Todos nos preocupamos. Preocuparse no solo es una cualidad inherente al ser humano sino también funcional en ciertos momentos, especialmente en el contexto de la toma de decisiones y la resolución de problemas. ¿Qué ocurriría si desapareciera nuestro hijo y no nos preocupáramos? ¿O si no nos importase dejar de pagar el alquiler? Entonces, ¿cuándo se convierte en una preocupación patológica?
Lo que diferencia a una preocupación patológica de una preocupación normal es la frecuencia con que aparece, la intensidad del malestar, la duración y la baja probabilidad de que ocurra. Cuando una persona se preocupa mucho con el deseo de que no ocurra un accidente y este no se produce (debido en realidad a su baja probabilidad), la conducta se refuerza y el malestar también. La temática de estos pensamientos es amplia: enfermedades, despidos, rupturas sentimentales, muertes, miedo a que pase algo malo a nuestros seres queridos, etc.
Hay varias señales que avisan de que las preocupaciones se han vuelto desadaptativas:
- Te angustias por cosas a las que la mayoría de la gente no les da tanta importancia.
- Te resulta muy difícil dejar de dar vueltas a algo y, en consecuencia, no puedes relajarte.
- Tu preocupación raramente te ayuda a alcanzar una posible solución para un problema particular.
- Tienes la sensación de que si no te preocupas se producirá un acontecimiento terrible.
- Te preocupas cuando las cosas te van bien en la vida.
Baja tolerancia a la incertidumbre
Otra característica de la preocupación patológica es la baja tolerancia a la incertidumbre. Para alguien puede ser más inquietante no saber cuándo se va a morir que el mismo hecho de la muerte. Es más, puede preferir saber con seguridad que no fallecerá antes de los 60 a no saberlo y vivir hasta los 90. En momentos de incertidumbre, este tipo de personas piden insistentemente la opinión de otros antes de tomar una decisión, retrasan la finalización de un proyecto o evitan situaciones ambiguas (leer noticias sobre un tema que les preocupa).
Ante circunstancias así, caben dos posibilidades: o aumentar la certeza o aumentar la tolerancia. Como lo primero es imposible porque la incertidumbre forma parte de nuestra existencia, lo más adaptativo es aumentar el grado de tolerancia a estas situaciones. ¿Cómo? Exponiéndose a ellas, dejando de realizar conductas dirigidas a eliminar la incertidumbre (sobreproteger a nuestros hijos haciendo cosas por ellos) y realizando justo las que evitamos (aplazar la visita al médico por si nos “encuentra algo»).
Asimismo, la incertidumbre se ve favorecida por pensamientos del tipo ¿Y si… tengo un accidente? ¿Y si… suspendo el examen? Para evitar el desasosiego que generan estas ideas aparece la preocupación, en un intento de encontrar soluciones antes de que ocurra lo temido.
¿Cómo nos afecta la preocupación patológica?
- Se reduce la capacidad para procesar emocionalmente la información amenazante. Cuando percibimos una amenaza, la primera estructura cerebral que se pone en marcha es la amígdala. De ahí la información amenazante pasa a la corteza prefrontal, donde se procesa.
Si no hay motivo para alarmarse, la información se integra en nuestra red neuronal y la próxima vez que ocurra algo parecido no nos alteraremos. Esto sucedería en una situación normal, pero hay personas que temen tanto las fatalidades que ‘anuncian’ sus preocupaciones que el proceso normal no llega a activarse. Por consiguiente, tampoco se llevarán a cabo las acciones para reevaluar y/o afrontar la amenaza. El resultado es que cualquier hecho similar en el futuro, como no está en la red neuronal, hará saltar la alarma y las preocupaciones se mantendrán. - Se adoptan conductas de seguridad en un intento de controlar la incertidumbre, aunque luego se consigue lo contrario. Esto ocurre cuando nuestro hijo se va de viaje y le llamamos constantemente para comprobar que está bien; cuando consultamos continuamente con el médico tanto por síntomas propios como por los de familiares, magnificando la importancia de dichos síntomas; o cuando nos negamos a ver ciertos programas de televisión.
