Emociones incomprendidas

Solo abrazando la tristeza y dejándola fluir esta irá diluyéndose hasta desaparecer.

Emociones incomprendidas: Por qué necesitamos abrazar la tristeza (y no huir de ella)

Emociones incomprendidas: Por qué necesitamos abrazar la tristeza (y no huir de ella) 1920 1280 BELÉN PICADO

«Venga, no pasa nada», «Tú eres fuerte y puedes con todo», «Al mal tiempo, buena cara»… Estar triste no está de moda. Muere un ser querido y nos ‘hipermedicamos’. Nos deja nuestra pareja y nos refugiamos en el alcohol. Tenemos un bajón y asaltamos el frigorífico o nos da por comprar una taza o un cuaderno de Mr. Wonderful para motivarnos… Todo sirve cuando se trata de anestesiarnos y cerrar la puerta a una emoción tan beneficiosa como necesaria. Todo menos abrazar la tristeza o llorar, no vaya a ser que si empezamos nos desbordemos y no podamos parar.

La tristeza es una de las emociones básicas que, junto al enfado, el miedo, el asco y la alegría, compartimos con el resto de seres humanos desde que nacemos. Y, como las demás, también es necesaria para un sano desarrollo emocional. Es normal y apropiado estar apenado ante una pérdida significativa  o cuando fracasamos en algo importante para nosotros. No tenemos que sentirnos culpables por estar afligidos ni obligados a sonreír siempre. No pasa nada si no podemos con todo. Aprender a regular nuestras emociones pasa por reivindicar y defender el derecho a estar triste, por aceptar la tristeza como algo inherente a la propia vida.

Es  verdad que la actitud ante la vida y ante la realidad que nos va tocando vivir influye en cómo nos sentimos. Pero igualmente importante es entender que no todo depende de uno mismo, que no siempre conseguiremos aquello que nos proponemos y que vamos a sufrir pérdidas a lo largo de nuestra vida que nos dolerán.

Sin embargo, en vez de detenernos a sentir, lo que hacemos habitualmente es rechazar esa sensación de pesadumbre y desasosiego, hasta el punto de bloquearla, unas veces negándola, otras anestesiándola, algunas cambiando el foco del malestar… No nos damos cuenta de que, por mucho que intentemos negarla, la tristeza seguirá ahí y cuanto más nos resistamos a aceptarla más probabilidades habrá de que se intensifique.

La tristeza es necesaria para un sano desarrollo emocional.

¿Por qué nos ponemos tristes?

Cuando se enciende una lucecita en el cuadro de instrumentos del coche lo normal es que prestemos atención porque sabemos que nos está avisando de que algo no marcha bien. Pues lo mismo ocurre con las emociones: son señales de que hay algo a lo que debemos atender. En el caso de la tristeza, nos prepara para iniciar un proceso que nos ayudará a superar pérdidas, desilusiones o fracasos.

Nos entristecemos cuando las personas, los lugares o incluso los objetos que nos importan están en peligro, sufren algún percance o los perdemos. También cuando no cumplimos nuestras propias expectativas y fracasamos en algo que nos importaba conseguir o  al sentirnos decepcionados con alguien. Cuando percibimos que estamos indefensos ante un hecho inesperado o creemos no tener recursos de afrontamiento suficientes. Ante el sentimiento de soledad. Ante el dolor crónico o  el diagnóstico de una enfermedad…

Otra circunstancia que puede generarnos pesar es compararnos con los demás y deducir que cualquiera es más feliz que nosotros. Esto ocurre especialmente con las redes sociales, que distorsionan de forma considerable nuestra visión de la realidad.

No es lo mismo tristeza que depresión

Estar triste no es estar deprimido. Ni enfermo. Una diferencia importante entre ambos conceptos es que la tristeza es una emoción y la depresión, una alteración del estado de ánimo. La tristeza que aparece en la depresión es intensa, más duradera y está asociada a otros síntomas como anhedonia (incapacidad de sentir placer), abulia (falta excesiva de energía y motivación), falta de concentración, desesperanza y problemas de sueño y/o de apetito, entre otros.

Precisamente uno de los motivos que llevan a intentar escapar de la tristeza es el temor a deprimirnos. Sin embargo, sentirse triste no significa, ni mucho menos, estar inevitablemente abocado a este trastorno mental. De hecho, una persona deprimida no siempre se muestra triste. Además, cuanto más la negamos  mayor es el riesgo de que se cronifique y sea más difícil gestionarla.

Por otra parte, mientras la tristeza aparece ante determinadas experiencias negativas, en la depresión no siempre hay un desencadenante claro, sino que puede ser el resultado de la interacción de varios factores (genéticos, neurobiológicos, ambientales…).

La importancia de validar la tristeza en los más pequeños

Cuántos padres se dejan la piel para que sus hijos no conozcan la frustración y sean constantemente felices, sin darse cuenta de que, de este modo, están consiguiendo justo lo contrario de lo que pretenden. Cuando un niño o una niña está triste hemos de acoger y validar su emoción. Si inmediatamente le compramos algo para que se alegre o le decimos frases como «No llores que te pones muy fea», «No es para tanto», o «Venga, que los chicos fuertes no lloran», aprenderá que estar triste no está bien. Y se acostumbrará a enterrar cualquier atisbo de este sentimiento por temor a que no le acepten.

