¿Cuántas veces te has emocionado hasta las lágrimas en una sala de cine o en el sofá de casa? ¿Por qué algo que sabemos que es ficción puede afectarnos tanto? ¿Qué ocurre en nuestro interior cuando nos sumergimos en una historia que no es la nuestra y, sin embargo, la sentimos como si lo fuera? La conexión entre cine y emociones es algo realmente poderoso. Hay películas que dejan huella, y no solo por un final sorprendente, la fotografía o las interpretaciones. A veces basta una escena, una mirada, una frase o una melodía para que sintamos que la historia también nos pertenece.
El cine nos permite contactar con emociones que evitamos o no sabemos cómo expresar. Es lo que ocurre, por ejemplo, con El hijo de la novia (2001), de Juan José Campanella. A través de una historia sencilla y profundamente humana, invita a reflexionar sobre el paso del tiempo, los vínculos familiares, la culpa, el amor y las segundas oportunidades. O con Past Lives (2023), que explora con delicadeza el peso de las decisiones vitales y los caminos no tomados. No hace falta identificarse con cada personaje para que algo nos toque por dentro: basta con conectar con la emoción que subyace en cada escena.
Pero ¿qué es exactamente lo que nos conmueve? ¿Por qué algunas películas nos remueven tanto mientras otras apenas nos afectan? Veamos qué mecanismos psicológicos y emocionales explican ese impacto.
Supresión de incredulidad: cuando elegimos creer en lo imposible
Una película no es la vida, pero a veces se le parece. Desde tiempos remotos, narrar historias ha sido una forma de compartir vivencias, transmitir valores y dar sentido a lo que vivimos. El cine, con su combinación de imagen, sonido, lenguaje y emoción, activa múltiples capas de nuestro procesamiento cognitivo y afectivo. Por eso, cuando una historia nos atrapa, no solo la entendemos: la sentimos.
Pero para que eso ocurra, necesitamos «creer» en ella, al menos durante un rato. Aquí entra en juego la llamada supresión de la incredulidad, un proceso por el cual, aunque sepamos que lo que vemos no es real, decidimos implicarnos como si lo fuera. Es una especie de autoengaño funcional que no surge de la ingenuidad, sino de una disposición emocional consciente: elegimos dejarnos llevar para vivir esa historia desde dentro.
Esto lo vemos en La forma del agua (2017), de Guillermo del Toro. Aunque su premisa —una historia de amor entre una mujer y una criatura anfibia— podría parecer inverosímil, la película consigue que conectemos con sus personajes porque no nos pide que creamos en monstruos, sino en emociones. Bajo esa fábula fantástica, hay una historia sobre la soledad, la diferencia y el derecho a ser amado. Y si aceptamos su propuesta simbólica, podemos sentir que ese amor improbable encierra una verdad tan legítima como cualquier historia realista.

La forma del agua
En la infancia este mecanismo apenas es necesario porque la línea entre realidad y ficción aún es difusa y sumergirse en mundos imaginarios ocurre de forma natural. En la edad adulta, en cambio, requiere una pequeña renuncia al juicio racional. Y es precisamente ahí donde empieza la magia: cuando bajamos las defensas, la historia empieza a tocarnos de verdad.
El poder de la empatía en el cine
Aunque la supresión de la incredulidad es necesaria para entrar en una historia, no siempre basta para que nos conmueva. Podemos ver una película impecable en lo técnico y no sentir nada. Lo que realmente despierta la emoción es la empatía: la capacidad de ponernos en el lugar del otro y resonar con su mundo interno.
Numerosos estudios han demostrado que al ver una película nuestro cerebro no solo observa: también siente. Se activan regiones relacionadas con la empatía, la comprensión emocional y la capacidad de imaginar lo que piensan o sienten otras personas (lo que en psicología se conoce como teoría de la mente). Una investigación realizada en 2004 por Uri Hasson y su equipo mostró que, al ver la misma película, distintos espectadores activaban áreas cerebrales similares, como si compartieran la experiencia emocional. Más recientemente, en 2021, otro investigador, Emanuele Castano, encontró que ciertas historias —especialmente en las que hay personajes complejos o moralmente ambiguos— pueden aumentar nuestra sensibilidad hacia los estados mentales ajenos. En otras palabras: cuando la historia está bien contada y los personajes resultan creíbles, nuestro cerebro reacciona como si estuviéramos viviendo lo que ocurre en pantalla.
En este proceso intervienen también las neuronas espejo, que permiten simular internamente las emociones que observamos. Por eso, cuando lloramos con una escena, aunque sepamos que es ficción, nuestro cerebro está procesando ese dolor como si fuera propio. No se trata solo de un contagio emocional: es una verdadera resonancia interna.
Un ejemplo es 20.000 especies de abejas (2023). La película retrata con ternura el proceso de una niña trans en un entorno familiar lleno de amor, pero también de dudas y miedos. Aunque nuestra experiencia no se parezca a la suya, resulta fácil empatizar con su necesidad de ser reconocida tal como es. Porque, en el fondo, todos sabemos lo que se siente al desear ser vistos y aceptados.