- Las preocupaciones excesivas y constantes pueden acabar desembocando en un trastorno de ansiedad. De hecho, son el principal síntoma del trastorno de ansiedad generalizada (TAG). Además de preocupación patológica, los afectados por esta psicopatología también presentan dificultad para concentrarse, irritabilidad, tensión muscular, problemas de sueño, mareos, palpitaciones, molestias en el estómago…
Evitar los pensamientos no es una buena idea
Está demostrado que cuando intentamos evitar un pensamiento que nos abruma lo único que conseguimos es pensar todavía más en ello. Te propongo un experimento que a veces utilizo en mi consulta: cierra los ojos durante un minuto e imagina cualquier cosa, excepto un oso blanco o las palabras “oso blanco”. Si el pensamiento o las palabras pasan por tu cabeza levantas la mano tantas veces como ocurra (pide a alguien que esté presente y lleve la cuenta). Una vez que hayas terminado cuenta las veces que has pensado en el oso blanco, comparándolo con las veces que se te ha pasado por la cabeza desde que te has levantado, por ejemplo.
Cuando intentamos no pensar en el algo suelen producirse dos efectos:
- Efecto de aumento: El pensamiento puede hacerse más frecuente mientras se intenta evitarlo.
- Efecto de rebote: Después de intentar suprimir un pensamiento es posible que, posteriormente, aparezca de forma inesperada en nuestra mente.
Qué puedes hacer ante las preocupaciones excesivas
Lo primero que hay que aprender es que nosotros no somos nuestros pensamientos y que la mayoría de nuestros miedos, son solo eso, miedos, y no realidades.
- Escribe un diario. Apunta por la mañana tus preocupaciones y los resultados temidos de cada una, puntuando de 1 a 5 lo negativos que serían en caso de que ocurriera lo que temes. Por la noche, anota los resultados reales, si han sido mejores o peores de lo esperado y en qué grado has sabido afrontar los efectos negativos si se han producido. Comprobarás que solo ocurren una mínima parte de los hechos temidos, que normalmente no son tan malos y que la mayoría se afrontan mejor de lo esperado.
- Establece 30 minutos al día y dedícalos a las preocupaciones (es mejor que no sea al final de la jornada). Machácate si hace falta pero cuando termine la media hora fijada (puedes ponerte una alarma), paras. El resto del tiempo, cuando te asalte una preocupación la pospones hasta el día siguiente y te concentras en lo que estás haciendo.
- Sustituye el “¿Y si…?” por el “¿Y qué si…?. Hay una gran diferencia entre pensar “¿Y si no me seleccionan para ese empleo?” (No soy lo suficientemente bueno, así que seguro que en otras empresas también me rechazarán) y “¿Y qué si no me seleccionan para ese puesto de trabajo?” (La experiencia me sirve como entrenamiento de cara a la siguiente entrevista y estaré mucho más preparado).
- Ciertas técnicas como la respiración diafragmática o la relajación progresiva de Jacobson pueden ayudar a reducir la ansiedad que generan las preocupaciones desadaptativas. Practicar yoga también es una buena idea.
- No te enfades si no puedes controlar esos pensamientos intrusivos que te asaltan de repente. Aplica los principios del mindfulness cuando tengas uno: acéptalo, obsérvalo sin juzgar y déjalo ir.
- Vive el “aquí y ahora”. Cuanto más enfoques la atención en lo que estás haciendo (comer, darte una ducha, regar una planta…), menos energía pondrás en pensar en otros temas. No podemos estar, de forma consciente y plena, en dos actividades a la vez.
- Acude a un psicólogo que te ayude a llegar a la raíz del problema, ya que los pensamientos obsesivos ceden cuando trabajamos el origen del conflicto que los sostiene. La Desensibilización y Reprocesamiento por los Movimientos Oculares (EMDR) contribuirá a eliminar la preocupación y la ansiedad que genera. (Si lo deseas puedes ponerte en contacto conmigo y te acompañaré en tu proceso)