En la película Del revés (Inside Out) se ve muy claramente el papel tan importante que juega la tristeza en las emociones de la pequeña protagonista: aunque la primera parte de la infancia de Riley ha estado ‘dirigida’ por Alegría, será Tristeza quien la ayude a recuperar el equilibrio emocional. Y también se muestra lo necesario y sanador que es el hecho de que los padres de Riley validen y acojan la tristeza de su hija.

Del revés (Inside Out)

Una emoción necesaria para conectar con los demás

Son muchos los beneficios que nos aporta la tristeza, entre ellos:

  • Ayuda a superar y asimilar las pérdidas. Cuando la tristeza aparece a consecuencia de una pérdida (la muerte de un ser querido, un despido laboral, una ruptura de pareja…) nos ayuda a reconstruirnos mental y emocionalmente y a adaptarnos a una nueva realidad sin aquello que ya no está. Pero para que cumpla su función adaptativa es necesario que la dejemos fluir y no bloqueemos el proceso recurriendo a fármacos, alcohol, etc.
  • Permite ahorrar energía. El sentimiento de aflicción, en general, ralentiza el funcionamiento de la persona sobre todo en lo referente a los procesos cognitivos y conductuales. De este modo se evita un derroche innecesario de energía. Al fin y al cabo, no tiene mucho sentido insistir en luchar contra una situación para la que no se dispone de recursos suficientes o que, sencillamente, no tiene solución.
  • Favorece la capacidad de reflexión, introspección y reparación. Entre sus funciones también está la de mantenernos a salvo y protegidos mientras recuperamos fuerzas. Según expresa Tim Lomas en su libro El poder positivo de las emociones negativas, «la tristeza es como la voz dulce y tranquilizadora de la enfermera, que nos calma para que podamos dormir y nos ordena que nos acostemos sanos y salvos hasta la llegada de los rayos de sol». Se trata de una emoción que permite conectar con las propias necesidades, centrar la atención en uno mismo y tomar así cierta distancia de situaciones que resultan dolorosas. Al practicar la introspección y replegamos sobre nosotros mismos es más fácil analizar qué está sucediendo, encajarlo en nuestra historia de vida y comprender por qué nos sentimos así. De este modo, podremos encontrar pensamientos alternativos, reorganizar nuestra conducta y adaptarla a la nueva situación.
  • Facilita las relaciones y conectar con los demás. Una de las formas en que la tristeza nos protege y ampara cuando somos más vulnerables es invitando a quienes nos rodean a cuidarnos. Necesitamos que nos acompañen en los momentos difíciles. Como seres sociales que somos, precisamos de la presencia, el apoyo y la ayuda de otros. La pena compartida genera una sensación de unión, comprensión y cariño. Por ejemplo, buscar apoyo y consuelo en nuestro entorno cuando hemos sufrido una pérdida refuerza el sentimiento de conexión y pertenencia, ayudando a mitigar el dolor y la sensación de soledad.
  • Permite ver con mayor claridad. Lomas dice que «las lágrimas de la tristeza son como la lluvia que limpia la tierra y ayuda a ver con más claridad el camino que queremos tomar». Un camino que quizás no habíamos visto antes de la pérdida o del desencadenante que dio lugar al sentimiento de aflicción. No es extraño que sea en los momentos más bajos cuando hayamos tenido algún tipo de ‘revelación’, como tomar conciencia de que nuestro jefe no es especialmente leal y justo con nosotros. O descubrir que alguien a quien considerábamos nuestro amigo es solo buen compañero cuando se trata de salir de fiesta.
  • Contribuye a revisar nuestra jerarquía de prioridades. La tristeza nos recuerda, desde una perspectiva más sensible y delicada, lo que realmente importa. Nos ayuda a valorar las cosas que tenemos en la vida y, a menudo, a cambiar nuestro orden de prioridades. Durante el confinamiento, por ejemplo, muchos nos dimos cuenta del valor que tenían detalles en los que antes de la pandemia no habíamos reparado, como un simple paseo o salir a tomar un café con un amigo.

La tristeza nos ayuda a conectar con los demás.

Reconciliarnos con nuestra tristeza

Aunque suene paradójico, solo permitiéndonos sentirla, la tristeza irá diluyéndose hasta desaparecer. Aprender a identificarla, hacerla consciente, aceptarla y expresarla es el mejor modo de convertirla en nuestra amiga y aliada.

