuirá, además, a ajustar la autoexigencia con nosotros y con los demás y a adquirir las herramientas que en su momento no se obtuvieron.

Es necesario sanar al niño herido que se oculta tras ese complejo de superioridad.

Empatía y aceptación

Conocer el sufrimiento y las carencias que hay bajo esa capa de falsa arrogancia puede ayudar al entorno de una persona con complejo de superioridad a empatizar y comprenderla. De esta forma, podrá romperse el círculo que perpetúa el rechazo.

Asimismo, también les ayudará que nos olvidemos de la competitividad. Enzarzarnos en una carrera para ver quién es mejor en algo, solo activarán su necesidad de defenderse. Si nos olvidamos de tener la razón y adoptamos una actitud más conciliadora es posible que consigamos que nos muestre su lado más cercano y honesto.

Incluso podemos aprovechar nuestra relación con una persona con complejo de superioridad para conocernos mejor. Si, pese a nuestra mejor disposición, nos sorprende con una nueva altanería pongamos el foco sobre nosotros mismos. ¿Qué es exactamente lo que nos molesta tanto? ¿Tiene algo que ver con nosotros? Al fin y al cabo, si tenemos claro que no tenemos nada que demostrar, esa ilusoria superioridad no debería afectarnos.

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