Todos hemos mentido alguna vez. Puede ser una mentira pequeña e inofensiva: cuando alguien nos llama mientras estamos tirados en el sofá y soltamos, casi sin pensar, “me pillaste en medio de algo, te llamo luego”. O una exageración contada en una cena para resultar más interesantes. O incluso una negación automática ante una pregunta incómoda, aunque sepamos que la respuesta real es otra. Entonces, ¿por qué mentimos? De entrada, podríamos decir: por egoísmo, por miedo, por interés… Pero los motivos son más complejos.
No es solo una impresión: algunos estudios estiman que la mayoría de las personas mienten una o dos veces al día, y que en torno al 60% de los adultos dice al menos una mentira en una conversación de diez minutos. No lo solemos percibir así porque muchos de esos engaños son pequeños, sociales o automáticos, pero existen y forman parte de nuestra vida cotidiana.
Pero antes de entrar en los motivos psicológicos que nos llevan a ocultar o distorsionar la verdad, vamos a hacer un breve viaje histórico. Al fin y al cabo, mentir es una cuestión profundamente humana cuya visión ha ido cambiando a lo largo del tiempo.
La mentira a lo largo de la historia
La mentira acompaña a las sociedades humanas desde sus orígenes y, según la época, se ha mirado con ojos distintos. Hubo un tiempo en que la prioridad era preservar el orden: el Código de Hammurabi (hacia el año 1750 a.C.) incluía artículos que castigaban el falso testimonio con penas muy severas (en causas graves, incluso con la muerte).
En Grecia entró en juego la filosofía. Platón admitía la posibilidad de una “mentira noble” si servía al bien común —por ejemplo, para mantener la cohesión de la polis—; eso sí, reservada a los gobernantes. Aristóteles, por su parte, defendió la veracidad como virtud práctica y advirtió del desgaste que el engaño produce en el carácter. No toda falsedad se valoraba igual, pero la preocupación por sus efectos sobre la comunidad estaba muy presente.
Con el cristianismo el foco se puso en lo moral. Para San Agustín, mentir era pecado en cualquier caso, incluso si parecía evitar un mal mayor. Tomás de Aquino, sin embargo, introdujo algunos matices distinguiendo entre mentiras dañinas, piadosas y jocosas, sin absolver del todo ninguna, porque todas se alejaban de la verdad como bien.
Ya en el Renacimiento, Maquiavelo desplazó el debate a la eficacia política: si el poder exige cierto engaño, el gobernante debe saber usarlo. Durante la Ilustración, en el siglo XVIII, Kant defendió desde la ética del deber que mentir está mal, aunque parezca traer buenos resultados, porque quiebra la confianza que sostiene la vida en común.
En los siglos XIX y XX, el interés en la mentira dejó de ser principalmente moral y pasó a centrarse en cómo opera en la mente y en la vida social, con aportaciones de la psicología, la sociología y, más tarde, de la neurociencia. La psicología describió mecanismos de defensa que distorsionan la realidad para proteger la identidad, y la investigación cognitiva mostró que mentir exige más control y memoria que decir la verdad. Desde ahí, la mentira empezó a verse menos como “maldad” y más como un modo de regular emociones y salvaguardar la propia imagen, aunque ese esfuerzo tenga un coste.
En el siglo XX, además, se vio con claridad que la propaganda y las medias verdades (información sesgada) podían moldear la opinión pública, y eso abrió debates sobre responsabilidad, límites éticos y uso del lenguaje.
En resumen: la mentira ha sido crimen, pecado, estrategia o recurso psicológico según el momento histórico. Entenderlo así ayuda a pasar del juicio rápido a la comprensión: ¿qué función cumple hoy en nuestra vida?
En resumen: la mentira ha sido crimen, pecado, estrategia o recurso psicológico según el momento histórico. Entenderlo así ayuda a pasar del juicio rápido a intentar comprender su función en nuestra vida.

«Alegoría de la mentira», Salvator Rosa (1615–1673).
¿Para qué mentimos? La función psicológica de la mentira
La mentira no surge porque sí. Tiene una función psicológica, consciente o inconsciente, que explica por qué la utilizamos incluso cuando no parece haber un motivo claro (no son compartimentos estancos; en una misma mentira pueden convivir varias funciones).
- Para protegernos. Una de las razones más frecuentes es la autoprotección. Mentimos para evitar un conflicto, escapar del juicio o esquivar un castigo. Cuando alguien dice “no, no fui yo” aunque lo haya sido, en realidad intenta defender su imagen y no poner en riesgo su lugar en el grupo. Esta función está muy vinculada al miedo: al rechazo, a la crítica, a quedar en evidencia. El “no” automático ante una pregunta incómoda suele ser más un reflejo de defensa que una decisión calculada.
- Conectar con los demás. Otras veces, la mentira busca generar vínculo. Puede aparecer al exagerar una anécdota para resultar más interesante o al colocarse en el papel de víctima para despertar compasión. Aquí, la mentira actúa como un atajo: la persona siente que solo si adorna o dramatiza será vista y atendida. Detrás suele haber necesidad de reconocimiento. No es tanto un intento de engañar como de hacerse visible.
- Mantener el control. Mentir es una forma de controlar la narrativa: decidir qué sabe el otro, cómo me percibe y qué imagen proyecto. Ocultar un error en el trabajo no solo evita un juicio inmediato, además busca sostener la identidad de persona competente. Este control da una sensación de seguridad: si manejo la información, siento también que manejo la relación.