  • Aprende a identificarla. A veces, para no conectar con el dolor de la tristeza tendemos a disfrazarla de enfado y no solo nos olvidamos de que sigue ahí, sino que obtenemos lo contrario de lo que necesitamos. Por ejemplo, si necesito consuelo, pero me muestro agresivo con quien puede proporcionármelo lo más probable es que esa persona, en vez de acercarse, se aleje. Así que el primer paso es determinar qué emoción estoy sintiendo. Generalmente, cuando estamos tristes experimentamos sensaciones físicas como un nudo en el estómago o en la garganta, opresión en el pecho, etc.
  • Permítete sentir la pena. Es necesario encontrar momentos para replegarse sobre uno mismo, aceptar y sostener esa aflicción y prestar atención al mensaje que nos está dando. Si escuchas lo que tiene que decirte tu tristeza y la dejas fluir acabará por diluirse y recuperarás el equilibrio.  Esforzarte por evitarla a toda costa y verla como un problema acabará conduciéndote a un eterno bucle de insatisfacción.
  • Deja espacio al llanto. Las lágrimas cumplen una función liberadora y también de comunicación con los demás. El llanto facilita que obtengamos la atención, el consuelo y el apoyo que necesitamos cuando la pena nos invade. Llorar calma, reduce los niveles de ansiedad, ayuda a respirar mejor y facilita la conexión con los demás.
  • Déjate abrazar. Como bien expresa Anabel González en su libro Lo bueno de tener un mal día, «nada diluye mejor la tristeza que el abrazo de alguien que está entendiendo cómo nos sentimos y nos transmite ‘estoy aquí’. En el fondo de la tristeza siempre hay una pérdida, y el encuentro profundo con otro ser humano es lo que realmente necesitamos para atenuar esa sensación». Michael Murphy, investigador en la Universidad Carnegie Mellon, en Pittsburgh (Estados Unidos) estudió qué pasaba cuando las personas con algún conflicto interpersonal recibían un abrazo ese mismo día. Curiosamente, al principio notaban menos las emociones positivas (y más las negativas) que quienes que no habían sido abrazados. Sin embargo, al día siguiente, los que habían recibido el abrazo iban sintiéndose cada vez mejor; cosa que no ocurría con los que no habían sido abrazados. Esto podría deberse a que cuando percibimos el apoyo de alguien cercano nos permitimos dar rienda suelta a nuestras emociones. De este modo, el malestar va desapareciendo y dejando paso a emociones positivas. Ocurre, por ejemplo,  cuando ante una pérdida importante tratamos de mantener el tipo y hacemos todo lo posible por contener las lágrimas; de pronto, alguien se acerca, nos abraza con cariño y no podemos hacer nada para contener el llanto. Al principio parece que notamos más la tristeza, pero luego sentimos cómo el malestar se ha suavizado (atenuado).

(Este texto forma parte de la serie Emociones Incomprendidas, que también incluye artículos sobre la envidia, la vergüenza y la ira)

Aprender a gestionar la ira contribuye a mejorar la autoestima.

Emociones incomprendidas: Cómo gestionar la ira para mejorar tu autoestima

Emociones incomprendidas: Cómo gestionar la ira para mejorar tu autoestima 2560 1707 BELÉN PICADO

La rabia emerge cuando nos vemos sometidos a situaciones que nos producen frustración, nos resultan aversivas, amenazan nuestra autoestima o en las que percibimos que algo o alguien podría hacernos daño. Sin embargo y pese a ser una emoción básica (junto a la alegría, la tristeza, el miedo y el asco), no tiene muy buena fama. En ocasiones no la aceptamos como parte de nosotros o, por el contrario, dejamos que se desboque. Y es que aprender a gestionar la ira no resulta nada fácil.

Se trata de una emoción que nos acompaña desde que nacemos (el bebé expresa su rabia mediante el llanto cuando no consigue satisfacer sus necesidades) y que, a lo largo de nuestro desarrollo, vamos aprendiendo a expresar y a regular. O, al menos, así debería ser. Aristóteles ya lo decía en el siglo IV a.C.: «Cualquiera puede enfadarse, eso es algo muy sencillo. Pero enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo correcto, eso, ciertamente, no resulta tan sencillo».

Según Lorraine Bilodeau, autora de varios libros sobre este tema, la ira «protege la identidad y la dignidad de una persona, ya que es un sentimiento natural y básico que se experimenta cuando alguien se percibe tratado de maneja injusta. Siendo utilizado de forma eficiente contribuye al fortalecimiento de una adecuada autoestima, ya que al expresar lo que se siente, se piensa y se necesita se establecen límites de contacto y la persona se autoafirma».

Evolutivamente, además, ha contribuido a la supervivencia de nuestra especie gracias a los cambios físicos que se producen en el organismo. Ante una posible amenaza y en cuestión de segundos, el cuerpo entero se prepara para luchar. Las glándulas suprarrenales y la tiroides segregan adrenalina y cortisol, lo que se siente como una descarga de energía que facilita que se corra más rápido o se tenga más fuerza. A la vez, se produce un aumento de la frecuencia cardiaca, la presión arterial y la tensión muscular.

Ante una posible amenaza y en cuestión de segundos, el cuerpo entero se prepara para luchar.

¿Por qué nos enfadamos?

Los motivos que llevan al enfado son muchos, pero siempre existe un factor común: la frustración. Generalmente, esta emoción aparece cuando:

  • Alguien no se comporta según nuestras expectativas.
  • Consideramos que ha habido intencionalidad ante algo que nos frustra. Imaginemos que pedimos dinero prestado a un amigo y se niega alegando que no dispone de esa suma. Si le creemos, experimentaremos frustración, pero no pasará de ahí. En cambio, si pensamos que nos miente y que tiene dinero de sobra pero no nos lo quiere prestar, la frustración se transformará en ira.
  • Sentimos que se han vulnerado nuestros derechos o los de otras personas.
  • No logramos un objetivo que nos hemos propuesto porque no contamos con los recursos necesarios o porque pensamos que alguien o algo nos lo ha impedido.
  • Consideramos que algunas de nuestras necesidades básicas no están siendo cubiertas (hambre, sed, cansancio…).
  • Necesitamos tapar otras emociones. Hay personas que no toleran la tristeza porque la ven como un signo de debilidad y a menudo, sin ni siquiera llegar a notarla, se van a la rabia de un modo más o menos automático. Algo parecido ocurre con el miedo: es mucho más fácil sentir ira que miedo. La rabia también proporciona una salida a la vergüenza: cuando experimentar vergüenza me parece inasumible, enfadarme me saca de ahí. En estos tres casos, el enfado se convierte en un mecanismo de defensa frente a emociones que no quiero o no me atrevo a mostrar.

