¿Cómo no nos hemos dado cuenta? ¿Cómo ha sido capaz de hacernos esto? ¿Por qué lo ha hecho? ¿En qué nos hemos equivocado? Estas y mil preguntas más nos hacemos al enteramos de que alguien querido ha decidido quitarse la vida. Al principio, no nos lo creemos porque eso ‘siempre’ les ocurre a otros, no a nosotros. Pero, por desgracia, es mucho más habitual de lo que pensamos. Cada día hay una media de 10 suicidios en nuestro país. Uno cada dos horas y media. Y, según el Instituto Nacional de Estadística, es ya la principal causa de muerte no natural. Padres, hijos, hermanos, amigos… se convierten en supervivientes de un trauma que conlleva una gran carga de culpa, miedo, incomprensión y vergüenza. El duelo en la muerte por suicidio es, sin duda, uno de los más difíciles de atravesar.
Intentaremos buscar una justificación racional, interpretar cualquier conversación o detalle, encontrar una respuesta… Reconstruiremos obsesivamente lo ocurrido los días o las semanas previas en busca de una pista que nos ayude a entender. Pero lo cierto es que es muy difícil llegar a una conclusión convincente y acertada sobre los motivos que han llevado a alguien a terminar con su vida.
Un tema tabú rodeado de mitos
Aunque, por suerte, las actitudes hacia el suicidio están cambiando, aún existe mucho desconocimiento e incomprensión hacia este tema. Todavía es un tema tabú del que cuesta hablar, no solo a los supervivientes, que ocultan el motivo de la muerte de su ser querido por miedo al estigma y al juicio de su entorno. También a las personas que conforman este entorno y a menudo no saben cómo actuar ni qué decir en esta situación. Y, al final, este silencio acaba dificultando enormemente el proceso de duelo.
Además, el tabú se ve reforzado por mitos que es necesario desterrar. Por ejemplo, dar por hecho que todos los que acaban con su vida sufren una enfermedad mental. Es cierto que hay suicidios que son la manifestación extrema de un trastorno mental (depresión, trastorno bipolar, etc.), pero no es así en todos los casos. También hay personas que toman esta decisión después de estar sufriendo durante mucho tiempo un profundo dolor emocional o por una acumulación de situaciones que no saben cómo gestionar. O, incluso, es posible que las cosas se les vayan de las manos sin siquiera saberlo. A veces el vacío, la soledad y la desesperanza es tal, que se sienten atrapados y acaban eligiendo la muerte como vía de escape.
Otro mito en la muerte por suicidio es pensar que se trata de un acto de cobardía… o de valentía. La persona que pone fin a su vida por propia voluntad no es ni cobarde ni valiente. Es alguien que ya no tiene esperanza, que sufre enormemente y que ha encontrado en el suicidio la única forma para dejar de sufrir. Asimismo, hay quienes prefieren llegar a este extremo antes que sufrir las penalidades y el deterioro de una enfermedad mortal. Tratan así de evitar el dolor propio y el de sus familias por verlos morir lentamente. En el caso de personas ancianas, para algunas es preferible la muerte al deterioro físico, al aislamiento y la soledad que supone haber vivido más años que la familia y los amigos.
En general, la muerte por suicidio no se debe a una sola causa, sino a un cúmulo de factores. Lo que sí puede haber es un último desencadenante y a menudo este ‘disparador’ es lo que lleva a muchos supervivientes a pensar que esa ha sido la única causa y que podrían haberlo evitado. En cualquier caso, es el resultado de una decisión personal.
Del enfado a la vergüenza, pasando por la culpa y el miedo
La muerte por suicidio es súbita, violenta y tan inesperada que nos provoca un intenso torbellino emocional, en el que se mezclan muchas emociones contradictorias. Confusión por no comprender qué llevó a la persona a tomar tan drástica decisión. Enfado porque «nos ha dejado pese a lo importante que era para nosotros» y nos sentimos abandonados. Culpa por no habernos percatado de cómo se sentía. Vergüenza por la posible imagen que tendrá de nosotros el entorno… Transitar el proceso de duelo en estos casos es como caminar en un túnel oscuro sin saber si volveremos a ver la luz. Pero es necesario atravesarlo para evitar que derive en un duelo patológico.
