Impotencia, rabia, tristeza, miedo, depresión, culpa son algunas de las emociones que pueden emerger si nos paramos a reflexionar sobre el cambio climático. Entonces, ¿por qué no nos movilizamos para evitar que la situación empeore y llegue a un punto de no retorno?
Una encuesta realizada por el Real Instituto Elcano refleja que la mayoría de los españoles piensa que el cambio climático es la principal amenaza del mundo e, incluso, se consideran insuficientes los compromisos institucionales y políticos actuales. Sin embargo, a nivel individual somos mucho menos conscientes de nuestra cuota de responsabilidad. Nos situamos en el papel de espectadores o víctimas, pero no en el de personas responsables de la evolución del cambio climático. ¿Por qué ocurre esto?
Negando nuestra responsabilidad
La negación es un mecanismo de defensa que puede resultar adaptativo en ciertas ocasiones. Por ejemplo, ante la muerte de un ser querido la negación al principio del proceso ofrece algo de tiempo para empezar a asumir su pérdida. Por lo que respecta al ámbito del medio ambiente, la perspectiva de un cambio irrevocable del clima a nivel global es lo suficientemente aterradora como para activar defensas emocionales como la negación. Si no asumo mi responsabilidad personal y la delego en gobiernos y multinacionales, me resultará más fácil eludir la ansiedad y el sentimiento de culpa.
A esto se une, en algunas ocasiones, cierto ‘optimismo irracional‘. Según esta creencia, la solución está en manos de los científicos que, tarde o temprano, encontrarán la forma de detener los efectos del calentamiento global sin que sea necesario que como individuos realicemos ningún cambio en nuestros comportamientos cotidianos ni en nuestro modo de vida.
El psicólogo y economista noruego Per Espen Stoknes habla de una «paradoja psicológica en el cambio climático«. Dicha paradoja establece que al mismo tiempo que cada vez hay más pruebas y más consenso entre los científicos de que el ser humano es el principal responsable del calentamiento del planeta, también disminuye la preocupación y el apoyo a las políticas ambientales más ambiciosas. O lo que es lo mismo, somos conscientes de la amenaza, pero no pasamos a la acción.
En otros casos se produce una sensación de indefensión ante algo “demasiado grande y complejo” que está fuera de nuestro control como individuos. Ejemplos ilustrativos son frases como “Si los científicos y los políticos no se ponen de acuerdo, menos puedo hacer yo” o “El hecho de que yo deje de utilizar el coche a diario no va a resolver los problemas de contaminación”.
El modo en que percibimos la naturaleza también afecta al grado de inquietud ante el cambio climático. Así, percibirla como caprichosa e impredecible se asocia a una menor preocupación: si los procesos naturales no responden a una lógica específica no merece la pena preocuparse por ellos dado que son incontrolables.
Mientras no asumamos cierto grado de responsabilidad, es muy poco probable una conducta proambiental. Atribuir el calentamiento global al comportamiento individual, en lugar de hacerlo a procesos industriales globales, ayuda a percibirlo como algo más controlable desde la acción individual. Esto implica percibir el problema de forma más grave, pero a la vez aumenta la capacidad de poner en marcha acciones para solucionarlo.
Percepción del riesgo
El cambio climático es un problema ambiental global y, en cierta medida, impersonal y eso dificulta que lo veamos como una amenaza inminente. Los riesgos que son personales, concretos e inmediatos tienden a generar una mayor percepción de riesgo e indignación. Sin embargo, los que no suponen una preocupación urgente para nosotros tienden a producir más indiferencia. ¿Os habéis fijado que a menudo en los medios de comunicación se transmite información sobre escenarios futuros (2050, en los próximos 20 años…)?
Según el premio Nobel Daniel Kahneman, autor del libro Pensar rápido, pensar despacio, “para que la gente se movilice por una causa ha de existir un componente emocional. Sea lo que sea, tiene que percibirse como respuesta a un asunto inminente y prominente, que sobresalga con fuerza propia sobre todos los demás».
El hecho de que el cambio climático se considere algo inevitable también influye en nuestra pasividad. Lo mismo que no saber con certeza cómo evolucionará en un futuro o que no tenga un origen concreto. Un incendio puede surgir por dejar una colilla mal apagada, por ejemplo. Pero el cambio climático es el resultado de una suma de malas actuaciones individuales y sociales.
Cuanto más cerca, más conciencia
Muchas de las informaciones que recibimos sobre el calentamiento global hacen referencia a lugares tan lejanos como el Ártico o la Antártida. Sin embargo, si ocurre una catástrofe natural o ecológica cerca de nosotros es mucho más probable que se produzcan movilizaciones. Es el caso de las numerosas concentraciones que han tenido lugar en Murcia desde que miles de peces aparecieron muertos en 2019 en el Mar Menor.
Según numerosos estudios, el apego al lugar, o vínculo afectivo que se establece entre las personas y el territorio que habitan, favorece la percepción del problema y tiene un efecto movilizador en las prácticas medioambientales. Asimismo, el modelo concéntrico de responsabilidad hacia los demás establece que se genera una responsabilidad más fuerte con aquellos que están física o afectivamente más cerca de nosotros.
Lo que está claro es que Tierra solo hay una y si seguimos mirando hacia otro lado acabaremos por cargarnos nuestro propio hogar. Como individuos todavía estamos a tiempo de hacer algo. Las pequeñas acciones son las que acaban generando los grandes cambios. Este es el mensaje que busca transmitir este cuento:
-Dime, ¿cuánto pesa un copo de nieve? -preguntó un gorrión a una paloma.
-Nada de nada, le contestó la paloma.
-Entonces, si es así debo contarte una historia, dijo el gorrión:
Estaba yo posado en la rama de un abeto, cerca de su tronco, cuando empezó a nevar. No era una fuerte nevada ni una ventisca furibunda. Nada de eso.
Nevaba como si fuera un sueño, sin nada de violencia. Y como yo no tenía nada mejor que hacer, me puse a contar los copos de nieve que se iban asentando sobre los tallitos de la rama en la que yo estaba. Los copos fueron exactamente 3.741.952. Al caer el siguiente copo de nieve sobre la rama que, como tú dices, pesaba nada de nada, la rama se quebró.
Dicho esto, el gorrión se alejó volando.
Y la paloma, toda una autoridad en la materia desde la época de Noé, quedó cavilando sobre lo que el gorrión le contara y al final se dijo:
-Tal vez esté faltando la voz de una sola persona más para que la solidaridad se abra camino en el mundo.