La función adaptativa de la ira

Las principales funciones de la ira están relacionadas con la autoprotección, la regulación interna y la interacción social. La primera hace referencia tanto a la protección y defensa de la integridad propia o dignidad como a la protección de lo que valoramos como nuestro: desde nuestra familia a nuestras creencias, juicios y valores. Respecto a las funciones de regulación interna y de interacción social, la ira bien manejada nos permite establecer límites claros, afrontar conflictos con asertividad y construir relaciones sanas con quienes nos rodean.

A través de ella podemos mostrar al otro nuestro descontento cuando consideramos que no se han respetado nuestros derechos o nuestros límites. Además, al expresar lo que sentimos, pensamos y necesitamos, la rabia también contribuye a sentar las bases para una sana autoestima.

Aprender a enfadarse

En su libro La sabiduría de las emociones, Norberto Levy, establece tres fases a la hora de comunicar nuestro enfado:

  1. Descargar. Levy hace hincapié en la necesidad de liberar el excedente de energía que acumulamos cuando nos enfadamos, comparándolo con abrir la válvula en una olla a presión. Eso sí, una cosa es la acción de descarga y otra el ataque. La descarga es independiente de la presencia física del otro y su función es disminuir la tensión que produce la adrenalina acumulada en nuestro organismo. Cada uno podemos utilizar el modo que más se adecúe a nosotros, ya sea correr, hacer flexiones, gritar, bailar o, simplemente, salir a airearnos y a dar un paseo.
  2. Comunicar. Una vez que la adrenalina ha disminuido, es el momento de comunicar al otro el impacto que su acción ha producido en mí. Expongo la conducta sin juzgarla y expreso lo que siento. Sin descalificaciones, conclusiones, ni juicios acerca del otro ni del porqué de su conducta. Con esto, también estoy llevando a cabo un movimiento de descarga importante, en este caso emocional. Y, de paso, me empodero al asumir lo que siento.
    Es posible que piense que por decir cómo me siento estoy demostrando debilidad. Sin embargo, si no lo hago, el enfado tomará canales más disfuncionales. Por ejemplo, no explico a mi amiga que me ha molestado que haya llegado una hora tarde, pero me paso toda la cita quejándome de todo y criticando cualquier cosa que hace o dice.
  3. Propuesta de reparación. Después de exponer cómo me siento, formulo una propuesta para reparar esa situación y tratar de que el problema no vuelva a repetirse.

Sobre todo, conviene recordar que el enfado no es un fin en sí mismo sino un medio para resolver un problema.

el enfado no es un fin en sí mismo sino un medio para resolver un problema.

Pautas para aprender a gestionar la ira

Ya hemos dicho que la emoción de la ira nos acompaña desde que nacemos. Lo que no viene de serie y hay que aprender es a regularla. Mostrar nuestro enfado siendo respetuosos y sin herir a nadie es posible. Os doy algunas pautas para conseguirlo.

  • Entre el blanco y el negro hay muchos matices. El enfado se manifiesta con muchos niveles de intensidad, desde la irritación leve o  el fastidio hasta la furia, y conviene aprender a distinguirlos. Si tomas conciencia del momento en que estás empezando a experimentar un ligero enfado, te resultará más fácil intervenir antes de que la ira sea abrumadora.
  • Familiarízate con tus sensaciones físicas. Por lo general, la ira se acompaña de tensión muscular y en las mandíbulas, respiración entrecortada, pulso cardiaco acelerado, sensación de calor o de acumulación de energía, etc. Identificar tus propias sensaciones corporales te ayudará a regularte mejor e, incluso, a distinguir si algo o alguien te está provocando enfado antes de que la cosa vaya a más.
  • Apuesta por la creatividad. Puedes probar a canalizar y expresar tu ira con formas no verbales creativas y sanas: escribir, dibujar, pintar,  etc.
  • Muévete. El ejercicio físico puede servirte como válvula de escape para descargar ese exceso de energía generada por la parte más fisiológica de la ira.
  • Busca un modelo que imitar. Seguro que conoces a alguien que sabe mostrarse firme sin necesidad de atacar o saltar a la mínima. Fíjate en personas que tienen sus propias ideas y saben luchar por lo que quieren con flexibilidad y de manera proporcionada a la situación y conviértelas en tus referentes.
  • Reflexiona. En lugar de limitarte a dar rienda suelta a tu rabia, trata de entenderla. Puede ayudarte imaginar que estás observándote a ti mismo desde la distancia y con curiosidad. Pregúntate: ¿Por qué estás enfadado?. A veces, es fácil echar la culpa a las circunstancias o a otros por cómo nos sentimos cuando, en realidad, son nuestros propios pensamientos, percepciones y expectativas el combustible de nuestra ira.
  • Investiga. Averigua cuáles son los desencadenantes más comunes de tu rabia. Si encuentras los disparadores que te hacen saltar, serás más consciente de cuándo ocurren y más capaz de prevenir una reacción automática.
  • Entrena tu tolerancia a la frustración. Reconciliarnos con el fracaso y aceptar que a veces las cosas no salen como esperamos, ni todo el mundo piensa como nosotros, nos ayudará a no dejarnos llevar por la rabia tan fácilmente.
  • Practica la comunicación no violenta. Este tipo de comunicación favorece la empatía, el respeto y la colaboración. Además, permite resolver conflictos de forma asertiva y enseña, no solo a decir «no», sino también a aceptar el «no» de los demás.
  • Date permiso para enfadarte también con tus seres queridos. Cuando uno asocia enfadarse con pelearse y con el inicio de una escalada que va a ir directa a la ruptura del vínculo, lo más seguro es que se trague su rabia. Debajo de esta actitud hay ideas muy arraigadas, como «Si quieres a alguien no puedes estar en desacuerdo con él» o «Si expresas tu ira, dejarán de quererte». Estas creencias implican que el afecto y el enojo son excluyentes. Y es al revés. Según Levy, «una de las actitudes que más ayuda a que el enojo conduzca a un camino resolutivo es poder sentir y expresarlo con afecto».
  • Responsabilízate de tus emociones. A veces culpamos al otro de nuestro enfado sin darnos cuenta de que estamos depositando en él lo que no estamos preparados para asumir en nosotros. Si somos capaces de reconocer este mecanismo de proyección, serán menos las situaciones que nos generen malestar y los demás nos servirán de espejo para ver qué asuntos pendientes tenemos que resolver con nosotros mismos
  • Presta atención a las palabras. Cuando utilizas frases como «Me has hecho enfadar» estás dando al otro el poder sobre tu malestar (si esto fuera así, seguirías enfadado mientras el otro quisiera). Sin embargo, decir «Estoy enfadado por lo que ha ocurrido», te devuelve el poder.
  • Cuenta hasta diez. Cuando sientas que te estás enfadando mucho, cuenta despacio hasta diez (o hasta cien si hace falta), antes de decir o hacer algo que lamentes después. Date una vuelta, aléjate de la situación de manera temporal o pon en práctica alguna técnica de respiración para calmarte. Si tienes una relación, por ejemplo, podéis acordar una señal para que tu pareja no se sienta ignorada en el caso de que te retiras de la discusión durante unos minutos. Eso sí, es conveniente retomar la discusión más tarde, pero ya desde un punto más calmado.