- Reducir la ansiedad. En muchas ocasiones la mentira funciona como calmante inmediato. El clásico “no, no pasó nada” cuando sí pasó, evita afrontar algo que, en ese momento, resulta insoportable. Alivia al principio, pero luego complica las cosas: retrasa conversaciones necesarias y aumenta la tensión.
- Obtener beneficios. Hay mentiras instrumentales orientadas a conseguir algo que de otro modo no estaría a nuestro alcance: dinero, poder, prestigio o estatus. Ejemplos habituales son inflar el currículum, adornar logros o exagerar contactos para ganar ventaja. Son frecuentes en lo laboral y lo político y, cuando se descubren, generan mucha desconfianza, ya que ponen en cuestión la credibilidad no solo de la persona, sino del sistema en el que se desenvuelve.
- Proteger a otros. A veces ocultamos o suavizamos la verdad con intención de cuidar: amortiguamos un diagnóstico, tapamos un error menor de un amigo para evitarle un disgusto… Sin embargo, aunque la intención sea buena, plantea un dilema: ¿cuidamos de verdad cuando impedimos que alguien se enfrente a la realidad, o estamos quitándole la oportunidad de manejarla con sus propios recursos y a su ritmo?
- Sostener una identidad. Algunas mentiras no van dirigidas a los demás, sino que prolongan lo que uno se cuenta a sí mismo. Aparecen cuando necesitamos que nuestra historia encaje —“mi vida ha sido así, yo soy así”— aunque no coincida del todo con lo que ocurrió. Inventamos logros, escondemos fracasos o reescribimos episodios dolorosos para hacerlos más llevaderos. A fuerza de repetir ese relato, cada vez es más difícil distinguir entre lo vivido y lo contado, y la identidad, en lugar de sostenerse, acaba debilitándose.
- Jugar o entretener. Existen mentiras en clave de broma o juego, como exagerar una anécdota para arrancar una risa o añadir un detalle absurdo que todos saben que es no es cierto. Aunque la intención es lúdica y en principio no buscan dañar, pueden generar malentendidos si no se comparte el mismo código y alguien se se siente herido.
- Manipular conscientemente. Aquí entramos en un terreno más oscuro: el engaño calculado para influir, dominar o explotar a otros. Aparece en dinámicas de abuso emocional (tergiversar hechos para confundir o controlar) y en contextos políticos o empresariales. Estas mentiras generan un daño profundo porque atacan la confianza y la autonomía del otro.
- Mantener la armonía social. Hay culturas en las que se prioriza no incomodar frente a decir lo que se piensa. En Japón se habla de tatemae (lo que se dice para mantener la armonía) y honne (lo que realmente se siente). Un “sí” que en realidad significa “prefiero no hacerlo” puede sonar hipócrita desde fuera, pero allí se interpreta como cortesía. En Occidente también pasa: cumplidos sociales o un “me alegro mucho por ti” cuando por dentro hay celos. Si bien estas «mentiras de cortesía» facilitan la convivencia si se abusa de ellas generarán falta de claridad y desconfianza.
- Cuidar la privacidad y marcar límites. A veces se miente porque faltan recursos para poner un límite claro. En lugar de decir “prefiero no hablar de eso”, uno se inventa una excusa que cierre la conversación. La función aquí es proteger la intimidad, pero si se vuelve hábito se difumina la frontera entre reserva y engaño y se acaban complicando las relaciones en las que esa información concierne a la otra persona.
- Lealtad y alianza de grupo. En nombre de la lealtad (familia, pareja, amistades o equipo de trabajo) pueden surgir pactos de silencio y medias verdades para “proteger a los nuestros”, aunque choquen con acuerdos previos o normas compartidas. Aquí la función de la mentira es preservar la cohesión y evitar grietas internas. Sin embargo, a la larga puede minar la confianza y llevar a peores decisiones por falta de información suficiente y veraz.
Detrás de estas funciones suele haber emociones como el miedo al rechazo, la vergüenza o la sensación de no ser suficiente. La paradoja es que lo que se busca con la mentira —protección, vínculo, control— acaba resquebrajándose: uno se protege y aparece la culpa; se exagera para conectar y surge la distancia; se cuida la imagen para tener control y se pierde la confianza del otro…

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Lo que aprendimos en la infancia
La manera en que nos relacionamos con la mentira está ligada muchas veces a cómo nos criaron.
Cuando un niño descubre que decir la verdad trae gritos, castigos o la retirada del cariño, aprende rápido a ocultar o a retocar los hechos como forma de autoprotección. El “no he sido yo” se vuelve una respuesta automática, más conectada con el miedo que con la maldad.
En otros casos, la mentira nace de la necesidad de atención. Si el niño percibe que solo recibe cuidado cuando está enfermo, triste o en apuros, puede exagerar o inventar para asegurarse la mirada del otro. De adulto, esa misma lógica puede llevarle a colocarse en el papel de víctima o a adornar historias para despertar interés y obtener aceptación.
En entornos impredecibles, muchos niños aprenden a enviar mensajes confusos o a cambiar de versión para evitar problemas y ganar algo de control.
Entender todo esto ayuda a ver muchas mentiras adultas como estrategias aprendidas en contextos donde la verdad no era segura. No son tanto un defecto moral como una adaptación que en su momento tuvo sentido. El reto hoy es revisar si aún nos protege o si nos aleja de nosotros y de los demás.
Referencias bibliográficas
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