Un matiz importante: no hace falta que un personaje caiga bien para que logremos empatizar con él. A veces conectamos con figuras ambiguas si su mundo interno nos resulta comprensible. En Anatomía de una caída (2023) la protagonista, acusada de asesinato, genera emociones contradictorias. No es amable ni busca gustar, pero su vulnerabilidad, sus contradicciones y el vínculo con el hijo activan algo en nosotros que va más allá del juicio: entendemos aunque no aprobemos.
Identificarnos con los personajes para conocernos mejor
Empatizar es sentir con el otro. Identificarse es ir un paso más allá: es reconocerse en él. No se trata solo de comprender su mundo, sino de vernos reflejados, aunque sea parcialmente, en su historia o en sus dilemas.
Esta capacidad de identificación comienza en la infancia a través del juego simbólico. Al jugar a ser otros, ensayamos emociones, exploramos distintos roles y probamos formas diversas de relacionarnos con los demás. En la vida adulta, el cine retoma ese juego y nos permite habitar otros mundos, tomar decisiones distintas, experimentar vidas ajenas… sin necesidad de vivirlas directamente.
Nos identificamos con algunos personajes por lo que representan para nosotros. A veces porque nos recuerdan a quienes fuimos. En otras ocasiones, porque encarnan lo que somos ahora mismo. Y también porque simbolizan algo que desearíamos llegar a ser. Así, sin darnos cuenta, proyectamos en ellos partes nuestras que tal vez no habíamos reconocido del todo.
Es lo que ocurre con El señor de los anillos (2001) o La guerra de las galaxias (1977). Aunque transcurren en universos fantásticos, activan emociones universales: el miedo, la lealtad, la lucha entre el bien y el mal, el deseo de pertenencia o la necesidad de encontrar un propósito. Al identificarnos con personajes como Frodo, Luke o Leia, no solo seguimos su aventura: también reflexionamos sobre nuestras decisiones, cuestionamos nuestras dudas y reconocemos nuestras sombras.
Cuando decimos “yo habría hecho lo mismo” o “yo nunca habría actuado así”, estamos trazando un mapa de nuestros valores, nuestros miedos o nuestros límites. Sin necesidad de verbalizarlo, el cine se convierte en una herramienta de autoconocimiento.
Reactivación emocional: lo que el cine despierta en nosotros
Una película puede emocionarnos no solo por lo que cuenta, sino por lo que despierta en nosotros. A veces, sin darnos cuenta, una historia activa recuerdos, vivencias o heridas que estaban latentes.
Cuando vemos a un personaje enfrentarse a una pérdida, a un conflicto o a una decisión dolorosa, es posible que conectemos con algo propio. Tal vez una experiencia pasada, una emoción olvidada o un deseo no expresado.
Close (2022) es un ejemplo de esto. La historia de amistad entre dos adolescentes puede conectarnos de lleno con experiencias personales de pérdida, soledad o desconexión emocional, especialmente si en la infancia o adolescencia vivimos vínculos intensos que no supimos cómo gestionar.

Close
En ese sentido, el cine tiene una enorme capacidad para poner imágenes y palabras a lo que no siempre sabemos expresar. En ocasiones, lloramos por el personaje, sí… pero también por lo que fuimos, por lo que perdimos o por lo que nos sigue doliendo.
¿Por qué algunas películas nos remueven más que otras?
El hecho de que no todas las películas nos afecten por igual depende en parte de quiénes somos cuando nos sentamos a verlas: de nuestra historia personal, de las heridas que arrastramos o del momento vital que estamos atravesando en ese momento.
Una película sobre el duelo no conmueve igual a quien acaba de perder a un ser querido que a quien no ha vivido esa experiencia. Del mismo modo, una historia sobre la maternidad puede activar emociones complejas en quien arrastra un vínculo difícil con su propia madre o en quien anhela ser madre y no ha podido.
Pero no solo influye qué se cuenta, sino también cómo se cuenta. A menudo, lo que impacta no es el relato en sí, sino cómo se representa. Es lo que consigue The Father (2020). Aunque muchas películas han tratado el tema de la demencia, pocas lo han hecho desde la vivencia subjetiva de la persona que la sufre.
La forma en que está construida la película —la narrativa, los cambios sutiles en el espacio los diálogos confusos— no solo retrata una enfermedad: nos introduce de lleno en la experiencia. No empatizamos con lo que le pasa al protagonista; lo sentimos con él. Y es esa mirada desde dentro la que convierte el dolor en algo profundamente cercano, incluso para quienes nunca lo han vivido. La confusión, la angustia, el desconcierto que transmite Anthony Hopkins están diseñados para que no solo comprendamos, sino que sintamos lo que ocurre.
Y hay otro factor: el momento. Algunas historias pasan sin pena ni gloria en una etapa de nuestra vida y, años después, nos desarman. Porque no es la película la que cambia, sino nosotros.