Si te estás enfadando mucho cuenta hasta diez antes de decir o hacer algo que lamentes después.

  • Sana tu pasado. La ira puede aparecer porque ciertas situaciones del presente se interpretan o perciben desde el punto de vista del pasado. Imaginemos que me he citado con alguien para una reunión de trabajo y llega tarde porque ha encontrado atasco. Aun sabiendo que el retraso no ha sido intencional, ni para hacerme daño, yo me enfado muchísimo y anulo la reunión después de reclamar a la otra persona «su falta de seriedad». ¿Qué ha pasado ahí? Muy probablemente el enfado me ha conectado con una sensación de ser rechazada o ignorada que tiene su origen mucho más atrás. Mientras no entienda y procese lo que me ocurrió en el pasado, mantendré esas creencias y, con ellas, las reacciones desproporcionadas de ira.
  • Cuidado con los extremos. Permitirte exteriorizar tu ira no significa que la dejes suelta como un caballo desbocado. O que tengas que pelearte por todo y discutir cada vez que no estés de acuerdo con algo. Hay ocasiones en las que te tocará elegir entre tener la razón o tener paz. Ocasiones en las que te vendrá mejor no luchar, no porque no tengas la razón, sino porque no vale la pena o no te conviene.
  • Pide ayuda. Si no consigues expresar el enfado de una forma asertiva, bien porque no eres capaz de exteriorizarlo o bien porque no puedes evitar las explosiones de ira, consulta con un profesional. Si lo deseas, puedes ponerte en contacto conmigo y te ayudaré a gestionar tus emociones de un modo más adaptativo.

¿Y qué pasa cuando yo expreso bien mi enfado y el otro sigue contestando o reaccionando mal?

Aprender a expresar bien mi enfado no garantiza que el otro vaya a cambiar de acuerdo a mi deseo. Solo me asegura que no estoy echando más leña al fuego y que estoy creando las condiciones propicias para que el desacuerdo se resuelva.

A menudo, lo que suele ocurrir es que el cambio de actitud de uno se va contagiando al otro. Este capta esa nueva atmósfera emocional y aprende otra forma, más respetuosa y resolutiva, de expresar su propia ira. Ahora bien, también existe la posibilidad de que esto no ocurra y hay que contar con ello. En ese caso uno tiene la certeza de que ha actuado de la forma adecuada y, a partir de ahí, es más sencillo tomar la decisión que corresponda.

(Este texto forma parte de la serie Emociones Incomprendidas, que también incluye artículos sobre la envidia,  la vergüenza y la tristeza)

La emoción de la vergüenza cumple una importante función social.

Emociones incomprendidas: La función social de la vergüenza

Emociones incomprendidas: La función social de la vergüenza 1280 1352 BELÉN PICADO

Miedo, confusión, bloqueo, deseo de ser invisible… Son algunas de las sensaciones típicas de la vergüenza. ¿Quién no se ha dicho alguna vez “Tierra trágame” tras una metedura de pata, una caída tonta o una intervención desafortunada? Sin embargo, pese al malestar que podamos llegar a experimentar, también es importante reconocer el valor adaptativo y, especialmente, la función social de la vergüenza.