1. Enfado, traición y abandono: ¿Por qué me ha hecho esto?
Tras el shock y la incredulidad, es frecuente que nos invada una ira intensa. Un enfado que puede ir dirigido hacia uno mismo, por no haber sabido o no haber podido evitar el suicidio; hacia los profesionales, por no haber sido capaces de impedir que el familiar hiciese realidad su decisión; y también hacia el suicida, por haberse dado por vencido y haber rechazado la ayuda que se le prestó o que se le hubiera podido prestar.
«¿Cómo pudo hacerme esto?», «Si se hubiera parado a pensar en mí, no se habría quitado al vida», «No le importó el dolor que iba a causarnos», «Fue una egoísta»… Son algunos de los pensamientos que pasan por la mente de los supervivientes generando un intenso enfado y, a la vez, una baja autoestima. Porque perder a alguien por suicidio también puede hacer que el superviviente, de algún modo, se sienta rechazado («No confió en mí ni en mi capacidad para ayudarle», «No me quería lo suficiente»).
A esta rabia se une además un profundo sentimiento de traición y abandono, especialmente cuando se trata de alguien con pareja e hijos. Es posible que estos no puedan entender cómo su padre o su madre fue capaz de abandonarlos, de quitarse la vida sin pensar en ellos. Y para el/la cónyuge es una traición, pues siente que su pareja pensó más en sí misma y no le importó dejarle sola o solo al cargo de una familia.
2. Culpa: ¿Por qué no lo evité?
Es inevitable preguntarnos una y otra vez «¿Y si me hubiera dado cuenta antes?», «¿Y si no hubiéramos discutido?«, «¿Y si me hubiera quedado ese día de casa?«… Un número interminable de «Y si…» para los que no hay respuesta.
La culpa aparece en la mayoría de los procesos de duelo, pero en el caso de la muerte por suicidio esta emoción suele ser especialmente intensa y desgarradora. Y también uno de los factores que más pueden entorpecer el proceso.
Bajo esta vivencia de culpa muchas veces se esconde una falsa percepción de control sobre la muerte (si hubiéramos actuado de otro modo el desenlace habría sido distinto) y cierta ilusión de omnipotencia, de dar por hecho que habríamos podido solucionar todos los problemas de nuestro ser querido.
La culpabilidad pesa como una enorme losa sobre los allegados. Es un sentimiento íntimamente ligado a la sensación de fracaso por no haber sido capaces de evitar la muerte. Por no haber podido detectar las señales que anunciaban lo que ocurriría… Otras veces, esta culpa está motivada por no haber actuado a tiempo, pese a saber cómo se sentía o a conocer sus intenciones. Pero, aun en el caso de que la persona hubiese dado señales o hubiese verbalizado sus deseos de morir, no es tan sencillo evitar una muerte buscada. A veces, necesitamos «no creer» lo que nos están diciendo. Es como si, negando una realidad demasiado dolorosa, pudiéramos protegernos de ella. Porque es una realidad que no sabemos manejar. Porque nosotros también somos frágiles e imperfectos y no siempre sabemos qué hacer ni cómo reaccionar ante el dolor, el sufrimiento y la desesperanza de otro.
Este sentimiento puede ser especialmente difícil de manejar cuando la muerte se ha producido en el contexto de un conflicto entre el fallecido y el superviviente.
Puede que percibamos la culpa como algo tan real e insoportable que incluso sintamos la necesidad de castigarnos nosotros mismos a través de conductas autodestructivas que pueden ir desde el consumo de alcohol o drogas hasta las autolesiones o, incluso, la ideación suicida (recreando la idea de que merecemos la muerte por lo que no hicimos, a la vez que acariciamos la fantasía del reencuentro con el fallecido).
La culpa también puede manifestarse proyectándola en otros y culpándoles de la muerte. Esta conducta a menudo obedece a un intento de tener el control y de hallar significado a una situación difícil de entender.
En cualquier caso, como mencionan Elizabeth Kübler-Ross y David Kessler en su libro Sobre duelo y dolor: «Antes de poder superar el dolor primero debes superar la culpa. Debes llegar al punto en el que entiendas completamente que no eres responsable del suicidio de nadie. Entonces, de forma gradual podrás perdonarte a ti mismo y a tu ser querido. Deberás encontrar un lugar dentro de ti para estar triste y apenado y para construir una nueva relación con tu ser querido sin insistir en cómo murió ni definir su vida según su muerte».