Amplificadores emocionales: la música y otros elementos sensoriales
El cine no se limita a contarnos historias: nos las hace experimentar con los sentidos. Y entre todos los elementos que contribuyen a ello, la música destaca como una de las herramientas más potentes para amplificar la emoción. Una melodía triste puede aumentar el dolor de una pérdida; una pieza minimalista, reforzar la intimidad de un encuentro; una composición épica, elevar una escena hasta lo sublime.
Cinema Paradiso, La lista de Schindler, Memorias de África… Algunas bandas sonoras quedan grabadas en quien las escucha para siempre. Basta una nota para que vuelvan la escena, el personaje o la emoción que experimentamos en aquel momento.
Pero no solo la música actúa como catalizador emocional. También lo hacen la iluminación, el ritmo narrativo, el uso del silencio, el color o el encuadre. Todo en el cine está cuidadosamente orquestado para generar un estado emocional determinado. En El pianista (2002), por ejemplo, la sobriedad visual y sonora refuerza la sensación de aislamiento. En Amélie (2001), la música alegre y la estética de cuento transforman lo cotidiano en algo poético.
Cuando el cine nos cambia (aunque sea un poco)
Hay películas que entretienen, otras que emocionan… y luego están esas que te transforman. No porque contengan una gran lección ni porque pretendan dar respuestas, sino porque conectan contigo de forma sutil pero profunda. Y porque, cuando terminan, sientes que algo dentro de ti ha cambiado, aunque no sepas del todo qué.
Son relatos que te recuerdan que aún hay belleza, bondad y ternura en el mundo. Y que tú también puedes formar parte de ello. Historias que te hacen querer ser mejor persona porque muestran, sin artificios, la fuerza de la amabilidad o la coherencia entre lo que uno es y lo que hace.
Según escribo estas líneas, me viene a la mente Perfect Days (2023), una película sencilla, sin grandes giros dramáticos, pero con una sensibilidad tan honesta que uno no puede evitar preguntarse si no estaría bien vivir con un poco más de calma, de atención, de gratitud.

Perfect Days
Ese tipo de cine no predica ni sermonea. Invita. Y esa invitación, cuando cala, puede ser más poderosa que cualquier consejo o moraleja.
Referencias bibliográficas
Castano, E. (2021). Art films foster theory of mind. Humanities and Social Sciences Communications, 8(1), 1–10.
Hasson, U., Nir, Y., Levy, I., Fuhrmann, G., & Malach, R. (2004). Intersubject synchronization of cortical activity during natural vision. Science, 303(5664), 1634–1640
Películas que menciono en este artículo
– 20.000 especies de abejas (2023), dir. Estíbaliz Urresola Solaguren. Protagonizada por Sofía Otero, Patricia López Arnaiz y Ane Gabarain.
– Amélie (Le fabuleux destin d’Amélie Poulain, 2001), dir. Jean-Pierre Jeunet. Protagonizada por Audrey Tautou y Mathieu Kassovitz.
– Anatomía de una caída (Anatomie d’une chute, 2023), dir. Justine Triet. Protagonizada por Sandra Hüller, Milo Machado Graner y Swann Arlaud.
– Cinema Paradiso (Nuovo Cinema Paradiso, 1988), dir. Giuseppe Tornatore. Protagonizada por Philippe Noiret, Salvatore Cascio y Marco Leonardi.
– Close (2022), dir. Lukas Dhont. Protagonizada por Eden Dambrine, Gustav De Waele y Émilie Dequenne.
– El hijo de la novia (2001), dir. Juan José Campanella. Protagonizada por Ricardo Darín, Héctor Alterio y Norma Aleandro.
– El pianista (The Pianist, 2002), dir. Roman Polanski. Protagonizada por Adrien Brody y Thomas Kretschmann.
– El señor de los anillos: La comunidad del anillo (The Lord of the Rings: The Fellowship of the Ring, 2001), dir. Peter Jackson. Protagonizada por Elijah Wood, Ian McKellen, Viggo Mortensen y Sean Astin.
– La forma del agua (The Shape of Water, 2017), dir. Guillermo del Toro. Protagonizada por Sally Hawkins, Doug Jones y Richard Jenkins.
– La guerra de las galaxias (Star Wars: Episode IV – A New Hope, 1977), dir. George Lucas. Protagonizada por Mark Hamill, Carrie Fisher y Harrison Ford.
– La lista de Schindler (Schindler’s List, 1993), dir. Steven Spielberg. Protagonizada por Liam Neeson, Ben Kingsley y Ralph Fiennes.
– Memorias de África (Out of Africa, 1985), dir. Sydney Pollack. Protagonizada por Meryl Streep y Robert Redford.
– Past Lives (2023), dir. Celine Song. Protagonizada por Greta Lee, Teo Yoo y John Magaro.
– Perfect Days (2023), dir. Wim Wenders. Protagonizada por Kōji Yakusho y Tokio Emoto.
– The Father (2020), dir. Florian Zeller. Protagonizada por Anthony Hopkins, Olivia Colman y Rufus Sewell.