Todas las emociones son respuestas generadas por nuestro organismo para adaptarnos al entorno. En el caso de la vergüenza, cierta dosis es, incluso, una señal de salud mental. Hay patologías mentales entre cuyas características está la desinhibición de la conducta. En cuanto a los psicópatas, no experimentan vergüenza porque no han desarrollado la capacidad de empatizar ni conectar con los demás. Así que sentir un poco de vergüenza, después de todo, no está tan mal…

Mecanismo de regulación social

La vergüenza es una emoción autoconsciente. Esto significa que aparece cuando hago una valoración negativa de mí mismo al considerar que he incumplido, o podría llegar a incumplir, una norma social o personal, con el consiguiente riesgo de ser rechazado. Siento que hay algo en mí que no es aceptable y, por tanto, debo ocultarlo, bien ocultándome yo o bien mostrándome de una forma socialmente aceptable. Por lo tanto, cumple una poderosa función de regulación social. Como mamíferos que somos, estamos programados para buscar la aprobación y el apoyo del grupo. Lo que hace la vergüenza es ayudarnos a evitar la experiencia de sentir el ‘rechazo de la manada’

El propósito de esta emoción es, entonces, ayudarnos a cumplir las expectativas sociales, de forma que seamos aceptados por el grupo, favoreciendo, de paso, nuestro sentimiento de pertenencia. En su modo más funcional, la vergüenza es una forma sana de proteger nuestra imagen ante los demás y mantener nuestros vínculos sociales.

La vergüenza nos ayuda a mantener los vínculos sociales.

Por ejemplo, Manolo sale por primera vez con un grupo del que le gustaría formar parte y en un momento dado, todos proponen ir a un restaurante determinado. Él preferiría ir a otro sitio, pero por corte y como parece ser el único que piensa diferente, opta por no decir nada y sumarse al plan. En este caso, la vergüenza está funcionando como mecanismo de adaptación al grupo.

Os pongo otro ejemplo de vergüenza adaptativa. Tengo que hacer una exposición en clase, pero no me la preparo lo suficiente y el resultado es una nota baja y una llamada de atención del profesor. Eso me hace sentir cierto bochorno, no solo porque he sido sancionada socialmente, sino también porque siento que me he fallado a mí misma. Así que este sentimiento, aunque desagradable, me lleva a mejorar mis siguientes intervenciones.

¿Cuándo se convierte en desadaptativa?

Cuando es adaptativa, la vergüenza nos ayuda a corregir conductas y actitudes social o personalmente mal vistas, protege nuestra conexión con los demás y previene el aislamiento social.

Entonces, ¿cuándo se vuelve patológica? Volviendo al ejemplo de Manolo, su vergüenza puede convertirse en desadaptativa si generaliza esa forma de actuar a otros ámbitos, empieza a creer que es menos válido que los demás y la emoción le desborda hasta el punto de interferir en su día a día. A estas situaciones suelen acompañarles mensajes del tipo “No valgo nada”, “Da igual lo que diga porque no les va a interesar y se van a reír de mí”, “Sé que si lo intento voy a hacer el ridículo”, “Nunca seré tan inteligente o tan abierto o tan simpático como ellos”… Todas estas frases recogen el sentimiento de no ser digno, de no ser aceptado o de ser enjuiciado.

Cómo se desarrolla la vergüenza

Antes de los 3 ó 4 años, los niños no sienten vergüenza porque aún no han desarrollado el pensamiento social. Es a partir de esa edad, una vez que adquieren conciencia de sí mismos, cuando ya tienen la capacidad de experimentar esta emoción. Aprenderán entonces que también existe el mundo del otro, comenzarán a notar su mirada y, en consecuencia, empezarán a verse reflejados en ella.

Como explica el psicólogo Manuel Hernández, “al regañar a sus hijos, la mayoría de las veces de forma controlada, los padres les generan una sensación de vergüenza y malestar con el fin de educarlos y evitar conductas peligrosas o inapropiadas”. Cuando hay un apego seguro estas «rupturas momentáneas del vínculo de apego son sanas y permiten un aprendizaje y una autonomía del niño, que aprenderá paulatinamente a regularse por sí mismo en el ámbito social en ausencia de sus cuidadores”.

Este tipo de intercambios entre padres e hijos son necesarios para que estos adquieran autocontrol y aprendan a modular tanto su conducta como sus emociones.

Los niños empiezan a sentir vergüenza sobre los 3 ó 4 años.

Reconcíliate con tu vergüenza

La clave para gestionar y aprovechar la función adaptativa de esta emoción es aceptarla y escucharla:

  • Escucha a tu avergonzador interno. A menudo el sentimiento de vergüenza es el resultado del enfrentamiento entre dos partes de nosotros mismos: nuestro ‘yo avergonzado’ y nuestro ‘yo avergonzador’. Presta atención a este último. ¿Cómo es? ¿Qué le dice a tu ‘yo avergonzado’? ¿Le informa de que se ha equivocado de forma cuidadosa para que aprenda de sus errores? ¿O le ridiculiza y le hace sentir indigno? Si estás atento, la vergüenza puede ser una alarma infalible que te indique cuándo toca reequilibrar algo respecto a tu relación con los demás. Tú puedes enseñar a tu avergonzador interno a sustituir el modo ‘examinador’ por el modo ‘colaborador’.
  • Mírate desde fuera. Si hay algo en particular que te da vergüenza, imagina que le ocurre a otra persona. ¿La juzgarías del mismo modo en que te juzgas tú? Si no nos avergonzamos de alguien a quien le ha pasado lo que a nosotros o que se siente como nosotros, tampoco deberíamos avergonzarnos de nosotros mismos, ¿no crees?
  • Cultiva la empatía. Si admito ante alguien un hecho o un aspecto de mí que me causa pudor y recibo de ese interlocutor un “A mí también me pasa”, es muy probable que mi malestar desaparezca o, al menos, se reduzca bastante. Para Brené Brown, profesora e investigadora estadounidense, la empatía es el antídoto de la vergüenza. En su charla TED Escuchar a la vergüenza lo explicó así: “Si ponemos la vergüenza en una placa de Petri (recipiente utilizado en los laboratorios para cultivar microorganismos), se necesitan tres cosas para que la vergüenza se desarrolle de forma exponencial: secretismo, silencio y juicio. Si se pone la misma cantidad de vergüenza en una placa de Petri y se rocía con empatía, la vergüenza no puede sobrevivir”.
  • Abraza tu vulnerabilidad. En una investigación sobre los conceptos de ‘vergüenza’ y ‘conexión’, Brené Brown encontró que las personas que aceptaban su vulnerabilidad y sus imperfecciones sentían menos vergüenza y les resultaba menos esfuerzo conectar con otros. Cuando levanto un muro de aparente seguridad para que nadie pueda ver mis debilidades ni adivinar mi vergüenza puede que a corto plazo ese muro me proteja. Sin embargo, también me aislará y me alejará de los demás.
  • Exponte gradualmente. La vergüenza es algo natural que puede sentir todo el mundo. No temas experimentarla. Hazlo poco a poco. Comienza exponiéndote a las situaciones que menos vergüenza te den hasta finalizar con las que más embarazo te causen. Por ejemplo, si sueles arreglarte mucho porque crees que te rechazarán si te muestras al natural o porque tú mismo (o tú misma) te avergüenzas de alguna parte de tu aspecto físico, prueba a presentarte sin arreglar delante de una persona de confianza. Aunque al principio sientas algo de vértigo, experimentarás que esa otra cara también es aceptable para los demás.

Hablar en público puede generar mucha vergüenza.

  • Busca un entorno seguro. Cuando vamos a empezar a exponernos, es muy importante encontrar un contexto seguro y apropiado, donde nos sintamos protegidos y donde nos acepten sin juzgarnos. Todos necesitamos formar parte de un grupo que nos acoja con nuestras luces y nuestras sombras y en el que podamos ser nosotros mismos. Sin tener que ocultar aspectos claves de nuestra personalidad o aparentar lo que no somos solo para ser aceptados.
  • Pide ayuda. Si la vergüenza te limita y hace que no puedas desempeñar tus actividades del día a día con normalidad pide ayuda profesional. Un psicólogo puede proporcionarte ese entorno seguro que necesitarás para exponerte y te acompañará en la reparación de tus heridas emocionales.

(Este texto forma parte de la serie Emociones Incomprendidas, que también incluye artículos sobre la envidia, la ira y la tristeza)

La envidia también tiene un lado positivo

Emociones incomprendidas: El lado positivo de la envidia

Emociones incomprendidas: El lado positivo de la envidia 1536 2048 BELÉN PICADO

Todas las emociones, incluso las más desagradables, tienen un valor adaptativo y son necesarias para nuestro crecimiento como personas. Y lo peor que podemos hacer es rechazarlas, amordazarlas y no permitirnos expresarlas. Muy al contrario, es mucho más útil y beneficioso aprender a interpretar los mensajes que nos dan. Precisamente, de las emociones que menos nos gustan, la envidia es una de las que peor fama tienen. Pero, ¿puede haber un lado positivo de la envidia?

La envidia es una de las emociones más denostadas socialmente. De hecho, cuando la experimentamos no solo se la ocultamos a los demás, sino también a nosotros mismos. Pero, por mucho que nos empeñemos en asegurar que nosotros no somos envidiosos, lo cierto es que nadie se libra. La envidia es una emoción universal que nos afecta a todos en algún momento de nuestra vida. Solo se diferencia de unos a otros en su intensidad y frecuencia.

La envidia nos habla de deseos insatisfechos

Norberto Levy, en su libro La sabiduría de las emociones la compara con un “rayo que irrumpe y deja al descubierto una necesidad o un deseo profundo insatisfecho, que ha sido anestesiado, en la mayoría de los casos, por la cantidad de frustración que produce”.

Para que la envidia asome suelen darse tres circunstancias:

  • Alguien ha conseguido algo que yo no tengo, pero que anhelo.
  • Creo que no tengo ni tendré los recursos necesarios para obtener aquello que deseo.
  • Además, no cuento con un número suficiente de deseos satisfechos y disfrutados, como para equilibrar el malestar que me producen los no realizados.

La envidia nos habla de deseos insatisfechos

Ahora imaginad esta conversación entre dos amigas:

-Elena: ¡Qué alegría verte! Llevas un mes desaparecida…

-Sonia: ¡Pues la verdad es que estoy contentísima! Conocí a un chico justo hace un mes en una fiesta y estoy encantada. Fíjate, que la semana que viene nos vamos de viaje juntos… 

-Elena: ¿Hace dos meses que te separaste y has iniciado una relación nueva? ¿No vas demasiado deprisa? Mira que estas relaciones que empiezan de forma tan intensa acaban muy fácilmente…

Cuando anhelo algo y no lo tengo, no estoy todo el tiempo pensando en ello… hasta que aparece alguien que sí lo ha conseguido. En el momento en que Elena se entera de la nueva relación de Sonia, se conecta con su carencia: ella también querría tener una pareja. Y junto a este deseo no satisfecho es posible que asomen otros que tampoco han sido realizados. Si son muchos y significativos, la percepción de carencia será más intensa y dolorosa.

Si, además, Elena no tiene conciencia de sus propios deseos no satisfechos, el dolor se convertirá en enfado hacia Sonia. Por ejemplo, puede creer que su amiga le ha hecho partícipe de su felicidad para fastidiarla y defenderse con comentarios hirientes o descalificaciones.