(Si quieres saber más sobre el peso de la culpa en este tipo de situaciones, te invito a leer en este mismo blog: El sentimiento de culpa puede dificultar el proceso de duelo)
Vergüenza: ¿Qué pensarán de mí los vecinos, amigos y familiares?
Muchas familias viven la muerte por suicidio como un verdadero estigma que les llena de vergüenza y que no es fácil sobrellevar. Sienten la necesidad de ocultar una realidad terriblemente dolorosa y enmascaran el verdadero motivo de la muerte de su ser querido, contribuyendo así al estigma del que quieren huir. Se trata de una forma de protegerse y, al mismo tiempo, un intento de cubrir con un manto de silencio algo más doloroso de lo que uno está dispuesto o preparado para soportar.
Esta presión emocional añadida no solo afecta a la relación de la familia con el entorno. También afecta a las relaciones interpersonales dentro de la propia unidad familiar. Se crea así una ‘historia paralela’ respecto a lo que realmente ocurrió. Y, si alguien se atreve a llamar a esa muerte por su nombre, provocará el enfado y el rechazo de los demás, que necesitan verla como un fallecimiento accidental o natural. Una de las consecuencias es que al negar la realidad (no se ha suicidado) tampoco se siente la necesidad de pedir ayuda.
La vergüenza también puede estar provocada por el entorno exterior. En muchas ocasiones no se permite a la familia hablar de su pérdida, aunque lo desee. Y los supervivientes acaban sintiéndose juzgados, a veces incluso por otros parientes. Muchos de quienes no han vivido algo así de cerca no saben qué decir ni cómo tratar a los allegados.
Juan Carlos Pérez Jiménez, autor del libro La mirada del suicida. El enigma y el estigma, habla en una entrevista sobre cómo vivió este sentimiento de vergüenza tras el suicidio de su padre:
«Vivimos una experiencia imposible de digerir en la que se mezclaban sentimientos como el profundo dolor, la rabia, el reproche o la incomprensión. Pero de todos estos sentimientos había uno contra el que me rebelaba, la vergüenza. Advertía el estigma social y el silencio que se genera en torno a una muerte por suicidio y sobrevolaban los tópicos sobre su naturaleza hereditaria y su carácter de maldición de sangre, que hacen más difícil aún el duelo de una pérdida de este tipo. (…) No existe un discurso que ayude en el proceso de duelo y lo más frecuente es que se silencie, si se puede, la causa de la muerte. Incluso entre las propias familias se produce muchas veces un bloqueo en la comunicación que impide abordar la cuestión, con lo cual resulta más difícil todavía cerrar las heridas».
Miedo: ¿Mi familia está maldita?
El miedo es una respuesta totalmente normal después de una muerte por suicidio. Está presente en la mayoría de los familiares y tiene que ver con la sensación de vulnerabilidad. Con el hecho de sentirse en riesgo de repetir la conducta o de sufrir un trastorno mental que empuje a ella. Este sentimiento se refuerza más cuando cada uno entra en contacto con sus propios pensamientos e impulsos autodestructivos. En el caso de los hijos es posible que tengan la percepción de estar predestinados o ‘condenados’ a repetir la conducta del suicida.
Cuando suceden varios suicidios en una misma familia puede haber mucha ansiedad relacionada con el miedo a que el suicidio sea hereditario. Los estudios demuestran que, aunque tiene cierto componente genético, este es solo es uno de muchos factores que pueden aumentar el riesgo personal. Ni siquiera cuando este riesgo es mayor es posible predecir quién va a materializar, o no, sus ideas suicidas. También puede heredarse una predisposición a padecer un trastorno mental, por ejemplo, la depresión. Pero dependerá de múltiples factores ambientales que dicha enfermedad llegue a desarrollarse y, aunque fuera así, no tendría necesariamente que culminar en suicidio.
(Si necesitas pautas para transitar este proceso, te invito a leer, en este mismo blog, Muerte por suicidio (II): Cómo afrontar el duelo por suicidio y seguir adelante)