Por tanto, un modo de no quedarnos enganchados al impulso de dañar al otro por tener lo que nosotros ansiamos, es tomar conciencia de eso que nos falta.

Carencia e inferioridad

Al principio del artículo os decía que todas las emociones, por desagradables e incómodas que nos parezcan, cumplen una función adaptativa. En el caso de la envidia, sirve como señal para identificar un deseo insatisfecho. En lugar de rechazar esa punzada de malestar, será mucho más útil tomar conciencia de ello, permitirnos sentirlo y preguntarnos: ¿Qué deseo insatisfecho puedo descubrir a partir de ese malestar que siento? Y será así como empecemos a vislumbrar el lado positivo de la envidia.

En el ejemplo que os he puesto de las dos amigas, si Elena toma conciencia de su carencia conseguirá experimentar con mayor claridad la doble reacción que el logro de Sonia genera en ella. Por un lado, podrá alegrarse sinceramente por su amiga y, a la vez, permitirse sentir tristeza al recordar su anhelo no realizado de tener una pareja.

Uno de los impedimentos para que se dé esta toma de conciencia es la confusión entre los conceptos de carencia e inferioridad. Hay personas que viven el hecho de no tener lo que el otro ha logrado como una prueba de su inferioridad (con el consiguiente sentimiento de humillación), en vez de verlo como el reconocimiento doloroso de un estado transitorio de carencia. Solo cuando consigamos deshacer esta confusión podremos atrevernos a dar salida a ese malestar que, de mantenerlo aprisionado, nos generará más sufrimiento.

Cuando no soy capaz de integrar la alegría por lo que tiene el otro y el pesar por no haberlo conseguido yo es posible que me empeñe en amordazar esa parte que me recuerda lo que me falta, a la vez que me sentiré culpable por pensar y sentir algo “que no debería”. Sin embargo, el dolor seguirá ahí y, como el río que busca su cauce llevándose por delante cualquier obstáculo que haya en su camino, acabará manifestándose. Unas veces lo hará en forma de emociones dolorosas (tristeza por no tener lo que tiene el otro, ira hacia quien tiene más suerte o culpa por sentir envidia); otras, a través de quejas continuas y adoptando el rol de víctima; y otras, obsesionándonos con la persona objeto de nuestra envidia.

Para aprender de la envidia es necesario ser capaces de reconocer la alegría por el logro del otro a la vez que el dolor por nuestra carencia.

Encontrar el lado positivo de la envidia para crecer como personas

Es inevitable que en la vida pasemos por situaciones en las que experimentemos envidia y, con ella, cierto grado de malestar. ¿Cómo podemos aprovechar estos momentos para crecer como personas?

  • Cuando sientas ese malestar identifica el deseo no satisfecho con el que has contactado. Una vez que lo hayas descubierto, estarás en mejores condiciones de comprender y legitimar tu dolor. Habrás contactado con el lado positivo de la envidia.
  • Pregúntate por qué no has logrado realizar ese deseo en particular. La respuesta que te des te hará ver lo importante que es tu propia autovaloración. Volviendo al ejemplo de Elena, ella puede pensar: “No estoy enamorada, tal vez porque aún no ha llegado mi momento, pero estoy preparada”. O, por lo contrario, puede decirse: “No estoy enamorada porque ningún hombre que merezca la pena se va a interesar en mí. Mejor me olvido de estos absurdos deseos…”. En ambos casos, la carencia es la misma. La diferencia está en la actitud. Creer que se tienen los recursos necesarios para alcanzar un logro, ayudará a la persona a disminuir y hacer más soportable el dolor. En cambio, cuando la autoevaluación es descalificadora, esa actitud multiplica hasta el infinito la aflicción ante el desequilibrio.

A más envidia, menos autoestima.

  • Si concluyes que no has conseguido lo que deseas porque “no sirves”, el problema ya no está en la envidia sino en esa creencia. Así que agradece a la envidia que te haya conducido hasta aquí y deja que pase a un segundo plano. Ahora te toca explorar esos deseos insatisfechos y revisar los recursos psicológicos con que cuentas para alcanzarlos.
  • Trabaja en tu propia autoestima, ya que es inversamente proporcional a la envidia. A más envidia menos autoestima y peor capacidad de gestión emocional. Cuando no nos sentimos bien con nosotros mismos, tendemos a compararnos con los demás y en esa comparación siempre salimos perdiendo.
  • Transforma la envidia en admiración. Si bien en ambos casos reconozco que la otra persona posee algo que yo valoro y quisiera tener, la diferencia estriba en que en la envidia me obsesiono con lo que me falta (y no veo más allá), mientras que en la admiración el desequilibrio no me genera dolor porque la persona admirada funciona como un elemento de motivación para que yo también pueda conseguir lo que deseo.

Si te interesa

Un libro

La sabiduría de las emociones. Este post se basa en la visión que Norberto Levy plasma en este libro sobre el valor adaptativo de las emociones consideradas conflictivas. Según explica el psiquiatra argentino en la introducción, “del mismo modo que las luces del tablero de mandos del automóvil se encienden e indican que ha subido la temperatura o queda poco combustible, cada emoción es una luz de tonalidad específica que se enciende e indica que existe un problema a resolver”.

(Este texto forma parte de la serie Emociones Incomprendidas, que también incluye artículos sobre la vergüenza, la ira y la tristeza)

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